Ayer 135 (3) 2024: 247-272
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2024
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/2205
© Juan Albarrán Diego
Recibido: 08-08-2021 | Aceptado: 27-09-2022 | Publicado on-line: 08-04-2024
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License

Artistas, ¿trabajadores o señoritos?: movimiento obrero y prácticas conceptuales (1973-1978) *

Juan Albarrán Diego

Universidad Autónoma de Madrid
juan.albarran@uam.es

Resumen: La historiografía artística ha caracterizado las prácticas conceptuales desarrolladas en el contexto transicional enfatizando su aliento político, militante y antifranquista. El «arte conceptual» —«conceptualismo», «nuevos comportamientos artísticos»— producido en España durante los años setenta sumaría al impulso experimental que atraviesa la neovanguardia internacional un plus de politicidad que no resulta fácil definir y localizar. Este artículo propone un análisis de las complejas relaciones entre algunos de los principales artistas y colectivos vinculados al conceptualismo español y las organizaciones obreras con las que estos simpatizaban o en las que, en algunos casos, militaban.

Palabras clave: antifranquismo, arte contemporáneo, comunismo, conceptualismo, movimiento obrero, transición.

Abstract: The historiography of conceptual art practices developed in the Spanish transition to democracy has emphasized their political, militant and anti-Francoist spirit. Produced in Spain during the 1970s, «conceptual art», «conceptualism», or «new artistic behaviors» supplemented the experimental impulse of the international neo-avant-garde with a political character that is not easy to define and locate. This article proposes an analysis of the complex relationships between some of the main artists and artist collectives of Spanish conceptualism and workers’ organizations with which they sympathized or in which they militated.

Keywords: anti-Francoism, communism, conceptualism, contemporary art, transition, workers’ movement.

Introducción

Una de las «obras» más conocidas del arte conceptual catalán es un cartel de solidaridad con el movimiento obrero. Fue diseñado por el Grup de Treball en 1973 y distribuido con motivo del aniversario de la Segunda República. En él no pueden verse representaciones heroicas de trabajadores ni arengas a las masas proletarias. La superficie del cartel está ocupada por las definiciones de tres palabras, «repressió», «repressiu -iva» y «repressor -a», extraídas del Diccionari General de la Llengua Catalana Pompeu Fabra. Bajo las definiciones se lee: «Solidaritat amb el moviment obrer». En esta pieza, tan simple como efectiva, conviven elementos habituales en el arte conceptual internacional con algunos rasgos que suelen considerarse distintivos del conceptualismo español.

En el sistema artístico internacional circularon, desde finales de los sesenta, piezas conceptuales basadas en definiciones de diccionario, entre las que destaca el trabajo del estadounidense Joseph Kosuth. El cartel del Grup traslada esa experimentación lingüística al territorio de la lucha contra la dictadura. No en vano, el conceptualismo desarrollado en el territorio español desde principios de la década de los setenta ha sido caracterizado por la historiografía como una práctica politizada 1, integrada en la cultura antifranquista y, a menudo, vinculada con organizaciones comunistas. El cartel del Grup de Treball no solo denuncia la represión de las libertades sobre la que se asentaba la dictadura del general Franco, también constituye una clara expresión del deseo, compartido por muchos artistas izquierdistas, de acercarse al movimiento obrero, que lideraba la contestación al régimen en su tramo final.

Dejando a un lado el impacto que pudo haber tenido en 1973 el referido cartel, la pieza invita a reflexionar acerca de las intrincadas relaciones entre las prácticas conceptuales, los movimientos sociales y las formaciones políticas antifranquistas. En el territorio español, existe un importante vacío historiográfico en lo referido al papel de los intelectuales en las organizaciones que luchaban contra la dictadura. Vacío que parece si cabe más evidente en el caso de los ar­tistas, esos trabajadores de la cultura que podían producir imágenes contundentemente militantes —próximas a la propaganda— u objetos de lujo que muchos consideraban socialmente irrelevantes —obras de arte—. Los proyectos de los artistas y colectivos que participaban de esos «nuevos comportamientos artísticos» 2 no siempre eran tan explícitos como el cartel del Grup de Treball. De hecho, sus prácticas, sobre las que no resulta fácil generalizar, eran a menudo más sutiles y alusivas. No obstante lo cual, en muchos de sus discursos y propuestas se percibe la voluntad de solidarizarse o, incluso, identificarse con el pujante movimiento obrero.

En este artículo trato de explorar las contradicciones que los artistas próximos a los conceptualismos tuvieron que negociar en su intento por alinearse con los movimientos sociales que agitaban la vida política durante la transición. Como trabajadores intelectuales, la actividad de los artistas conceptuales no encajaba del todo bien con las dinámicas e identidades políticas obreristas predominantes en las organizaciones de izquierda con las que mantenían relaciones más o menos directas o en las que, en ocasiones, militaban. A ese respecto, el presente artículo se centra en tres estudios de caso: el Grup de Treball, muchos de cuyos miembros simpatizaban con el PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya); los artistas Alberto Corazón y Tino Calabuig, vinculados al PCE (Partido Comunista de España); y La Familia Lavapiés, grupo de creadores que militaba en el FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota). Estos grupos e individualidades, que han sido objeto de un interés desigual en los últimos años, encarnan la vertiente más comprometida del conceptualismo español. En sus actividades es posible localizar distintas formas de articulación entre proyectos artísticos y militancia dentro del espacio político comunista. Auscultar las paradojas y ambivalencias que los artistas y colectivos trataron de resolver al definir su identidad en el seno del movimiento obrero puede contribuir a paliar la carencia de estudios acerca del rol ­desem­peñado por creadores e intelectuales en las organizaciones antifranquistas. Al mismo tiempo, el estudio de las relaciones entre artistas y formaciones políticas tiene como objetivo desplazar el foco desde el análisis de trabajos concretos, que ha marcado el rumbo de la mayoría de las investigaciones sobre el conceptualismo en España, hacia las fórmulas organizativas que fueron ensayadas en unos años de febril activismo.

Desde posiciones diferentes, el Grup de Treball, Corazón y Calabuig, y La Familia Lavapiés tuvieron que confrontarse con una sensación de extrañeza al caracterizar y definir su práctica en el marco del movimiento obrero y, en particular, en relación con sus organizaciones. ¿Cómo concibieron su trabajo dentro o en el entorno de los partidos?, ¿qué estrategias desarrollaron para acompasar actividad artística y militancia política?, ¿sintieron que esos esfuerzos eran reconocidos por las organizaciones?, ¿hasta qué punto su conciencia e identidad de clase condicionaron la inscripción y evaluación política de su práctica?, ¿qué aportaciones realizaron en su empeño por conciliar arte y militancia antifranquista? A continuación trataré de reflexionar en torno a estas preguntas teniendo en cuenta no tanto las obras —sobre las que existen otros estudios— 3, sino, antes bien, las tácticas cambiantes de los partidos en el terreno de la cultura, las memorias diversas expresadas por algunos de los creadores a lo largo de los años y las mutaciones que estaban teniendo lugar en el campo del arte y en la concepción del trabajo intelectual entre, aproximadamente, 1973 y 1978.

Trabajo colectivo y militancia política: entre la autonomía y el «estalinismo»

En 1992 la historiadora del arte Pilar Parcerisas comisarió la primera gran exposición colectiva dedicada al conceptualismo catalán, Idees i Actituds. Entorn l’art conceptual a Catalunya, 1964-1980, que pudo visitarse en el Centre d’Art Santa Mònica entre el 15 de enero y el 1 de marzo del año olímpico. La muestra supuso un primer paso hacia la recuperación institucional de las aportaciones de una generación de artistas que había sido poco valorada durante los años ochenta. Al analizar la composición social del conceptualismo catalán, Parcerisas llamaba la atención sobre el hecho de que la inmensa mayoría de los jóvenes creadores que, en los setenta, empezaban a trabajar al margen de los medios artísticos tradicionales ya no provenían de la burguesía catalana, cuna hasta entonces de los artistas más reconocidos del país, sino de una clase media vinculada «al mundo de los oficios, artesanos y menestrales» 4, lo cual, parece sugerir la autora, facilitaría que estos creadores tendiesen a identificarse con las reivindicaciones y objetivos de una cultura antifranquista marcada por la dialéctica de la lucha de clases.

En ese contexto, sin una fecha exacta de nacimiento, emergió el Grup de Treball, un colectivo integrado por una nómina cambiante de intelectuales y creadores entre los que se contaban algunos de los artistas con más proyección del ámbito conceptual catalán, como Francesc Abad, Jordi Benito, Alicia Fingerhut, Antoni Mercader, Carles H. Mor, Antoni Muntadas, Pere Portabella, Carles Santos, Dorothée Selz y Francesc Torres 5, entre otros. Su actividad se concretaba en proyectos colectivos de investigación acerca de asuntos muy diversos, desde la crítica a la situación laboral del artista hasta la prensa clandestina en los «países catalanes». La redacción y difusión de textos de análisis sobre la situación política y cultural del momento también ocupó buena parte de sus energías. En los treinta textos del Grup que se han conservado y publicado abundan las alusiones a la lucha y los intereses de clase, a la necesidad de conectar con las masas y a la superación de toda concepción burguesa del hecho artístico. Según este colectivo, el artista no podría seguir siendo un individuo privilegiado que creaba al margen de los problemas sociales de su tiempo. Su actividad, por tanto, no debía reducirse a producir objetos para su comercialización en un sistema de valoración capitalista:

«No se puede entender la vanguardia artística como una vanguardia autónoma, fuera del contexto que la genera, con todas las implicaciones socio-político-culturales y la necesaria articulación ideológica a todos los niveles que la comprometen, desde dentro de las masas y con ellas, y no fuera de ellas como se pretende desde la concepción tradicional burguesa del arte» 6.

Como agente cultural implicado en la vida social, el artista estaba llamado a adoptar una posición autocrítica en el sistema cultural, para lo cual era necesario tomar conciencia de su condición como trabajador. Desde esta perspectiva, puede comprenderse por qué el Grup de Treball trató de poner en marcha una asociación de carácter sindical que defendiese los intereses laborales de los artistas y contribuyese a fortalecer la conciencia de clase del sector 7. En el mismo nombre del colectivo —grupo de trabajo— y en ese intento fallido —la asociación nunca llegó a cuajar— por conectar sus objetivos y formas de lucha con los de las organizaciones sindicales, puede rastrearse un deseo por inscribir su actividad en el mundo laboral. En cierto modo, la creciente visibilidad, fortaleza y prestigio del movimiento obrero en la lucha contra la dictadura motivaban que muchos artistas antifranquistas tendiesen a asumir las metas y reivindicaciones, más o menos utópicas, de sus organizaciones y que, incluso, pretendiesen una identificación directa con el proletariado. Identificación que, como se verá enseguida, no estaba exenta de problemas.

En el contexto catalán, la organización que lideró la oposición al régimen en sus años finales fue el PSUC. Con ella simpatizaban muchos miembros del Grup de Treball. Describir con precisión los posibles vínculos existentes entre el partido y el colectivo no resulta fácil y, de hecho, no está entre los objetivos de este artículo. Ahora bien, explorar las conexiones entre la organización comunista y este grupo de artistas puede aportar elementos para el análisis de las relaciones entre arte y política en el periodo transicional y, en concreto, sobre las articulaciones entre arte conceptual, antifranquismo y movimiento obrero. Este problema, además, invita a reflexionar sobre la difícil conciliación entre el trabajo colectivo de estos artistas, próximo al que desarrollaba cualquier célula de una organización política, y el trabajo individual que podía realizar cada uno de ellos.

Antoni Mercader, figura clave en la coordinación interna e historización posterior del Grup, preguntado por los vínculos entre el colectivo y el PSUC, afirmaba:

«Relación orgánica, ninguna. Sí que se dieron relaciones puntuales dentro de las dificultades inherentes al desarrollo de actividades que podían ser motivo de grave delito. Sabido es que dentro del núcleo más activo del Grup de Treball dominaban la filiación y las simpatías por el PSUC y que dos miembros señalados del mismo [Carles Santos y Pere Portabella] figuraron en la encarcelación de los 113 detenidos de la Assemblea de Catalunya [en octubre de 1973]» 8.

Francesc Abad, miembro del Grup, ha explicado:

«Yo era simpatizante del PSUC. Era el único partido que tenía una estructura sólida en el franquismo. La base marxista en el análisis de la realidad y del trabajo. [Carles] Santos y [Pere] Portabella eran militantes. De algún modo, adoptábamos una ideología de izquierdas marxista. Había gente que estaba más a la izquierda y otra que no militaba. Lógicamente, lo colectivo influía en el trabajo individual y viceversa. Pero siempre había espacio para realizar trabajos individuales» 9.

Otros miembros del colectivo, sin embargo, señalaron, cuando este estaba todavía activo o en fechas muy posteriores, que el trabajo desarrollado por el Grup no era en absoluto tan horizontal como podía parecer. Sin ir más lejos, la historiadora del arte Imma Julián —también integrante del Grup de Treball—, en una carta remitida a Simón Marchán el 31 de marzo de 1974, mostraba su malestar por la escasa politización del grupo, cuestionaba el carácter «colectivo» del trabajo que realizaban y llegaba a denunciar «medidas estalinistas» por parte de algunos de sus compañeros: «dentro del grupo sólo hay dos personas politizadas, C. Santos y P. Portabella, que por otro lado no se han preocupado, al menos hasta ahora, de politizar al resto y conseguir así una homogeneidad ideológica que se manifieste en las obras y en las actitudes personales de resto» 10.

En esa misma dirección, aunque sin citar al Grup de Treball, apuntaba Carles Hac Mor en el texto incluido en el catálogo de la referida exposición Idees i actituds. El escritor, que también fue miembro del Grup, reflexionaba sobre la radicalidad que impregnaba el ambiente cultural en los últimos años del franquismo y defendía que, en ese contexto de lucha clandestina, las reuniones fueron la principal aportación del conceptualismo catalán, máxima expresión de un espíritu grupal en pugna contra el subjetivismo burgués:

«en lo referido a los textos del conceptual, los efectos inmediatos de aquel desvarío [político] están relacionados con la voluntad de anular al sujeto de la escritura: se sustituyó al sujeto individual por el sujeto colectivo, que era creado mediante reuniones. Estas son inseparables del tipo de escritura que nos ocupa. Negada la subjetividad pequeñoburguesa, se exaltaba la objetividad colectiva. Y cada sujeto colectivo se exaltaba a sí mismo en contra del resto de sujetos colectivos» 11.

Superar el individualismo burgués implicaba la renuncia al trabajo personal de cada artista, de modo que, bajo la presión del colectivo y en una continua pugna entre grupúsculos de izquierda, «una especie de lógica estalinista, mafiosa y a la vez candorosa, llevó a mucha gente a ocultar sus trabajos individuales» 12.

Desde fuera del Grup de Treball, Ferran Garcia Sevilla, artista conceptual, también comprometido con la izquierda antifranquista y catalanista, próximo a postulados artísticos tautológico-lingüísticos 13 y alejado, por tanto, de los modos de producción e intervención del Grup, reflexiona en estos términos sobre la recepción de los trabajos conceptuales y sobre la relación entre los diversos grupos y los partidos políticos:

«Éramos [los artistas conceptuales que trabajaban en Cataluña] un grupo de amigos, a veces no tanto, una mezcla heterogénea de personas, en el cual había un grupo vinculado al PSUC. El público era reducidísimo, básicamente nosotros y algunos fans, unas quince o veinte personas. Se polarizaron las posiciones: si te dedicabas a trabajar sobre proposiciones lingüísticas eras un pequeñoburgués, compañero de viaje del capitalismo. [...] En repetidas ocasiones el Grup de Treball se comportó como auténticos estalinistas. Podían expulsarte de las exposiciones, controlaban lo que el colectivo publicaba, firmaban por otros, etc. [...] Había directrices culturales amplias por parte de los partidos. El PSUC, por ejemplo, no decía directamente lo que tenías que hacer» 14.

No puede extrañar que en los testimonios y valoraciones de los creadores se repita el término «estalinista». Además de traslucir el dogmatismo de aquellos ambientes, un tanto asfixiantes por la clandestinidad y el radicalismo, la descalificación también habla de las tensiones entre la producción individual y las dinámicas grupales que predominaban en los sectores más izquierdistas del campo. El artista que desarrollase su obra al margen de los intereses y dinámicas de la colectividad podía llegar a ser considerado como un contrarrevolucionario. En consecuencia, todo aquel que desease participar del cambio político y cultural debía trabajar para y con el proletariado, hasta llegar, incluso, a fundirse o mimetizarse con ese sujeto colectivo y con las formas organizativas de sus vanguardias, partidos y sindicatos. En esa tesitura, los colectivos de artistas se asemejaban o, en algunos casos, constituían células de partidos comunistas.

Los testimonios de Abad, Mercader y Garcia Sevilla muestran hasta qué punto cada individuo vivió aquellos años de intensa actividad antifranquista de una manera diferente. De sus dispares memorias se desprende que las posibles relaciones entre el Grup de Treball y el PSUC eran complejas y difíciles de asir. Para valorarlas, no obstante, hay que tener en cuenta que la estructura del partido se transformó de manera radical a finales de los años sesenta. El PSUC pasó de una articulación vertical, centralizada, a una más horizontal, capaz de permear el conjunto de la sociedad, incluidas organizaciones legales e instituciones que debían ser infiltradas por militantes que gozaban de más autonomía con respecto a la dirección del partido 15.

Los comunistas, no solo en Cataluña, tomaron consciencia de que necesitaban sumar a amplios sectores de la sociedad: profesionales como médicos o abogados, masas de estudiantes, pero también creadores de «alta cultura» 16, pintores, poetas, actores o cineastas. Individuos que no siempre comulgaban con un credo y estructura de partido marxista, ni tan siquiera con un ideario vagamente obrerista, pero que entendían que aquel era la única organización que podía abrir espacios de libertad desde los que combatir la dictadura y resistir la represión. Ese fundirse con la sociedad civil motivó que el PCE-PSUC empezase a penetrar en colegios profesionales, en la universidad y, por supuesto, también en los espacios culturales: editoriales, revistas, círculos de artistas que se reunían en lugares tan diversos como el taller-galería Redor en Madrid o el Instituto Alemán de Barcelona, muy frecuentado por Grup de Treball. Desde esos ámbitos podía emprenderse la «disputa por el espacio público» 17, férreamente controlado por el régimen.

Con respecto al trabajo concreto que los intelectuales debían desempeñar, el Comité de Intelectuales del PSUC había emprendido, ya en 1967, una reordenación de las células y una reconceptualización de la figura del intelectual militante. Para Manuel Sacristán, figura destacada de los intelectuales comunistas barceloneses, miembro de los órganos de dirección de PSUC y PCE, el intelectual —abogado, profesor o escritor— debía empezar a distanciarse del frenético activismo organizativo que el partido le venía exigiendo para centrarse en su trabajo: la producción, como explica Giaime Pala, de «cultura comunista en forma de libros, artículos, presencia en las universidades, actividad en los colegios profesionales, etc.» 18. Ahora bien, a principios de los años setenta, para un artista conceptual, ¿qué podía significar producir cultura comunista?

Complejos de inferioridad: «los de la cultura, unos señoritos»

En 1965 un joven diseñador autodidacta llamado Alberto Corazón comienza a trabajar para la editorial Ciencia Nueva, vinculada al PCE 19. Tras su cierre por parte de Fraga Iribarne en 1968, Corazón, junto con Miguel García Sánchez, librero y distribuidor, Valeriano Bozal, historiador del arte, y los hermanos Alberto y Juan Antonio Méndez, funda la editorial que lleva su nombre, a la que se vincula el grupo Comunicación, que publicó varias series de libros entre 1969 y 1979. El padre de Corazón, de nombre también Alberto, era un falangista que disfrutaba una buena posición social, por lo que el permiso para abrir la editorial fue tramitado a su nombre sin este saberlo. Ese mismo año de 1969, Corazón y el artista Tino Calabuig ponen en marcha el taller-galería Redor, un espacio ideado, en principio, para la experimentación con técnicas serigráficas 20. Calabuig, hijo de un republicano represaliado, se había afiliado al PCE en 1967, a su regreso de una estancia en San Francisco para la que había sido becado. En Redor, ambos artistas expusieron instalaciones de su autoría, como Leer la imagen (Corazón, 1971) y Un recorrido cotidiano (Calabuig, 1971). Pero además de taller serigráfico y espacio expositivo, Redor se convirtió de inmediato en un lugar de reuniones clandestinas para artistas, intelectuales y militantes del PCE, organización para la que se imprimieron numerosos carteles, convocatorias y panfletos.

Desde su regreso a España, Calabuig estaba participando de manera muy activa en la configuración de una «célula de pintores» dentro del partido:

«El primer trabajo que hizo la célula fue conseguir firmas contra las torturas sufridas por los militantes de CCOO en Asturias. Teníamos reuniones constantes y muy intensas. Alberto [Corazón] y yo tratábamos de plantear cómo debía ser nuestra praxis artística en función de nuestra militancia política [...]. En la célula repartíamos la propaganda, tirábamos panfletos, conseguíamos firmas contra la represión, y nos preguntábamos cuál era nuestra función como «pintores», qué hacíamos allí unos chicos como nosotros. Lo artístico y lo político se articulaban fatal, fue un desastre» 21.

Es decir, Calabuig y sus compañeros no solo trataban de pintar desde una conciencia proletaria y como una forma de generar «cultura comunista». Su sensación de extrañeza dentro de la estructura del partido los llevaba a mimetizar sus actividades con las de un militante antifranquista de base: repartir propaganda, tirar panfletos, conseguir firmas, etc., modos de intervención habituales en cualquier organización obrera. Pero, al mismo tiempo, los «pintores» también se sentían obligados a llevar a cabo un autocuestionamiento radical del trabajo artístico que les permitiese establecer un diálogo más productivo entre su arte y su militancia. El sentimiento de inadecuación entre las actividades artística y política era compartido por Corazón:

«[En los años finales de la dictadura] Creo que la única práctica política de verdad era la que desarrollaba el PCE, el PSOE era inexistente. Era una práctica política muy obrerista, poco sutil, poco intelectual, alejada de lo que podría ser el modelo italiano. Nosotros éramos artistas muy politizados, pero, en general, el mundo del arte y el de la política estaban separados. [...] En la propuesta del PCE de alianza entre las fuerzas del trabajo y la cultura, los de la cultura éramos unos señoritos a los que no se hacía demasiado caso» 22.

En efecto, en 1967, el secretario general del PCE, Santiago Carrillo, había lanzado la conocida «alianza entre las fuerzas del trabajo y las fuerzas de la cultura» 23. Desde la perspectiva pragmática de PCE-PSUC, la revolución democrática, como fase previa a una futura revolución socialista, requería la implicación de artistas, profesores, escritores, junto con ingenieros, abogados, médicos y, por supuesto, obreros y campesinos. Los trabajadores de la cultura, que comenzaban a llegar al partido en mayor número de lo que lo hacían los trabajadores manuales, debían ser ganados para la causa comunista. Tenían que contribuir a interpretar la situación política, orientar la lucha, producir cultura proletaria y, con ello, afianzar el partido en todos los ámbitos de la sociedad, sobre todo en aquellos espacios culturales y académicos en los que estaba en juego un enorme capital simbólico. Pero el intelectual, como sugiere Corazón y al margen de cuál fuese su extracción social, no era un obrero. Y, durante los años sesenta y setenta, las retóricas de partidos y sindicatos comunistas, así como las propias formas de trabajo que estos desplegaban, se encargaron de recordar a intelectuales y artistas que eran «unos señoritos».

Es decir, «la alianza» propuesta por Carrillo no consiguió facilitar el encaje del trabajo cultural en la organización, sobre todo para la generación de creadores que trataba de ir más allá de los lenguajes y medios tradicionales. A buen seguro, muchos pintores y escultores de renombre no sintieron la necesidad de modificar sus formas de producción para adaptarlas a las urgencias derivadas de su militancia. Simplemente, pusieron su prestigio a disposición del partido y siguieron pintando o esculpiendo desde una posición y, en ocasiones, con unos contenidos orientados por su sensibilidad política. Tal podría ser el caso de Antoni Tàpies y Agustín Ibarrola, simpatizante del PSUC y militante del PCE —hasta 1981—, respectivamente. Para creadores de una generación más joven —el Grup de Treball, Garcia Sevilla, Calabuig, Corazón y un largo etcétera—, el deseo de experimentar con nuevas formas de producción y difusión del medio artístico, por un lado, y la voluntad de que estas enriqueciesen su militancia, por otro, los llevaron a plantear un profundo cuestionamiento de su actividad e identidad creativas. Dejar de producir cuadros de caballete —objetos comercializables—, como hicieron los artistas que se movían en el marco del conceptualismo, era una forma de escapar de la tradición y del mercado artístico, que, por otra parte, era muy débil en la España franquista. Abandonar la pintura y la escultura llegó a ser considerado como la primera de las renuncias de todo artista que se considerase revolucionario 24.

Pero además de renunciar a producir «arte burgués», el artista debía dejar de ser un burgués. Es decir, como se apuntaba más arriba, el trabajador intelectual que simpatizase o militase con una organización comunista trató en estos años de hermanarse con —cuando no de integrarse en— el proletariado. Uno de los modos de conseguirlo fue crear organizaciones sectoriales de artistas. El Grup de Treball lo intentó sin éxito. La célula de pintores en la que militaba Calabuig desempeñó un papel determinante en el proceso que desembocó en la constitución de la asociación-sindicato de artistas plásticos de Madrid durante los años setenta 25. Estas organizaciones sectoriales eran la mejor expresión de la voluntad de equiparar el trabajo artístico con el trabajo asalariado, lo cual implicaba, a su vez, un acercamiento a la clase obrera que debía contribuir a superar una especie de «complejo de inferioridad revolucionaria» 26: devenir obreros para dejar de ser «señoritos». El artista, pese a la referida alianza entre las fuerzas del trabajo y la cultura, se veía abrumado por el obrerismo de organizaciones que parecían negarle como parte del sujeto revolucionario —el proletariado— privilegiado por las teorías marxistas que cimentaban sus análisis. Dada la naturaleza de su trabajo —supuestamente elitista, individual, subjetivista, rendido a una economía especulativa, etc.—, al artista, ya fuese hijo de un falangista rico o de un republicano represaliado, le resultaba difícil pensarse dentro de la clase obrera, dentro, incluso, del mundo del trabajo. Y es esa especie de mala conciencia de clase lo que invita al artista a considerarse a sí mismo como un trabajador para subjetivarse como obrero.

Sin embargo, paradójicamente, quienes desarrollaban una práctica próxima a los nuevos comportamientos no eran, sensu stricto, trabajadores manuales. Como queda patente en los proyectos —en los que no es posible detenerse aquí— del Grup de Treball o de Alberto Corazón 27, los artistas ya no creaban objetos de arte con sus manos. Con el objetivo de ser socialmente útiles, producían lecturas críticas de la realidad, discursos, ideas, textos, intervenciones críticas, proyectos basados en documentación, instalaciones, etc.: eso que de manera general tendemos a identificar como conceptualismo, un arte de ideas, procesual, proyectual, experimental, desmaterializado, etc. El artista, pues, estaba intelectualizando su trabajo. Con ello, por una parte, intentaba ganar para sí el prestigio político que los intelectuales habían alcanzado en la oposición al régimen desde la segunda mitad de los sesenta; pero, por otra, se alejaba del imaginario obrerista que predominaba en la organización. La vanguardia artística trata de integrarse en la vanguardia política. Sin embargo, se demuestra absolutamente incapaz de superar las contradicciones inherentes a esa división del trabajo que decía combatir.

La presión para dejar de ser un «señorito», un burgués, puede percibirse con claridad en los reproches basados en la identidad de clase que, durante años, se han cruzado los artistas de aquella escena conceptual. Por ejemplo, sin ir más lejos, en el entorno del Grup de Treball. En una conversación sobre los orígenes del arte conceptual en Cataluña que tuvo lugar en 1989 y en la que intervinieron Juan Muñoz, Cristina Iglesias, Pepe Espaliú, Joan Brossa, José Luis Brea y Garcia Sevilla, este último respondía a las preguntas de Iglesias:

«Cristina Iglesias: ¿Y gente como [Antoni] Muntadas o [Francesc] Torres [ambos miembros del Grup de Treball] dices que estaban al margen...?

Ferran Garcia Sevilla: Estaban completamente al margen. Para nosotros eran un poco los extranjeros. Por ejemplo, Muntadas venía de una familia muy rica y tenía mucho dinero. Era el único que poseía un vídeo en aquel momento. Ahora cualquiera tiene tres vídeos en su casa. Pero en aquel momento era el único que disponía de un vídeo. Por posibilidades económicas simplemente. Era el hijo de un industrial o algo así, había estado en Nueva York y... es un poco el caso de la [Victoria] Combalía. Hija de una familia muy prestigiosa catalana... supongo que con dinero, con la mentalidad esa de que sacan a los hijos a estudiar al extranjero» 28.

Francesc Torres, por su parte, recordando la actividad del Grup de Treball en una crítica de la mencionada exposición Idees i actituds, llegó a calificar a Portabella como «posseur de izquierda guapetona, niño bien jugando a las barricadas» 29. Así, «señoritos», «familias ricas» y sus «niños bien» aparecen en los relatos de los artistas izquierdistas cuando recuerdan acontecimientos que tuvieron lugar una o varias décadas atrás. Las sospechas sobre la extracción social del artista en cuestión solo se explican desde esa búsqueda imposible de la coherencia entre una praxis política fundamentada sobre lecturas marxistas a menudo mal digeridas, el proyecto artístico que intentaba conciliarse con dicha praxis y las circunstancias materiales en que trabajaba su autor. Como explicaba con ironía Hac Mor: «se trataba de una lucha entre grupos, la trascendental lucha ideológica, en la que se reflejaban la burguesía y el proletariado, y en la que los burgueses siempre eran los otros» 30. Así pues, el artista comprometido en la lucha contra la dictadura debía proletarizarse. Pero, ¿en qué sentido?

Artistas del mundo, ¡proletarizáos!

Recordando sus años de militancia en el FRAP a mediados de los setenta, el artista Darío Corbeira ha explicado:

«En términos de cultura cotidiana, la pertenencia a un grupo te daba seguridad. Un grupo maoísta te da un sistema de valores en términos personales y de cultura antropológica: hay que ser golfo, pero muy poquito; hay que tener cierta fidelidad a la pareja, hay que proletarizarse, hay que abandonar los vicios burgueses, etc. Hay una contradicción gigantesca en ese tipo de militancia» 31.

Corbeira fue miembro destacado del colectivo de artistas madrileño La Familia Lavapiés 32, vinculado al PCE (m-l) (Partido Comunista de España, marxista-leninista), al FRAP y a la UPA (Unión Popular de Artistas). Estas organizaciones, conectadas de una manera flexible y poco definida dentro del espacio maoísta, se situaban a la izquierda del PCE. En su ideario habían incorporado algunos elementos de crítica anticolonialista-tercermundista y tendían a justificar el uso de —y, en el caso del FRAP, a practicar— la lucha armada: la guerra civil no se había cerrado en 1939 y la futura democracia parlamentaria, que a la altura de 1973 ya aparecía como un horizonte factible tras la muerte del dictador, no conseguiría satisfacer las aspiraciones de las clases populares, lo cual legitimaría el uso de la violencia contra el Estado fascista-capitalista.

En ese magma militante repleto, como señala Corbeira, de contradicciones, La Familia Lavapiés —surgida de la Comisión de Artistas Plásticos de la UPA— llevó a cabo, entre 1975 y 1976, algunos proyectos e intervenciones dentro de lo que Jaime Vindel ha calificado como «conceptualismo proletarizado» 33. Los objetivos del colectivo, al hilo de lo que se proponía en la revista Viento del pueblo 34, pasaban por producir un arte popular, consciente de sus contenidos de clase, un arte que fuese más allá de las convenciones del arte establecido y que, en consecuencia, trascendiese las limitaciones del cuadro de caballete en lo que a su producción —individual— y su recepción —contemplativa— se refiere. En esa línea, los proyectos de La Familia Lavapiés experimentaron con formatos instalativo-performativos y abordaron problemas muy variados, desde el sistema del arte y sus relaciones con el capitalismo (Artecontradicción, librería-galería Antonio Machado, 1975) hasta la ­descolonización del Sahara occidental (Apoyo a la lucha del pueblo saharaui, librería-galería Antonio Machado, 1976), pasando por diversos tipos de acciones que desbordaban los límites de lo artístico y que tuvieron lugar en barrios en lucha, ateneos culturales o espacios universitarios.

No hay que perder de vista que, en esos años, el PCE (m-l) estaba llamando a la proletarización de artistas, escritores, estudiantes e intelectuales, sujetos que tenían más peso en la organización que obreros y campesinos. El arte y la literatura no solo debían mostrar desde una perspectiva «pesimista» los males del capitalismo, también tenían que contribuir a que las clases oprimidas entendiesen las causas de sus problemas y encontrasen una salida a su situación. Para ello, el partido no privilegiaba un tono estético determinado e, incluso, abrazaba la experimentación formal, siempre en un difícil equilibro con la necesaria comunicabilidad de los mensajes: «El arte y la literatura populares y militantes también han de buscar formas nuevas de expresión, pero ello con el fin de expresar la realidad y los problemas nuevos, y sobre la base de que sean comprensibles, esencialmente a las amplias masas» 35. Esos problemas debían ser analizados de manera objetiva, dejando a un lado el subjetivismo burgués, con el fin último de servir a la revolución en un momento histórico concreto. Para ello, el artista tenía que hacer un esfuerzo por abandonar sus posiciones «pequeñoburguesas», pues, en cierto modo, no era una víctima del sistema capitalista de opresión en la misma medida en que lo sería, de suyo, el obrero:

«resulta cada día más difícil hablar de los intelectuales en general, ya que no constituyen una clase, ni siquiera un sector social homogéneo. [...] Lenin señalaba, no obstante, y esto debemos tenerlo en cuenta en nuestra labor de cara a los artistas y a los intelectuales en general, su inestabilidad y su individualismo. [...] Ahora bien, estas características generales de los intelectuales, que Lenin señala muy acertadamente, no son producto de la naturaleza misma del intelectual, del artista, sino del hecho de que pertenecen a las capas intermedias en la mayor parte de los casos y también a las condiciones de trabajo, las cuales están indisolublemente condicionadas por la separación existente actualmente entre trabajo manual y trabajo intelectual» 36.

El mismísimo Lenin, parece interpretar la dirección del PCE (m-l), ya habría llamado la atención sobre el carácter individualista de los artistas, procedentes de las clases medias y no del proletariado. Los artistas sufren, sí, pero menos que los trabajadores manuales, obreros y campesinos, auténticos sujetos revolucionarios. Desde esta perspectiva, puede comprenderse mejor la dificultad que entrañaba superar el referido «complejo de inferioridad revolucionaria» de los artistas. La única solución posible parecía proletarizarse, devenir proletario, renunciar a todo rastro de una vida burguesa. Aunque La Familia Lavapiés constituía un espacio con cierta autonomía con respecto a UPA, FRAP y PCE (m-l), sus integrantes no dejaban de estar condicionados en su actividad diaria por las consignas y directrices de un partido que, a tenor de sus propuestas, no era demasiado consciente de las transformaciones que estaban teniendo lugar en las formas de trabajo artístico e intelectual.

En 1975, la editorial Alberto Corazón publicó un volumen colectivo titulado La proletarización del trabajo intelectual, que incluía análisis firmados por Pierre Joye, A. Melnikov, Yozhie Matsunari, Margit Gronau, Phil Goodwin, Antoine Casanova y Palmiro Togliatti —este último traducido por Sacristán—, precedidos por una presentación del Equipo Comunicación Barcelona. El libro se hacía eco de un problema de primer orden para la conceptualización de relaciones de clase: en Occidente, el número de trabajadores intelectuales estaba aumentando exponencialmente gracias al acceso a la educación superior de capas cada vez más amplias de la población y a las transformaciones del tejido productivo. El trabajo intelectual de abogados, médicos, arquitectos o docentes estaba experimentando una creciente proletarización: precarización, masificación, asalarización, alienación, riesgo de caer en el desempleo, devaluación de sus titulaciones, pérdida paulatina de peso simbólico y prestigio social 37.

Desde esta perspectiva, que artistas e intelectuales se proletarizasen para poder insertar su actividad en una organización comunista —PSUC, PCE o FRAP— puede resultar un tanto absurdo: la imparable proletarización del trabajo intelectual ya les estaba acercando a la condición alienada de los obreros. Se habían convertido, sin necesidad de transformar su identidad productiva, en potenciales «aliados del proletariado», como apuntaba el Equipo Comunicación Barcelona. Así pues, en el tramo central de la década de los setenta: a) el artista conceptual implicado en la lucha contra la dictadura quiere devenir obrero, desea ser un trabajador, impulsa asociaciones profesionales, se identifica y solidariza con el movimiento obrero, se proletariza; a menudo, trabaja de manera colectiva y milita en organizaciones comunistas; b) al mismo tiempo, ese artista está intelectualizando su trabajo, deja de producir con sus manos objetos artísticos, su actividad apenas puede considerarse manual, se alinea con el trabajo político que los intelectuales estaban desarrollando en los últimos años de la dictadura y que no encontraba un acomodo fácil en las organizaciones de izquierda. Sin embargo, en esos mismos momentos; c) varios observadores comienzan a percibir con claridad un proceso de proletarización del trabajo intelectual: los profesionales liberales se están convirtiendo en trabajadores intelectuales.

En cualquier caso, las categorías «intelectual» y «trabajador intelectual» resultan ambiguas hasta el punto de que no es fácil dirimir si los artistas españoles de los años sesenta y setenta podían ser incluidos en ellas. Por un lado, muchos pintores, escultores y cineastas firmaban manifiestos, escribían artículos, participaban en actos de protesta y trataban de hacer valer su prestigio en el campo político junto con escritores y filósofos. Su actividad económica —­producir y comercializar objetos artísticos— podía corresponderse, en el caso de quien tuviese cierto éxito en el sistema, con la de un profesional liberal. Aun así, los lugares comunes asociados a la actividad artística desde, al menos, el siglo xix presentaban a los artistas como personajes excéntricos, individualistas, bohemios, ácratas e indisciplinados. No demasiado próximos, en eso, a la figura de un intelectual que, por otra parte, durante la transición tendría que librar duras batallas en las que terminaría por perder gran parte del prestigio acumulado en la lucha contra el régimen 38.

Con respecto a su estatus laboral, los integrantes de La Familia Lavapiés mantenían una posición muy particular: no pretendían ser artistas profesionales. Es decir, no querían vivir del producto de su trabajo artístico. Preferían considerarse como artistas amateurs que se mantenían gracias a actividades profesionales desarrolladas fuera del territorio del arte. No deseaban vender sus obras ni ser remunerados por su trabajo. Se veían a sí mismos como parte de un pueblo organizado que producía arte. No eran, por tanto, intelectuales alejados del mundo obrero, ni artistas que se identificasen con la figura del trabajador —quién podía necesitar, en ese caso, un sindicato o asociación de artistas—, sino trabajadores que también hacían arte.

Algunas conclusiones: la organización como trabajo artístico (conceptual) y el fin del empleo

Entre 1973 y 1978, en un convulso clima político, los artistas conceptuales que simpatizaban, colaboraban o militaban en partidos comunistas tuvieron que llevar a cabo una autocrítica radical de su identidad creativa. A lo largo de este artículo, se han analizado varias formas de concebir las relaciones entre trabajo artístico y militancia política, así como algunas de las contradicciones que los artistas trataron de resolver. Los esfuerzos realizados por los creadores para adaptar su actividad a las necesidades y modos de trabajo del movimiento obrero no siempre fueron reconocidos por sus organizaciones y rara vez resultaron satisfactorios. La práctica colaborativa del Grup de Treball, que suponía un intento de superación de la autoría individual en busca de un nuevo sentido político para el arte, era más jerárquica y menos horizontal de lo que algunos de sus miembros esperaban. Artistas madrileños vinculados al PCE como Corazón y Calabuig sentían que los militantes y dirigentes comunistas los veían como «señoritos» —no obreros—, incapaces de aportar nada a la lucha clandestina del partido. Los miembros de La Familia Lavapiés trataron de proletarizarse para que sus proyectos pudiesen responder a las expectativas de unas organizaciones —PCE ­(m-l), FRAP— que no parecían comprender las transformaciones que se estaban produciendo en el mundo del trabajo cultural.

En este punto, resulta pertinente recuperar la última de las cuestiones que se planteaban en la introducción para preguntase cuáles fueron las principales aportaciones de estos trabajadores que hacían arte y cómo podría, en consecuencia, evaluarse su actividad. Al estudiar al colectivo La Familia Lavapiés, Vindel ha puesto en valor «la redefinición del lugar del artista en las movilizaciones populares, la apertura del arte a nuevos públicos, la generación de nuevas estructuras, alianzas y formas organizativas o la visibilización de conflictos que no formaban parte de la agenda predominante en la izquierda social» 39, para terminar sugiriendo que la principal aportación del colectivo era la producción de organización 40. Aunque su composición, cultura política, producción material y objetivos fuese diferente, podría decirse algo similar del Grup de Treball, especialmente si tenemos en cuenta que, en opinión de Hac Mor, el rasgo distintivo del conceptualismo catalán fue la profusión de reuniones 41, es decir, una pulsión organizativa que agotaba las energías de los artistas militantes en un sinfín de encuentros y discusiones. Así, tanto en el ámbito barcelonés como en el madrileño, en espacios culturales dominados por PSUC o FRAP, la práctica organizativa centraba la actividad de aquellos artistas que pretendían trabajar codo con codo con el movimiento obrero en la lucha contra el franquismo.

En unas jornadas de intelectuales comunistas celebradas en Barcelona en 1968, Sacristán llegó a afirmar que «los intelectuales tienen derecho a que el Partido reconozca que cuando estudian, investigan o solventan su práctica profesional, etc., están haciendo comunismo» 42. Invirtiendo esta afirmación, quizá debería reconocerse que, cuando los colectivos y artistas conceptuales aquí estudiados hacían comunismo, estaban también produciendo arte: generaban una práctica artística autocrítica desde la que conciliar sus inquietudes y aspiraciones estéticas y políticas con los horizontes de lucha del movimiento obrero. La experimentación organizativa que se ha señalado a propósito del Grup de Treball, la Célula de Pintores del PCE o La Familia Lavapiés puede interpretarse como un intento por superar la práctica artística tradicional, alinearse con el movimiento obrero y producir una cultura comunista no exenta de mimetismos con respecto a las estructuras y actividades de las organizaciones políticas, cuyas identidades y dinámicas, en ocasiones autoritarias y poco democráticas, eran trasladadas al ámbito artístico. Esta pulsión, especialmente intensa en la primera mitad de los setenta, contribuiría a explicar, al menos en parte, por qué el conceptualismo español tiende a diluirse —experimenta una importante mutación— entre 1976 y 1977, coincidiendo con la legalización del PCE-PSUC y su posterior deriva posibilista, la paulatina desmovilización del movimiento obrero y el desconcierto de la izquierda radical ante el decurso del cambio político 43. Albero Corazón recuerda que «no tenía una vocación política y sólo quería colaborar en la lucha contra el franquismo. Cuando legalizaron el PCE [abril de 1977] consideré que ya había cumplido mi papel y me alejé de la militancia política» 44. Corbeira, por su parte, explica que «en el 76 [La Familia Lavapiés] nos preguntamos qué hacer, continuar o no. [...] En la discusión, que se alargó varios días, yo sostenía que ya había una estructura artística con cierto interés, que ya no teníamos algunas ataduras políticas y que, por tanto, había que seguir con ese logo, con esa marca. Aprovechar la energía que habíamos invertido en la acción política en la calle, canalizarla hacia la acción política desde el arte. [...] Me quedo en absoluta minoría» 45.

Por supuesto, algunos artistas siguieron desarrollando líneas de investigación derivadas del conceptualismo más allá de la transición y sin vinculación con organizaciones, grupos o colectivos. Buen ejemplo de ello es Francesc Abad, para quien «la transición fue una especie de tránsito por el desierto. Se acabó la dictadura, y en teoría llegaron unas libertades [...]. Al cabo de un tiempo, te encuentras con que no hay espacios autogestionados y alternativos, se había vuelto a la pintura-escultura, etc. Hubo mucha gente que volvió a coger el pincel y otros, como yo, después de cierto aislamiento, nos quedamos en el lado del conceptual» 46. En 1974, Abad había producido la pieza Recorregut diari, un políptico que integra planos, billetes de transporte y fotografías de sus desplazamientos diarios desde su domicilio a su centro de trabajo. En una hoja mecanografiada que acompañaba a esa documentación, el artista hacía constar:

«Problema de la profesionalización. La precaria situación del artista dentro de nuestro contexto es realmente deplorable, ya que el factor económico le predispone a otros trabajos secundarios, y esto supone tener que trabajar diez horas diarias y verse obligado a malgastar esfuerzos y energías que debe restar de su práctica artística. Dada la situación, el artista se ve siempre obligado a dejar su práctica en condiciones ­francamente deplorables, falta de análisis, metodología y profundidad de su praxis».

La profesionalización era, por tanto, un objetivo por el que luchar. La imposibilidad de que los creadores pudiesen vivir de su trabajo artístico explicaría, en último término, la debilidad discursiva de su práctica. Devenir trabajador artista, profesionalizarse y, al tiempo y por contradictorio que pueda parecer, proletarizarse, dibujaría una posible salida a su precariedad y daría sentido político a su actividad.

Desde la distancia, puede resultar inquietante que los artistas reivindicasen su condición de trabajadores cuando, pronto, todos los trabajadores iban —íbamos— a verse obligados, en un lento pero imparable proceso de pérdida de derechos, a convertirse en artistas. La terciarización, tecnificación y financiarización de la economía, que se acelera desde finales de los años setenta, terminará obligando a todo trabajador a trabajar como lo hacían los artistas, especialmente, los artistas conceptuales: trabajar desde la precariedad, de manera flexible y discontinua, por cuenta propia, por proyecto, produciendo ideas y análisis, facilitando a la economía especulativa soluciones creativas con las que mejorar la productividad, y no ya —o no tanto— produciendo objetos u ofreciendo servicios a cambio de un salario seguro. La incapacidad de la clase obrera para imaginar nuevas soluciones organizativas, como aquellas que trataron de construir los artistas aquí convocados, está en la base de su desintegración ante el avance de nuevas formas de empleo tan creativas y proteicas como alienantes.


* Esta investigación se ha desarrollado en el marco de los proyectos «Los públicos del arte y la cultura visual contemporáneas en España» (PID2019-105800GB-I00) y «Cultura, protesta y movimientos sociales en la España contemporánea» (2015/EEUU/04). El autor agradece a Noemí de Haro y Pamela Radcliff las sugerencias realizadas durante la redacción de este texto.

1 Jesús Carrillo: «Conceptual Art Historiography in Spain», Papers d’Art, 83 (2008), y Juan Albarrán: «Un lugar para los nuevos comportamientos», en Juan Albarrán: Disputas sobre lo contemporáneo. Arte español entre el antifranquismo y la postmodernidad, Madrid, Exit, 2019.

2 La expresión «nuevos comportamientos artísticos», acuñada por Simón Marchán Fiz, se generalizó desde mediados de los años setenta para referirse al conceptualismo desarrollado en España. Simón Marchán Fiz: «Un ciclo sobre arte actual. Nuevos comportamientos artísticos», Comunicación XXI, 18 (1974), p. 31. Aunque existen matices de significado y diferencias importantes en sus genealogías, ambos términos —conceptualismo y nuevos comportamientos— serán utilizados aquí como sinónimos y aplicados con cierta flexibilidad a prácticas que se resisten a ser enmarcadas dentro de una tendencia, categoría o movimiento.

3 Sobre el conceptualismo español, pueden consultarse los trabajos de Rosa Queralt (ed.): El arte sucede. Origen de las prácticas conceptuales en España, Madrid, Museo Reina Sofía, 2005; Pilar Parcerisas: Conceptualismo(s) poéticos, políticos y periféricos. En torno al arte conceptual en España, 1964-1980, Madrid, Akal, 2007, y Jorge Luis Marzo y Patricia Mayayo: Arte en España (1939-2015). Ideas, prácticas, políticas, Madrid, Cátedra, 2015, pp. 315-336 y 401-451.

4 Pilar Parcerisas: «A l’altra banda del mur», en Pilar Parcerisas et al.: Idees i Actituds. Entorn l’art conceptual a Catalunya, 1964-1980, Barcelona, CASM, 1992, pp. 13-14.

5 Antoni Mercader, Pilar Parcerisas y Valentí Roma: Grup de Treball, Barcelona, MACBA, 1999.

6 Grup de Treball: «Document-resposta a Tàpies, 1 de maig de 1973», en Antoni Mercader, Pilar Parcerisas y Valentí Roma: Grup de Treball, Barcelona, MACBA, 1999, p. 55.

7 Grup de Treball: «Carta tramesa al sector dels plàstics, març de 1975», en Antoni Mercader, Pilar Parcerisas y Valentí Roma: Grup de Treball, Barcelona, MACBA, 1999, p. 96.

8 Entrevista con Antoni Mercader realizada a través de correo electrónico, recibida el 3 de marzo de 2018.

9 Entrevista telefónica con Francesc Abad, 24 de noviembre de 2010.

10 Carta 52, Biblioteca y Centro de Documentación del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Archivo Marchán/Quevedo.

11 Carles Hac Mor: «Escriptura (ideología política, les reunions) i art conceptual a Catalunya», en Pilar Parcerisas et al.: Idees i Actituds. Entorn l’art conceptual a Catalunya, 1964-1980, Barcelona, CASM, 1992, p. 63.

12 Ibid., p. 64.

13 Ya en 1974, Simón Marchán distinguía entre, al menos, tres corrientes principales: el conceptual lingüístico, el empírico-medial y el conceptualismo ideológico. El Grup de Treball estaría adscrito a esta última. El conceptual tautológico-lingüístico, del que en cierto modo participaba García Sevilla, «es la vertiente que más ha acentuado la eliminación del objeto e incluso de toda experiencia perceptiva, en dirección a un área de investigaciones serias, filosóficas, sobre la naturaleza del concepto de arte». Simón Marchán Fiz: Del arte objetual al arte de concepto, Madrid, Alberto Corazón, 1974, p. 306.

14 Entrevista con Ferran Garcia Sevilla, Barcelona, 3 de noviembre de 2016.

15 Giaime Pala: «El partido y la ciudad. Modelos de organización y militancia del PSUC clandestino, 1963-1975», Historia contemporánea, 50 (2015), pp. 195-222.

16 Joaquim Sempere: «Intel·lectuals i cultura en la trajectòria política del Partit Socialista Unificat de Catalunya», en Josep Puigsech Farràs y Giaime Pala (eds.): Les mans del PSUC. Militància, Barcelona, Memorial Democràtic, 2017, pp. 172-177.

17 Carme Molinero y Pere Ysàs: Els anys del PSUC. El partit de l’antifranquisme (1956-1981), Barcelona, L’Avenç, 2010, pp. 125-183.

18 Giaime Pala: Cultura clandestina: Los intelectuales del PSUC bajo el franquismo, Granada, Comares, 2016, p. 117.

19 Francisco Rojas Claros: «Una editorial para los nuevos tiempos: Ciencia Nueva (1965-1970)», Revista Historia del Presente, 5 (2005), pp. 103-120.

20 «Espacios de tránsito. A propósito de Redor y Equipo Comunicación. Mesa redonda con Valeriano Bozal, Tino Calabuig y Alberto Corazón», en Juan Albarrán (ed.): Art/nsición, Tra/nsición. Arte y transición, 2.ª ed. revisada y ampliada, Madrid, Brumaria, 2018.

21 Entrevista con Tino Calabuig, Madrid, 15 de abril de 2011. El trabajo de Calabuig solo podría leerse en el marco de los nuevos comportamientos artísticos de manera lateral, en obras muy puntuales.

22 Entrevista con Alberto Corazón, Madrid, 14 de abril de 2011.

23 Santiago Carrillo: Nuevos enfoques a problemas de hoy, París, Éditions Sociales, 1967, pp. 69-92 y 168-179. El PSUC también asumió esas mismas tesis: «¿Qué es la unión de las fuerzas del trabajo y la cultura?», Unidad. Órgano del comité de Barcelona del PSUC, XVII, suplemento 1 (1968).

24 Ferran Garcia Sevilla: «A los artistas revolucionarios» (1971), recogido en la selección de textos sobre arte conceptual catalán editado por el mismo Garcia Sevilla en la revista D’Art, 6-7 (1981).

25 Juan Albarrán: «Lo profesional es político. Trabajo artístico, movimientos sociales y militancia política en el último franquismo», Espacio, tiempo y forma. Serie VII. Historia del Arte, 3 (2015), pp. 245-271, e Isabel García García: Tiempo de estrategias. La Asociación de Artistas Plásticos y el arte comprometido español en los setenta, Madrid, CSIC, 2016.

26 Tomo la expresión «complejo de inferioridad revolucionaria» —del intelectual con respecto al obrero— de los análisis sobre el trabajo de Sacristán propuestos por Giaime Pala: «El intelectual y el partido. Notas sobre la trayectoria política de Manuel Sacristán en el PSUC», en Salvador López Arnal e Iñaki Vázquez (eds.): El legado de un maestro. Homenaje a Manuel Sacristán, Barcelona, FIM, 2007, pp. 232-233.

27 Alberto Corazón: Plaza Mayor y otras obras conceptuales de los años 70, Madrid, Ayuntamiento de Madrid, 2009.

28 «Oscuras parternidades. Una conversación entre Ferran Garcia Sevilla, Juan Muñoz, Cristina Iglesias, Pepe Espaliú, José Luis Brea y Joan Brossa», en José Luis Brea: Antes y después del entusiasmo. Arte español 1972-1992, Ámsterdam, SPU publishers-Contemporary Art Foundation, 1989, pp. 174-175. La historiadora del arte Victoria Combalía era una voz crítica relevante en la escena conceptual catalana. En 1975 publicó un libro sobre el tema, Victoria Combalia Dexeus: La poética de lo neutro. Análisis y crítica del arte conceptual, Barcelona, Anagrama, 1975.

29 Francesc Torres: «Lo que el viento se llevó», Lápiz, 87 (1992), pp. 22-25, esp. p. 23.

30 Carles Hac Mor: «Escriptura (ideología política, les reunions)...», p. 63.

31 Entrevista con Darío Corbeira, Madrid, 25 de septiembre de 2009.

32 Formaron parte de su núcleo fundador Santiago Aguado, Darío Corbeira, Javier Florén, Amelia Moreno y Félix de la Torre Fajardo. Enrique Carrazoni, Paco Gámez, Paco Leal y Juan López también participaron de sus actividades. Muy pocos de estos nombres tuvieron una trayectoria reconocida en el mundo del arte después de la disolución del colectivo. Sobre La Familia Lavapiés, véase Jaime Vindel: La Familia Lavapiés. Arte, cultura e izquierda radical en la transición española, Santander, La Bahía, 2019, y Noemí de Haro García: «La Familia Lavapiés: Maoism, art and dissidence in Spain», en Jacopo Galimberti, Noemí de Haro García y Victoria H. F. Scott (eds.): Art, Global Maoism and the Chinese Cultural Revolution, Manchester, Manchester University Press, 2019.

33 Jaime Vindel: Transparente opacidad. Arte conceptual en los límites del lenguaje y la política, Madrid, Brumaria, 2015, pp. 85-91.

34 Viento del pueblo estuvo vinculada, en principio, a la UPA y, después, a la junta de artistas e intelectuales del FRAP. Noemí de Haro García: «Viento del pueblo: lucha y visualidad», en Las otras protagonistas de la Transición. Izquierda radical y movilizaciones sociales, Madrid, Fundación Salvador Seguí, 2018, pp. 397-402. Recuperado de internet (https://www.fundacionssegui.org/madrid/documents/las_otras_protagonistas_libro.pdf).

35 Primer Congreso del Partido Comunista de España (marxista-leninista), Documentos III. Sobre el arte y la literatura, Madrid, Ediciones Vanguardia Obrera, 1974, p. 3. El primer congreso del PCE (m-l) había tenido lugar en París en 1973.

36 Ibid., pp. 13-14.

37 Equipo Comunicación-Barcelona: «Presentación», en La proletarización del trabajo intelectual, Madrid, Alberto Corazón, 1975, pp. 13-14. La sección barcelonesa del Equipo Comunicación, próxima al PSUC, fraguó durante algunos meses en torno a Francisco Fernández Buey, Joaquín Sempere y Jacobo Muñoz.

38 Javier Muñoz Soro: «La transición de los intelectuales antifranquistas (1975-1982)», Ayer, 81 (2011), pp. 25-55.

39 Jaime Vindel: La Familia..., p. 31.

40 Ibid., p. 49.

41 Carles Hac Mor: «Escriptura (ideología política, les reunions)...», p. 63.

42 Citado por Giaime Pala: Cultura clandestina..., p. 118.

43 Gonzalo Wilhelmi: Romper el consenso. La izquierda radical en la Transición española (1975-1982), Madrid, Siglo XXI, 2016, pp. 364-376.

44 Entrevista con Alberto Corazón, Madrid, 14 de abril de 2011.

45 Entrevista con Darío Corbeira, Madrid, 25 de septiembre de 2009.

46 Entrevista telefónica con Francesc Abad, 24 de noviembre de 2010.