Revista de Derecho Público: Teoría y Método
Marcial Pons Ediciones Jurídicas y Sociales
Vol. 1 | 2020 pp. 41-74
Madrid, 2020
DOI: 10.37417/RPD/vol_1_2020_23
© M. Mercé Darnaculleta Gardella
ISSN: 2695-7191
Recibido: 11/11/2019 | Aceptado: 24/12/2019
Editado bajo licencia Creative Commons Attribution 4.0 International License

Ética pública y Derecho administrativo
en la era de la posverdad

Public ethics and Administrative Law in the post-truth era

M. Mercè Darnaculleta Gardella

Profesora Titular de Derecho Administrativo
Universidad de Girona

Resumen: Este artículo analiza el impacto de la denominada “ética pública” en las normas, los principios, los instrumentos y la sistemática propia del paradigma iuspositivista en el que se basa el Derecho administrativo de corte continental-europeo. Este análisis permite constatar que la promoción de la ética pública desde instancias internacionales, y su concreta incorporación a nuestro ordenamiento jurídico, introduce numerosas distorsiones axiológicas y sistemáticas que no se compensan ni con una mejora de los estándares de integridad pública, ni con un aumento de la confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas. Los empleados públicos y los políticos honestos no encuentran en los instrumentos de derecho blando soluciones adecuadas a los conflictos éticos que plantea la posmodernidad, al tiempo que aquellos que no tienen empacho alguno en saquear las arcas públicas y mentir, enarbolan su adhesión a los códigos éticos como muestra de su integridad. Los rasgos del discurso político y mediático en la era de la posverdad dificultan la construcción de una infraestructura ética sostenible, capaz de restaurar la confianza en la administración pública. Esta dificultad puede resultar insalvable si se confirma la intuición apuntada en este artículo según la cual la “ética” que está ganando terreno al Derecho administrativo, lejos de anclarse en una sólida teoría filosófica, se justifica, tanto en términos finalistas como instrumentales, principalmente en la Economía.

Palabras clave: ética pública; Derecho administrativo; corrupción; códigos de conducta; confianza; posverdad.

Abstract: This article analyzes the impact of the so-called “public ethics” on the norms, principles, instruments and systematics of the paradigm of the legal positivism on which the continental-European administrative law is based. This analysis allows us to verify that the promotion of public ethics from international instances, and its specific incorporation into our legal system, introduces numerous axiological and systematic distortions that are not compensated, nor with an improvement of the public integrity standards, nor with an increase in the trust of citizens in public institutions. Public employees and honest politicians do not find in the soft law instruments adequate solutions to the ethical conflicts raised by postmodernity, while those who have no problem in looting the public coffers and lying, they show their adherence to ethical codes as a sign of their integrity. The features of political and media discourse in the post-truth era make it difficult to build a sustainable ethical infrastructure, capable of restoring the trust in the public administration. This difficulty can be insurmountable if the intuition pointed out in this article is confirmed according to which the “ethics” that is gaining ground to the Administrative Law, far from being anchored in a solid philosophical theory, is justified, both in finalists as instrumental terms, mainly in the Economy.

Keywords: public ethics; administrative law; corruption; codes of conduct; trust; post-truth.

Sumario: 1. INTRODUCCIÓN. — 2. LA RELACIÓN DE LA ÉTICA CON EL DERECHO ADMINISTRATIVO EN EL POSITIVISMO JURÍDICO Y EN EL POSTPOSITIVISMO. — 3. UN NUEVO CAMBIO DE PARADIGMA: LA PROMOCIÓN DE LA ÉTICA EN EL SERVICIO PÚBLICO DESDE INSTANCIAS INTERNACIONALES: 3.1. La corrupción como telón de fondo. 3.2. El compromiso de creación de una infraestructura ética de la función pública. — 4. LA RECEPCIÓN DE LA ÉTICA PÚBLICA EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO ESPAÑOL: 4.1. La ética como instrumento de gestión de la desconfianza. 4.2. Especial referencia a los códigos éticos. — 5. EL FUNDAMENTO DE LA ÉTICA DEL SERVICIO PÚBLICO: 5.1. La diversidad de fundamentos filosóficos posibles. 5.2. La fundamentación económica de la ética pública en los instrumentos internacionales de lucha contra la corrupción. — 6. LA DISTANCIA ENTRE EL CONCEPTO Y EL CONTEXTO: LA ÉTICA PÚBLICA EN LA ERA DE LA POSVERDAD. — 7. BIBLIOGRAFÍA

1.  INTRODUCCIÓN

Este artículo contiene un análisis crítico del impacto de la ética pública promovida desde instancias internacionales en las normas, los principios, los instrumentos y la sistemática propia del paradigma iuspositivista en el que se basa el Derecho administrativo de corte continental-europeo. Antes de iniciar dicho análisis es necesario establecer algunas precisiones conceptuales previas y delimitar el objeto y la perspectiva teórica de este trabajo.

En lo que se refiere al primero de los aspectos mencionados creo necesario señalar que en el texto se utilizan indistintamente los términos “ética” y “moral” para indicar la acción valorativa y normativamente inspirada, puesto que esta es la acepción que se ha generalizado en el discurso dominante. Sin embargo, como es sobradamente conocido, en su acepción estricta, la ética se refiere únicamente a la filosofía moral, esto es, a la reflexión sobre los valores y las normas que sirven de inspiración a la acción 1.
En numerosos pasajes del texto y, en particular, en los apartados en los que se explora el fundamento de la ética del servicio público, se utiliza el término ética en sentido propio, es decir, en cuanto a teoría o filosofía ética 2.

La ética pública 3 o ética del servicio público 4 se refiere a la orientación valorativa de la conducta de quienes ejercen funciones en el gobierno y en la administración pública, así como, en general, a quienes tiene alguna responsabilidad en la gestión de los recursos públicos 5.

El ámbito subjetivo de esta expresión es más amplio que el propio de la tradicional “ética de la función pública”, “ética administrativa” o “ética de la Administración pública” 6.

En nuestro ordenamiento jurídico los principios y valores éticos que orientan la actuación de los poderes públicos, de la administración y del personal a su servicio, se encuentran recogidos, en primer término, en la Constitución. La orientación de la administración al servicio de los intereses generales, la sujeción de los poderes públicos al ordenamiento jurídico, el respeto a la dignidad de las personas y sus derechos, el deber de imparcialidad en el ejercicio de funciones públicas o los principios de objetividad y eficacia son, al mismo tiempo, principios éticos y principios jurídico-constitucionales que orientan la actuación de la administración 7.

Esta coincidencia entre principios éticos y principios jurídicos, que es sin duda un logro irrenunciable de la modernidad, de acuerdo con la concepción iuspositivista en la que se basa este trabajo, es de carácter contingente, tanto desde un punto de vista histórico como geográfico. Sin embargo, en la actualidad, como consecuencia del discurso dominante auspiciado por organizaciones internacionales como el Banco Mundial o la OCDE, se está produciendo una suerte de armonización internacional de principios e instrumentos calificados de “ética pública” con pretensiones de universalidad y atemporalidad. Este discurso aboga por la creación de una “infraestructura ética de la administración” en la que se mezclan instrumentos propios del Derecho administrativo de corte continental-europeo con instrumentos de derecho blando provenientes del Derecho anglosajón, al tiempo que se aboga por la formación los empleados públicos en una relación de valores que no siempre coincide con los que están reconocidos explícitamente en nuestra norma fundamental 8.

La implementación acrítica de las recomendaciones de estas organizaciones internacionales introduce notables distorsiones axiológicas y sistemáticas que no se encuentran compensadas por una regeneración de la política y de la gestión pública ni por un aumento de la confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas. Ello es debido, entre otras razones, a que las mismas organizaciones que se dedican a medir la ética mediante indicadores se encargaron en su momento de inocular la desconfianza en lo público que hoy pretenden recuperar. La era de la posverdad y sus efectos ha alcanzado también a la ética pública, al haberse sustituido la fundamentación filosófica de los deberes éticos por los instrumentos y la escala de valores propuestos por el neoinstitucionalismo económico. Por esta razón, en este trabajo defiendo que es más necesario que nunca seguir manteniendo la distinción lógica y conceptual propuesta por el positivismo jurídico entre los principios y los instrumentos propios de la ética y los del Derecho administrativo, especialmente si existe un riesgo de confusión entre los fundamentos filosóficos de la ética y los fundamentos económicos en los que se basa la denominada “ética del servicio público” 9.

2.  LA RELACIÓN DE LA ÉTICA CON EL DERECHO ADMINISTRATIVO EN EL POSITIVISMO JURÍDICO Y EN EL POSTPOSITIVISMO

El positivismo jurídico no solamente es la teoría jurídica moderna por antonomasia, sino que es también la corriente de pensamiento en la que se enmarca mi formación jurídica. Entiendo que es plenamente aplicable al Derecho administrativo la primera de las tesis que integran el “contenido mínimo” del iuspositivismo hartiano, según la cual “aunque existan numerosas e importantes conexiones entre el Derecho y la moral, de modo que frecuentemente hay una coincidencia o solapamiento de facto entre [ambos] […] tales conexiones son contingentes, no necesarias lógica ni conceptualmente” 10. Así pues, si bien es posible hallar numerosas conexiones entre la ética y las normas que integran el ordenamiento jurídico administrativo, dichas conexiones no son determinantes de su validez. La validez de las normas jurídicas está determinada, según la segunda de las tesis de Hart, por la práctica social de los operadores jurídicos que exige, en la actualidad, la existencia de “una regla de reconocimiento” 11. En la tradición jurídica continental-europea, de acuerdo con la interpretación propuesta por Bobbio, la regla de reconocimiento se identifica con el conjunto de normas sobre la producción jurídica incorporado en los textos constitucionales, que son los que establecen los criterios competenciales y procedimentales de creación de las fuentes del Derecho 12.

Esta versión del positivismo legalista propia del primer constitucionalismo ha sido duramente criticada no solo desde la filosofía del Derecho, sino también desde lo que se ha calificado como una línea de “pensamiento antiparlamentario” auspiciada por algunos de los profesores que tuvieron un papel más destacado en la formación del Derecho público en Europa 13. Esta línea de pensamiento contribuyó decididamente a una notable mejora de las Constituciones aprobadas con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, que incorporaron no solo la exigibilidad directa de los derechos fundamentales ante los tribunales sino también la consideración de los derechos fundamentales como un límite y una obligación del legislador 14.

La constitucionalización del Derecho administrativo permitió así superar las críticas más importantes al positivismo jurídico 15, porque incorporó un mínimo comúnmente aceptado de principios y valores morales al Derecho positivo 16. El mínimum ético exigido desde el iusnaturalismo al Derecho se corresponde, desde esta perspectiva, con el debido respeto a los derechos fundamentales. Ello supone que, en un Estado de Derecho, la protección de la ética pública coincide en gran medida con la debida tutela del legítimo ejercicio de los derechos fundamentales 17

La sustitución del imperio de la ley por el imperio de la Constitución ha tenido sin embargo mayores consecuencias de las que probablemente pretendían quienes la auspiciaron. La preeminencia de los principios sobre las reglas está dando lugar a la aparición de un modelo de relación entre la creación y la aplicación de las normas que, para algunos autores, ha derivado en el surgimiento de un nuevo paradigma jurídico, conocido como postpositivismo o neoconstitucionalismo 18. En este nuevo paradigma las fronteras entre la política, la ética y el Derecho se difuminan fácilmente, generando un riesgo de permanente confusión entre principios éticos y principios jurídicos 19.

3.  UN NUEVO CAMBIO DE PARADIGMA: LA PROMOCIÓN DE LA ÉTICA EN EL SERVICIO PÚBLICO DESDE INSTANCIAS INTERNACIONALES

Esta confusión entre el ámbito de la ética y el Derecho se ha acentuado más si cabe como consecuencia de la promoción de la ética pública por parte de instancias internacionales, en una más de las múltiples manifestaciones del denominado “Derecho administrativo global” 20.

Las organizaciones internacionales promotoras de la ética pública no se limitan a recomendar que los estándares éticos se reflejen en el marco legal propio de los Estados, sino que introducen transformaciones sustanciales en el instrumentario jurídico tradicional, deshumanizan a los destinatarios de sus normas al intentar modificar su comportamiento mediante incentivos y subvierten el orden de valores establecido al convertir la ética en un mero adjetivo de la economía, la eficacia y la eficiencia 21.

3.1.  La corrupción como telón de fondo

A lo largo de muchas décadas, la generación de negocios en el ámbito internacional se ha basado en la corrupción 22. Empresas del primer mundo han conseguido la adjudicación de contratos gracias a la acción venal de funcionarios y gobiernos enteros de países en vías de desarrollo. Sin embargo, hasta los años setenta del siglo pasado las organizaciones internacionales no manifestaron preocupación alguna por la corrupción, en un contexto en el que una importante corriente doctrinal en el ámbito de las ciencias sociales teorizaba sobre sus beneficios para el desarrollo
económico 23.

A partir de los años setenta se produce un cambio de enfoque, y empiezan a predominar los estudios que apuntan únicamente a las consecuencias negativas de la corrupción 24. Esta concepción es la predominante en la actualidad. Parece sobradamente demostrado que la corrupción supone uno de los principales obstáculos para el desarrollo económico, no solo para las economías emergentes o en desarrollo sino también para las economías desarrolladas 25. Esta constatación conduce a que, en pleno auge del Consenso de Washington, organizaciones internacionales como las Naciones Unidas, el Banco Mundial, la OCDE, el Fondo Monetario Internacional, el Consejo de Europa y la Unión Europea emprendieran una decidida política de prevención de la corrupción que cristalizó en los años noventa del siglo pasado.

Las primeras iniciativas internacionales de lucha contra la corrupción surgieron de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que fomentó la adopción de un Acuerdo Internacional sobre Pagos Ilícitos, con el objeto de evitar la corrupción transnacional. También se pretendía aprobar un Código Internacional de Conducta para funcionarios públicos que recogiera la sensibilidad de la ONU sobre esta materia, pero estas iniciativas tuvieron escasos frutos 26.

El fracaso de estas primeras iniciativas condujo a la creación de un grupo de trabajo dependiente del Comité de Inversiones Internacionales y Empresas Multinacionales (CIME), de la OCDE, compuesto por expertos de distintos países miembros. Tras las correspondientes negociaciones, el Consejo de la OCDE aprobó en 1994 la “Recomendación sobre Pagos Ilícitos en las Transacciones Económicas Internacionales” y, más adelante, en 1997, se alcanzó el acuerdo necesario para la aprobación del “Convenio de lucha contra la corrupción de Agentes Públicos extranjeros en las transacciones comerciales internacionales” 27.

Desde entonces se han multiplicado los encuentros, regionales e internacionales, sobre esta cuestión 28. En el año 2003 la ONU consiguió aprobar la Convención de las Naciones Unidas de 31 de octubre de 2003, que fue ratificada por España en 2006 29. La OCDE, por su parte, ha adoptado nuevos instrumentos de soft law
–recomendaciones y guías de buenas prácticas– como complemento del Convenio de 1997 30.

A nivel europeo, a raíz de la Conferencia de Ministros de Justicia del Consejo de Europa, se constituyó un grupo multidisciplinario sobre la corrupción que dio lugar a la aprobación, en el año 1999, de dos convenios internacionales regionales: el Convenio penal sobre corrupción 31 y el Convenio civil sobre corrupción 32. Para garantizar la aplicación de estos convenios, tanto a nivel europeo como internacional, se han articulado diversos mecanismos de seguimiento y evaluación 33.

También son destacables las iniciativas de la Unión Europea en materia de corrupción. Tras la adopción del Tratado de Maastricht, el Consejo de la Unión Europea aprobó en 1995 un primer convenio en el que se establecían diversas medidas de lucha contra el fraude que pudiese causar un perjuicio de los intereses financieros de las Comunidades Europeas 34, al que siguieron otras iniciativas tendentes armonizar la legislación penal en materia de corrupción y a reforzar la cooperación de las autoridades competentes en esta materia 35. En el año 2011 la Comisión aprobó una Comunicación sobre la lucha contra la corrupción en la Unión Europea 36 en la que, por un lado, se pone el acento en las razones económicas que justifican la lucha contra la corrupción 37 y, por otro lado, se establece una relación directa entre la prevención de la corrupción y la buena gobernanza 38.

De acuerdo con ello la Unión Europea promueve activamente la orientación de la actividad de las instituciones europeas y sus funcionarios -pero también de la actividad de los gobiernos y las administraciones de los Estados miembros- a los principios de buena gobernanza, como mecanismos para prevenir la corrupción y recuperar la confianza de los ciudadanos 39. Este planteamiento se ha explicitado en el Código Europeo de Buena Conducta Administrativa, que se considera un instrumento esencial para la aplicación práctica del derecho a una buena administración, con el objetivo de “crear una administración más eficaz, responsable, transparente y ética” 40.

3.2.  El compromiso de creación de una infraestructura ética de la administración

Como consecuencia de los compromisos adoptados en el ámbito internacional y europeo, los Estados miembros del GRECO y los Estados firmantes de la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción están jurídicamente obligados a dotarse de diversos mecanismos de prevención y de represión de la corrupción 41 y a someterse a evaluaciones periódicas sobre su eficacia 42. El conjunto de mecanismos, preventivos y represivos, tendentes a evitar la corrupción y a favorecer el cumplimiento de unos estándares éticos de conducta de los funcionarios públicos forman parte, entre otros, de la denominada infraestructura ética de la administración 43.

Entre las medidas preventivas, la Convención de las Naciones Unidas incluye la existencia de unos procedimientos de selección de los funcionarios públicos basados en los principios de igualdad, mérito y capacidad, así como la articulación de procedimientos de contratación pública basados en los principios de transparencia y competitividad 44. Con ello se constata que el Derecho administrativo de corte continental-europeo y, en concreto, la legislación administrativa de función pública y de contratos se erigen como destacados mecanismos de prevención de la corrupción 45. La Convención también establece que los Estados deben fomentar que los funcionarios reciban una formación específica en valores, deben establecer mecanismos que garanticen la transparencia en la financiación de los partidos políticos y deben prevenir los eventuales conflictos de interés en los que puedan incurrir los funcionarios, exigiéndoles en su caso las correspondientes declaraciones de actividades y bienes 46.

Junto a estas medidas, el marco internacional de lucha contra la corrupción incluye compromisos que desbordan el ámbito propio del Derecho administrativo, introduciendo modificaciones significativas de su configuración tradicional. En primer lugar, se impone una extensión de los principios de actuación propios de la función pública a todos los cargos electos, a los miembros del gobierno y altos cargos, así como a quienes gestionan recursos públicos 47. En segundo lugar, se incluyen los compromisos de mejorar de la transparencia administrativa, de facilitar la participación ciudadana en la lucha contra la corrupción, de adoptar códigos de conducta para los funcionarios públicos, de instaurar canales de denuncia y de crear órganos específicamente encargados de la prevención de la corrupción 48. Y, en tercer lugar, se recomienda la adopción en los códigos de conducta de una serie de principios de actuación de los funcionarios públicos –en el sentido amplio antes aludido– que no siempre están alineados con los principios constitucionalmente reconocidos a nivel nacional 49.

El impacto de estos compromisos en cada uno de los Estados firmantes de la Convención ha sido diverso, en función de las peculiaridades de la cultura administrativa y del ordenamiento jurídico de cada país 50.

En los países de tradición continental-europea, en los que hasta el último tercio del siglo pasado dominaba el paradigma burocrático de gestión pública, la infraestructura ética se identificaba con el régimen estatutario de función pública y su correspondiente régimen disciplinario, de modo que la conducta ética de los funcionarios públicos se agotaba con la obediencia y el cumplimiento de la ley 51. No existía tradición alguna ni de códigos de conducta ni de órganos especializados encargados de velar por la ética pública 52.

La existencia de comités especializados con funciones de coordinación del marco ético de la función pública tiene sin embargo una cierta tradición en países de la órbita anglosajona. Entre las experiencias del Derecho comparado pueden encontrarse comités parlamentarios, fiscalías especiales o incluso organismos públicos creados ad hoc, de carácter departamental, o en forma de organismos independientes, con funciones de investigación, de promoción o de asesoramiento en el ámbito de la ética pública 53.

La aprobación de códigos de conducta en el ámbito de la función pública proviene del impulso dado a este tipo de instrumentos de soft law en el Informe del Comité de Normas de la Vida Pública, conocido como Informe Nolan 54. Según este informe, la disciplina impuesta y vigilada por los propios interesados ofrece grandes ventajas frente a la disciplina abstracta impuesta por la legislación. Por ello este informe recomienda la adopción de códigos de conducta basados en la autorregulación, como el “Código de la Función Pública” y el “Código de Prácticas del Tesoro para los Consejeros de Organismos Públicos” aprobados por el Reino Unido en 1995. A partir de este momento la aprobación de textos normativos con la denominación de códigos éticos ha conocido una notable expansión en todo el mundo. Es necesario señalar, sin embargo, que la mayoría de códigos aprobados fuera de la órbita anglosajona no se basan en la autorregulación, sino que son aprobados por reglamento o son incluidos en una norma con rango de ley 55.

La suma de compromisos adoptados a nivel internacional con el objetivo de mejorar la infraestructura ética del servicio público ha tenido como consecuencia una intensificación de las conexiones entre diversas culturas jurídico-administrativas que favorece la aparición de notables paradojas. En no pocos países de la órbita continental-europea se incorpora la ética al Derecho, sin que exista un debate previo sobre las eventuales distorsiones teóricas y prácticas que ello plantea 56. Como contraste, en países de la órbita anglosajona se mantiene viva la llama del pensamiento iusnaturalista a raíz de la aplicación jurisprudencial de algunas de las más elementales reglas del Derecho administrativo, que en aquel contexto, al no estar previstas en el Derecho positivo, tienen la consideración de principios éticos 57.

4.  la recepción de la ética pública en el derecho administrativo español

Las propuestas de mejora de la infraestructura ética de la administración en España han conducido a una densificación del régimen jurídico aplicable a los funcionarios públicos, y a una extensión parcial de dicho régimen a los miembros del gobierno y a los altos cargos de la administración estatal, autonómica y local, principalmente en materia de incompatibilidades, conflictos de interés y transparencia. Las nuevas obligaciones establecidas en la legislación, junto a las contenidas en el Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP), en consonancia con los compromisos adquiridos por España en el ámbito internacional, están principalmente orientadas a prevenir la corrupción y a recuperar la confianza de los ciudadanos en la administración 58.

4.1.  La ética como instrumento de gestión de la desconfianza

La proliferación de casos de corrupción en los últimos años ha tenido como consecuencia una evidente pérdida de confianza de los ciudadanos en los gestores públicos 59. En los momentos actuales no parece necesario ahondar más sobre la incidencia de la corrupción en la percepción ciudadana de la administración 60. La clase política y, con ellos, el gobierno, la administración y las instituciones públicas, han perdido la confianza de los ciudadanos, poniendo en riesgo un presupuesto básico y necesario en la articulación de las estructuras de poder que rigen todo sistema social 61.

Me parece necesario señalar, sin embargo, que la corrupción –que en nuestro entorno afecta con mayor intensidad a los políticos que a la administración- no es ni mucho menos el único detonante de la desconfianza ciudadana en los poderes públicos. El impacto de la corrupción se suma a una suerte de desconfianza intrínseca en la administración, inoculada en la legislación administrativa por influencia del discurso dominante durante el Consenso de Washington por las mismas instituciones promotoras de la ética pública, esto es, entre otras, por el Banco Mundial, por la OCDE y por la Unión Europea. Es sobradamente conocido que las políticas de liberalización y privatización impulsadas por estas organizaciones tienen en común la desconfianza en la capacidad del sector público para la producción eficiente de bienes y servicios, mientras que las políticas de desregulación y mejora regulatoria que han diseñado parten de la consideración de los trámites administrativos, propios de una concepción garantista del Derecho administrativo, como un lastre para la economía y una carga innecesaria para los ciudadanos que hay que superar a toda costa 62. En el plano terminológico, las referencias a la buena regulación, el buen gobierno y la buena administración tienen su origen en una clara concepción negativa de lo público, una desconfianza, en este caso, en la regulación, en el gobierno y en la administración, que ha cristalizado en el término típicamente europeo de mala administración 63.

Así pues, mientras que el ordenamiento jurídico-administrativo en su totalidad se ha articulado tradicionalmente en nuestro entorno como un sistema basado en la confianza en la administración 64, el Derecho administrativo de nuevo cuño se basa en la desconfianza explícita en lo público 65. La doctrina ha señalado acertadamente que la reforma de la Ley de procedimiento administrativo común viene marcada por esta desconfianza en la administración y pretende transformarla mediante la exaltación formal del criterio de la eficiencia 66. La mejora de la transparencia también se inscribe entre las medidas articuladas por el Derecho administrativo para recuperar la confianza de los ciudadanos en las administraciones públicas y, en última instancia, en el Estado y sus instituciones 67. La nueva infraestructura ética de administración al completo, incluidas las cartas de servicio, los sistemas de evaluación mediante indicadores tanto de la calidad de los servicios como del rendimiento de los funcionarios, la incorporación de canales anónimos de denuncia, los códigos de conducta y los órganos encargados de velar por la ética pública son instrumentos de gestión de la desconfianza 68.

La nueva administración debe estar orientada, en primer término, hacia la economía, la eficacia y la eficiencia y, como elemento de cierre del sistema, para recuperar la confianza de los ciudadanos, debe dotarse de una adecuada infraestructura ética, que garantice el buen gobierno y la buena administración 69. Entre los instrumentos característicos de la infraestructura ética de la administración, junto con la creación de órganos especializados en materia de transparencia 70, conflictos de interés 71 y ética pública 72, destacan los códigos éticos o de conducta, que son una manifestación de la denominada “ruta difícil” hacia la integridad 73.

4.2.  Especial referencia a los códigos éticos

Las experiencias de Derecho comparado permiten constatar que los códigos éticos y los códigos de conducta aprobados en el ámbito del sector público contienen una combinación de los siguientes elementos: la declaración de los valores que deben guiar la conducta de los funcionarios públicos; la descripción del papel de dichos valores en el seno de la organización en la que debe aplicarse; las responsabilidades de los funcionarios respecto a la organización y respecto a los ciudadanos; las responsabilidades de la organización respecto de los funcionarios; y una lista de las obligaciones legales de los empleados públicos. La formulación de los contenidos del código puede ser diversa, en atención a su ámbito de aplicación 74.

Los códigos pueden estar basados en principios generales, cuya concreción debe ser trabajada en conjunto por parte de los empleados de cada una de las múltiples organizaciones que configuran la administración pública; o pueden regular con detalle las soluciones éticamente aceptadas en las situaciones más comunes de conflicto a las que se enfrenta el funcionario en un ámbito concreto de actividad de la administración 75.

Con independencia de la forma que adopten, estos códigos deben desempeñar un papel de orientación de la conducta de los funcionarios y una función de control, al establecer y dar publicidad a las conductas adecuadas y a las restricciones de comportamiento. En su configuración más habitual, estos códigos no poseen carácter vinculante, ni siquiera poseen carácter jurídico. Son documentos en los que se recogen por escrito los valores que deben inspirar a los profesionales de la Administración Pública y se definen y concretan las conductas éticamente acertadas, o las reprobables, en función de los mencionados valores. La aplicación de estos códigos depende enteramente de la voluntariedad de los funcionarios, de la utilización de los mismos en sus tareas habituales. Por este motivo, muchos de estos códigos están pensados para ser consultados cuando se plantea un problema ético 76.

Para que puedan cumplir con su cometido debe existir una conexión directa entre el código de conducta y sus destinatarios, que deben conocer e interiorizar su contenido, idealmente participando incluso en su elaboración y aprobación 77. Los códigos adquieren pleno sentido y funcionalidad si son conocidos y difundidos dentro de la función pública, siendo su dimensión externa –esto es, su presentación y difusión en sociedad y, en su caso, la certificación de su cumplimiento– solo un elemento adicional para lograr el objetivo de recuperar la confianza de los ciudadanos 78.

La función interna de los códigos está claramente recogida en la exposición de motivos del EBEP, que se refiere a la finalidad “pedagógica y orientadora” de los principios éticos y reglas de comportamiento que integran el código de conducta de los empleados públicos. En cambio, el Código de Buen Gobierno de los miembros del Gobierno y de los altos cargos de la Administración General del Estado 79 está explícitamente enfocado hacia el exterior, para recuperar la confianza en los ciudadanos 80 y ofrecer una adecuada respuesta a las recomendaciones de las organizaciones internacionales 81. Ambas esferas, interna y externa, están recogidas en el Código Europeo de Conducta para la integridad política de los representantes locales y regionales electos 82, que ha servido de modelo para la adopción de algunos de los códigos aprobados en España en el ámbito local 83.

En cuanto se analiza el contenido, el procedimiento de aprobación y la naturaleza jurídica de los códigos aprobados en nuestro entorno jurídico se observa, sin embargo, que están principalmente enfocados hacia los ciudadanos, con el objeto de recuperar su confianza, descuidando su dimensión interna. La orientación externa de los códigos, su utilización como instrumento de marketing y no como instrumento orientador de la conducta explica la abultada relación de principios que contienen. Los códigos incluyen unas relaciones exhaustivas de principios y reglas que pretenden ser el reflejo de todas las preocupaciones sociales que han justificado su aprobación, olvidando que la ética pública debería ser, por definición, una ética de mínimos 84. Por descontado, junto a principios tradicionales como la objetividad, la integridad o la neutralidad, ganan presencia nuevos principios instrumentales, como la eficacia y la austeridad, y aparecen también nuevos valores, como la promoción del entorno cultural y medioambiental, y respeto a la igualdad entre mujeres y hombres 85. Estas relaciones de principios aparecen sin orden de prelación alguna y sin que los códigos ofrezcan algún criterio para resolver los posibles conflictos que pueden darse como consecuencia de eventuales colisiones entre ellos 86.

La manifestación más clara, sin embargo, de que los códigos de conducta aprobados en nuestro entorno descuidan la dimensión interna y, por tanto, su verdadera función dentro de una infraestructura ética, es que en la mayoría de las ocasiones se limitan a reproducir el contenido de otros códigos, sin que exista una mínima reflexión previa sobre su adecuación al contexto en el que deben ser aplicados 87.

La confusión existente respecto del contenido y los fines de los códigos se traslada también a su naturaleza jurídica. Existen códigos aprobados al margen de los procedimientos de elaboración de normas jurídicas, que constituyen acuerdos políticos de los órganos de gobierno de la administración estatal 88, autonómica 89 o local 90; y existen códigos incorporados en normas con rango de ley 91 o de reglamento 92. En ambos casos se predica mayoritariamente el carácter voluntario de las reglas y principios contenidas en los códigos 93. Sin embargo, no son pocas las leyes que prevén explícitamente que los principios contenidos en los códigos de conducta de los funcionarios públicos informan la aplicación del régimen disciplinario 94 o incluso que su incumplimiento tiene concretas consecuencias disciplinarias 95.

Existe, como no resulta difícil de intuir, una delgada línea de separación entre el riesgo de ineficacia de los códigos 96 y el riesgo de que se conviertan en el elemento central de renovados tribunales de honor con competencias disciplinarias, camuflados en forma de órganos o entidades más o menos independientes 97.

Estos no son, sin embargo, los únicos riesgos que entraña la centralidad de los códigos en la infraestructura ética de la administración. En su configuración actual, también la seguridad jurídica está claramente en riesgo 98. La incorporación en normas con rango de ley de un aluvión de principios jurídicos –de rango constitucional en algún caso- deberes y obligaciones desordenadamente mezclados en textos que reciben la denominación de códigos éticos o de conducta genera una enorme confusión, que degrada “la grandeza de los postulados éticos y la autoridad del Derecho” 99.

5.  EL FUNDAMENTO DE LA ÉTICA EN EL SERVICIO PÚBLICO

La separación existente entre la ética y el Derecho que venimos sosteniendo implica que las razones que justifican la obligatoriedad de las normas jurídicas son distintas de las que justifican la obligatoriedad de las normas éticas. Me parece razonable, por tanto, indagar en el fundamento de la ética en el servicio público, y contrastar dicho fundamento con las razones que justifican la incorporación de la ética pública a nuestra cultura jurídica 100. Esta línea de reflexiones, sin embargo, me conduce inexorablemente a un callejón sin salida y a una inquietante intuición. El fundamento filosófico de la ética pública está estrechamente vinculado a los principios morales de referencia de quien indaga en el mismo, de modo que existen tantos fundamentos como escuelas de pensamiento –incluso tantas como individuos, si partimos del politeísmo axiológico de las sociedades modernas denunciado por Weber 101–. El camino de la filosofía no solo es arduo porque tiene infinitas ramificaciones, sino que, a pesar de su enorme importancia, es poco útil en el caso de la ética pública puesto que, si se confirma mi intuición, no conduce a ninguna parte. En contraste con lo que, por definición, constituye la esencia misma de la ética, intuyo que la ética en el servicio público –y, sin lugar a dudas, la implantación de una infraestructura ética en la administración–, no tiene un fundamento filosófico sólido en nuestro país, sino que se basa en razones meramente económicas y en los compromisos jurídicos adquiridos por el Estado en el ámbito internacional.

5.1.  La diversidad de fundamentos filosóficos posibles

En el plano estrictamente teórico, existe una enorme diversidad de argumentos filosóficos en los que se fundamenta la ética aplicada a la función pública 102. Puede establecerse una primera distinción entre las teorías éticas fundacionales, que deducen juicios o comportamientos adecuados para nuestra vida concreta a partir de leyes o principios de carácter abstracto y las teorías éticas antifundacionales, que niegan la existencia de principios últimos con validez universal 103. Muchas de las aproximaciones a la ética pública se basan en teorías fundacionales deontológicas formalistas y universalistas, de inspiración kantiana 104. En el ámbito de la ética pública, rescatando a Aristóteles, existen también interesantes aportaciones desde perspectivas sustancialistas o contextualistas, en las que la pregunta aristotélica sobre los rasgos del carácter que hacen de alguien una buena persona se reformula para identificar las virtudes de los servidores públicos 105.

En un término intermedio entre las éticas fundacionales y las antifundacionales, respetando el pluralismo moral de las sociedades modernas sin caer en el relativismo axiológico, destacan las aportaciones de quienes fundamentan la ética pública en una reformulación del imperativo kantiano desde la ética del discurso 106. La ética discursiva concibe la sociedad como un sistema basado en la cooperación racional y la comunicación, en la que ciudadanos libres reflexionan y se posicionan acerca de contenidos morales 107. Según sostienen Karl-Otto Apel, John Rawls y Jürgen Habermas, las concepciones éticas dominantes en una sociedad surgen de los mencionados procesos de cooperación y comunicación social. Este discurso permite superar el subjetivismo moral sin caer en posiciones universalistas, puesto que permite sostener que los ciudadanos que han sufrido un proceso de modernización comparten unos mínimos morales, aunque no compartan la misma concepción completa de la vida. En otras palabras, se intenta compatibilizar el reconocimiento de unos valores socialmente compartidos con la capacidad de autovinculación de los individuos a tales valores, esto es, con la autorregulación ética.

Este marco conceptual ha sido utilizado para fundamentar la ética aplicada a las profesiones, a las empresas y también a la administración pública 108. La reflexión interna sobre los valores de una determinada actividad social permite identificar el bien que la caracteriza que, en el caso de la función pública, no es otro que el servicio al interés general 109.

Sin embargo, como se ha avanzado, la implementación de una infraestructura ética en nuestro entorno jurídico no se fundamenta en la teoría del discurso, pero tampoco en una teoría deontológica ni en ninguna otra ética de referencia. La ética pública se fundamenta, principalmente, en razones económicas y en los compromisos jurídicos adquiridos por el Estado a nivel internacional.

5.2.  La fundamentación económica de la ética pública
en los instrumentos internacionales de lucha contra la corrupción

La fundamentación económica de la ética pública está explícitamente reconocida en los instrumentos de lucha contra la corrupción promovidos por las organizaciones internacionales 110. Esta motivación económica se ha apoderado del discurso dominante de la ética pública. La apelación a los principios de buen gobierno y buena administración se justifica en la necesidad de erradicar la corrupción, porque esta es perjudicial para el desarrollo económico 111.

La vinculación entre los análisis sobre la corrupción y su influencia en la economía da razón también de los presupuestos teóricos en los que se basan las soluciones propuestas para erradicarla 112. El fenómeno de la corrupción ha sido analizado principalmente desde los presupuestos teóricos del rational choice y el rol de la agencia individual desde el neoinstitucionalismo económico 113. Según este enfoque, los agentes económicos pretenden la maximización de sus beneficios en el marco de las instituciones que perciben como vigentes y exigibles. De acuerdo con ello analizan la corrupción como una disfunción de la conducta de los funcionarios públicos derivada de su respuesta a un contexto institucional determinado. Según la conocida fórmula de Klitgaard (C= M + D – A) 114, la corrupción equivale al monopolio de la decisión más discrecionalidad, menos rendición de cuentas.

El enfoque del neoinstitucionalismo económico, revisado, mejorado y completado por el neoinstitucionalismo sociológico 115, está en la base de las propuestas articuladas por la ONU, la OCDE y la Unión Europea para la prevención de la corrupción 116. Lo que se propone desde estas instancias internacionales es la creación de un marco institucional que garantice que los agentes –empleados públicos y políticos– tengan más incentivos para actuar correctamente que para adoptar una conducta desviada. Para ello es necesario, por descontado, tener certeza de cuál es, en cada caso, la conducta correcta y para ello será necesario saber cuáles son los principios –entre los que se maximiza el criterio de eficacia– que deben orientar la conducta de los servidores públicos. Sin embargo, los valores en sí mismos y el fundamento de su vinculatoriedad son accesorios. Cuando las organizaciones internacionales promueven la creación de un marco de integridad no están hablando de ética ni de moral, sino de racionalidad económica, de instituciones y de incentivos.

En otro orden de consideraciones, es necesario señalar también que estas mismas organizaciones internacionales, para garantizar el cumplimiento de sus recomendaciones y otros instrumentos de soft law en materia de prevención de la corrupción, apelan al compromiso moral que han adquirido con ellas los Estados 117. Sin embargo, aquí tampoco estamos hablando de ética. Las recomendaciones y buenas prácticas de la OCDE en materia de corrupción, ética pública e integridad son fruto de un compromiso político de los Estados, pero no de un compromiso moral 118.

La ética del servicio público promovida por las organizaciones internacionales no tiene un fundamento filosófico, sino un fundamento económico, político y jurídico.

En este sentido, es necesario recordar que, los Estados miembros de la OCDE, la ONU y de la Unión Europea han optado decididamente por reforzar sus respectivos marcos de integridad porque se han comprometido jurídicamente a ello 119.

6.  LA DISTANCIA ENTRE EL CONCEPTO Y EL CONTEXTO: LA ÉTICA PÚBLICA EN LA ERA DE LA POSVERDAD

En un contexto en el que resulta acuciante la necesidad de regeneración de lo público puede parecer una sinrazón pretender mostrar las debilidades de algo que es bueno en sí mismo y que se define como tal. Es más, como ha sido acertadamente señalado: “Los ontólogos del lenguaje acostumbran a decir que el lenguaje crea la realidad” 120. Así que deberíamos mostrarnos satisfechos de la incorporación de expresiones como “buen gobierno” y “buena administración”, así como de la vinculación del término “ética” con el servicio público. Y, sin embargo, me temo que, en esta ocasión, el lenguaje no va a tener la misma capacidad transformadora, porque el discurso oficial de la ética pública no es todo lo honesto que cabría esperar.

La regeneración de lo público no requiere más valores que los que ya están incluidos en la Constitución. La protección de la justicia, la igualdad y la libertad –reformulados en los deberes de “no robar”, “no discriminar” y “no permitir injerencias indebidas en el ejercicio de las libertades fundamentales” 121–, la protección de la dignidad de la persona como valor supremo y la orientación de la administración al servicio de los intereses generales, con objetividad y eficacia, constituyen un sólido código de principios éticos que no requiere de mayor adición. Ahora bien, el Derecho, tanto en su configuración tradicional como en su versión edulcorada, en forma de soft law, si bien puede orientar y condicionar la conducta, no es un mecanismo idóneo para transformar la virtud pública 122. En este aspecto no puedo sino coincidir con quienes lamentan la pérdida de valores en nuestra sociedad 123.

La ética es algo distinto del Derecho, porque se basa en la condición moral de los seres humanos y en su capacidad para actuar de acuerdo con unos valores aceptados, por convicción o por responsabilidad, pero no por imposición o por persuasión. Frente al carácter heterónomo del Derecho, la ética se basa en la autonomía y requiere reflexión, individual o colectiva –discursiva–. La denominada “ética pública” o “ética del servicio público”, está llamada desde el inicio al fracaso, porque no se fundamenta en ninguna teoría ética, se limita a la mera proclamación de principios como guía axiológica y no está acompañada de una reflexión institucional sobre los dilemas éticos a los que se enfrentan los servidores públicos 124.

Los empleados públicos y los políticos honestos no encuentran en los códigos de conducta soluciones adecuadas para resolver los conflictos éticos que plantea la modernidad avanzada, al tiempo que su actividad está sometida a una evaluación y escrutinio permanentes, para que el Estado pueda obtener una buena calificación en los informes de evaluación del GRECO, el Banco Mundial o Transparencia Internacional. En este mismo contexto, aquellos que no tienen empacho alguno en robar y mentir enarbolan su adhesión a cualquier código ético como muestra de su integridad. La aceptación social de la mentira al servicio de quien la propaga, propia de la era de la posverdad, debilita la eficacia de una infraestructura ética basada en reglas y principios depositados en forma de aluvión en códigos de conducta, cuya vigilancia se deja en manos de organizaciones pretendidamente independientes que inician sus investigaciones a partir de una nueva modalidad de delación basada en el anonimato. Esta debilidad de la infraestructura ética, derivada del contexto, puede resultar letal si se falsea o se encubre el fundamento último del marco de integridad pública, en una suerte de sustitución de ética por la economía 125.

Junto con los principios éticos incorporados en la Constitución, la regeneración pública y, en particular, la recuperación de la confianza de los ciudadanos requiere honestidad 126. Y no parece del todo honesto construir un marco de integridad pública sobre la base de una determinada teoría económica y no sobre el sólido anclaje de la responsabilidad o de la convicción. En la era de la posverdad también las organizaciones internacionales y los Estados distorsionan el lenguaje, devaluando el valor de la ética y poniendo en riesgo la fuerza del Derecho.

En mi opinión, los académicos no deberíamos contribuir a la consolidación de un discurso de la ética pública que compromete la seguridad jurídica a cambio de promesas que no se van a cumplir. La separación entre el ámbito propio del Derecho administrativo y el de la ética no puede ser vendida al precio de una eventual mejora de la posición de nuestro Estado en los rankings internacionales de transparencia e integridad.

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1 Javier MUGUERZA CARPINTIER, “Racionalidad, fundamentación y aplicación de la ética”, en Carlos GÓMEZ SÁNCHEZ y Javier MUGUERZA CARPINTIER (eds.), La aventura de la moralidad (paradigmas, fronteras y problemas de la ética), Alianza, Madrid, 2007, p. 334.

2 Sobre la importancia de esta distinción, véase Adela CORTINA ORTS, El quehacer ético. Guía para la educación moral, Santillana, Madrid, 1996, p. 15.

3 Jaime RODRÍGUEZ-ARANA MUÑOZ, Principios de ética pública. ¿Corrupción o servicio?, Montecorvo, Madrid, 1993; José Luis MEILÁN GIL, “Ética pública y formación de funcionarios”, Revista Gallega de Administración Pública, núm. 7, 1994, pp. 223-229; María Claudia CAPUTI, La ética pública, Depalma, Buenos Aires, 2000; Manuel VILLORIA MENDIETA, Ética pública y corrupción: Curso de ética administrativa, Tecnos, Madrid, 2000; Pablo GARCÍA MEXÍA, “La Ética pública. Perspectivas actuales”, Revista de Estudios Políticos, núm. 114, 2001, pp. 131-168; Fernando SAINZ MORENO, “Ética pública positiva”, en Fernando SAINZ MORENO (dir.), Estudios para la reforma de la Administración pública, INAP, Madrid, 2004, pp. 517-532; y José Luis CARRO FERNÁNDEZ-VALMAYOR, “Ética pública y normativa administrativa”, Revista de Administración pública, núm. 181, 2010, pp. 9-37.

4 OCDE, La ética en el servicio público, OCDE/MAP/INAP/BOE, Madrid, 1997; Kathryn G. DENHARDT, The ethics of public service. Resolving moral dilemmas in public organizations, Greenwood Press, Westport, 1988.

5 Las aportaciones tradicionales a la ética pública se centran principalmente en la ética de los funcionarios y empleados públicos. Sin embargo, en los últimos años, los principios de la ética pública que hasta ahora se consideraban propios de la administración están extendiendo su aplicación también a la conducta de los miembros del gobierno y altos cargos, como señala Elisenda MALARET GARCÍA, “Bon govern, transparència i rendició de comptes. Reforçant i completant la legitimitat democràtica dels poders públics”, Revista Catalana de Dret Públic, núm. 55, 2017, p. 32. En cualquier caso, en este trabajo no se emplea la expresión ética pública en sentido amplio, como ética social o como aquella ética pública que conecta con la moral pública (o “public morality”). A este respecto, véase Michael J. SANDEL, Public Philosophy: Essays in Morality in Politics, Harvard University Press, Cambridge, 2005.

6 Jaime RODRÍGUEZ-ARANA MUÑOZ, La dimensión ética de la función pública, INAP, Madrid, 2013; Félix María GRACIA ROMERO y Luis LATORRE VILA, “Ética administrativa: reflexiones desde la función pública”, Revista Aragonesa de Administración pública, núm. 31, 2007, 137-200; Manuel DÍAZ MUIÑA e Ignacio MURILLO GARCÍA-ATANCE, “La ética administrativa: elemento imprescindible de una buena administración”, Revista Aragonesa de Administración Pública, núm. 32, 2008, pp.133-170; Jesús GONZÁLEZ PÉREZ, La ética en la administración pública, Civitas, Madrid, 1996; Terry L. COOPER (ed.), Handbook of Administrative Ethics, Marcel Dekler, Nueva York, 2001; H. George FREDERICKSON y John A. ROHR, Ethics and Public Administration, Routledge, New York, 2015.

7 La Constitución española ya contiene, pues, un completo código de conducta de los poderes públicos, como ponen de relieve, entre otros: José Luis CARRO FERNÁNDEZ-VALMAYOR, “Ética pública…”, op. cit., p. 15; Jaime RODRÍGUEZ-ARANA MUÑOZ, “Caracterización constitucional de la ética pública (especial referencia al marco constitucional español)”, Revista de Investigações Constitucionais, núm. 1, 2014, p. 69, y Marcos VAQUER CABALLERÍA, “Corrupción pública y ordenamiento jurídico”, en Manuel VILLORIA MENDIETA, José María GIMENO FELIU y Julio TEJEDOR BIELSA (dirs.), La corrupción en España. Ámbitos, causas y remedios jurídicos, Atelier, Barcelona, 2016, p. 128.

8 Véanse las recomendaciones contenidas en OCDE, La ética en el servicio público…, op. cit.

9 Aunque existen aportaciones filosóficas muy interesantes sobre la fundamentación de la ética en el servicio público, la incorporación de nuevos principios éticos en la legislación administrativa, entre los que se incluyen también los principios de buen gobierno y de buena administración, deriva de los compromisos internacionales adoptados por los Estados para combatir la corrupción, que se concretan tanto en instrumentos de soft law –como la Recomendación del Consejo de la OCDE sobre integridad pública de 2017–, como en instrumentos jurídicos vinculantes –como el Convenio de la OCDE, de 17 de diciembre de 1997, de lucha contra la corrupción de Agentes Públicos extranjeros en las transacciones comerciales internacionales, o la Convención de las Naciones Unidas de 31 de octubre de 2003 contra la Corrupción–. La adopción de estos acuerdos internacionales, como se verá más adelante, se explica por razones de índole económica y los instrumentos que conforman la denominada infraestructura ética de la administración parten de la consideración del ser humano como un agente cuya conducta no depende de valores sino de incentivos.

10 Herbert L. A. HART, “El nuevo desafío al positivismo jurídico” [Texto de la conferencia pronunciada en la Universidad Autónoma de Madrid el 29 de octubre de 1979, traducido por Liborio Hierro, Francisco Laporta y Juan Ramón Páramo], Sistema, núm. 36, 1980, p. 4.

11 Herbert L. A. HART, “El nuevo desafío al positivismo jurídico”, op. cit., p. 5.

12 Sobre ello véase Riccardo GUASTINI, “Bobbio sobre la norma fundamental y la regla de reconocimiento”, Analisi e diritto, 2005, pp. 203-207.

13 José ESTEVE PARDO, El pensamiento antiparlamentario y la formación del Derecho público en Europa, Marcial Pons, Madrid/Barcelona/Buenos Aires/Sao Paulo, 2019.

14 Op. cit. pp. 180-181; y Gustavo ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil: ley, derechos y justicia, Trotta, Madrid, 11.ª ed., 2018, p. 65.

15 Nos referimos a las críticas de Gustav Radbruch al positivismo jurídico por las consecuencias que tuvo en Alemania el acatamiento incondicional del Gesetz als Gesetz [en Gustav RADBRUCH, “Gesetzliches Unrecht und übergesetzliches Recht”, Süddeutsche Juristenzeitung, núm. 1, 1946, pp. 105-108] y que afectan al postulado kelseniano según el cual “El Derecho puede tener cualquier contenido, pues ninguna conducta humana es por sí misma inepta para convertirse en el objeto de una norma jurídica”: Hans KELSEN, Teoría Pura del Derecho, Edeuba, Buenos Aires, 1989, p. 136 [traducción de Reine Rechtstheorie, 1953].

16 Gregorio PECES-BARBA, Los valores superiores, Tecnos, Madrid, 1986, p. 54.

17 José Luis MARTÍNEZ LÓPEZ-MUÑIZ, “La moralidad pública como límite de las libertades públicas”, en VVAA, Los derechos fundamentales y libertades públicas, I, Ministerio de Justicia, Madrid, 1992, p. 1008. No está de más señalar, sin embargo, que esta concepción no es la que subyace en las aportaciones de la doctrina administrativista española que con mayor autoridad se ha ocupado de la ética pública, que considera mayoritariamente que la moral constituye un límite general, al menos negativo, a los derechos y libertades fundamentales, como expone José Luis MARTÍNEZ LÓPEZ-MUÑIZ, “Ética pública y deber de abstención en la actuación administrativa”, Derecho Público PUCP: Revista de la Facultad de Derecho, núm. 67, 2011, p. 333.

18 Sobre ello véase, entre otros: Josep AGULLÓ REGLA, “Positivismo y postpositivismo. Dos paradigmas jurídicos en pocas palabras”, DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, núm. 30, 2007, pp. 665-675.

19 Sobre ello véase Francisco José CONTRERAS PELÁEZ, “¿Debemos alegrarnos de la muerte del positivismo jurídico?”, en Carlos FIDALGO GALLARDO (ed.), Derecho global: positivismo, iusnaturalismo y razonabilidad del Derecho, Thomson Reuters/Civitas, Pamplona, 2018, pp. 21-22; y Aniceto
MASFERRER, “Derechos de nueva generación”, en José María ENRÍQUEZ SÁNCHEZ,
Aniceto MASFERRER y Rafael Enrique AGUILERA PORTALES (eds.), Derechos humanos. Un análisis multidisciplinar de su teoría y praxis, UNED, Madrid, 2017, pp. 331-358.

20 M. Mercè DARNACULLETA GARDELLA, “Derecho Administrativo global. ¿Un nuevo concepto clave del Derecho Administrativo?”, Revista de Administración Pública, núm. 199, 2016, pp.11-50.

21 Se dice explícitamente que debe existir un “continuum”, entre las tres “E”, economía, eficiencia y eficacia; y la cuarta “E”, ética: OCDE, La ética en el servicio público, op. cit, p. 86.

22 Este tema ha sido tratado con indiscutible solvencia por Manuel MAROTO CALATAYUD, Corrupción y financiación de partidos. Un anàlisis político institucional, Tesis doctoral dirigida por Adán NIETO MARTÍN, Universidad de Castilla La Mancha, Ciudad Real, 2012.

23 Como señala Ludwig HUBER, Romper la mano. Una interpretación cultural de la corrupción, Instituto de Estudios Peruanos y Proética/Consejo Nacional para la Ética Pública, Lima, 2008, pp. 18-24, autores como Nathaniel Leff, David Bayley, Colin Leys, Joseph Nye y Samuel Huntington consideraban la corrupción como una consecuencia inevitable de los procesos de modernización, entendiendo incluso que, en algunas ocasiones, podía resultar funcional, contribuyendo a una mayor eficiencia burocrática, al desarrollo económico y a la estabilización de gobiernos y sistemas políticos débiles.

24 Ludwig HUBER, Romper la mano…, op. cit., p. 28.

25 Por todos véase: Paolo MAURO, “Corruption and Growth”, The Quarterly Journal of Economics, vol. 110, núm. 3, 1995, pp. 681-712.

26 Entre ellos puede destacarse la aprobación de un “Código de conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley” que no contiene ninguna mención expresa a la corrupción. El contenido de este código puede consultarse en: http://www.unhchr.ch/spanisch/html. Sobre ello véase Óscar CAPDEFERRO VILLAGRASA, “La obligación jurídica internacional de luchar contra la corrupción y su cumplimiento por el Estado español”, Eunomia. Revista en cultura de la legalidad, núm. 13, 2017, p. 118.

27 Este convenio fue ratificado por España el 3 de enero de 2000 y entró en vigor el 4 de marzo del mismo año, aunque no fue publicado hasta dos años más tarde (BOE núm. 46, de 22 de febrero de 2002).

28 En el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA) destaca la aprobación, en la Conferencia de Caracas de marzo de 1996, de la “Convención Interamericana contra la corrupción”, cuyo texto puede consultarse en el anexo a la monografía de María Claudia CAPUTI, La ética pública, op. cit. Sobre este instrumento pueden verse también, entre otros, Demelsa BENITO SÁNCHEZ e Ignacio BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE, El delito de corrupción en las transacciones comerciales internacionales, Iustel, Madrid, 2012, pp. 63-72; y Jesús GONZÁLEZ PÉREZ, Corrupción, ética y moral en las Administraciones públicas, Thomson Reuters/Civitas, Navarra, 2014, pp. 65-70.

29 Instrumento de ratificación de la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción, hecha en Nueva York el 31 de octubre de 2003 (BOE núm. 171, de 19 de julio de 2006). La Unión Europea también se ha adherido a este Convenio, mediante la Decisión del Consejo 2008/801/CE, de 25 de septiembre de 2008, sobre la celebración, en nombre de la Comunidad Europea, de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción.

30 OECD, Recommendation of the Council for Further Combating Bribery of Foreign Public Officials in International Business Transactions, 2009; OECD, Good Practice Guidance on Internal Controls, Ethics, and Compliance, 2010; OECD, Recommendation of the Council on Public Integrity, 2017.

31 Convenio penal sobre la corrupción, número 173 del Consejo de Europa, hecho en Estrasburgo el 27 de enero de 1999.

32 Convenio Civil sobre la Corrupción, núm. 174 del Consejo de Europa, hecho en Estrasburgo el 4 de noviembre de 1999.

33 A nivel europeo se ha creado el Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO), encargado de la elaboración de los informes anuales de seguimiento y evaluación de su cumplimiento de los Convenios penal y civil contra la corrupción. Sobre ello véase Óscar CAPDEFERRO VILLAGRASA, “La obligación jurídica internacional…”, op. cit., pp. 129-136; a nivel internacional, entre otras medidas, destacan las evaluaciones realizadas por el Banco Mundial, sobre las que da cuenta José Antonio FERNÁNDEZ AJENJO, “La gobernanza y la prevención de la corrupción como factores de desarrollo económico y social”, en Nicolás RODRÍGUEZ GARCÍA y Fernando RODRÍGUEZ LÓPEZ, Corrupción y desarrollo, Tirant lo Blanch, Valencia, 2017, pp. 159-186.

34 Acto del Consejo, de 26 de julio de 1995, por el que se establece el Convenio relativo a la protección de los intereses financieros de las Comunidades Europeas (DOUE C 316 de 27 de noviembre de 1995).

35 Acto del Consejo, de 26 de mayo de 1997, por el que se establece el Convenio relativo a la lucha contra los actos de corrupción en los que estén implicados funcionarios de las Comunidades Europeas o de los Estados miembros de la Unión Europea (DOUE C 195 de 25 de junio de 1997); Comunicación de la Comisión al Consejo, al Parlamento Europeo y al Comité Económico y Social Europeo de 28 de mayo de 2003, sobre “Una política global de la UE contra la corrupción” [COM (2003) 317 final]; Decisión marco 2003/568/JAI del Consejo, de 22 de julio de 2003, relativa a la lucha contra la corrupción en el sector privado.

36 Comunicación de la Comisión al Parlamento Europeo, al Consejo y al Comité Económico y Social Europeo de 6 de junio de 2011, “La lucha contra la corrupción en la Unión Europea” (COM, 2011, p. 308 final).

37 Después de destacar la preocupación ciudadana por la corrupción, esta Comunicación señala que “no es aceptable que, según las estimaciones, todos los años se pierdan unos 120.000 millones EUR, un uno por ciento del PIB de la UE, por causa de la corrupción”.

38 Cualquier intento de aproximación a la noción de “buena gobernanza” desborda con mucho los objetivos de este trabajo. Para el fin propuesto basta señalar en este punto que la buena gobernanza, en los términos empleados por la Unión Europea, alude a una forma de gobierno basada en los principios de participación, coherencia, transparencia, eficacia y rendición de cuentas: Comisión de las Comunidades Europeas, Libro Blanco sobre la Gobernanza Europea [COM (2001) 428 final]. Sobre ello puede verse Agustí CERRILLO MARTÍNEZ, “La gobernanza hoy: introducción”, en La gobernanza hoy: 10 textos de referencia, INAP, Madrid, 2005, pp. 19-23.

39 Este enfoque está perfectamente reflejado en Agustí CERRILLO MARTÍNEZ y Juli PONCE SOLÉ (eds.), Preventing Corruption and Promoting good Government and Public Integrity, Bruylant, Bruselas, 2017. Las diversas aportaciones de esta obra colectiva señalan que las medidas más eficaces para evitar la corrupción son las que promueven la integridad pública, el buen gobierno y la buena administración.

40 Código Europeo de Buena Conducta Administrativa, aprobado por resolución del Parlamento Europeo de fecha 6 de septiembre de 2001: https://www.ombudsman.europa.eu/es/publication/es/3510.

41 Arts. 5.1 y 15 de la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción.

42 Art. 5.3 de la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción y art. 24 del Convenio penal sobre corrupción. Para más detalles véase Óscar CAPDEFERRO VILLAGRASA, “La obligación jurídica internacional…”, op. cit., pp. 129-136.

43 Según la OCE, La ética en el servicio público, op.cit., p. 35, la infraestructura de la ética en el servicio público incluye, entre otros elementos, el compromiso político, el marco legal, el sistema de responsabilidad política, los instrumentos de adaptación y formación de los funcionarios, los códigos de conducta y los mecanismos sociales e institucionales de control de su cumplimiento. En recomendaciones posteriores las referencias a la infraestructura ética son sustituidas por la expresión “marco de integridad”, que se refiere al conjunto de mecanismos necesarios para estimular y fortalecer la integridad en la Administración pública y prevenir los conflictos de intereses y la corrupción: OCDE, Recomendación del Consejo sobre los principios para la transparencia y la integridad de los grupos de presión, 2009; OCDE, Recomendación del Consejo de la OCDE sobre integridad pública, 2017. Sobre ello véase: Juli PONCE SOLÉ, “Panorama comparado sobre la integridad y los códigos de conducta”, en Juli PONCE SOLÉ (coord.), Empleo público, derecho a una buena administración e integridad, Tirant lo Blanch/INAP, Madrid, 2018, pp. 97-144.

44 Arts. 7.1 y 9 de la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción.

45 Sobre el Derecho administrativo como garantía del comportamiento ético véanse, entre otros: Jesús GONZÁLEZ PÉREZ, La ética en la administración…, op. cit., p. 65; y Agustí CERRILLO MARTÍNEZ, El principio de integridad en la contratación pública. Mecanismos para la prevención de los conflictos de Intereses y la lucha contra la corrupción, Aranzadi, Pamplona, 2018.

46 Véanse, respectivamente, los art. 7.1.b), 7.3, 7.4 y 8.5 de la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción.

47 Obsérvese que el art. 2 del Convenio de Naciones Unidas contra la corrupción entiende por “funcionario público”: “i) toda persona que ocupe un cargo legislativo, ejecutivo, administrativo o judicial de un Estado Parte, ya sea designado o elegido, permanente o temporal, remunerado u honorario, sea cual sea la antigüedad de esa persona en el cargo; ii) toda otra persona que desempeñe una función pública, incluso para un organismo público o una empresa pública, o que preste un servicio público, según se defina en el derecho interno del Estado Parte y se aplique en la esfera pertinente del ordenamiento jurídico de ese Estado Parte; iii) toda otra persona definida como ‘funcionario público’ en el derecho interno de un Estado Parte”. Esta concepción amplia de la función pública se replica también, con distinta terminología –“agente público”, “servidor público”– en el Convenio y en las Recomendaciones de la OCDE para combatir la corrupción en las transacciones comerciales Internacionales.

48 Arts. 6, 8, 10 y 13 de la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción.

49 En concreto, el art. 8 de la Convención de Naciones Unidas contra la corrupción recomienda la incorporación a nivel nacional de los principios recogidos en el Código Internacional de Conducta para los titulares de cargos públicos, que figura en el anexo de la Resolución 51/59 de la Asamblea General de 12 de diciembre de 1996. Este Código, después de señalar en su artículo primero la obligación de los cargos públicos de actuar en beneficio del interés público, establece en el artículo segundo que: “Los titulares de cargos públicos velarán por desempeñar sus obligaciones y funciones de manera eficiente y eficaz, conforme a las leyes o las normas administrativas, y con integridad. Procurarán en todo momento que los recursos públicos de que sean responsables se administren de la manera más eficaz y eficiente”.

50 Así lo pone de relieve el informe de la OCDE ya citado sobre La ética en el servicio público, que recoge las diversas experiencias de Derecho comparado que se exponen en los párrafos siguientes.

51 La vinculación entre la responsabilidad moral y la libertad explica la escasa importancia de la ética en un contexto en el que el ethos profesional pivota entorno a la obediencia y el cumplimiento de la ley, como pone de relieve Manuel VILLORIA MENDIETA, “Ética postconvencional e instituciones en el servicio público”, Revista de Investigaciones Sociológicas, núm. 117, 2007, p. 111.

52 Por descontado, tampoco en el ámbito académico existía una tradición de estudios vinculados a la ética pública. La lucha por las inmunidades de poder, por utilizar una referencia clásica (Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA, La lucha contra las inmunidades del Poder en el Derecho administrativo, Civitas, Madrid, 1984) estaba principalmente orientada a la reducción de la discrecionalidad administrativa y no a la búsqueda de criterios éticos que orientasen su ejercicio. Esta realidad contrasta con la enorme producción académica existente en Estados Unidos, reflejada, entre otros, en los trabajos compilatorios de Terry L. COOPER (ed.), Handbook of Administrative Ethics, op. cit.; y H. George FREDERICKSON y John A. ROHR, Ethics and Public Administration, op. cit.

53 A título de ejemplo, puede citarse la existencia de organismos creados con el fin de facilitar la denuncia de conductas indebidas y de permitir a los funcionarios formular recursos o solicitar asesoramiento cuando se les pide la realización de una tarea que consideran improcedente o no ética. Estos procedimientos están previstos en el Reino Unido y en los Países Bajos, mediante la creación de las figuras, respectivamente, de los “Comisarios de la Función Pública Independientes” y los “Cargos de confianza”. En una línea parecida, en los Países Bajos se ha creado una Oficina de Denuncia al Servicio de Seguridad Interna (BVD), ante la cual los ciudadanos pueden denunciar faltas a la integridad por parte de los funcionarios. En Estados Unidos, mediante la Ethics in Government Act, sancionada en 1978, se creó la Office of Government Ethics. En lo que se refiere a organismos centrados en la promoción y la gestión ética, cabe mencionar la creación, en Australia, del Consejo Asesor de Gestión, que tiene encomendada la promoción de la buena conducta en el servicio público. En Nueva Zelanda la Comisión de Servicios del Estado es el órgano legalmente encargado del establecimiento de normas mínimas de integridad y buena conducta en el servicio público y de la promoción de sus valores.

54 El Comité de Normas de la Vida Pública es una comisión parlamentaria creada en 1994, en el Reino Unido, con el fin de prevenir la corrupción. El Parlamento encargó a esta Comisión el estudio de la problemática de la conducta de los funcionarios públicos, a fin de hacer recomendaciones tendentes a mejorar la situación. Esta Comisión ha elaborado diversos informes. El primero de ellos (Standards in Public Life. First Report of the Commitee on Standards in Public Life, vol. I, Report, 1995), conocido como “Informe Nolan” ha trascendido las fronteras del país en el que se gestó, marcando un punto de referencia fundamental para el desarrollo de la ética pública. Sobre ello véase, por todos, Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO BAQUER, “Reflexiones de urgencia sobre el informe Nolan”, Revista Aragonesa de Administración Pública, núm. 11, 1997, pp. 149-164.

55 Es el caso, por ejemplo, del “Código de ética de la función pública de Argentina”, aprobado por Decreto 41/1999; la “Carta Deontológica del Servicio Público de Portugal”, aprobada por Acuerdo del Consejo de Ministros, de 18 de febrero de 1993 y las “Normas de ética de la función pública” del Quebec, aprobadas por el Reglamento de 17 de abril de 1985. Manuel VILLORIA MENDIETA, en Ética pública y corrupción..., op. cit., pp. 28-30, pone de relieve que, también en la órbita anglosajona, los códigos éticos aprobados por normas jurídicas conviven con códigos de carácter voluntario, de larga tradición. Entre estos últimos, en los Estados Unidos, se pueden mencionar: el código de ética de la International City Manager´s Association (1924) aplicable a los gobiernos locales, el primer código de conducta a nivel federal para empleados públicos (1958) y la Guide on Ethical Standards to Government Officials (1961).

56 Entre tales distorsiones en este trabajo se va a dedicar especial atención a las derivadas de la incorporación de los códigos de conducta en el ordenamiento jurídico. Sin embargo, también resulta extremadamente problemática la incorporación de la figura del delator o denunciante anónimo, que contradice abiertamente la regulación del procedimiento de denuncia establecido en el art. 62.2 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas. Sobre las ventajas y los inconvenientes de la delación y, más en concreto, de la delación anónima véase: Gabriel DOMÉNECH PASCUAL, “Roma delatoribus praemiat. La denuncia en el Derecho público”, en Juan José DÍEZ SÁNCHEZ (ed.), Función inspectora. Actas del VIII Congreso de la Asociación Española de Profesores de Derecho Administrativo, INAP, Madrid, 2013, pp. 171-187; y Beatriz GARCÍA MORENO, “Whistleblowing como forma de prevención de la corrupción en la administración pública”, en Adán NIETO MARTIN y Manuel MAROTO CALATAYUD, Prevención de la corrupción en administraciones públicas y partidos políticos, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca, 2014, pp. 17-42.

57 Esta tendencia puede observarse claramente del análisis de la jurisprudencia estadounidense, realizada en el marco de la revisión de la concepción iusnaturalista de Lon Luvois Fuller en Adrian VERMEULE y Cass R. SUNSTEIN, “The Morality of Administrative Law”, Harvard Law Review, núm. 131, 2018, pp. 1924-1978.

58 Sobre ello véase: Elisenda MALARET GARCÍA, “Bon govern, transparència...”, op. cit.; y Agustí CERRILLO MARTÍNEZ y Juli PONCE SOLÉ (eds.) Preventing Corruption…, op. cit.; Juli PONCE SOLÉ (coord.), Empleo público, derecho a una buena administración e integridad, op. cit.; y Marcos VAQUER CABALLERÍA, “Corrupción pública y ordenamiento jurídico”, op. cit.

59 Las razones que explican esta pérdida de confianza han sido caracterizadas con especial lucidez por Alejandro NIETO GARCÍA, El desgobierno de lo público, Ariel, Barcelona, 2008. Sobre el fenómeno de la corrupción en España véase Carles RAMIÓ, “Corrupción y administración pública en España”, en Joaquin J. MARCO MARCO y Blanca NICASIO VAREA (coords.), La regeneración del sistema: reflexiones en torno a la calidad democrática, el buen gobierno y la lucha contra la corrupción, AVAPOL, Asociación Valenciana de Politólogos, Valencia, 2015, pp. 27-39; y Manuel VILLORIA MENDIETA, José María GIMENO FELIU y Julio TEJEDOR BIELSA (dirs.), La corrupción en España. Ámbitos, causas y remedios jurídicos, op. cit.

60 Por todos véase: Alberto PALOMAR OLMEDA, “¿Hay vida en la administración después de la corrupción?”, Revista internacional de transparencia e integridad, núm. 1, 2016, pp. 1-13.

61 Sobre la importancia de la confianza en la relación entre gobernantes y gobernados véanse las reflexiones de Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA, Democracia, jueces y control de la Administración, Civitas, Madrid, 2000, p. 102.

62 Tomás FONT I LLOVET, “Administración pública, libertad y mercado. Los criterios de la reforma administrativa”, en Joaquim TORNOS MAS (coord.), Estudios sobre las leyes 39/2015 del procedimiento administrativo común de las administraciones públicas y 40/2015 del régimen jurídico del sector público, Atelier, Barcelona, 2017, p. 38.

63 Esta expresión está recogida en el artículo 43 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, que reconoce el derecho de los ciudadanos de la Unión Europea a someter al defensor del pueblo los casos de “mala administración en la actuación de las instituciones, órganos u organismos de la Unión, con exclusión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea en el ejercicio de sus funciones jurisdiccionales”; y ha sido acogida sin reparos por la doctrina, como puede verse en Juli PONCE SOLÉ, “La prevención de riesgos de mala administración y corrupción, la inteligencia artificial y el derecho a una buena administración”, Revista internacional de transparencia e integridad, núm. 6, 2018, pp. 1-19.

64 Sin esta confianza en el probo funcionario hubiese sido imposible sostener a lo largo del tiempo, entre otros elementos básicos del Derecho administrativo, la presunción de validez de la que gozan los actos administrativos y que todavía hoy recoge el art. 39.1 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas.

65 Por descontado, como señala Jesús GONZÁLEZ PÉREZ, La ética en la administración…, op. cit., p. 65, los formalismos con los que el Derecho administrativo grava la actuación de los servidores públicos con el objeto de impedir cualquier desviación de los fines encomendados son también una manifestación de la desconfianza.

66 José Luís MARTÍNEZ LÓPEZ-MUÑIZ, “El contexto y los principios inspiradores de las Leyes 39 y 40/2015”; y Javier BARNES, “La Ley 39/2015, de procedimiento administrativo, desde una perspectiva histórica y comparada”, en Clara I. VELASCO RICO (dir.), Reflexiones sobre la reforma administrativa de 2015. Análisis crítico de las Leyes de Procedimiento Administrativo Común y de Régimen Jurídico del Sector Público, Marcial Pons, Madrid/Barcelona/Buenos Aires/Sao Paulo, 2017, pp. 20, 32 y 54; y Marcos VAQUER CABALLERÍA, “El criterio de la eficiencia en el Derecho Administrativo”, Revista de Administración Pública, núm. 186, 2011, pp. 91-135.

67 Dolors CANALS AMETLLER, “El acceso público a datos en un contexto de transparencia y buena regulación”, en Dolors CANALS AMETLLER, Datos. Protección, Transparencia y Buena Regulación, Documenta Universitaria, Girona, 2016, p. 19.

68 En este trabajo no vamos a analizar todos estos instrumentos. Sobre ellos pueden verse, entre otros: Óscar Diego BAUTISTA, La ética en la gestión pública. Fundamentos. Estado de la cuestión y proceso para la implementación de un sistema ético integral en los gobiernos, Universidad Complutense, Madrid, 2007; y Francisco LONGO y Adrià ALBAREDA, Administración pública con valores. Instrumentos para una gobernanza ética, INAP, Madrid, 2015.

69 Sobre este tema existe numerosa bibliografía, tanto española como extranjera, cuyo análisis desborda por completo el objetivo de este trabajo. A los meros efectos de constatar la vinculación existente en los planteamientos subyacentes en la legislación administrativa de nuevo cuño en materia de ética pública y buena administración véase, por todos: Carmen María ÁVILA RODRÍGUEZ y Francisco GUTIÉRREZ RODRÍGUEZ (coords.), El derecho a una buena administración y la ética pública, Tirant lo Blanch, Valencia, 2001.

70 Consejo de Transparencia y Buen Gobierno (art. 33 de la Ley 19/2013 de transparencia); y sus equivalentes autonómicos, como la Comissió de Garantia del Dret d’Accés a la Informació Pública (art. 39 de la ley catalana 19/2014 de transparencia).

71 Oficina de Conflictos de Intereses, adscrita orgánicamente al Ministerio de Administraciones Públicas (art. 15 de la Ley 5/2006, de 10 de abril, de regulación de los conflictos de intereses de los miembros del Gobierno y de los Altos Cargos de la Administración General del Estado); y sus equivalentes autonómicos, como: la Oficina de prevención y lucha contra la corrupción de las Illes Balears (Ley 16/2016, de 9 de diciembre, de creación de la Oficina de Prevención y Lucha contra la Corrupción en las Illes Balears); la Oficina de buenas prácticas y anticorrupción (Ley foral navarra núm. 7/2018, de 17 de mayo, de creación de la Oficina de buenas prácticas y anticorrupción de Navarra); la Agencia de Prevención y Lucha contra el Fraude y la Corrupción de la Comunitat Valenciana (Ley valenciana 11/2016, de 28 de noviembre de 28 de noviembre, de la Agencia de Prevención y Lucha contra el Fraude y la Corrupción de la Comunitat Valenciana); o la Oficina Antifrau (Ley catalana 14/2008, de 5 de noviembre, de la Oficina Antifraude de Cataluña). Sobre estos organismos véase Óscar CAPDEFERRO VILLAGRASA, “Los organismos anticorrupción y el ejercicio de la potestad sancionadora: límites y propuestas para la prevención de la corrupción. en particular, el caso de la oficina antifraude de Cataluña”, Revista Catalana de Dret Públic, núm. 53, 2016, pp. 14-30.

72 Agencia de Integridad y Ética Públicas (art. 8 de la Ley aragonesa 5/2017 de 1 de junio, de Integridad y Ética Públicas); Comité asesor de ética pública (art. 6 del Acuerdo del Gobierno de la Generalitat de Cataluña 82/2016, de 21 de junio, pel qual s’aprova el Codi de conducta dels alts càrrecs i personal directiu de l’Administració de la Generalitat i de les entitats del seu sector públic, i altres mesures en matèria de transparència, grups d’interès i ètica pública).

73 Agustí CERRILLO MARTÍNEZ, “Los códigos éticos en el empleo público”, en Juli PONCE SOLÉ (coord.), Empleo público, derecho a una buena administración e integridad, Tirant lo Blanch/INAP, Madrid, 2018, p. 152. Sobre los códigos, véase también: Cayetano PRIETO ROMERO, “Medidas de transparencia y ética pública: los códigos éticos, de conducta o de buen gobierno, Anuario de Derecho Local, núm. 1, 2011, pp. 315-347; Rafael JIMÉNEZ ASENCIO, “Ética pública, política y alta administración. Los códigos éticos como vía para reforzar el buen gobierno, la calidad democrática y la

confianza de la ciudadanía en sus instituciones”, Revista Vasca de Personas y Organizaciones Pública, núm. 5, 2013, pp. 46-67; y José Luis CARRO FERNÁNDEZ-VALMAYOR, “Ética pública y normativa…”, op. cit., pp. 9-37.

74 Véase el análisis de los modelos existentes y las recomendaciones contenidas en Ferran TERMES I ANGLÈS, El Código de Ética. Normas básicas para su diseño en la Administración Pública, Ediciones Gestión, Barcelona, 2000.

75 El informe elaborado por el Comité de Gestión Pública de la OCDE, pone de manifiesto la existencia de las dos tendencias mencionadas en la redacción de los códigos y señala los inconvenientes de incurrir en cualquiera de los dos extremos señalados: OCDE, La ética en el servicio público, op. cit., p. 75.

76 OCDE, La ética en el servicio público, op. cit., p. 48.

77 Para que puedan cumplir su función, los códigos de conducta deben ser el resultado de un proceso de reflexión sobre las virtudes y los valores que deben orientar la conducta de sus destinatarios por parte de sus mismos destinatarios. Esto es, los códigos deben ser fruto de la autorregulación, en términos filosóficos. Sobre ello véase M. Mercè DARNACULLETA GARDELLA, Autorregulación y Derecho Público: la autorregulación regulada, Marcial Pons, Madrid/Barcelona, 2005, pp. 317-322; y M. Mercè DARNACULLETA GARDELLA, “Autorregulación, sanciones administrativas y sanciones disciplinarias”, en Luis ARROYO JIMÉNEZ y Adán NIETO MARTIN (dirs.), Autorregulación y sanciones, Lex Nova, Valladolid, 2015, p. 152.

78 La dimensión externa juega un papel mucho más importante, en cambio, en los códigos de conducta empresarial, puesto que su existencia se basa precisamente en el valor añadido que otorgan a la empresa que logra certificar que se ha dotado de un código y que cumple con lo establecido en el mismo: M. Mercè DARNACULLETA GARDELLA, “Autorregulación, sanciones…”, op. cit., p. 143.

79 Orden APU/516/2005, de 3 de marzo, por la que se dispone la publicación del Acuerdo de Ministros de 18 de febrero de 2005.

80 La exposición de motivos del Código de Buen Gobierno dice literalmente que “en el momento actual, se hace necesario que los poderes públicos ofrezcan a los ciudadanos el compromiso de que todos los altos cargos en el ejercicio de sus funciones han de cumplir no sólo las obligaciones previstas en las leyes, sino que, además, su actuación ha de inspirarse y guiarse por principios éticos y de conducta que hasta ahora no han sido plasmados expresamente en las normas, aunque sí se inducían de ellas y que conforman un código de buen gobierno”.

81 “La elaboración de este código responde fielmente a las líneas directrices de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y otras organizaciones internacionales, por lo que supone una eficaz política de prevención y gestión de estos conflictos, acorde con experiencias similares adoptadas por otros países de tradición y raigambre democrática”: exposición de motivos del Código de Buen Gobierno.

82 El art. 3 de este Código Europeo de conducta dispone que: “El objeto del presente Código es especificar las normas de comportamiento que se esperan de los representantes electos en el desempeño de sus deberes e informar a los ciudadanos de las normas de comportamiento que pueden esperar de sus representantes electos”.

83 Como el Código de Buen Gobierno Local de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) de 2009, comentado por Cayetano PRIETO ROMERO, “Medidas de transparencia…”, op. cit., p. 328.

84 Como indica Manuel VILLORIA MENDIETA, “Ética en el sector público. Una reflexión sobre la ética aplicada”, Encuentros multidisciplinares, vol. 13, núm. 39, 2011, p. 20: “La ética pública es, por definición, una ética de mínimos, que incluye únicamente aquellos principios que, si deliberáramos en condiciones de igualdad, libertad, con la máxima información y la máxima racionalidad y razonabilidad, aceptaríamos o que no podríamos razonablemente rechazar”. Como puede verse, esta afirmación se basa en una concepción basada en la ética discursiva y contrasta con la “ética de máximos” propuesta por Jaime RODRÍGUEZ-ARANA MUÑOZ, La dimensión ética…, op. cit., p. 29.

85 Véanse los cuadros comparativos del contenido de los principales códigos aprobados en España y en otros países, en Francisco LONGO y Adrià ALBAREDA, Administración pública con valores…, op. cit., pp. 62-81; y en el informe de la OCDE, Public Administration after New Public Management, OCDE, 2010.

86 Manuel VILLORIA MENDIETA, “Ética postconvencional …”, op. cit., pp. 120-122.

87 Como señala Cayetano PRIETO ROMERO, “Medidas de transparencia …”, op. cit., pp. 342-344, los redactores de los códigos toman como referencia códigos preexistentes, mientras que en el ámbito local se opta mayoritariamente por la adhesión de una entidad a códigos redactados por entidades locales superiores o asociaciones municipalistas.

88 Como el ya citado Código de Buen Gobierno de los miembros del Gobierno, aprobado por la Orden APU/516/2005, de 3 de marzo.

89 A título de ejemplo pueden citarse: la Orden ADM/62/2010, de 19 de febrero, por la que se aprueba el Código Ético de los Empleados Públicos de la Administración de la Comunidad de Castilla y León; la Orden foral 46/2010, de 25 de enero, del Consejero de Presidencia, Justicia e Interior, por la que se aprueba el código orientativo de buenas prácticas administrativas de la administración de la Comunidad Foral de Navarra y de sus organismos autónomos, en sus relaciones con los ciudadanos; el Acuerdo del Consejo de Gobierno de 13 de mayo de 2016 por el que se aprueba el Código ético del Gobierno de las Illes Balears; la Resolución de 5 de marzo de 2019, por la que se publica el acuerdo de Consejo de Gobierno relativo a la aprobación del sistema de integridad institucional y al código de conducta de altos cargos de la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia.

90 Véanse el Código de buenas prácticas administrativas del Ayuntamiento de Madrid; y la Carta de Buenas Prácticas en la Administración Autonómica y Local de la Comunitat Valenciana, comentados por Cayetano PRIETO ROMERO, “Medidas de transparencia …”, op. cit., pp. 315-347; o el Código ético de conducta del Ayuntamiento de Sant Just Desvern, al que se refiere Agustí CERRILLO MARTÍNEZ, “Los códigos éticos…”, op. cit., p. 157.

91 Además del EBEP, incorporan también códigos de conducta, entre otras, la Ley 4/2011, de 10 de marzo, del empleo público de Castilla-La Mancha (art. 109); la Ley 2/2015, de 29 de abril, del empleo público de Galicia (artículo 74); y Ley aragonesa 5/2017, de 1 de junio, de integridad y ética públicas (arts. 40 a 44).

92 Decreto 5/2016, de 6 de mayo, por el que se aprueba el Código de Buen Gobierno de la Generalitat Valenciana; Decreto 7/2018, de 20 de febrero, por el que se aprueba el Código Ético para los Altos Cargos o Asimilados de la Administración de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha.

93 Ello ocurre incluso en casos en los que los códigos son incluidos en una norma con rango de ley. Así, por ejemplo, el art. 40 de la Ley aragonesa 5/2017, de integridad y ética públicas se refiere explícitamente al carácter voluntario del Código de buen gobierno. Por ello la doctrina considera mayoritariamente que los códigos no son normas jurídicas, sino que tienen naturaleza meramente política (Cayetano PRIETO ROMERO, “Medidas de transparencia …”, op. cit., p. 333) o informativa (Agustí CERRILLO MARTÍNEZ, “Los códigos éticos…”, op. cit., p. 163).

94 Así se pronuncia explícitamente el art. 42 Ley aragonesa 5/2017, de integridad y ética públicas en relación con el código de conducta de los empleados públicos.

95 Según el art. 52 del EBEP: “Los principios y reglas establecidos en este capítulo informarán la interpretación y aplicación del régimen disciplinario de los empleados públicos”.

96 Sobre la eficacia de los códigos pueden contrastarse las opiniones de José Luis CARRO FERNÁNDEZ-VALMAYOR, “Ética pública…”, op. cit., pp. 19-20; y Agustí CERRILLO MARTÍNEZ, “Los códigos éticos…”, op. cit., pp. 158-162.

97 Fernando SAINZ MORENO, “Ética pública positiva”, op. cit., p. 530.

98 Las obligaciones de respeto a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, o el obligado respeto a los derechos fundamentales, ¿pierden su carácter jurídico vinculante por estar incluidas en un texto que dice tener carácter voluntario? La exposición de motivos del EBEP, como no podría ser de otro modo, desmiente esa posibilidad, recordando que la vulneración de los principios jurídicos incluidos en el código tendrá las consecuencias que, en su caso, prevea el ordenamiento. Parece, pues, que los principios jurídicos no pierden este carácter por estar incluidos en un código ético. Sin embargo, ¿a la inversa es posible decir lo mismo? ¿Puede mantenerse la existencia de obligaciones éticamente exigibles, pero jurídicamente voluntarias, cuándo aquellas están contenidas en una norma con rango de ley? En mi opinión, y a pesar de lo que sostiene mayoritariamente la doctrina, la inclusión de principios éticos en una norma con rango de ley transforma por completo su naturaleza, convirtiéndolos en principios jurídicos. En fin, y en lo que respecta a los códigos incluidos en instrumentos de soft law, no hay dudas sobre su carácter jurídicamente voluntario. No obstante: ¿Cómo puede sostenerse el carácter voluntario del principio de legalidad, que se encuentra incluido en la mayoría de los códigos éticos?

99 José Luis MARTIN MORENO, “Ética y Derecho en la administración pública del siglo XXI”, en Jaime PINTOS SANTIAGO, Calidad, transparencia y ética pública, INAP, Madrid, 2017, p. 121.

100 Como advierte Manuel VILLORIA MENDIETA, “Ética postconvencional…”, op. cit., p. 116, los valores propios de la ética pública y, en concreto, “valores como la eficacia, la economía y la eficiencia, o la objetividad y la neutralidad, no pueden ser promovidos sin una fundamentación ética de nivel superior que les dé sentido”, puesto que “sin una ética de los fines, y sin un marco de lo correcto, la ética de los medios queda sin sustento”.

101 Max WEBER, Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México, 3.ª ed., 2014.

102 Sobre este tema véase Manuel VILLORIA MENDIETA, Ética pública y corrupción…, op. cit.; y Francisco José MERINO AMAND, El reconocimiento como fundamento de una ética de la función pública. Un marco para su aplicación en organizaciones públicas, Tesis doctoral dirigida por Adela CORTINA ORTS, Departament de Filosofía del Dret Moral i Polític, Universitat de Valencia, 2013, disponible en: http://roderic.uv.es/handle/10550/28930.

103 Victoria CAMPS, “Presentación”, en Victoria CAMPS, Osvaldo GUARIGLIA y Fernando SALMERÓN (eds.), Concepciones de la ética, Trotta, Madrid, 1992, pp. 13 y ss.

104 La ética kantiana es una teoría ética deontológica porque se ocupa del deber ser de las normas y es también una ética formalista porque propone un principio de justificación de las normas que no se basa en su contenido, sino tan solo en las condiciones de su universalización. Entre las aportaciones clásicas a la ética pública de base deontológica, formalista y universalista pueden citarse los trabajos de Kathryn G. DENHARDT, The ethics of public service…, op. cit., que busca fundamentar un “orden moral” universalista que pueda ser entendido y asumido por los funcionarios públicos; o los de H. George FREDERICKSON y John A. ROHR, Ethics and Public Administration…, op. cit., cuyo trabajo consiste en definir lo más claramente posible los valores constitucionales con el objeto de conseguir que los empleados públicos interioricen su contenido y los utilicen como referente ético de su conducta. Entre nosotros Jaime RODRÍGUEZ-ARANA MUÑOZ, Principios de ética pública…, op. cit., propugna una ética pública basada en la existencia de “principios morales universales propios del servicio público”; mientras que Jesús GONZÁLEZ PÉREZ, La ética en la administración…, op. Cit., reivindica la recuperación de valores universales de base cristiana con el fin de revitalizar el espíritu de servicio público de los funcionarios.

105 El contextualismo se inspira en una concepción sustancialista, material, eudemonista de la ética, en la que el eje conceptual es la visión común de la vida buena o de la felicidad. Un exponente de esta perspectiva puede encontrarse en Terry L. COOPER (ed.), Handbook of Administrative Ethics, op. cit. Entre nosotros, véase: Victoria CAMPS, Virtudes públicas, Espasa Calpe, Madrid, 1993; y Victoria CAMPS, El declive de la ciudadanía. La construcción de una ética pública, PPC, Madrid, 2010.

106 Sobre ello véase: Francisco José MERINO AMAND, El reconocimiento como fundamento de una ética…, op. cit., p. 52.

107 John RAWLS, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 2.ª ed., 1995, aporta una concepción pública de la justicia compatible con la diversidad de soluciones éticas individuales. Por su parte, Karl-Otto APEL y Jürgen HABERMAS piensan, como Immanuel KANT, que la ley moral es una ley autoimpuesta; sin embargo, añaden que esta ley no puede proceder solo de la unidad de la conciencia individual, sino que debe ser consensuada social y democráticamente. Esta línea de reflexión se encuentra desarrollada, fundamentalmente en: Karl-Otto APEL, Teoría de la verdad y ética del discurso, Paidós, Barcelona/Buenos Aires/México, 1991; y Jürgen HABERMAS, Conciencia moral y acción comunicativa, Península, Barcelona, 1985. Para profundizar sobre este punto de partida común y sobre las divergencias entre el liberalismo político de RAWLS y la posición mantenida por HABERMAS, puede consultarse Jürgen HABERMAS y John RAWLS, Debate sobre el liberalismo político, Paidós, Barcelona, 1998.

108 Reorientando los presupuestos teóricos expuestos al ámbito práctico, se propone una ética pública basada en un proceso de reflexión y descubrimiento de los valores propios del sector público por parte de quienes ejercen funciones y responsabilidades públicas. Por descontado, en la articulación de estos procesos debería distinguirse adecuadamente la reflexión sobre los valores propios de la administración en tanto que organización, de los valores y virtudes de los servidores públicos, estableciendo, además, en su caso, los procesos distintos de autorregulación para los funcionarios públicos y para los políticos. A su vez, dentro del ámbito de la administración pública resultaría necesario distinguir la ética propia de distintos cuerpos de funcionarios, puesto que no se enfrentan a los mismos dilemas éticos los cuerpos docentes, que el personal sanitario o los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad, por poner solo unos ejemplos. La implementación de una infraestructura ética coherente con esta fundamentación debería partir del diseño de unos procesos adecuados de participación a partir de los cuales podrían elaborarse, en su caso, códigos de conducta basados en la autorregulación: M. Mercè DARNACULLETA GARDELLA, Autorregulación y Derecho …, op. cit., p. 317.

109 Francisco José MERINO AMAND, El reconocimiento como fundamento…, op. cit., p. 50; José Luis CARRO FERNÁNDEZ-VALMAYOR, “Ética pública…”, op. cit., p. 15; Jaime RODRÍGUEZ-ARANA MUÑOZ, “Caracterización constitucional de la ética…”, op. cit., p. 69.

110 Las consecuencias negativas de la corrupción para el desarrollo económico son advertidas tanto en el primer considerando del Convenio de la OCDE contra la corrupción de 1997 como en el de la Convención de Naciones Unidas contra la corrupción de 2003. Resulta altamente significativa la presentación al primero de estos instrumentos por parte del MINISTERIO DE ECONOMÍA Y COMPETITIVIDAD, Convenio de la OCDE de lucha contra la corrupción. Información para las empresas españolas con actividades en el extranjero, Ministerio de Justicia, Madrid, 2015, p. 8, donde puede leerse que: “La corrupción acarrea un sinfín de consecuencias negativas, entre las que cabe destacar como más importantes que distorsiona los precios y las condiciones del mercado, reduce la confianza en las autoridades, afecta el desarrollo económico sostenible de los países y las empresas, desincentiva la inversión, aumenta la incertidumbre para realizar transacciones económicas internacionales e incrementa los costes de operación de las empresas en las mismas”.

111 Este discurso, elaborado por economistas de reconocido prestigio internacional, ha alcanzado una amplia difusión, más allá de las fronteras de esta disciplina, de modo que el argumento económico se incluye en todos los trabajos de referencia sobre este tema. Como muestra véase Agustí CERRILLO MARTÍNEZ y Juli PONCE SOLÉ (eds.) Preventing Corruption…, op. cit., pp. VII. Como recuerda Manuel MAROTO CALATAYUD, en Corrupción y financiación de partidos, op. cit., p. 11, parafraseando a John GIRLING (Corruption, capitalism and democracy, Routledge, Londres, 1997): La corrupción y los mecanismos para combatirla constituyen “el recordatorio ilegítimo de los valores del mercado (todo puede ser comprado y vendido) en una era en que cada vez más el capitalismo, de manera incluso legítima, permea lo que antes eran esferas sociales y políticas autónomas”.

112 Fernando JIMÉNEZ SÁNCHEZ y Francisco ALCALÁ AGULLÓ, Los costes económicos del déficit de calidad institucional y la corrupción en España, Fundación BBVA, Bilbao, 2018.

113 Entre los trabajos de referencia sobre esta materia véanse: Robert KLITGAARD, Controlling corruption, University of California Press, Berkeley, 1988; Susan ROSE-ACKERMAN, Corruption and Government: Causes, Consequences, and Reform, Cambridge University Press, 2.ª ed., 2016.

114 Corrupción (C) = Monopolio de la decisión pública (M) + Discrecionalidad de la decisión pública (D) – Rendición de cuentas (A - accountability).

115 Joan PRATS CATALÀ, “Instituciones y desarrollo en América Latina. ¿Un rol para la ética?”, en Bernardo KLIKSBERG (comp.), Ética y desarrollo. La relación marginada, El Ateneo, Buenos Aires, 2002, pp. 295-341.

116 Esta lógica es la que fundamenta igualmente las medidas de prevención de la corrupción aplicadas a las empresas, como pone de relieve Adán NIETO MARTIN, “De la ética pública al public compliance: sobre la prevención de la corrupción en las administraciones públicas”, Adán NIETO MARTIN y Manuel MAROTO CALATAYUD, Prevención de la corrupción en administraciones públicas y partidos políticos, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca, 2014, pp. 17-42.

117 Son numerosas las recomendaciones de la OCDE que se refieren en sus considerandos iniciales al compromiso moral que adoptan con ellos los Estados. En el ámbito del Derecho Internacional no faltan autores que sostienen que los Estados deben cumplir las normas de soft law internacional por su fuerza moral –y por las consecuencias respecto a otros estados–: Ulrika MÖRTH, “Conclusions”, en Ulrika MÖRTH (ed.), Soft Law in Governance and Regulation: An Interdisciplinary Analysis, Edward Elgar, Cheltenham/Northamptom, 2004, pp. 191-200. Algunos autores, frente al argumento según el cual la moral solo puede predicarse de las personas físicas y no de los Estados, señalan que, en el ámbito internacional, puede hablarse de normas morales en relación con el comportamiento de los Estados si se identifican las normas morales con normas sociales no jurídicas: Michael BOTHE, “Legal and Non-Legal Norms. A Meaningful Distinction in International Relations?”, Netherlands Yearbook of International Law, núm. 11, 1980, pp. 65-95.

118 La insistencia en buscar argumentos que refuercen el carácter vinculante que tienen, de facto, estos instrumentos de soft law internacional, no debería confundirnos. Las normas de origen internacional pueden tener un grado de vinculatoriedad diverso en función de la autoridad de la que derivan, su grado de publicidad, sus destinatarios o los mecanismos que se hayan previsto para garantizar su aplicación efectiva. Tomando en consideración los diferentes efectos jurídicos del soft law, algunos autores manejan la noción de “normatividad relativa” para referirse a la peculiar naturaleza jurídica de los estándares producidos por las denominadas autoridades públicas internacionales: Matthias GOLDMANN, “Inside Relative Normativity: From Sources to Standard Instruments for the Exercise of International Public Authority”, German Law Journal, núm. 9, 2008, pp. 1865-1908. Frente a ello, en el ámbito del Derecho internacional público también hay quien sigue defendiendo el carácter binario de las obligaciones jurídicas, considerando que solo es posible distinguir entre “Derecho” y “no Derecho”, de modo que la idea del “soft law” como categoría intermedia carecería de sentido: Kal RAUSTIALA, “Form and Substance in International Agreements”, The American Journal of International Law, vol. 99, núm. 3, 2005, pp. 586-587. En cualquier caso, la denominada “vinculatoriedad de facto” del soft law afecta a su eficacia, no a su validez en términos jurídicos.

119 Con independencia de la autoridad que se otorgue a estas organizaciones internacionales o del contenido de los acuerdos adoptados, los Convenios de lucha contra la corrupción auspiciados por la OCDE (1997), la ONU (2003) y la Unión Europea (1999) son Tratados internacionales jurídicamente vinculantes: Jesús GONZÁLEZ PÉREZ, Corrupción, ética…, op. cit., pp. 61-79; y Óscar CAPDEFERRO VILLAGRASA, “La obligación jurídica internacional…”, op. cit., pp. 115-147.

120 Con esta frase, que suscribo plenamente, se inicia una provocadora reflexión sobre la ética pública, que inspira el título de este artículo, en la que se cuestiona el valor de los conceptos de la era de la posverdad, en: Cayetana RODRÍGUEZ, M.ª José SALVADOR y J. Daniel RUEDA, “Ética y buenas prácticas. El dilema entre el concepto y el contexto”, en María Rosa HERRERA-GUTIÉRREZ, Políticas públicas en tiempos de incertidumbre: aportes para una agenda de investigación, Tirant-lo Blanch, Valencia, 2018, pp. 23-35. La convicción de que la realidad no siempre precede al lenguaje, sino que, especialmente en el ámbito de las ciencias sociales, el lenguaje precede a la realidad, explica mi preocupación en este trabajo sobre el uso de determinados términos y expresiones. La utilización de adjetivos como “ineficacia”, vinculada a la gestión pública o como “mala” en referencia a la administración, no neutros en absoluto, sino que han contribuido activamente a la percepción social de esta realidad.

121 Aniceto MASFERRER, “Regeneración política”, en Aniceto MASFERRER (ed.), Para una nueva cultura política, Catarata, Madrid, 2019, p. 19.

122 Marcos VAQUER CABALLERÍA, “Corrupción pública y ordenamiento....”, op. cit., p. 127.

123 Entre otros, Jesús GONZÁLEZ PÉREZ, La ética en la administración…, op. cit.; y Fernando SAINZ MORENO, “Ética pública positiva”, op. cit.

124 Manuel VILLORIA MENDIETA (2007), “Ética postconvencional…”, op. cit., p. 114.

125 Como sostiene Alejandro LLANO, “La verdad en la conversación humana. Una consideración al hilo de la polémica entre el liberalismo y el comunitarismo”, en Luis NUÑEZ LADEVÉZE (ed.), Ética pública y moral social, Noesis, Madrid, 1996, p. 205: “Lo peor no es mentir. Lo peor es vivir en la mentira: respirarla, alimentarse de ella, dejarse por ella confundir hasta el punto de no admitir la distinción entre la verdad y el error”.

126 Como ya sostuvo en el año 1869 Frederik DOUGLAS: “La humanidad no se puede mantener unida con mentiras. La confianza es la base de la sociedad. Donde no hay verdad, no puede haber confianza, no puede haber sociedad”, citado por Aniceto MASFERRER, “Defensa de un derecho penal secular. Propuesta en torno a una cuestión compleja y permanente en la tradición occidental”, Revista de la Inquisición. Intolerancia y Derechos Humanos, vol. 23, 2019, pp. 235–252.