Ayer 124/2021 (4): 349-374
ISSN: 1134-2277
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2021
DOI:10.55509/ayer/124-2021-14
© Alfonso Botti
© Eduardo González Calleja
© Teresa María Ortega López
Recibido: 19-07-2021 | Aceptado: 10-09-2021
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Regímenes fascistas
y autoritarios:
usos de la historia

Alfonso Botti

Universidad de Modena-Reggio Emilia
alfonso.botti@unimore.it

Eduardo González Calleja

Universidad Carlos III de Madrid
edgcalle@hum.uc3m.es

Teresa María Ortega López

Universidad de Granada
tmortega@ugr.es

Resumen: En este debate, los historiadores Alfonso Botti, de la Universidad de Modena-Reggio Emilia; Eduardo González Calleja, de la Universidad Carlos III de Madrid, y Teresa M. Ortega, de la Universidad de Granada, reflexionan sobre el auge de la nueva derecha populista, sus eventuales causas y referentes históricos y las respuestas culturales, políticas e historiográficas que se han ido configurando al respecto.

Palabras clave: fascismo, neopopulismo, nacionalismo, extrema derecha, políticas memoriales.

Abstract: In this debate, the historians Alfonso Botti from the University of Modena and Reggio Emilia, Eduardo González Calleja from the Carlos III University of Madrid, and Teresa M. Ortega from the University of Granada, reflect on the rise of the new populist right. They explore its causes and especially its historical referents, while reflecting upon the cultural, political and historiographic responses that have been shaped in this regard.

Keywords: fascism, neopopulism, nationalism, far right, politics of memory.

Este debate, coordinado por los profesores Ismael Saz y Ferrán Archilés, ambos de la Universitat de València, plantea someter a discusión cómo se ha desplegado en el marco europeo la relación entre los regímenes autoritarios y fascistas del siglo xx y los usos de la historia posteriores asociados. Para ello, proponemos abordar esta cuestión en un doble nivel, por una parte, el de los usos públicos de este pasado (en los distintos estados o culturas políticas) y, por otra, los debates analíticos que estos regímenes han generado en la producción académica e intelectual. El trasfondo de esta propuesta de debate es el del ascenso en las últimas décadas de unas nuevas formas de culturas políticas de extrema derecha, neofascistas o nacionalpopulistas que parecen ocupar un lugar cada vez más central en el escenario político europeo (y más allá de Europa). Estas culturas políticas mantienen una relación cuanto menos ambivalente con el pasado autoritario o fascista o han procedido a blanquearlo. Por último, cabe reflexionar sobre los efectos —o su limitado impacto— que las políticas memorialísticas sobre los pasados dictatoriales han tenido en nuestra sociedades, sobre todo en lo que respecta al auge de estas nuevas derechas antidemocráticas, así como el papel que han desempeñado o pueden desempeñar los historiadores. Ha contado con la inestimable participación de los siguientes profesores: Alfonso Botti, de la Università degli Studi di Modena e Reggio Emilia; Eduardo González Calleja, de la Universidad Carlos III de Madrid, y Teresa Ortega, de la Universidad de Granada.

AYER: Las nuevas derechas nacionalpopulistas se ven confrontadas necesariamente con las experiencias —como culturas políticas o regímenes— antiliberales y antidemocráticas en especial del pasado siglo. Pero esta es una relación compleja y cambiante. ¿Cómo crees que cabe situar a los herederos de la extrema derecha en Europa hoy y sus usos de la memoria de los autoritarismos y fascismos?

Alfonso Botti: En el plano analítico e historiográfico, creo necesario diferenciar entre las experiencias del fascismo, del nazismo y de los diferentes autoritarismos en el siglo xx y los movimientos neonacionalpopulistas de las últimas dos décadas. La distinción no quita que puedan existir y que, en efecto, a veces existan vínculos o parentescos. Sin embargo, considero una equivocación —quizás fruto o de un mecanismo mental que tiende a enmarcar la novedad en lo conocido (y por ende a reconocer en lugar de examinar ex novo) o de pereza intelectual— la idea de una continuidad con los movimientos de esta naturaleza que llevaron Europa a la destrucción entre 1939 y 1945. En Italia ha habido y sigue habiendo grupos neofascistas, lo mismo que en Alemania con los neonazis, pero cuando estos grupos se acercan a los nuevos movimientos nacionalpopulistas no consiguen ni caracterizarlos ni influir de una forma significativa. Además, hay que considerar que tanto el nacionalismo como el populismo existían antes del fascismo y del nacionalsocialismo y han seguido existiendo después. Con esto quiero decir que hay que combatirlos por lo que son ahora y no por lo que produjeron o en lo que se convirtieron a partir de los años veinte del siglo pasado. Tampoco puede darse por descontado que todos ellos cristalicen en regímenes fascistas o en regímenes parecidos o equivalentes. Dicho de otra forma, lo que veo, a pesar de las muchas diferencias, es más que una continuidad, una cierta similitud entre los nacionalismos del periodo a caballo entre los siglos xix y xx y los soberanismos actuales, mientras considero, con Pierre-Andrés Taguieff 1, el populismo un estilo político trasversal a las diferentes familias políticas.

Es evidente que estamos viviendo una crisis de la democracia liberal-parlamentaria. Lo certifica también el último informe de la Freedom House, donde se lee que en los últimos quince años ha habido un constante descenso del nivel de libertad a escala planetaria. Por lo que se refiere al mundo occidental y Europa, las causas son muchas (económicas, flujos migratorios, corrupción y, por último, la pandemia), pero de entre ellas el desafío de los neonacionalpopulismos es la menos transcendente. Claro que pueden cabalgar (como ya cabalgan) el malestar social, pero no son ellos la causa de la crisis de la democracia, sino más bien lo contrario, es decir, que son la consecuencia, el efecto. Además no tienen proyectos de futuro, puesto que la lucha para la seguridad, contra la inmigración, el multiculturalismo y la reivindicación del soberanismo contra los procesos de integración europea dicen bastante poco sobre el modelo de sociedad y de Estado que quieren construir. Sirven para alimentar la protesta, no para edificar algo nuevo. Lo nuevo —en mi opinión— está en el vacío que todos ellos ocupan y en su modernidad debida a los medios que utilizan, es decir los algoritmos, las redes sociales, los blogs y la web para orientar la opinión. En fin: para entender lo que pasa no sirve el Mein Kampf, sino The Circle, de Dave Eggers.

Tampoco creo que tengan políticas de la memoria alternativas: ni la Liga de Salvini, ni el Movimiento Cinco Estrellas de Grillo proponen una visión positiva del fascismo italiano, ni el Rassemblement National de Marie Le Pen una reevaluación de Vichy y, por lo que sé, tampoco Vox en España llega a celebrar al régimen de Franco. Una cosa es que lo hagan de vez en cuando unos despistados y nostálgicos en los tres contextos, o los neonazis en Alemania, otra cosa es que tengan impacto. En Italia uno de los temas más conflictivos con relación al pasado sigue siendo el de las foibe, cuya memoria es indudablemente reivindicada por las derechas. En 2004 una amplia mayoría parlamentaria aprobó la institución cada 10 de febrero del Día del Recuerdo de las foibe (unas cuevas verticales típicas de la región cárstica de Istria y de los alrededores de Trieste, donde fueron tiradas o sepultadas las víctimas, en su gran mayoría italianas y fascistas, de la violencia política de los partisanos de Tito en los últimos dos años de la Segunda Guerra Mundial y en los meses inmediatamente posteriores). Se trató de un ajuste de cuentas que afectó, entre el otoño de 1943 y el verano de 1945, en primer lugar, a los fascistas y, en segundo lugar, a los italianos que allí vivían (Istria, Dalmacia) desde hacía siglos, una prolongación del paralelo y posterior éxodo masivo istriano-dálmata hacia Italia (1941-1956). La historiografía ha investigado la ocupación italiana y fascista de estos territorios, sus practicas represivas, sus campos de concentración, sus matanzas y su proyecto de desnacionalización de las minorías eslovena y croata. Además ha contextualizado bien las matanzas y el éxodo en el marco de lo que ocurrió en los territorios centroeuropeos ocupados por los nazis al finalizar la guerra. A pesar de todo ello, predomina la sensación de que en la opinión pública se comparte más la narración de las derechas que leen los acontecimientos del confín oriental en clave de «limpieza étnica». Es lamentable también que dos presidentes de la República como Giorgio Napolitano y Sergio Mattarella hayan caído en la trampa, facilitando una autorizada legitimación a esta interpretación sin fundamento histórico.

Eduardo González Calleja: Las políticas memoriales que despliegan las actuales derechas nacionalpopulistas europeas respecto de las experiencias autoritarias y fascistas de entreguerras resultan significativamente distintas, y tienen que ver con el modo en que cada país experimentó el desenlace de la Segunda Guerra Mundial. En Europa Occidental y Escandinavia, el carácter fundacional que el antifascismo tuvo en la restauración de las democracias liberales ha generado una memoria social bastante impermeable a una reivindicación abierta de los regímenes autoritarios-totalitarios de entreguerras, manchados además con el estigma de un colaboracionismo pronazi difícilmente digerible por el patriotismo que pregonan los actuales movimientos populistas. Todo lo más, estos se han hecho eco —sin demasiada fortuna, por cierto— de cualquier argumentación que buscara equiparar los sufrimientos de ambos bandos contendientes, como los padecimientos de la retaguardia (en especial los bombardeos masivos contra la población civil), la interpretación de las guerras de liberación nacional antifascistas como guerras civiles (caso de Claudio Pavone para Italia) 2 o el alcance de la «depuración salvaje», estudiada por Philippe Bourdrel para el caso francés 3. Diferente es el caso de países meridionales como España o Grecia, que vivieron guerras civiles convencionales antes y después de la Segunda Guerra Mundial, establecieron regímenes violetamente anticomunistas y optaron durante su tardío retorno a la democracia en la segunda mitad de los setenta por desplegar una política del olvido, que puede quedar ejemplificada en la destrucción de la documentación policial por parte de la coalición de gobierno que constituyeron la derecha de la Nueva Democracia y la izquierda comunista helenas 4.

Los regímenes y los partidos populistas de Europa Oriental se comportan de manera muy distinta. La larga experiencia represiva de estos países bajo la férula de la Unión Soviética brindó desde el derrumbe del socialismo real entre 1989 y 1992 un argumento equiparador más sólido, vinculado al medio siglo de ocupación soviética. La rápida «descomunistización» del espacio público dejó paso a un proceso de damnatio memoriæ, que afectó a la historiografía. En 1998, Polonia fue el primer país del Este en penalizar por ley el negacionismo de los crímenes nazis y comunistas, seguida de la República Checa en 2000, Hungría y Lituania en 2010, Estonia en 2012 y Letonia en 2014. La tesis del «doble genocidio», argumento procedente de la declaración del Parlamento checo en Praga el 3 de junio de 2008, ha cosechado singular fortuna en aquellos países (como Polonia, los países bálticos o Hungría) que sufrieron ocupaciones sucesivas por nazis y soviéticos. Como la teoría de los «dos demonios» (el terror subversivo y el de Estado) elaborada en Argentina para justificar la Ley de Punto Final de 24 de diciembre de 1986, la tesis del «doble genocidio» se ha convertido en la doctrina oficial que anima la labor de los oficialistas «institutos de la memoria nacional» implantados en Polonia en 1998, Eslovaquia en 2002 y Ucrania en 2006. Como dice Nikolay Kaposov, el problema no es que los gobiernos nacionalpopulistas de estos países sitúen en pie de igualdad la experiencia represiva del nazismo y el comunismo (actitud comprensible por su traumática experiencia de ambas ocupaciones), sino que estos relatos equiparadores se formulan y difunden para absolver de toda responsabilidad a los connacionales (en especial a los vinculados con los regímenes autoritarios y filonazis de entreguerras) y endosarla a fuerzas extranjeras 5. Esta doble faz de la política de la memoria traumática, interpretada como un ejercicio obligatorio de equiparación entre los crímenes nazis y los soviéticos, hace que se llegue a perseguir a los supervivientes de la Shoah que se unieron a la resistencia antinazi a partir de 1941 y se glorifique a los colaboracionistas en el Holocausto en tanto que patriotas antisoviéticos. El caso ucraniano resulta paradigmático a este respecto: sus leyes memoriales califican la Gran Hambruna de 1932-1933 como genocidio y rehabilitan a los grupos armados etnonacionalistas que colaboraron en la limpieza étnica orquestada por los nazis.

Estas leyes alientan el desarrollo de guerras de memoria y polarizan el debate público, pero también incitan a la autocensura en el espacio académico: la ley memorial rusa de 2014 actúa penalmente contra la negación de los hechos establecidos por el tribunal de Núremberg, pero también contra la difusión de «falsas informaciones» sobre las acciones de la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial. La ley memorial polaca de 2018 penaliza la atribución a la nación o al Estado polacos de los crímenes cometidos durante la Shoah.

Teresa M. Ortega: Pienso que para juzgar de forma adecuada la naturaleza y los planteamientos ideológicos y programáticos defendidos por las nuevas corrientes nacionalpopulistas de carácter derechista en la Europa actual es necesario partir de la constatación de la creciente desafección hacia las fórmulas políticas tradicionalmente empleadas por las democracias avanzadas para resolver los graves problemas acarreados por la globalización, las sucesivas crisis económicas y su parcial resolución. Cundió, entre extensísimos grupos sociales intermedios de numerosos países capitalistas occidentales, una especie de desánimo generalizado ante el funcionamiento, cada vez más desacreditado, de los sistemas de partidos sobre los que descansaban las viejas «democracias occidentales» en proceso de recomposición. La desconfianza expresada por amplios conjuntos de la población hacia las tradicionales elites políticas que manejaban las instituciones democráticas se tradujo poco a poco en el incremento del abstencionismo electoral o en el creciente respaldo otorgado a nuevas formaciones políticas que denunciaban los efectos de la globalización, culpabilizaban ampliamente a la población inmigrante del deterioro de los niveles de renta padecidos por los grupos sociales intermedios más castigados por dicho fenómeno, y reclamaban una reordenación profunda de las reglas del juego democrático proponiendo: la adopción de políticas que pusiesen el acento sobre la reconstrucción de la pureza racial o étnica de la nación; la exclusión de cuantos eran considerados integrantes de colectivos culturales o étnicos que pudiesen contribuir al deterioro de la supremacía deseable de la población autóctona; el rechazo al multiculturalismo; o la exigencia de una remodelación de signo esencialmente populista del funcionamiento político que garantizase la satisfacción plena de la supuesta voluntad expresada por «el pueblo», concebido como el núcleo sustancial, prístino e inmaculado, convertido en el portador de los valores más esencialistas de la nueva nación que se pensaba fortalecer.

En tal sentido, el nacionalpopulismo de signo ultraconservador y derechista que ha emergido en buena parte de los regímenes políticos democráticos no se halla estrictamente emparentado con el fascismo clásico, si bien ambas expresiones políticas se encuentran muy vinculadas en torno a la defensa de postulados programáticos ciertamente comunes o declaradamente próximos. Parece claro que el nacionalpopulismo derechista no puede ser clasificado tan solo como una nueva expresión del fascismo clásico o como una manifestación del denominado «neofascismo». Esta cuestión es extremadamente compleja. Sin duda, existen vínculos emocionales o soportados por la memoria que aún generan las experiencias del fascismo clásico, y que trazan la existencia de lazos comunes entre dicho fascismo y las expresiones más depuradas del nacionalpopulismo presente en nuestras democracias actuales. Pero, asimismo, resulta obligatorio señalar cómo el nacionalpopulismo no aboga, como sí lo hacían los fascismos, por la radical transformación del sistema democrático-parlamentario. Algunas propuestas del nacionalpopulismo, tales como la reclamación de un imaginario pasado mítico de la nación cuya recuperación es considerada impostergable, así como el antiintelectualismo, el rechazo a la población inmigrante o la defensa radicalizada de la pureza étnica y cultural de la nación, pueden considerarse directamente heredadas del ideario programático del fascismo histórico, pero esto no equipara necesariamente al nacionalpopulismo y al fascismo. Sin embargo, y de hecho debido al descrédito generalizado que sufrieron las fracasadas experiencias fascistas en el continente europeo tras la Segunda Guerra Mundial, los nuevos nacionalpopulismos se han cuidado en extremo de evitar que se les asocie, de una manera simplista, con unas experiencias políticas tan denostadas como las propiciadas por el fascismo clásico de entreguerras.

AYER: En gran medida, las izquierdas se han legitimado históricamente en clave antifascista. Pero la identificación del fascismo mismo ha sido siempre objeto de polémica y debate político e historiográfico. Lo es en relación con el fascismo «clásico» y con las nuevas culturas políticas de extrema derecha. Partiendo de esa consideración de las izquierdas como herederas del antifascismo, ¿cómo valoras su análisis y el uso actual de los fascismos y del propio antifascismo? ¿Estamos ante un nuevo modelo de antifascismo o se reiteran de manera rígida viejos clichés?

Alfonso Botti: Las izquierdas se han caracterizado por defender los intereses del mundo del trabajo y de las clases populares, así como por plantear proyectos de cambio sociopolítico más radical (izquierda comunista), menos radical (izquierda socialista) o de democracia avanzada (izquierda liberal y keynesiana) para alcanzar una sociedad diferente de la actual. Donde fracasaron sus proyectos, y debido a dicho fracaso (en el que tuvieron sus responsabilidades), surgieron regímenes autoritarios o totalitarios de derecha. Frente a estos regímenes, las tres izquierdas encontraron un punto de cohesión en el antifascismo, que se convirtió en un aspecto históricamente relevante de su cultura política. Sin embargo, el antifascismo es una actitud política que no sirve ni para el análisis de la historia ni para el análisis de la sociedad actual. Se puede estudiar (como se ha hecho) el antifascismo, pero esto no lo convierte en una categoría interpretativa solvente para interpretar el presente. Ahora bien, si con la democracia también la izquierda en su conjunto está en crisis, me entra la sospecha de que, junto a otras muchas causas, algo tiene que ver la permanencia de viejos clichés en la lectura de los procesos políticos y en la evaluación del adversario. Y, por supuesto, un análisis correcto es la premisa de cualquier política sensata.

Eduardo González Calleja: Como admonición frente a los crímenes cometidos por el nacionalismo revolucionario alemán y sus cómplices en el periodo de entreguerras y como gran metarrelato fundacional y legitimador de las democracias occidentales de la segunda posguerra, el antifascismo tiene cada vez menos impacto e influencia sobre una opinión pública que aparece más preocupada por las incertidumbres del presente y del futuro. El inicial antifascismo, con rasgos ecuménicos cimentados en su inclusividad ideológica, política, social, religiosa, racial o cultural, ha dejado paso a una identidad antifascista cada vez más fragmentada y difusa, que posibilita relecturas interesadas y dotadas de una fuerte carga teleológica. Algunos autores hablan de la existencia de un antifascismo activo, por lo general de izquierda en su vertiente más combativa, y otro pasivo, más conservador, que se desplegó en actividades resistencialistas que oscilaron entre el exilio interior y la resistencia pasiva 6. Habría existido un antifascismo «de izquierda» que se considera inseparable de la política revolucionaria que siguió a la Primera Guerra Mundial, se fue definiendo durante la Guerra Civil española y se convirtió en la ideología oficial del totalitarismo soviético. Por otro lado, habría existido un antifascismo democrático, a la postre victorioso, en el cual se pretende incluir una corriente conservadora e incluso contrarrevolucionaria (término singularmente mal escogido por Michael Seidman) que reinterpreta el movimiento en un sentido de restauración de los antiguos regímenes liberales anteriores a 1939 7. Esta interpretación, difundida por la historiografía de signo anticomunista, simplifica el fenómeno antifascista en tendencias reificadas y mutuamente incompatibles, y desprecia sus componentes dinámico y pluralista en aras de un planteamiento bipolar característico de la Guerra Fría, en cuyo transcurso se habría consumado la pugna entre los antifascismos de corte revolucionario y contrarrevolucionario. Desaparecido el enemigo común, la ruptura y el enfrentamiento de las dos coaliciones antifascistas condujo a una hipertrofia semántica que aún colea: mientras que en el Este de Europa el antifascismo quedó vinculado a la vigilancia contra todo tipo de comportamiento antisoviético, los partidos comunistas de Francia o Italia lo reformularon en un sentido patriótico y democrático, y el macartismo (o el trumpismo actual) lo conectó con oscuras actividades desestabilizadoras y subversivas de orden político y cultural. La inflación de significados del término «antifascismo» parece inversamente proporcional a su capacidad de concitar consensos en el debate público, sobre todo en la actualidad.

La actual movilización antifascista ha recogido y reformulado alguno de los mitos fundadores del movimiento histórico por la mediación de las contraculturas inconformistas de la nueva izquierda de los años sesenta y setenta del siglo pasado, que equipararon fascismo con belicismo, imperialismo, racismo o incluso sociedad patriarcal. Despojado de la mayor parte de su componente historicista, el actual movimiento antifa es panizquierdista, antirracista, anticapitalista, internacionalista, multicultural y libertario, y su deriva ocasional hacia modos de violencia reactiva es amplificada por los altavoces mediáticos de la extrema derecha populista con el propósito de minimizar la violencia practicada por los grupos ultranacionalistas, supremacistas y neonazis.

Teresa M. Ortega: Estoy convencida de las profundas diferencias que separan las manifestaciones del antifascismo que emergió como una poderosa corriente político-ideológica extremadamente movilizadora en el mundo de entreguerras de aquellas otras manifestaciones, asimismo autodenominadas «antifascistas», que congregan los sentimientos y movilizan las actitudes y los comportamientos políticos de millones de jóvenes en las democracias actuales. Podría afirmarse, aun a riesgo de incurrir en algunos errores de percepción motivados por la relativa inmadurez de los movimientos antifascistas del presente, que las corrientes del antifascismo que se han desplegado con enorme vitalidad en las sociedades capitalistas avanzadas actuales responden a móviles y elementos de causación que encierran una significativa distancia con aquellos otros que propiciaron la emergencia de un poderoso movimiento antifascista en la década de los treinta del pasado siglo xx. Lo que podríamos denominar «antifascismo clásico» puede ser agrupado dentro de la respuesta universalista y generalizada, impulsada desde el comunismo internacional, para hacer frente a la deriva crecientemente militarista y furibundamente antidemocrática experimentada por los dos grandes regímenes fascistas implantados en la Europa de entreguerras, de manera muy especial por las políticas expansivas desplegadas por el régimen nazi del Tercer Reich. En tal sentido, el antifascismo de aquellos momentos se erigió en un poderoso movimiento que, reclamando los principios del igualitarismo, la democracia, el pacifismo o el antimilitarismo, suscitó la participación activa de cientos de miles de jóvenes de la época, que se sintieron emocionalmente empujados a la defensa de elevados ideales muy identificados con la democracia, la solidaridad entre las naciones pacíficas, el progreso material y el pleno reconocimiento de derechos políticos y sociales a beneficio de extensísimos segmentos de la población vinculados con las clases populares y trabajadoras.

Por su parte, el antifascismo actual responde a una serie de motivaciones que lo alejan del antifascismo clásico. En el presente, la preservación de la paz mundial y la apelación a la resolución de los conflictos internacionales mediante el empleo de instrumentos de diálogo y negociación de carácter supranacional no constituye un elemento sustancial del debate público. Podría decirse que el antifascismo del presente se ha convertido en un movimiento, esencialmente trabado por las plataformas reivindicativas manejadas desde la izquierda del espectro ideológico, que ha incorporado en su corpus interpretativo toda una amalgama de componentes del debate político que han emergido, como respuesta a nuevas situaciones sociales y políticas, a la palestra de las confrontaciones ideológicas sostenidas desde las últimas décadas en adelante. En tal sentido, no cabe duda de que el antifascismo del presente se nos muestra como un movimiento poliédrico, que incorpora una gran cantidad de nuevas sensibilidades recientemente afloradas en el panorama de las percepciones políticas y culturales que afectan a extensos segmentos de las poblaciones de los países democráticos actuales. El antifascismo del presente reclama la adopción de políticas más permisivas con los movimientos migratorios desencadenados tanto por los efectos de la globalización mundial de las economías, como por aquellos otros derivados del desencadenamiento de mortíferos conflictos geográficamente localizados en algunos espacios de significada importancia geoestratégica y geopolítica. De igual manera, el nuevo antifascismo reclama la defensa de la diversidad cultural y étnica de los nuevos componentes sociales de las naciones, incorpora la reclamación de derechos y libertades exigidas por el movimiento feminista; pero, de la misma manera, se muestra muy sensible con cuanto tenga relación con la adopción de medidas inmediatas que traten de aliviar las penosas situaciones padecidas por los más débiles o los más intensamente castigados por las derivas de carácter neoliberal que han marcado el desarrollo de las políticas adoptadas por la mayor parte de los Estados democráticos a lo largo de los últimos años. Asimismo, el antifascismo del presente denuncia abiertamente el peligro que, a su entender, significa el avance del nacionalpopulismo o de poderosas corrientes de extrema derecha que, en su defensa explícita de unos modelos de ordenamiento partidista y constitucional extremadamente partidarios de la pureza étnica o racial de las naciones y del regreso a las tradicionales jerarquías sociales o los valores fundamentales del ordenamiento patriarcal, significan una seria amenaza a la democracia, la igualdad social o el desarrollo humano.

AYER: Parece claro que las políticas de la memoria persiguen por lo general objetivos de verdad, justicia y reparación, pero que tienen también una inequívoca vocación preventiva frente a las nuevas culturas antidemocráticas. Sin embargo, estas últimas parecen crecer sin encontrar excesivos frenos en este crecimiento (como han planteado autores como Henry Rousso o Valentina Pisanty). ¿Cómo valoras los efectos políticos y sociales de las políticas de memoria en Europa? ¿Crees que son eficaces para bloquear el ascenso de la extrema derecha?

Alfonso Botti: Valoro positivamente las políticas de la memoria, pero al mismo tiempo nunca he creído que fuesen eficaces para bloquear el ascenso de la extrema derecha y de los neonacionalpopulismos. Pueden ser un instrumento útil; sin embargo, son insuficientes y además tienen el inconveniente de producir la ilusión de que el conocimiento nos vacuna contra la posibilidad de que se reproduzcan ciertos horrores del pasado. Además, hay que tener cuidado con la ritualización de la memoria, sobre todo cuando no se sustenta sobre un amplio conocimiento histórico de lo ocurrido.

Eduardo González Calleja: Entre la Ley Gayssot de 13 de julio de 1990, que penalizaba en Francia el negacionismo de los crímenes nazis, y las leyes promulgadas en Europa Oriental desde 1998, la memoria se ha convertido en un marcador democrático y en un nuevo derecho humano, cuya definición y aplicación rebasa las fronteras nacionales. Sin embargo, la aplicación de estas políticas de la memoria violentaba la tradicional separación entre justicia e historia, ya que penalizar la negación de los crímenes nazis podía consolidar una interpretación unívoca e inmutable de algunos de los hechos más controvertidos de la historia europea contemporánea. De modo que las políticas memoriales han encontrado fuertes resistencias tanto entre los defensores de una historia crítica, no sometida a ningún género de censura, como entre los partidarios de una historia nacional oficialista, que en un principio contemplaron con prevención las implicaciones penales de todo tipo de negacionismo referido a la colaboración autóctona con los crímenes contra la humanidad perpetrados por los totalitarismos de izquierda y derecha. Bien es cierto que, sobre todo en Europa del Este, este riesgo potencial se solventó con la puesta en marcha de leyes, museos y centros gubernamentales de investigación que favorecieron la hegemonía de un discurso minimizador o exculpatorio de los crímenes perpetrados por actores domésticos. Tampoco es menos cierto que la victoria del antifascismo y la persistente memoria de los crímenes cometidos por el Eje y sus regímenes satélites han obligado a la actual derecha nacionalpopulista a renegar de los rasgos más expansionistas, totalitarios, racistas y violentos de sus predecesores fascistas 8.

En la mayor parte de los casos, la legislación «preventiva» basada en el recuerdo traumático de los genocidios no ha impedido el crecimiento de las opciones populistas de derecha, cuya capacidad movilizadora es alimentada en gran medida por frustraciones muy actuales, referidas a la emigración, el paro, la precariedad sociolaboral, la crisis de la sociedad patriarcal, la identidad nacional, el multiculturalismo, etc. Un partido como Vox no tiene un discurso del pasado reconocible como fascista, aunque haya fascistas, franquistas o falangistas en su seno. Intenta suplir su carencia de una memoria histórica mínimamente articulada con la perpetración de ataques provocativos contra símbolos reconocibles de la memoria antifranquista, como los fusilados en el Cementerio de la Almudena, las «Trece Rosas», Indalecio Prieto o Francisco Largo Caballero. Y ello con el apoyo de los otros grupos de la derecha gobernante en ciudades como Madrid.

Al menos en España, no parece que las políticas de la memoria implementadas hasta la actualidad hayan servido para bloquear el ascenso de la extrema derecha populista, cuya preocupación por el pasado es puramente instrumental. El anteproyecto de Ley de Memoria Democrática, aprobado por el actual Gobierno el 15 de septiembre de 2020, incorpora, a diferencia de la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, un régimen de sanciones económicas contra el traslado no autorizado de víctimas de la Guerra Civil o de la dictadura, la destrucción de fosas comunes y otros lugares declarados de memoria democrática, la remoción de vestigios erigidos en recuerdo de las víctimas o la falta de adopción de medidas necesarias para impedir o poner fin a la realización, en espacios públicos abiertos, de actos de exaltación de la contienda o del régimen franquista que entrañen «descrédito, menosprecio o humillación» de los represaliados o de sus familiares. Caso de promulgarse en los términos actuales, la norma castigaría actos reprobables, no ideas; pero creo que su eficacia fiscalizadora de comportamientos políticos iría muy por detrás de sus auténticos propósitos de conocimiento de la historia (con toda la pluralidad posible) y reparación de las víctimas.

Teresa M. Ortega: Ante todo, parece meridianamente clara la existencia de un hecho incontestable que podría enunciarse de la siguiente manera: la experiencia traumática de la Segunda Guerra Mundial, entendida como una conflagración internacional que se propuso la contención de los insaciables apetitos expansionistas manifestados por el orden nacionalsocialista implantado en la Alemania del Tercer Reich, configuró un amplio espectro de políticas públicas e iniciativas estatales, desplegadas por la mayor parte de los países que sufrieron tan traumática experiencia, destinadas a forjar un relato memorístico de carácter colectivo y oficializado que pretendiese dar respuesta a las trágicas experiencias y las contrapuestas percepciones experimentadas por multitud de individuos como consecuencia del fenómeno histórico antes expuesto. Esto dio paso, en todo lo relacionado con las políticas de «desnazificación» impulsadas por las potencias vencedoras en el conflicto sobre la población alemana, a la forja de una extensa serie de iniciativas públicas que se proponían la inculpación de cuantos, de una manera más o menos solapada, contribuyeron al sostenimiento del régimen hitleriano o colaboraron de manera activa en la implementación de sus prácticas genocidas, persecutorias o encaminadas al alcance de la pureza racial de la nación germánica. No en todos los países europeos que sufrieron el conflicto mundial se articularon medidas estatales para la elaboración de una memoria unívoca y homogénea. En la mayor parte de los países de la Europa centro-oriental que al final sucumbieron a la hegemonía ejercida por la extinta Unión Soviética, las prácticas orientadas a la creación de una memoria colectiva, unificada en torno al significado que debía otorgarse a la naturaleza de la Segunda Guerra Mundial, se vieron atravesadas por severas confrontaciones ideológicas, que impidieron la pronta generalización de un discurso homogéneo que proporcionase explicaciones a la particularizada conducta seguida por aquellos mismos países durante el conflicto mundial. No obstante, el ejemplo de Alemania y, en menor medida, de Francia (un país que sufrió la ocupación militar del Tercer Reich y cuya población, en una elevadísima proporción, adoptó una actitud de benevolencia, colaboracionismo o consentimiento ante tales hechos) nos induce a pensar que la imposición, pese a las dificultades que obstaculizaron el éxito final de tal empeño por parte de los Estados en ambos casos, de políticas favorecedoras de la recuperación de una memoria que trataba de esclarecer las responsabilidades de la población en el sostenimiento de los fascismos significó un avance decisivo en la superación de los traumas colectivos y la solidificación de unos valores de permisividad y democracia sólidamente enraizados. En tal sentido, merece la pena destacar la oportunidad y el carácter ejemplarizante contenidos en el argumentario defendido por una obra de reciente aparición. Nos referimos al texto, cálidamente aceptado por buena parte de la opinión pública europeo-occidental, de Géraldine Schwarz, titulado Les Amnésiques, editado por Flammarion el pasado año 2017. En dicho texto se sostiene que allí donde se puso en práctica una política pública incentivadora del recuerdo crítico, orientado hacia el favorecimiento del reconocimiento inculpatorio de la labor colaboracionista llevada a cabo por buena parte de la población en el sostenimiento de las experiencias fascistas del periodo de entreguerras, ha sido posible un mayor y más efectivo fortalecimiento de las actitudes esencialmente democráticas, instaladas sobre la descalificación de los extremismos ideológicos y la condena absoluta de la experiencia del fascismo.

Esto último nos lleva a efectuar una somera evaluación sobre las políticas propiciatorias de la elevación oficializada de un relato memorístico homogéneo y clarificador que, a nuestro juicio de manera infructuosa o equívoca, se han llevado a cabo en nuestro país, España, a lo largo de las dos últimas décadas, centradas casi todas ellas en la formalización de un discurso cohesionado e inteligible que nos permita una mejor comprensión de la trágica experiencia vivida en nuestra particular crisis de entreguerras. Nos estamos refiriendo, claro está, a las políticas públicas impulsoras de la fabricación de un relato unificado sobre las causas de nuestra última guerra civil que, asimismo, resulte explicativo y convincente en torno a la naturaleza del régimen franquista y su particularizada violencia. Pensamos que no ha tenido éxito el empeño por la configuración de una memoria unívoca ampliamente aceptada por el conjunto de la población. A todo ello ha contribuido la debilidad de las estrategias tímidamente implementadas por algunos gobiernos democráticos recientes a la hora de forjar un sólido discurso que señale los verdaderos elementos que precipitaron el conflicto de 1936-1939, a lo que debe unirse la persistencia de una espesa memoria, albergada entre los sectores ideológicos más derechistas o conservadores, que sigue reivindicando la persistencia de algunas explicaciones justificativas del desencadenamiento de nuestra Guerra Civil indudablemente vinculadas al discurso legitimador que lograron imponer las fuerzas políticas vencedoras tras la implantación del régimen dictatorial franquista. Pensamos que deberían articularse políticas públicas que, desde la edificación de una densa trama de instalaciones museísticas hasta la reordenación de algunos programas educativos, fijen, sobre la memoria compartida por los españoles, los auténticos elementos que la historiografía más respetada ha señalado como los verdaderamente causantes de nuestra Guerra Civil.

AYER: De manera recurrente, en ámbitos académicos y no académicos, parece haberse difundido la idea de que la situación histórica actual se asemeja a la de los años de entreguerras. ¿Crees que Europa vuelve políticamente a los años treinta? ¿Cómo valoras el futuro político de las derechas nacionalpopulistas?

Alfonso Botti: El paralelismo entre las crisis producidas por la Gran Guerra y la de 1929, con las crisis provocadas por el fin de la Guerra Fría, la financiera de 2007-2012 y la pandémica actual no me convence. A quien lo plantea tal vez se le escapa que el marco es por completo distinto, así como lo son las características de los nuevos movimientos nacionalpopulistas con relación a los de los años veinte y treinta del siglo xx. Aquellos nacionalismos fueron belicistas; los actuales son defensivos. Aquellos marcaron una novedosa experiencia de militarización de la política; ahora no hay nada por el estilo. Aquellos llevaban en sí el viento de una nueva religión; ahora vivimos en un mundo secularizado, en el cual la metamorfosis de lo sacro aterriza sobre objetos que no son políticos o que no lo son stricto sensu. Aquellos apuntaban a una palingenesia total de la sociedad a través de la construcción del hombre nuevo; ahora ni con lupa se encuentra algo similar.

La segunda pregunta me saca de mi oficio, que consiste en transformar el pasado en historia y no el de hacer previsiones sobre el futuro. En todo caso diría, con un alarde de optimismo del cual espero no tener que arrepentirme, que la temida ola de los nacionalpopulismos ya ha tenido un parón con las elecciones europeas de 2019 en las que el temido tsunami no se produjo. Añadiría que el radicalismo que caracteriza estos movimientos neonacionalpopulistas cuando están en la oposición se diluye y mucho más cuando llegan al gobierno. Considero paradigmático lo acaecido en Italia, donde hemos tenido a lo largo de un año, entre 2018 y 2019, el primer Gobierno neonacionalpopulista de Europa sin que se produjera la catástrofe anunciada. En cambio me preocupa mucho la tendencia típicamente populista de reivindicar la primacía de la voluntad popular sobre la ley, que es el lado más frágil de nuestras democracias y justamente por esta razón aquello por donde los neopopulismos pueden encontrar entradas.

Eduardo González Calleja: El mundo está gobernado hoy en día en su mayoría por partidos conservadores y/o de derechas, y en Europa Oriental se está viviendo una oleada de autoritarismo que recuerda, al menos en los países afectados, la de la primera posguerra mundial. Sin embargo, la comparación con el periodo 1918-1923 resulta bastante cuestionable: la actual reacción nacionalpopulista no viene dictada por el desmoronamiento violento de estructuras estatales preexistentes (salvo en la antigua Yugoslavia), el despliegue de una amenaza revolucionaria interna y externa (como fue el bolchevismo) o la difusión de una cultura de guerra que vertebre una agresiva movilización ultranacionalista. La derecha radical, como la que está en el poder en Hungría, Polonia, Eslovaquia o la República Checa, no ha sucumbido a la organización extensa de la violencia con objetivos políticos, pero está empleando unos medios de coacción y represión «legales» que dificultan cada vez más la diferenciación entre gobiernos conservadores y regímenes autoritarios. A diferencia de la «política del matonismo» desplegada por los fascismos, estos partidos, movimientos y regímenes no patrocinan una brutalización directa de la política general, pero sí del debate político, que se hace cada vez más enconado y distante de la lógica argumentativa preconizada por Habermas.

Es obvio que, como en la etapa reconstructiva de la primera posguerra mundial y la Depresión iniciada en 1929, la Gran Recesión desatada por el crack financiero de 2008, que puso en solfa los fundamentos de la globalización según parámetros neoliberales, agitó el panorama político y cuestionó la capacidad de las democracias representativas para afrontar la situación. A raíz de este ambiente de incertidumbre resurgieron los partidos anti-establishment de corte populista, que se han instalado en los márgenes extremos del espectro político. El futuro del nacionalpopulismo es tan incierto como el de las democracias que parasita. Los populistas pretenden encarnar al pueblo, lo que les otorga una supuesta legitimidad moral, situada por encima de las instituciones democráticas y de los demás grupos y organizaciones sociales. Ponen en peligro el sistema porque no se limitan a cuestionar las reglas formales de una democracia pluralista, sino que su retórica amenaza los fundamentos mismos de este régimen al negar la existencia del pueblo-demos, esto es, la implicación cívica en un modelo de democracia participativa 9. A diferencia del populismo de izquierdas, el de derechas busca ganar apoyo popular por medio de un discurso que excluye de la ciudadanía a amplias capas de la sociedad consideradas ajenas a la comunidad étnica-nacional. Su pervivencia dependerá en buena medida de los modos de salida de la actual crisis que se articulen en cada sociedad nacional, y, a nivel europeo, de la capacidad de la Unión para armonizar el conjunto por medio de un proyecto global cada vez más integrador. Al fin y al cabo, el federalismo democrático continental se fue definiendo como respuesta a este tipo de extremismos.

Teresa M. Ortega: No cabe duda de que existen evidentes similitudes y paralelismos entre los fenómenos de desafección frente a la democracia que cundieron entre las actitudes políticas sostenidas por cientos de miles de ciudadanos de la Europa del periodo de entreguerras y aquellos otros que, aun cuando motivados por una pléyade de circunstancias cualitativamente diferenciadas, afectan en la actualidad a extensos segmentos de las clases medias, así como a numerosísimos integrantes de los sectores populares, provocando en sus comportamientos políticos y públicos una descorazonadora y preocupante animadversión y desconfianza hacia los mecanismos gubernamentales y las prácticas institucionales sobre las que descansa el funcionamiento de nuestras democracias actuales. Sin lugar a dudas, tanto las severas crisis experimentadas por las jóvenes democracias liberal-parlamentarias edificadas en Europa durante el periodo de entreguerras como las múltiples amenazas que sobrevuelan sobre el actual funcionamiento de nuestros actuales regímenes democráticos ostentan el denominador común de haberse convertido en factores históricos que debilitaron la creencia en el buen funcionamiento de la democracia suscitados, en muy buena medida, tanto por el creciente deterioro experimentado por las rentas y los niveles de vida de segmentos sociales muy extensos que provocó la crisis internacional de los años treinta, como por el declarado empobrecimiento y pérdida de oportunidades suscitados por la crisis financiera internacional, los perversos efectos de la globalización mundial o por la desaforada desindustrialización que ha afectado a numerosísimas regiones industriales que habían conocido un prolongado periodo de prosperidad desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta el inicio de la década de los ochenta o los noventa del pasado siglo xx. Tanto en el periodo de entreguerras como en este otro que se corresponde con los estertores de la crisis financiera global más reciente, las turbulencias políticas y sociales impulsadas por una profunda depresión económica han alentado el surgimiento de prácticas políticas esencialmente populistas, que han basado sus discursos de movilización en la demonización de las instituciones políticas democráticas y la supuesta actuación parcial, sectaria o interesada de los Estados a beneficio de las tradicionales oligarquías plutocráticas instaladas sobre la práctica inmisericorde de la especulación bursátil o el manejo torticero de los grandes fondos de inversión, perjudicando, de esta manera, las formas de vida y supervivencia de los más desfavorecidos. Así pues, tanto en un periodo histórico como el que vio emerger las primeras manifestaciones del fascismo como en este otro, muy próximo a nuestro momento presente, en el que han hecho su aparición las manifestaciones más descarnadas del nacionalpopulismo derechista o la nueva extrema derecha, la extensión de un generalizado sentimiento de desafección hacia la democracia, crecientemente considerada como una forma de gestión de los asuntos públicos incapaz de contener el visible deterioro de los niveles de vida de amplísimos conjuntos de la población, se ha convertido en un fenómeno de difícil tratamiento.

No obstante, es preciso señalar algunas diferencias entre la crisis de la democracia padecida durante el periodo de entreguerras y esta otra que estamos experimentando en la actualidad. Durante el periodo de entreguerras, los fenómenos de depauperación, desem­pleo y miseria generalizada afectaron de manera mucho más intensa a extensos grupos sociales que la manera en que la crisis financiera global de nuestro presente ha afectado a los niveles de vida de las clases medias y trabajadoras de numerosos países eu­ropeos. Asimismo, la crisis de entreguerras dio paso a la emergencia de poderosísimos movimientos de signo fascista, totalitario y antidemocrático, profundamente empeñados en la gestación de modelos estatales dispuestos al aniquilamiento de las libertades individuales y colectivas trabajosamente edificadas tras décadas de luchas sociales y políticas. En el momento presente, los nacionalpopulismos aspiran a realizar un ajuste severo de las formas de gestión de lo público propias de la democracia moderna, sin que esto signifique que se atrevan a proponer una radical transformación del sistema político democrático vigente. De igual manera, cabría señalar que si bien en el periodo de entreguerras, las democracias aún significaban una propuesta de ordenación institucional del Estado que no gozaba de la generalizada simpatía de la población, en el momento presente, y tras un largo periodo histórico de asentamiento y solidificación de actitudes políticas comprometidas con el ejercicio democrático, las democracias gozan de mejor salud que la que disponían en aquel entonces. Baste señalar, por último, que el largo proceso histórico de edificación de los Estados del Bienestar, pese a que en la actualidad se hallen sometidos a un intenso proceso de readaptación que ha mermado muchas de sus facultades, ha permitido la instauración de hondas tradiciones enraizadas en la intervención de poderosas administraciones públicas orientadas hacia la satisfacción de las necesidades más elementales de la población. Esto último quiere decir que, pese a todos los factores adversos que se conjugan en la situación actual, los Estados presentes están mucho más capacitados que los existentes en el periodo de entreguerras para intervenir de manera eficaz en atención de los sectores de la población más necesitados, o más duramente castigados por los efectos de la crisis global que continúa afectando al crecimiento de los grandes países capitalistas.

Por último, y pese a que no disponemos de suficientes elementos analíticos que nos permitan formular una opinión sólida al respecto, me parece que el futuro de los movimientos nacionalpopulistas que persiguen una honda rectificación del funcionamiento de nuestras democracias puede ser atajado con eficacia si los Estados se avienen a la puesta en pie de importantes medidas tendentes a la potenciación de la inversión pública, el establecimiento de políticas fiscales redistributivas que hagan descansar los esfuerzos para la recuperación financiera sobre los grandes poseedores de inmensas fortunas o bienes de capital, o a la potenciación de un fortalecido sector público de la economía que permita contrarrestar los severos embates provenientes del mundo de la especulación financiera y bursátil. Sin duda alguna, el nacionalpopulismo podrá combatirse mediante el fortalecimiento de los Estados de Bienestar y el aseguramiento de un nuevo pacto social comprometido con un desarrollo igualitario, solidario, equitativo y sostenible.

AYER: De vuestras respuestas se deduce una mirada necesariamente crítica hacia la manera como se ha construido o se está construyendo la memoria del fascismo y el antifascismo, así como una valoración rigurosa de las políticas de memoria públicas emprendidas por los Estados. A partir de aquí quisiéramos plantear una pregunta doble, referida al oficio mismo de historiador. En primer lugar: ¿cuál creéis que debe ser el papel del historiador en un momento memorial tan intenso como el presente y tan marcado por la cultura audiovisual y de las nuevas redes sociales? En segundo lugar, y a la luz del momento político: ¿cómo estimáis que esto puede afectar a la escritura de la historia?

Alfonso Botti: En principio la tarea del historiador sigue siendo la misma: investigar, reconstruir, interpretar e intentar explicar lo ocurrido. Con el añadido de que en el marco actual alcanza una importancia fundamental contrastar el desafío de la memoria, insistiendo sobre la diferencia abismal que existe entre la historia y la memoria, incluso la memoria pública, por compartida que pueda ser. El presente está caracterizado por la cultura audiovisual y las redes sociales que bombardean el espacio público con noticias e informaciones. Sin embargo, la cultura, de la cual forma parte la cultura historiográfica, es otra cosa y supone una reelaboración de los datos a través de los protocolos de cientificidad que la disciplina ha venido elaborando a lo largo de los últimos ciento cincuenta años. Nunca como ahora, y la pandemia lo ha demostrado con creces, se había producido un enfrentamiento entre doxa y episteme. En ese nuevo marco, la tarea del historiador es la de reivindicar, contra viento y marea, que sus investigaciones desembocan en interpretaciones y que las interpretaciones quedan a distancia sideral de las opiniones, que su tarea no consiste en escribir cuentos sobre el pasado, sino en transformar el pasado en historia a través de las herramientas propias de la disciplina.

Con todo, no se puede negar que, junto con otras profesiones intelectuales del campo de las humanidades, la figura del historiador ha perdido relevancia social y se encuentra arrinconada en los medios universitarios. Contrarrestar esa tendencia supone, en primer lugar, reconquistar el espacio de la enseñanza primaria y secundaria donde miles de maestros y profesores explican la historia a cientos de miles de alumnos y estudiantes. Justo allí hay que volver a empezar reduciendo la distancia entre la universidad y la enseñanza en los institutos. Implica, en segundo lugar, plantearse el tema de la conquista del espacio público, bien aceptando la posibilidad de dedicar una parte de nuestro tiempo a la divulgación histórica, bien adoptando una escritura no autorreferencial, bien experimentando otras modalidades de involucración del público, como por ejemplo a través de la llamada historia pública.

Eduardo González Calleja: Como hace más de cuarenta años, cuando treinta y cuatro historiadores firmaron, el 21 de febrero de 1979, en Le Monde una declaración redactada por Léon Poliakov y Pierre Vidal-Naquet contra las dudas planteadas en ese mismo diario por Robert Faurisson respecto del Holocausto, el deber del historiador es aportar pruebas técnicas incontrovertibles de los hechos, a fin de contrarrestar cualquier tipo de afirmaciones revisionistas o negacionistas científicamente mal fundamentadas 10. Algo parecido se trató de hacer en España en octubre de 2020, cuando más de trescientos historiadores de universidades españolas y extranjeras denunciaron en un informe técnico las falsedades contenidas en la iniciativa que planteó el grupo municipal de Vox en el Ayuntamiento de Madrid para que se retirasen las placas de calles y las estatuas de Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto 11. A pesar del indudable eco corporativo que tuvo la iniciativa, su impacto mediático fue bastante limitado. Aun reconociendo el creciente empleo de las redes sociales por los expertos, se antoja que el discurso historiográfico se adapta mal a la sociedad de la representación y el espectáculo, donde se elabora y prevalece un discurso mediático mucho más simplificador, pero potencialmente más accesible al gran público, como muestra el caso de David Irving, recreado en la película Denial (Mick Jackson, 2016). Por otro lado, ahora que el pensamiento postmoderno tiende a disolver la relación singular que el discurso histórico mantiene con la verdad, se debería ser consciente del carácter indispensable que tiene lo que Vidal-Naquet llamó «esa antigualla que es lo real» en la distinción, más necesaria que nunca, entre la ficción y la historia.

En relación con la segunda pregunta, debe constatarse que estamos contemplando cómo la radicalización de las derechas a escala global está propiciando un replanteamiento discursivo en el que se entremezclan las reclamaciones victimistas de defensa de la libertad de expresión (sobre todo cuando los relatos que se tratan de difundir adoptan la forma de bulos) con un mayor dirigismo oficial y con las crecientes trabas legales y administrativas interpuestas al ejercicio de la actividad investigadora en materia histórica 12. El avance político, social y cultural de esta derecha iliberal derivará, de forma previsible, en un mayor encono del debate sobre etapas históricas especialmente controvertidas (para España: la Segunda República, el franquismo o la Transición; en Europa: la Segunda Guerra Mundial y la posguerra), y en la ruptura de consensos historiográficos que se creían sólidamente establecidos. La historia, que nunca ha dejado de ser un arma de, por y para el poder, puede pasar a ocupar un primer plano en esta crisis ontológica que está sufriendo el actual modelo de democracia consensual.

Teresa M. Ortega: Para ofrecer una respuesta satisfactoria al primero de los dos interrogantes que se nos formulan resulta imprescindible abordar el siguiente planteamiento: la historia, entendida como la interpretación de lo sucedido en el pasado resultante de la utilización de unas herramientas analíticas ampliamente contrastadas en el seno de la comunidad científica y unas metodologías que someten los hechos y las circunstancias de los tiempos pretéritos a una rigurosa comprobación, hasta convertirlos en relatos verosímiles y muy útiles para comprender las fuerzas motrices que nos han sido legadas en la configuración de nuestro presente, debe prevalecer, en todo momento, sobre la memoria. Esta última, considerada como el patrimonio transmisible de relatos fundados sobre la experimentación de los acontecimientos vividos por quienes, de manera total o parcial, los protagonizaron, debe ser siempre empleada como una herramienta adyacente, imperiosamente sometida al tamiz del bagaje instrumental empleado por los historiadores académicos o profesionales en el desempeño de su particular función. Somos conscientes del indudable peso que, en cada etapa histórica, contienen las narraciones memorísticas dispersas en medio de un confuso entramado de transmisiones sensoriales, emotivas o puramente recreativas de la experiencia personalizada de los grandes acontecimientos históricos. El relativamente reciente auge —nos referimos, es obvio, a lo registrado a lo largo de casi todo el siglo xx— alcanzado por las políticas estatales y públicas auspiciadoras del fomento de los relatos memorísticos y la fijación estructurada u oficializada de narraciones inteligibles e interpretaciones del pasado que han podido constituir un auténtico trauma para las sociedades pretéritas no deberían impedir, en ningún caso, la hegemonía indiscutida que debe otorgarse a las construcciones analíticas, en torno a esas mismas interpretaciones a las que acabamos de referirnos, regidas por la historia y el quehacer científico historiográfico, concebidos como fuente suprema para la elaboración de todo el conocimiento condensable que pueda ayudarnos a comprender mejor las enormes complejidades de nuestro momento presente.

En tal sentido, la historia, necesariamente comprendida como aquel ámbito de reflexión sometido a reglas analíticas de carácter científico con capacidad probatoria, no solo debe continuar atenta a las múltiples fuentes de información que, a diario, interfieren en el proceso colectivo de fabricación de relatos esencialmente fragmentarios, aunque muy contributivos a la configuración de nuestra particular visión del pasado, sino que, asimismo, debe erigirse en el patrón codificador que otorgue verosimilitud y credibilidad a tales relatos, superponiéndose sobre todos ellos y confiriéndoles un indudable sello de autenticidad. Desde hace mucho tiempo, la labor de los historiadores ha podido verse seducida por las constantes interferencias provenientes del ámbito de la reflexión socializada, pero ello no debe impedir su compromiso con el cumplimiento de una función reguladora, que permita la fabricación de discursos interpretativos sobre lo sucedido en el pasado concebidos de manera rigurosa, magistral (en tanto que dotada de la capacidad para erigirse en una plataforma respaldada por una legitimidad ampliamente reconocida) y, por qué no, científica.


1 Pierre-André Taguieff: La revanche du nationalisme. Néopopulistes et xénophobes à l’assaut de l’Europe, París, Presses Universitaires de France, 2015.

2 Claudio Pavone: Una guerra civile. Saggio storico sulla moralità nella Resistenza, Turín, Bollati Boringhieri, 1991.

3 Philippe Bourdrel: L’épuration sauvage, 1944-1945, París, Perrin, 2008.

4 Para el caso griego véase Anastassios Anastassiadis: «“El pueblo no olvida...”, el Estado sí. La destrucción de los archivos de la seguridad interior en Grecia, entre la instrumentalización política, la historia y el rechazo de la violencia en democracia», en Sophie Baby, Olivier Compagnon y Eduardo González Calleja (eds.): Violencia y transiciones políticas a finales del siglo xx. Europa del Sur-América Latina, Madrid, Casa de Velázquez, 2009, pp. 15-28.

5 Nikolay Kaposov: «La législation sur la passé en Russie», Mémoires en Jeu/Memories at Stake, 9 (2019), pp. 104-108, esp. p. 107.

6 Nigel Copsey: «Towards a New Anti-Fascist “Minimum”», en Nigel Copsey y Andrzej Olechnowicz (eds.): Varieties of Anti-Fascism: Britain in the Inter War Period, Londres, Basingstoke, 2010, p. XV.

7 Véase como ejemplo Michael Seidman: Antifascismos, 1936-1945. La lucha contra el fascismo a ambos lados del Atlántico, Madrid, Alianza Editorial, 2017.

8 Kevin Passmore: Fascism: A Very Short Introduction, Oxford, Oxford University Press, 2002, pp. 88-107.

9 Stéphane Boisard: «Èthnos y Plèthos vs. Dèmos: lo que el populismo conservador de derechas hace a la democracia», Alcores, 122 (2020), pp. 91-110, esp. p. 95.

10 Pierre Vidal-Naquet: «Un Eichmann de papier», Esprit, septiembre de 1980, pp. 8-52, reeditado en Les assassins de la mémoire, París, La Découverte, 1987, pp. 11-84 (respuesta a Robert Faurisson: «Le problème des chambres à gaz», Le Monde, 29 de diciembre de 1978).

11 El informe en https://fflc.ugt.org/sites/fflc.ugt.org/files/informe_­historiadores.pdf.

12 Un estado de la cuestión para el caso español en Antonio González Quintana, Sergio Gálvez Biesca y Luis Castro Berrojo (dirs.): El acceso a los archivos en España, Madrid, Fundación Francisco Largo Caballero-Fundación 1º de Mayo, 2019.