Ayer 135 (3) 2024: 103-130
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2024
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/2412
© Ricardo Campos
Recibido: 10-09-2021 | Aceptado: 10-06-2022 | Publicado on-line: 08-07-2024
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License
Psiquiatría, derecho penal y peligrosidad social en la Segunda República *
Ricardo Campos
Instituto de Historia, CSIC
ricardo.campos@cchs.csic.es
Resumen: Este trabajo analiza los argumentos psiquiátricos y jurídicos que sustentaron la existencia de la peligrosidad social de los enfermos mentales, anormales e inadaptados. Asimismo se estudia cómo durante la Segunda República la convergencia entre psiquiatras y juristas fue decisiva en la creación de espacios como el Instituto de Estudios Penales (1932) y el Servicio de Biología Criminal (1933) en los que compartían responsabilidades, así como en la promulgación de la Ley de Vagos y Maleantes (1933) dirigida a combatir comportamientos considerados potencialmente peligrosos por medio de la prevención y la aplicación de medidas de seguridad de carácter rehabilitador.
Palabras clave: peligrosidad social, higiene mental, defensa social, vagos y maleantes.
Abstract: This paper analyses the psychiatric and legal arguments that held that mentally ill, abnormal, and maladjusted people were a danger to society. During the Second Republic, psychiatrists and jurists collaborated to create institutions such as the Institute of Criminal Studies (1932) and the Criminal Biology Service (1933) and were decisive in the promulgation of the Law of Vagrants and Miscreants (1933). This law aimed at combatting behaviours considered potentially dangerous by means of prevention and the application of rehabilitative security measures.
Keywords: social dangerousness, mental hygiene, social defense, vagrants and miscreants.
Resulta sorprendente la escasa atención que la historiografía del orden público ha prestado al papel desempeñado por la ciencia y el derecho penal en la construcción del mismo. En el caso concreto de la Segunda República, el olvido de la dimensión científica y jurídica es especialmente llamativo, máxime cuando durante la década de 1920 y el periodo republicano se produjo desde la psiquiatría y el derecho una eclosión de trabajos, propuestas, debates y prácticas relacionadas con la peligrosidad de los sujetos inadaptados, la profilaxis criminal y el desarrollo de la defensa social como ejes estructuradores de una nueva penalidad. Cuestiones que circularon y fueron debatidas en foros especializados de carácter internacional e inspiraron legislaciones en diversos países, independientemente de la naturaleza de su régimen político. Todas estas reformas y propuestas legislativas optaban por la defensa social y por la adopción de un sistema penal de «doble vía» que combinaba penas y medidas de seguridad frente al delito, plasmando la metamorfosis que se venía operando en el derecho penal desde finales del siglo xix. En paralelo a estos cambios, en el campo psiquiátrico se produjo una profunda reconfiguración de la percepción de la enfermedad mental y de su asistencia que tuvo como consecuencia el impulso del movimiento de higiene mental a escala internacional 1. Dicho movimiento primaba la prevención de la enfermedad mental sobre el encierro manicomial y proponía un programa de intervención social sobre la población para combatir de raíz las causas sociobiológicas de la enfermedad mental. Esta ampliación del campo de actuación de la psiquiatría fue acompañada de una creciente participación de los psiquiatras en la gestión de una amplia gama de problemas sociales, siendo la criminalidad uno de los más importantes. La higiene mental, en este sentido, encarnaba un proyecto disciplinario y tutelar que correspondería a «una biopolítica interventora» en palabras de Francisco Vázquez 2.
Desde el campo de la historia de la psiquiatría y en relativa conjunción con la historia de las prisiones, los escasos trabajos existentes sobre la Segunda República han centrado su interés en la construcción del sujeto peligroso por parte de la psiquiatría y de la criminología, recalcando aspectos tales como los discursos y prácticas que relacionaban la enfermedad mental y la peligrosidad, las propuestas científicas de profilaxis del crimen así como de rehabilitación de los sujetos desviados. Asimismo, se ha hecho hincapié en el afán totalizador de los expertos «psi», la importancia de la higiene mental en la redefinición de la anormalidad y la peligrosidad o las conflictivas relaciones entre la psiquiatría y el derecho penal 3.
Los desencuentros entre ambos campos del saber en torno a la gestión de la enfermedad mental han sido objeto de especial interés historiográfico. Se ha marcado el acento en cuestiones cruciales como las disputas sobre la responsabilidad o irresponsabilidad penal de los enfermos mentales, los debates sobre la necesidad o no de estudiar la personalidad del criminal para discernir la presencia de trastornos mentales y en consecuencia derivarlo al manicomio o la cárcel, las controversias acerca de la esencia patológica del criminal, o sobre el papel de los peritajes psiquiátricos en los juicios. Sin negar la importancia de estos conflictos, creemos, sin embargo, que no se ha prestado suficiente atención a los puntos de encuentro entre ambos saberes en la gestión de la locura y de la peligrosidad.
En el presente trabajo se pretende abordar la cuestión de la peligrosidad social, no tanto desde el conflicto entre psiquiatras y juristas, abundantemente investigados y algo sobredimensionados, sino desde la conjunción y el intercambio de ideas que permitieron durante la Segunda República promulgar leyes y crear espacios de colaboración. Las ideas, las propuestas y los debates arrancaron en la década de 1920, por lo que inevitablemente me referiré también a este periodo. En primer lugar, se analizarán las características de la psiquiatría del periodo republicano y sus implicaciones teóricas y prácticas en la prevención del crimen. Se destacará cómo una psiquiatría abiertamente reformista, imbuida en el movimiento de higiene mental y que pretendía humanizar la asistencia al enfermo mental al tiempo que desestigmatizar la enfermedad mental, tuvo paradójicamente en la peligrosidad y en la prevención del crimen uno de sus principales elementos articuladores. En segundo lugar, se estudiará la convergencia con un determinado sector de los penalistas, abiertos al diálogo y al consenso con la psiquiatría. En este sentido, se analizará parcialmente la labor de Luis Jiménez de Asúa como elemento aglutinador. También se estudiarán las creaciones y desarrollos legislativos que tomaron en consideración la peligrosidad del enfermo mental y las nuevas tendencias penales como fueron el Decreto de 3 de julio de 1931 que regulaba el ingreso de los enfermos mentales en las instituciones psiquiátricas, la reforma republicana del Código Penal de 1870 y la promulgación y aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes (LVM) de 1933. Por último, se prestará atención a la creación de los espacios comunes de actuación psiquiátrica y penal como fueron la Escuela de Estudios Penales y el Laboratorio de Biología Criminal creados respectivamente en 1932 y 1933.
En la década de 1920, en sintonía con las corrientes internacionales, la psiquiatría española se adhirió al movimiento de higiene mental reclamando reformas en los ámbitos asistencial y profesional 4. La aparición a mediados de la década de 1910 de una generación de psiquiatras bien formada, con un compromiso cívico con la sociedad y un deseo expreso de modernizar y regenerar el país, propició este cambio. También desempeñó un papel importante el intento, desde una perspectiva nacionalista, de la Mancomunidad de Cataluña (1914-1924) de construir una red de asistencia pública que acabase con el custodialismo, con el maltrato y el abandono de los pacientes mentales 5.
Esas experiencias previas propiciaron que, durante los años veinte, los psiquiatras se dotaran de instrumentos para expresar, debatir y reivindicar sus aspiraciones. En 1920, auspiciada por Gonzalo Rodríguez Lafora y José Miguel Sacristán y con el apoyo de José Ortega y Gasset y Santiago Ramón y Cajal comenzó a publicarse Archivos de Neurobiología, que sería su principal medio de expresión científica y profesional hasta julio de 1936. En 1924 fundaron la Asociación Española de Neuropsiquiatras (AEN), cuyos objetivos eran la defensa de los intereses profesionales, la discusión científica y la propuesta de reformas asistenciales. En paralelo, desde la AEN se impulsó la creación de la Liga Española de Higiene Mental (LEHM) con el fin de implicar a la sociedad en las reformas, en el cambio de actitud hacia el enfermo mental y en la educación de la población en los principios de la higiene mental 6.
Las reivindicaciones se centraron en la defensa de los intereses profesionales (formación de un cuerpo nacional de psiquiatras y organización de la enseñanza psiquiátrica en la universidad), la inclusión de la asistencia psiquiátrica como competencia del Estado y la propuesta de una profunda reforma asistencial sobre bases científicas 7. Por lo que se refiere a estas, frente al aislamiento y custodia del enfermo mental en el manicomio, se abogó por la diversificación de los espacios de tratamiento, por la aplicación de criterios científicos que permitieran derivar a cada paciente al espacio terapéutico adecuado, por la prevención de la enfermedad mental y por la reinserción social. En este entramado tenían un papel fundamental el dispensario de higiene mental como instancia de prevención, selección y actuación en el medio social, y los servicios de observación y tratamiento en régimen abierto a los que el enfermo debía acudir «por necesidad sentida propiamente» sin ningún tipo de sujeción y «con libertad de abandonarlos en cualquier ocasión, curado o no» 8.
La higiene mental permitía mostrar de manera nítida la vocación interventora de los psiquiatras como técnicos en la solución de los grandes problemas del país y en la gestión del estado. Así, por ejemplo en el «Proyecto de creación de una Liga Española de Higiene Mental» se planteaban los efectos beneficiosos que la prevención de los trastornos psíquicos y el aumento de la cultura psiquiátrica de la población podían tener sobre «la actividad social y el capital nacional de los pueblos», al conservar «el tesoro intelectual y social de los cerebros humanos» y «buscar la adaptación de los débiles e inarmónicos mentales al medio 9. Los psiquiatras vinculaban la modernización del país a la reforma de la asistencia psiquiátrica y al aumento de la cultura del país. La higiene mental debía ser central en el proceso, ofreciendo las tecnologías adecuadas para corregir las conductas desviadas y apuntalar una ciudadanía consciente de sus derechos y deberes, culta y respetuosa con la ley. La creación de una red capilar de intervención social con fines preventivos y rehabilitadores formaba parte de la propuesta modernizadora —e interventora— del higienismo mental.
Pese a la insistencia en no estigmatizar al enfermo mental con exageraciones sobre sus «reacciones agresivas», su consideración como sujeto peligroso tomó nuevos derroteros en el marco de la higiene y la profilaxis mental. La peligrosidad no fue un asunto restringido a casos excepcionales, sino un elemento fundamental que configuró el discurso reformista y convergió con la doctrina de la defensa social, dotándola de argumentos científicos. La persistencia de la sospecha hacia el enfermo mental obedecía a cuestiones variadas, como eran la doble configuración histórica de la locura como enfermedad y peligro 10, la práctica de la psiquiatría forense en los tribunales de justicia 11, la impronta de la escuela positivista italiana y el desarrollo de la criminología 12 y la evolución del derecho penal ante las nuevas demandas y temores sociales y políticos en materia de orden público durante el periodo de entreguerras 13. Tomás Busquet planteó con claridad la doble faceta que contenía en su seno la higiene mental al escribir: «La higiene mental es una ciencia esencialmente práctica e involucra dos finalidades distintas, una puramente humanitaria y otra francamente egoística, de protección y defensa de la sociedad y de la raza» 14. En consonancia con ello, en 1927 Manuel Saforcada, durante la sesión inaugural de la Primera Reunión Anual de la Liga, manifestó que el objetivo de esta era «estudiar y proponer la adopción de todo orden de medidas preventivas contra la locura y la criminalidad» 15. Esta vinculación quedó plasmada en la estructura de la LEHM. De sus siete secciones, dos tenían como objetivo la defensa social: la sexta, dedicada a la prevención de la criminalidad, delincuencia y vagabundeo, y la séptima, encargada de la lucha contra las toxicomanías y enfermedades venéreas 16.
La peligrosidad tuvo una notable presencia en los debates psiquiátricos y constituyó un criterio fundamental para definir la enfermedad mental y determinar la clase de asistencia y tratamiento que debía seguirse. El fundamento de los servicios libres era la atención de los enfermos que no tuvieran reacciones antisociales y fueran dóciles al tratamiento. Óscar Torrás, en sintonía con sus colegas franceses, consideraba que los servicios libres psiquiátricos tenían como objetivo, además del tratamiento precoz, la selección de enfermos. Así, defendía que «los recalcitrantes, los protestatarios de toda intervención médica y de todo cuidado terapéutico y los asociales, peligrosos y violentos» debían ser «inmediatamente separados» y «colocados oportunamente en los establecimientos de reclusión», de manera que el servicio libre era también «la antesala de un instituto mental» 17. Estos argumentos planteaban dos problemas de envergadura. En primer lugar, mostraban la contradicción entre la pretensión de medicalizar la asistencia y el tratamiento de la locura y la adopción de un concepto administrativo, extraño a la ciencia, como la peligrosidad para seleccionar a los pacientes mentales. En segundo término, la psiquiatría se encontró ante el desafío de tener que definir científicamente la peligrosidad del sujeto y establecer los límites de la misma.
La importancia del asunto fue patente en la II Reunión Anual de la AEN celebrada en 1927 que contó con una sesión dedicada a «La peligrosidad de los alienados en sus aspectos teórico y práctico» en la que se presentaron tres ponencias de título similar firmadas por Antonio J. Torres, P. Farreras y Manuel Ruiz Maya. Este último, director del manicomio provincial de Córdoba, presentó el trabajo de mayor interés. Consciente de la «dificultad de precisar con exactitud los límites del concepto de peligrosidad desde un punto de vista psiquiátrico», partía de la idea de que esta se confundía «con el concepto de enfermedad mental». Además, introducía una cuestión que formaba parte de los debates jurídicos y que conectaba bien con la idea de la profilaxis de la criminalidad del higienismo mental como era que la peligrosidad no residía tanto en la comisión de actos peligrosos como en la potencialidad de cometerlos:
«En este sentido podemos sentar: el enfermo mental es peligroso en cuanto puede realizar u omitir actos contrarios o necesarios, respectivamente, a las normas habituales de vida, por incapacidad para conocer su valor, por imposibilidad de evitarlos o por una errónea concepción de la vida que le impide ver que son anormales. En todo enfermo de la mente debemos ver siempre un posible perturbador, un perturbador en potencia de las normas habituales de vida» 18.
Las implicaciones de este discurso en el terreno de la defensa social eran notables, pues, además de desbordar el ámbito jurídico y justificar acciones y legislaciones preventivas, proveía de argumentos científicos a los juristas alineados con las tesis defensistas.
Al año siguiente Ruiz Maya volvió a tratar el tema en la ponencia «Límite de la peligrosidad en los enfermos mentales». En esta ocasión señalaba que el concepto psiquiátrico de peligrosidad no coincidía necesariamente con el jurídico, pues este se relacionaba con la contravención de la norma. La visión jurídica estaba siempre ligada a la vulneración de la ley. Incluso cuando el enfermo mental pudiera ser peligroso, lo era exclusivamente «como agente de delito». En cambio, la óptica psiquiátrica sobrepasaba la posibilidad de la comisión del delito y se extendía a la vulneración de la moral pública «no sujeta sino a la reglamentación tácita del hábito o de la costumbre» 19.
Ruiz Maya, que consideraba estas infracciones como paralegales, ponía el foco de atención en el sujeto y no en sus actos, abriendo importantes posibilidades de actuación en el terreno de la profilaxis criminal. Este tipo de propuestas científicas dirigidas al estudio de la personalidad conectaban con el derecho penal de autor, promovido en el último cuarto del siglo xix por la escuela positivista italiana encabezada por Cesare Lombroso, que se enfrentaba en el campo jurídico con el derecho penal del acto o escuela clásica, defensora del juicio y castigo de los actos cometidos contra la ley bajo la responsabilidad moral del delincuente. En un contexto marcado por la idea de prevención, la psiquiatría se encontraba en una situación privilegiada para proveer de argumentos científicos a los juristas inclinados hacia el estudio de la personalidad del sujeto, la profilaxis del crimen y la defensa social, y poder así establecer una alianza entre dos profesiones tradicionalmente enfrentadas con relación al tratamiento penal de los individuos con desequilibrios psíquicos.
Estos discursos y propuestas tuvieron una deriva política importante. En el campo de la peligrosidad, la anormalidad, los trastornos y desequilibrios psíquicos también caían los movimientos de masas contestatarios tales como las huelgas, motines y revoluciones. La psiquiatría teorizó al respecto desde la segunda mitad del siglo xix atribuyendo a los líderes revolucionarios desequilibrios mentales y desviaciones del comportamiento, cuando no alcoholismo. La patologización de las revoluciones y de las opciones políticas radicales fue una constante. En el contexto de la higiene mental coincidente con el nacimiento de la sociedad de masas y el surgimiento de nuevos movimientos revolucionarios, la identificación entre locura y revolución se intensificó 20.
Así, se llegó a señalar, como hizo Ruiz Maya, como motivo de peligrosidad del enfermo mental, la posibilidad de su actuación en política «con sus falsas concepciones de la vida, arrastrando a masas más o menos extensas a revueltas, motines y revoluciones, a actitudes pasivas contrarias a la conveniencia general». Al clasificar los diferentes grupos de enfermos mentales por su grado de peligrosidad, Ruiz Maya remarcaba el peligro que entrañaban los individuos afectados de desviaciones de la normalidad constitucionales porque estaban «dispuestos a todas las violencias, a todos los vicios, a todas las contravenciones de la más amplia moral», subrayando que en «estas desviaciones crece lozana la flor del caudillaje y del proselitismo» 21.
Las ideas de peligrosidad y de defensa social como sustentadoras del derecho penal habían sido expuestas en la década de 1880 por el jurista Rafaele Garofalo en el seno de la escuela positivista italiana 22. Su acogida en los campos psiquiátrico y jurídico fue desigual. Mientras que la psiquiatría las asimiló y nutrió, el derecho penal fue más refractario, como muestran los debates internos y los duros enfrentamientos que mantuvo con la psiquiatría en relación con la imputabilidad o no de los enfermos mentales, a la existencia del libre albedrío y a la admisión del estudio de la personalidad del sujeto criminal frente a la consideración exclusiva del delito cometido.
Sin embargo, también se establecieron consensos que abrieron posibilidades de colaboración entre ambos campos. En el seno de la Union Internationale de Droit Penale, fundada en 1889, se mantuvieron interesantes discusiones que contribuyeron a urdir desde comienzos del siglo xx un cierto entendimiento entre sectores del derecho y de la psiquiatría. En 1910, uno de sus principales representantes, el jurista Adolphe Prins, publicó La Défense Sociale 23, donde defendía la existencia del estado de peligrosidad sin delito y el derecho del Estado a intervenir de manera preventiva.
En España, la obra del jurista Luis Jiménez de Asúa fue fundamental en la redefinición del derecho penal 24. A comienzos de la década de 1920 se refería al estado peligroso como la «fórmula moderna con que se trata de sustituir, en materia de responsabilidad criminal, los viejos e infecundos conceptos de imputabilidad moral y de libre albedrio» 25. Se situaba, así, en la corriente penalista que defendía que a la hora combatir y juzgar el crimen solo debía tenerse en cuenta «el peligro que puede amenazar a la sociedad». En este sentido, se alineaba, con matices, con los juristas Franz von Listz y Adolphe Prins, si bien iba más lejos al considerar que la «noción de estado peligroso» debía aplicarse no solo a los individuos que hubieran transgredido la ley, sino también a aquellos que lo manifestaran antes del crimen: «Todo lo que puede decirse con respecto a la noción que se han formado los modernos autores sobre el estado peligroso del delincuente, es que consiste en la probabilidad de que un individuo cometerá o volverá a cometer un delito» 26. En consonancia con esta posición preventiva, ya no se trataba de imponer penas a los delincuentes, sino de aplicar medidas de seguridad a los peligrosos con el objeto de prevenir sus actos antisociales. El derecho penal, concluía, se desgajaba «cada día más, del tronco del árbol jurídico, para buscar nueva savia en los campos fecundos de la Medicina social» 27.
Su confianza en el papel de la medicina en el derecho penal fue en aumento durante la década. En 1929 afirmaba que en el futuro los pilares del derecho penal serían el estado peligroso y el pleno arbitrio de los jueces para dictar sentencia, transformándose estos en «antropólogos, psicólogos, psiquiatras; verdaderos médicos sociales» con «una sólida cultura antroposociológica, psicológica y psiquiátrica» que «lo que menos precisarán conocer es el Derecho» 28. En una línea semejante apuntaba el magistrado César Camargo Marín cuando en 1931 planteaba la necesidad de incorporar el psicoanálisis a la formación de los juristas, proponiendo la creación de la figura del juez-psicoanalista, capaz de identificar los complejos primitivos inconscientes que subyacían a la genealogía del delito y «encauzar y reprimir la libido criminosa» de manera que en lugar de pronunciar una pena, prescribiría «un tratamiento» 29. La importancia de esta obra residía en la inclusión del psicoanálisis en el campo de la defensa social y en la reivindicación de una formación científica de los magistrados 30, que enlazaba con la tradicional demanda de los psiquiatras de elevar los conocimientos científicos de los jueces y juristas en relación con la psicopatología. El psicoanálisis tuvo un papel importante en los debates sobre la peligrosidad y, más allá de la ortodoxia o no con que se utilizara, fue un elemento importante en la literatura científica y penal en relación con la defensa social y a la profilaxis del crimen 31. Así, psiquiatras y juristas defendieron su uso como instrumento para determinar la peligrosidad de los delincuentes, ahondar en las motivaciones de sus actos antisociales y señalar las ventajas derivadas de la colaboración entre jueces y médicos 32.
Tampoco escatimaron los psiquiatras esfuerzos en buscar el entendimiento con los juristas, aunque esa búsqueda no estuvo exenta de matices y críticas. Los psiquiatras trataban de colonizar el campo jurídico al tiempo que señalaban el rol diferenciado de ambos. Dos obras fundamentales en este contexto fueron Psiquiatría penal y civil de Ruiz Maya, publicada en 1931 33 y el Manual de Psicología Jurídica de Emilio Mira, editado en 1932 34. En esta última su autor señalaba que había intentado «demostrar que el ejercicio honesto del Derecho es imposible sin una previa base de psicología, que debería ser poseída no solo por los jueces letrados, sino también por todas cuantas personas intervienen profesionalmente en la práctica judicial» 35. Ruiz Maya, por su parte, abogaba por la futura transformación del perito psiquiatra en «juez psiquiatra». Este debía tener
«demostrada competencia, con pleno, absoluto dominio de la ciencia del psiquismo [...] interviniendo en todos los asuntos judiciales, civiles y penales desde su iniciación [...] Juez psiquiatra que por sí mismo o por un similar ha de llevar a nuestros fines la representación de la sociedad o del Estado, o de la Ley, o de la Ciencia, como quiera nombrársele, en el juicio público, cuando lo hubiere por la índole del asunto» 36.
Todas estas propuestas vinieran de uno u otro campo de conocimiento convergían en la idea de aumentar la cultura psiquiátrica de la justicia española para garantizar la solvencia de los procesos judiciales.
En cuanto al estado peligroso, los psiquiatras marcaban el énfasis en la profilaxis del crimen y en las medidas higiénicas más que en la rehabilitación y curación del individuo. Mira, por ejemplo, consideraba la higiene mental «un pilar de la profilaxis delictiva general», señalando que la inmensa mayoría de delincuentes habrían dejado de serlo si se hubiesen realizado en sus vidas los principios de higiene mental» 37 y animaba a los juristas a cultivarlas en los siguientes términos:
«Este es, sin duda, el campo de actuación más prometedor para el jurista, que, cual el médico, debe sentir el carácter sacerdotal de su profesión. La verdadera finalidad de la ciencia del Derecho, si algún día llega a constituirse como tal, ha de ser la de evitar la delincuencia, mucho más que juzgarla y corregirla. Siendo muchos los delincuentes que habitualmente caen en manos de la justicia, son quizás aún más los que escapan a su acción, y por ello se requiere que la actuación jurídica desborde el estrecho campo de la acción penal para lanzarse en el fértil terreno de la higiene social y más concretamente de la profilaxis delictiva» 38.
La Segunda República supuso la plasmación legislativa de las reformas propuestas durante la década de 1920 y la entrada de los psiquiatras en la gestión estatal de la salud mental 39. El 3 de julio de 1931, el Gobierno provisional derogó la legislación que desde 1885 regulaba el internamiento de los enfermos mentales, sustituyéndola por un decreto acorde con las reivindicaciones de los psiquiatras. El decreto, bien estudiado por la historiografía, sentaba las bases de la reforma psiquiátrica basada en los principios de la higiene mental. Así, apuntaba hacía un modelo de asistencia dual, compuesto por servicios abiertos y cerrados, contemplaba la creación de dispensarios de higiene mental y regulaba las modalidades de ingreso de los pacientes mentales 40. El texto republicano mantuvo, no obstante, un importante sesgo de defensa social, pues la peligrosidad del enfermo mental alimentaba su articulado dejando en entredicho la pretendida normalización de las enfermedades mentales que sus impulsores buscaban 41.
También la República acometió la reforma del Código Penal. El 15 de abril de 1931, el Gobierno provisional republicano anuló el código de 1928 por considerarlo espurio y restituyó el de 1870. Pese a que la intención de Jiménez de Asúa, presidente de la Subcomisión Penal, era elaborar un código republicano se optó por reformar el de 1870 «adaptando sus artículos a la nueva ley constitucional, y humanizando sus preceptos» 42 y por utilizarlo como «texto de transición hasta la elaboración de un nuevo Código Penal» 43. En el plano psiquiátrico tenía algunos elementos importantes concernientes a la responsabilidad de los enajenados mentales. Así, el psiquiatra y miembro de la Comisión Jurídica José Sanchís Banús, redactó la nueva versión del artículo 8, punto 1, introduciendo una fórmula que permitía una interpretación más laxa de la locura como causa eximente 44.
En realidad, fue la Ley de Vagos y Maleantes del 4 de agosto de 1933 la única que tomó en consideración, aunque de manera parcial e imperfecta, el estado peligroso predelictual, la prevención del delito y la aplicación de medidas de seguridad. Si la Ley de Orden Público, aprobada casi al mismo tiempo en sustitución de la Ley de Defensa de la República 45, tenía como fin la defensa del estado, la LVM se concibió para combatir los peligros que entrañaban los sectores marginales de la población. En este sentido, era una ley de defensa social que venía a sumarse a los mecanismos de excepción que la República utilizó con profusión 46.
Su proceso de elaboración y tramitación fue inusitadamente rápido. Se aprobó sin apenas debate y oposición en una «sola sesión parlamentaria,» constituyendo a juicio de Jiménez de Asúa «el ejemplo más típico de que así no se puede legislar» 47. La primera versión de la ley fue impulsada por Manuel Azaña en abril de 1933. Su objetivo era resolver «problemas que preocupan hoy la atención social y que requieren ser acometidos con firmeza» e incorporar una serie de comportamientos antisociales y antijurídicos «existentes ya en la conciencia social», así como una batería «de medidas de seguridad» aplicables a los delincuentes habituales tras cumplir su pena 48. Sin embargo, el grupo socialista manifestó su rechazo temiendo que la derecha la utilizara en su contra 49. La oposición socialista obligó a Azaña a encargar a Jiménez de Asúa (PSOE) y a Mariano Ruiz-Funes (Acción Republicana), la redacción de un nuevo texto que fue presentado en las Cortes Constituyentes el 28 de junio de 1933 50 y debatido, modificado y aprobado, sin apenas oposición el 26 de julio 51.
Resulta llamativa, pese a la insistencia de Jiménez de Asúa en calificar la LVM como «defensiva y biológica» 52, la ausencia de elementos científicos en la misma. Ni en el proyecto, ni en la ley definitiva, hay rastro de cuestiones científicas pese a todas las reflexiones y debates previos sobre la peligrosidad mantenidos en los ámbitos psiquiátrico y jurídico. El psiquiatra y diputado de la Derecha Liberal Republicana, César Juarros intentó introducirlos presentando tres enmiendas que abogaban por la realización de peritajes psiquiátricos para proteger al enfermo mental de la aplicación de la LVM. Proponía que se declarase peligroso al «vago habitual, siempre que un peritaje psiquiátrico» demostrara «que no se trata de un trastorno psíquico». También defendió que «las medidas de seguridad» solo se aplicaran «después de realizado un peritaje psiquiátrico» y que los alcohólicos y toxicómanos fueran considerados trastornados psíquicos, de manera que no les fuera aplicada la LVM 53. La Comisión no aceptó sus enmiendas en la forma propuesta. No obstante, señalaba que se había modificado un artículo posterior —sin indicar cual— «a fin de que se puedan proponer toda clase de pruebas, entre las cuales queda incluido el peritaje psiquiátrico». Sus intentos de excluir a los enfermos mentales de la jurisdicción de la LVM contrastan con los del magistrado y diputado radical Francisco Javier Elola por incluirlos. Entre las numerosas enmiendas que impulsó y que, en su mayoría, fueron aprobadas, propuso, sin éxito, la inclusión de los enfermos mentales entre los sujetos peligrosos predelictuales 54, expresando la idea arraigada en la sociedad que vinculaba la peligrosidad y enfermedad mental. Pero las posiciones de ambos no diferían en el fondo. La diferencia era técnica, pues Juarros partía de la idea de que locura y vagancia iban parejas y que la mayoría de los vagos eran enfermos mentales. Aunque no lo explicitara es probable que considerara que, como tales, debían caer en el marco del Decreto del 3 de julio de 1931 y no de la LVM.
Por su parte, el diputado comunista José Antonio Balbontín mostró su temor a la posible instrumentalización de la ley para reprimir al movimiento obrero y defendió que se añadiera un artículo que excluyera a los «obreros honradamente revolucionarios» que acreditasen estar afiliados a los principales sindicatos o que practicaran «lealmente la lucha de clases» 55. Argumentaba que los puntos 8 y 9 del artículo 2 eran susceptibles de aplicarse a los obreros, pues se referían a quienes ocultasen o falseasen su identidad y a los extranjeros que quebrantasen una orden de expulsión, situaciones estas en las que, además de poder «estar incluidos los maleantes propiamente dichos», también podían afectar a los «obreros revolucionarios» que se veían «muchas veces obligados a cambiar de nombre», así como «a los extranjeros revolucionarios». Pero sus razonamientos también mostraban el rechazo a la identificación de los obreros con los sujetos que perseguía la ley, evidenciando el acuerdo con los legisladores sobre la diferenciación entre el obrero honrado y trabajador y los desclasados, vagos profesionales y maleantes, pertenecientes al mundo del crimen 56. La actitud ante el trabajo alimentaba esta visión que, por otra parte, se exponía claramente en el preámbulo del dictamen presentado a las Cortes: «Las categorías de sujetos peligrosos quedan precisadas a base de actividades antisociales e inmorales y tienen un denominador común: el horror regular al trabajo y la vida parasitaria a costa del esfuerzo ajeno» 57.
La LVM introducía en la legislación española la peligrosidad predelictual y se articulaba alrededor del «estado peligroso» que sus impulsores definían «como la vehemente presunción de que una determinada persona quebrantará la ley penal» 58. A partir de esta idea categorizaba varios estados de peligrosidad predelictual y proponía las medidas de seguridad que debían aplicarse a estos individuos. Entre los estados de peligrosidad predelictual incluía a «los vagos habituales», «los rufianes y los proxenetas», «los mendigos profesionales», a «los ebrios y toxicómanos» y a los que vivieran de «la mendicidad ajena o explotasen menores de edad o enfermos mentales». También contemplaba otras categorías de peligrosidad sin delito como eran la imposibilidad de justificar el domicilio, la ocultación de la verdadera identidad, la posesión de documentos de identidad falsos, el quebrantamiento de una orden de expulsión del territorio nacional por los extranjeros, la no justificación de la posesión de dinero o bienes a requerimiento de las autoridades, así como la explotación de juegos prohibidos y la provisión de bebidas alcohólicas a menores de catorce años 59. La ley dejaba al arbitrio del juez un cierto margen para estimar la peligrosidad del sujeto, recogiendo parcialmente lo defendido por Jiménez de Asúa en algunas de sus obras. En los artículos más ambiguos, como los que consideraban peligrosos a aquellos que tuvieran una conducta «reveladora de inclinación al delito» manifestada por «el trato asiduo con delincuentes y maleantes», la frecuentación «de los lugares donde estos se reúnen habitualmente» y de «casas de juegos prohibidos», así como por la comisión «reiterada y frecuente de contravenciones penales», las posibilidades de libre interpretación del juez eran amplias.
Las medidas de seguridad se recogían de manera genérica en el capítulo II de la ley y consistían principalmente en una actuación en tres terrenos: 1) el encierro del individuo en diferentes tipos de establecimientos que podían ser correctivos (establecimientos de trabajo, colonias agrícolas y establecimientos de custodia) o curativos, según el estado de peligrosidad considerado; 2) la fijación del individuo peligroso a un territorio, bien obligándole a vivir en un determinado lugar, bien excluyéndole del mismo por medio de una orden de expulsión; y 3) el sometimiento del peligroso a la vigilancia e indicaciones de los delegados asignados por la autoridad. La ley dejaba al criterio del juez la duración de las medidas de seguridad dentro de unos límites mínimos y máximos.
La aplicación y desarrollo de la LVM fue controvertida y puso en el centro del debate social el respeto de los derechos y garantías de los ciudadanos. Aunque Jiménez de Asúa y Ruiz Funes defendían que la ley era garantista razonando que al tratarse de una ley de excepción no era «susceptible de interpretación extensiva» 60, la realidad desbordó esos límites. Desde el principio se aplicó discrecionalmente, incluyendo a los militantes obreros. Pero, además, la falta de establecimientos adecuados donde cumplir las medidas de seguridad y la improvisación de espacios en penales cerrados o buques requisados, ahondaron su deficiente aplicación 61. El escenario se agravó con la llegada al poder de la derecha y tras los sucesos revolucionarios de octubre de 1934 se utilizó abiertamente para reprimir a los obreros, haciendo realidad los temores de Balbontín. Los testimonios y noticias sobre detenciones e internamientos arbitrarios fueron abundantes 62, hasta el punto de que la Fiscalía redactó una circular en marzo de 1934 advirtiendo de la necesidad de aplicarla correctamente 63. La inclusión a instancias de la mayoría derechista, en noviembre de 1935, previamente anunciado en julio, de un nuevo supuesto de peligrosidad sin delito como era el de propaganda y actividades sociales que incitasen reiteradamente «a la ejecución de delitos de terrorismo, de atraco y los que públicamente glorifiquen o enaltezcan la comisión de dichos delitos» amplió el campo de acción de la ley a la defensa del Estado 64. Además, en mayo de 1935 vio la luz el reglamento para su aplicación que la vaciaba de su espíritu original.
En agosto de 1935, Jiménez de Asúa publicó un artículo muy crítico en el que defendía el espíritu original de la ley (biológico, rehabilitador y terapéutico) y afeaba el uso discrecional que se había hecho desde el principio, agravado ahora por el Gobierno de la derecha. Se mostraba particularmente escandalizado porque el Gobierno se refería en los documentos oficiales a los centros de reclusión como «campos de concentración», asimilando la terminología de la Alemania nazi. Concluía reiterando que solo debían ser «declarados en estado de peligro» los que pasasen «pruebas biológicas y de índole social» 65. Como ya se ha indicado la insistencia en subrayar los aspectos científicos de la LVM contrasta con su ausencia en el articulado. Solo el reglamento de 1935 recogía algunas consideraciones sobre el papel de los médicos en el seguimiento de la rehabilitación y recomendaba la instalación de anexos psiquiátricos en los establecimientos de reclusión con un «servicio de biología para llegar al conocimiento científico previo de las características individuales del peligroso y de su medio biológico y social», con el fin de determinar «su peligrosidad» 66. En cuanto a los ebrios y toxicómanos, señalaba la obligatoriedad de contar con informes médicos que contemplasen «el estado patológico y psicofisiológico del presunto peligroso», así como su posible evolución y el tratamiento adecuado en establecimientos de templanza, curativos o psiquiátricos. Sin embargo, las cuestiones científicas aparecían aisladas en el conjunto de 128 artículos. El reglamento redactado por el Gobierno derechista regulaba detalladamente un proceso de rehabilitación social sustentando en la progresiva «concesión de libertades y adelantos en la relación con el tiempo cumplido y con los testimonios que el historial arroje» (artículo 10), por medio de un sistema de puntos y bonos, que permitía pasar por diferentes etapas que iban desde el aislamiento total a la vida comunitaria. La LVM remitía más a la tradición decimonónica de persecución de los méndigos y colectivos marginales que a las nuevas tendencias científicas defendidas por sus ponentes. Esta divergencia es probable que se debiera a la rapidez en la elaboración de la ley y al relativo desinterés que suscitó su tramitación parlamentaria. Contrasta, además, con la diferencia de otras legislaciones coetáneas como la Ley de Defensa Social belga de 1930 que recogía de oficio los exámenes psiquiátricos de los acusados, así como su tratamiento en centros especializados.
En cualquier caso, las protestas contra la LVM se multiplicaron abarcando desde las denuncias anarquistas, hasta cartas de protesta en la prensa o críticas en mítines, en los que participó el propio Jiménez de Asúa, sobre la mala utilización de la misma. Sin embargo, el debate sobre su uso extensivo para reprimir al movimiento obrero, convirtiéndola en un instrumento de defensa política y de represión del enemigo político, obviaba la conculcación de los derechos generales de los ciudadanos por medios excepcionales para los que se había hecho la ley. Esta se erigía como un instrumento de defensa social que pretendía combatir, por medio de medidas de reeducación, a un amplio y difuso estrato de la población marcado por la desviación de su conducta y su proximidad al delito. En definitiva, pretendía perseguir y combatir por medio de la prevención penal al desviado y anormal 67, cristalizado en sujetos que venían siendo perseguidos por diferentes leyes y normativas desde el siglo xix y que eran considerados parásitos. Precisamente ese parasitismo que se atribuía a los sujetos objeto de persecución por la LVM propiciaba un fuerte paternalismo no solo por parte de las elites burguesas, sino también por parte del movimiento obrero, cuyos representantes trazaban diferencias morales y políticas respecto a los sujetos marginales, considerados inmorales y peligrosos. Pero tras la mentalidad de los legisladores también había elementos más novedosos de carácter científico. La vagancia y la mendicidad merecían desde hacía tiempo el interés de la psiquiatría y de la criminología como expresión de anormalidades psíquicas. Rodríguez Lafora, en una línea similar a la de Juarros, defendía que «el estudio cuidadoso de la psicología de los vagos muestra casi siempre que estos son seres inadaptados, extrasociales y, algunas veces, antisociales», diferenciando dos tipos de vagos: los «normales» y los «anormales». Estos últimos poseían una «personalidad inadaptable» que les inclinaba hacia «la vagancia». La solución no pasaba por la vía punitiva, sino por la preventiva. La sociedad tenía derecho a defenderse «preventivamente contra los resultados dañinos de estas formas de parasitismo social, pues la vagancia lesiona el orden económico y social y sus leyes» 68. La preocupación por la vagancia y su patologización era patente en la LEHM que contaba con secciones específicas para abordar el fenómeno y dedicaba sesiones en sus reuniones anuales a su estudio.
Un problema con el que tropezó la psiquiatría fue cómo determinar científicamente la peligrosidad de los individuos antes de cometer un delito. A las dificultades de orden conceptual se sumaban las de orden técnico. Las soluciones propuestas pasaban por aumentar el campo de observación científica hacia el conjunto de la población. Rodríguez Lafora señalaba la necesidad de no limitarse al estudio de «la peligrosidad de los enfermos mentales, sino también la de los individuos normales» 69. El interés de esta propuesta residía en el salto cualitativo que conllevaba hacia el conjunto de la sociedad. En un contexto marcado por la higiene y la profilaxis mental como principal pauta de actuación psiquiátrica, la idea de investigar y controlar científicamente a los ciudadanos para preservar su salud mental era parte fundamental de dicho programa. Ahora bien, averiguar la peligrosidad latente en un individuo obligaba a desplegar tecnologías encaminadas a dicho fin. La mayoría de los psiquiatras se limitaron a proponer vagamente la necesidad de introducir pruebas psicofísicas para establecer la peligrosidad. Sin embargo, Joaquim Fuster y Emilio Mira realizaron investigaciones y pruebas psicológicas sobre la moral del delincuente y su potencial peligrosidad, estudiando a centenares de presos de la Cárcel Modelo de Barcelona entre 1929 y 1935, comparándolos, como hizo Mira, con individuos en libertad 70.
Un debate de gran importancia que cobró mayor intensidad en la décadas de 1920 y 1930 fue la propuesta de crear instituciones o espacios específicos para el estudio y tratamiento de los criminales alienados. El asunto venía de lejos y a la altura de 1930 no había sido resuelto satisfactoriamente 71. El debate ocupó algunas sesiones de las reuniones anuales de la AEN, abogándose, frente a la punición, por la defensa social y el tratamiento terapéutico de los individuos peligrosos con trastornos psíquicos, en especial de los alienados criminales y de los anormales psíquicos. Para estos últimos se proponía la creación de «asilos especiales agrícolas o agricolo-industriales», pues ni la cárcel ni el manicomio reunían las condiciones necesarias para su tratamiento y rehabilitación 72. En cuanto a los «delincuentes alienados», la propuesta más extendida era la creación de manicomios judiciales donde pudieran ser mantenidos «con humanidad, pero bajo estrecha vigilancia» y completamente separados de los enfermos mentales no delincuentes 73.
Desde el campo jurídico también se estudió la necesidad del tratamiento específico de los enfermos mentales y los anormales. Ruiz-Funes se acercó a la cuestión en varias ocasiones, defendiendo la creación de instituciones específicas para el tratamiento de los delincuentes alienados y anormales imitando el modelo belga, impulsado desde principios de siglo por el psiquiatra Louis Vervaeck, que generó la creación de una red de laboratorios de antropología criminal anexos a las principales prisiones del país con el fin de observar a los locos criminales y anormales y recabar datos que permitieran prevenir científicamente el delito y definir el estado peligroso 74.
Con la proclamación de la República hubo movimientos importantes en este sentido. En el marco de la reforma penitenciaria republicana 75, el 31 de marzo de 1932 se creó el Instituto de Estudios Penales (IEP) y un año después en su seno el Servicio de Biología Criminal (SBC). El IEP, dependiente de Ministerio de Justicia, se fundó con el objeto de preparar al «personal del Cuerpo de Prisiones» y de ampliar o complementar los «estudios de otras carreras que se determinen y a la enseñanza libre de ciencias penales» 76. Sustituía a la Escuela de Estudios Penitenciarios fundada en 1903 y suspendida sine die en 1926 por Primo de Rivera. Los legisladores señalaban, en el preámbulo del decreto de su creación, que el IEP nacía sobre el recuerdo de aquella, pero con el propósito de modernizar la enseñanza sobre cuestiones penales y de crear «un Centro de investigación de las ciencias penales en sus varias ramas biológicas, sociales y jurídicas» 77.
Dirigido por Jiménez de Asúa, el IEP fue un espacio compartido entre juristas y psiquiatras que defendían la hibridación entre el derecho penal y la psiquiatría al tiempo que profesaban fuertes convicciones republicanas. Entre los psiquiatras que formaban parte del claustro estaban José Sanchís Banús, diputado socialista, sustituido por José Miguel Sacristán tras su fallecimiento, y Antonio Abaunza, que ejercía el cargo de secretario. Todos ellos próximos a Rodríguez Lafora, que entonces presidía el Consejo Superior Psiquiátrico del que también formaba parte en calidad de vocal Jiménez de Asúa. Entre los juristas del IEP estaban Ruiz Funes, Luis Álvarez Santullano, Constancio Bernaldo de Quirós, Manuel López-Rey y José Antonio Oneca, todos ellos con buenas relaciones con el director y de convicciones republicanas. El profesorado se completaba con Luis Fernández Angulo como tenedor de libros de la institución y con Victoriano Mora Ruiz, especialista en identificación 78.
Las actividades desarrolladas en su corta vida tuvieron una impronta científico penal. Entre las mismas, además de los cursos impartidos, destacó la creación del SBC. El preámbulo del decreto de su creación era nítido en este sentido al justificar que «la moderna ciencia penal» conociera científicamente «las características individuales del delincuente y de su medio familiar biológico y social» con el fin de «determinar» su peligrosidad 79. El artículo 1 creaba en el IEP «un anexo psiquiátrico» en el que figuraría «un servicio de Biología Criminal» cuyo objeto era «el estudio sistemático de todos los delincuentes que a partir de la fecha» de su creación «se hallen recluidos en las Prisiones de Madrid (hombres y mujeres)» (artículo 2) 80. La dirección del Anexo y del SBC recayó, como indicaba el decreto, en el «profesor de Psicopatología del Instituto de Estudios Penales», a la sazón el psiquiatra José Miguel Sacristán; la subdirección también debía ser desempeñada por un psiquiatra, cargo para el que fue designado Antonio Abaunza. Además se contemplaba una plaza de ayudante para la que fue nombrado el también psiquiatra Dionisio Nieto 81. De esta manera, el nuevo entramado institucional quedaba bien repartido entre los juristas encabezados por Jiménez de Asúa y los psiquiatras de la AEN.
Sin embargo, los avatares institucionales del IEP, del Anexo y del SBC estuvieron sometidos a la doble presión —interconectada entre sí— del corporativismo de los funcionarios de prisiones que rechazaban estas novedades y de los cambios políticos. Los primeros acusaron a Jiménez de Asúa de enchufismo y desprecio a los funcionarios al ponerles trabas en los ascensos y obligarles a seguir obligatoriamente un curso de dos años de preparación impartido por el IEP, previo examen de ingreso 82. Asimismo, utilizaron como argumento para atacarle la reivindicación de la Escuela de Criminología fundada por Rafael Salillas en 1902 y cerrada en 1926 alegando que su obra había sido ignorada por la nueva institución. En cuanto a los sucesivos gobiernos de la derecha, la estrategia consistió en criticar la IEP y ensalzar la Escuela de Criminología, para posteriormente sustituir la IEP y el SBC en favor de aquella, que fue refundada. Esta situación volvió a cambiar con el triunfo del Frente Popular, que reflotó las dos instituciones y canceló la Escuela. El inicio de la Guerra Civil cortó de raíz la experiencia de manera definitiva.
Las teorizaciones y debates científicos y jurídicos de la década de 1920 cristalizaron en realidades legislativas e institucionales durante la Segunda República. El clima reformador y los valores republicanos favorecieron estos desarrollos. Las reformas psiquiátrica, penitenciaria y en menor medida la penal, atravesadas por la idea de prevención y clasificación de la enfermedad mental y de la criminalidad, fueron esenciales en las transformaciones emprendidas. Sin embargo, la colaboración entre ciencia y derecho en las políticas de defensa social mostró con toda su crudeza la tensión entre el anhelo político de construir un estado democrático garante del ejercicio de la libertades ciudadanas, consagradas por la constitución de 1931, y la práctica de unas políticas de orden público de carácter excepcional, alimentadas además por cuestiones científico-técnicas revestidas de neutralidad, que contribuían a recortar esas libertades. El afán intervencionista que mostraron los psiquiatras en el terreno de la salud mental y de la prevención del crimen, alentando al control de la población en nombre la higiene mental, es una muestra de ello. La brevedad del periodo republicano impidió la profundización de la colaboración entre la ciencia y el derecho penal y el desarrollo de las políticas defensivas y preventivas. El franquismo haría tabla rasa de muchos de estos desarrollos, desmantelando la higiene mental republicana y centrando sus esfuerzos en el castigo de la disidencia política. Sin embargo, mantuvo el Decreto del 3 de julio de 1931 que regulaba los ingresos de los enfermos mentales y la Ley de Vagos y Maleantes, ampliando paulatinamente los supuestos de peligrosidad en sucesivas reformas de la misma al tiempo que mantenía un uso discrecional de la misma, sin el «corsé» de velar por las garantías y los derechos ciudadanos. Los peores temores de los líderes del movimiento obrero sobre la posibilidad de hacer un uso extensivo de la LVM se cumplieron con la dictadura franquista. La realidad política mostró que los argumentos desarrollados por Jiménez de Asúa en la década de 1920 en defensa del carácter garantista del derecho penal protector y no punitivo eran una ilusión. Lejos quedaban sus optimistas afirmaciones de 1929 en favor del nuevo derecho penal y sus «métodos de profilaxia social» como escudo ante las prácticas transgresoras de los estados para limpiar de malvivientes sus territorios: «No vale cerrar los ojos a la realidad. El mejor modo de acabar con estas ficciones antilegales es abordar de frente y con valentía el problema de la prevención del delito y proclamar que toda sociedad tiene el derecho de defenderse contra los malvivientes, aun antes de que delincan. Encargando esta tarea a los funcionarios judiciales, quedará mejor garantida la libertad individual, que con el sistema imperante, liberalísimo en las leyes y anticonstitucional y bárbaro en las prácticas policíacas y gubernativas» 83.
* Esta publicación es parte del proyecto I+D+i RTI 2018-098006-B-I00, financiado por MCIN/ AEI/10.13039/501100011033/«FEDER Una manera de hacer Europa».
1 Mathew Thomson: «Mental Hygiene as an International Movement», en Paul Weindling (ed.): International Health Organisations and Movements, 1918-1939, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, pp. 283-304
2 Francisco Vázquez García: La invención del racismo. Nacimiento de la biopolítica en España, 1600-1940, Madrid, Akal, 2009, p. 16.
3 Estos aspectos, además de en el trabajo seminal de Fernando Álvarez-Uría: Miserables y locos. Medicina mental y orden social en la España del siglo xix, Barcelona, Tusquets, 1983, han sido tratados por Ricardo Campos Marín: «Higiene mental y peligrosidad social en España (1920-1936)», Asclepio, 49(1) (1997), pp. 39-59, e íd.: «¿Psiquiatría para los ciudadanos o psiquiatría para la represión? El problema de la peligrosidad del enfermo mental en España (1920-1936)», en Ricardo Campos, Olga Villasante y Rafael Huertas (coords.): De la Edad de Plata al exilio. Construcción y «reconstrucción» de la psiquiatría española, Madrid, Frenia, 2007, pp. 15-36, y Silvia Lévy Lazcano: Psicoanálisis y defensa social en España, 1923-1959, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2019.
4 Josep María Comelles: La razón y la sinrazón: Asistencia psiquiátrica y desarrollo del Estado en la España contemporánea, Barcelona, PPU, 1988, y Rafael Huertas: «El papel de la higiene mental en los primeros intentos de transformación de la asistencia psiquiátrica en España», Dynamis, 15 (1995), pp. 193-219.
5 Josep María Comelles: «Catalanisme, Salut mental i Avantgurarda. Les polítiques públiques de salut a Catalunya. (1883-1938)», en Montserrat Duch (ed.): La II República espanyola: Perspectives interdisciplinàries en el seu 75è aniversari, Tarragona, URV, 2007, pp. 51-84.
6 José Lázaro: «Historia de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (1924-1999)», Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 20(75) (2000), pp. 395-515, esp. pp. 399-442.
7 Rafael Huertas: Organizar y persuadir. Estrategias profesionales y retóricas de legitimación de la medicina mental española (1875-1936), Madrid, Frenia, 2002, pp. 119-124.
8 Óscar Torras: «Los servicios libres psiquiátricos», Psiquiatría, 2(2) (1923) pp. 20-29, esp. p. 24.
9 Manuel Saforcada, Emilio Mira y Berlarmino Rodríguez Arias: «Proyecto de creación de de la Liga Española de Higiene Mental», Archivos de Neurobiología, 6 (1926), pp. 163-175, esp. p. 168.
10 Michel Foucault: Los anormales. Curso del Collège de France (1974 1975), Madrid, Akal, 2001, pp. 111-113.
11 Ibid., pp. 37-56.
12 Fernando Álvarez-Uría: Miserables y locos..., y Marc Renneville: Crime et folie. Deux siécles d’enquêtes médicales et judiciales, París, Fayard, 2003.
13 Dominique Kalifa: Crime et culture au xixe siècle, París, Perrin, 2005, pp. 260-265.
14 Tomás Busquet Teixidor: La lucha contra los trastornos del espíritu. Higiene mental popular, Barcelona, Librería Catalonia, 1928, p. 16
15 Manuel Saforcada: «Sesión Inaugural», Higiene Mental. Boletín de la Liga Española de Higiene Mental, 1 (1928), p. 2.
16 Un breve panorama comparativo sobre la preocupación por la lucha contra el crimen y la peligrosidad de los enfermos mentales en las ligas de higiene mental de otros países puede verse en Ricardo Campos: «Psiquiatría, derecho y profilaxis del crimen. Apuntes sobre los casos de España, Francia y Bélgica (1920-1940)», Estudos do Século xx, 19 (2019), pp. 29-42.
17 Óscar Torras: «Los servicios...», p. 24. Sus palabras coincidían con las pronunciadas por el psiquiatra francés André Antheaume: «Les principes généraux qui doivent régir l’assistance des psychopathes», L’Encephale, 17(6) (1922), pp. 330-346.
18 Manuel Ruiz Maya: «La peligrosidad de los alienados en sus aspectos teórico y práctico, Segunda Reunión Anual de la Asociación Española de Neuropsiquiatras, Madrid, 22, 23, 24 de octubre de 1927», Archivos de Neurobiología, 8 (1928), pp. 63-97, esp. p. 64.
19 Manuel Ruiz Maya: «Límite de la peligrosidad en los enfermos mentales y medios para justificar la existencia de las circunstancias que la determinan», en Asociación Española de Neuropsiquiatras. Tercera Reunión Anual, Bilbao, 22, 23, 24 de septiembre de 1928, Barcelona, Tipografía Santiago Vives, 1930, p. 59.
20 David Freis: Psycho-Politics between the World Wars. Psychiatry and Society in Germany, Austria, and Switzerland, Londres, Palgrave Mcmillan, 2019.
21 Manuel Ruiz Maya: «La peligrosidad de los alienados en sus...», pp. 67, 75 y 81.
22 Raffaele Garofalo: Criminologia. Studio sul delitto, sulle sue cause e sui mezzi di repressione, Turín, Fratelli Bocca, 1885.
23 Adolphe Prins: La défense sociale et les transformations du droit penal, Bruselas, Misch et Thron, 1910, p. 76.
24 Sobre la obra de este jurista es imprescindible la consulta del libro Enrique Roldán Cañizares: Luis Jiménez de Asúa. Derecho penal, República, Exilio, Madrid, Dykinson, 2019.
25 Luis Jiménez de Asúa: El estado peligroso del delincuente y sus consecuencias ante el Derecho penal moderno, Madrid, Editorial Reus, 1920, p. 11.
26 Luis Jiménez de Asúa: El estado peligroso. Nueva fórmula para el tratamiento penal y preventivo, Madrid, Imprenta Juan Pueyo, 1922, p. 40.
27 Luis Jiménez de Asúa: El estado peligroso del delincuente..., p. 31.
28 Luis Jiménez de Asúa: El nuevo derecho penal. Escuelas y códigos el presente y del porvenir, Madrid, Editorial Páez, 1929, p. 91.
29 César Camargo Marín: El psicoanálisis en la doctrina y la práctica judicial, Madrid, Aguilar, 1931, p. 20; cit. en Silvia Lévy Lazcano: Psicoanálisis y defensa social..., p. 103.
30 Silvia Lévy Lazcano: Psicoanálisis y defensa social..., pp. 94-125.
31 Ibid.
32 Ibid.
33 Manuel Ruiz Maya: Psiquiatría Penal y Civil, Madrid, Plus-Ultra, 1931.
34 Emilio Mira López: Manual de Psicología Jurídica, Barcelona, Salvat, 1932.
35 Ibid., p. 263.
36 Manuel Ruiz Maya: Psiquiatría penal..., pp. 317-318.
37 Emilio Mira López: Manual de Psicología..., p. 241.
38 Ibid.
39 Rafael Huertas: Organizar y persuadir..., pp. 119-124.
40 El Decreto del 3 de julio de 1931 ha sido estudiado, entre otros, por José Antonio Espino: «La reforma de la legislación psiquiátrica en la Segunda República: su influencia asistencial», Estudios de Historia Social, 14 (1980), pp. 59-106; Josep M. Comelles: La razón y la sinrazón..., pp. 138-142; Rafael Huertas: «El papel de...», pp. 193-219, y Víctor Aparicio Basauri y Ana Sánchez Gutiérrez: «Norma y ley en la psiquiatría española (1822-1986)», Revista AEN, 61 (1997), pp. 125-145.
41 La importante presencia de la peligrosidad en el decreto ha sido apuntada como un elemento fundamental para que no fuera derogado por el franquismo; Ricardo Campos: «Psiquiatría republicana versus psiquiatría franquista. Rupturas y continuidades», Letra Internacional, 121 (2015), pp. 105-128, y Rafael Huertas: «El modelo de atención psiquiátrica en el primer franquismo: rupturas y continuidades», en Ricardo Campos y Ángel González de Pablo (coords.): Psiquiatría e higiene mental en el primer franquismo, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2016, pp. 17-45.
42 Luis Jiménez de Asúa: La legislación penal de la república española, Madrid, Editorial Reus, 1932, p. 15.
43 Enrique Roldán Cañizares: Luis Jiménez de Asúa..., p. 129.
44 Ricardo Campos: « ¿Psiquiatría para los ciudadanos...», p. 32.
45 Sobre la elaboración y aplicación de ambas leyes existe una amplísima bibliografía. Como muestra puede verse Manuel Ballbé: Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Madrid, Alianza Editorial, 1985; Francisco Fernández Segado: «La defensa extraordinaria de la República», Revista de Derecho Político, 12 (1981-1982), pp. 105-135, y Eduardo González Calleja: En nombre de la autoridad. La defensa del orden público durante la Segunda República Española (1931-1936), Granada, Comares, 2014.
46 Rubén Pérez Trujillano: Creación de Constitución, destrucción de Estado: la defensa extraordinaria de la II República española, Madrid, Dykinson, 2018, p. 238.
47 Luis Jiménez de Asúa: Ley de Vagos y Maleantes. Un ensayo legislativo sobre peligrosidad sin delito, Madrid, Editorial Reus, 1934, p. 58.
48 Gaceta de Madrid, núm. 117, 27 de abril de 1933, p. 650.
49 Luis Jiménez de Asúa: Ley de Vagos..., p. 19.
50 «Dictamen de la Comisión de Presidencia acerca del proyecto de ley sobre Vagos y maleantes», Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República Española, núm. 361, 28 de junio de 1933, apéndice 9, pp. 1-5.
51 «Vagos y maleantes», Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República Española, núm. 377, 16 de julio de 1933, pp. 14412-14421 y 14430-14437.
52 Luis Jiménez de Asúa: Ley de Vagos..., p. 5.
53 «Enmiendas del Sr. Juarros al Dictamen de la Comisión de Presidencia sobre el Proyecto de ley de vagos y Maleantes», Diario de Sesiones de la Cortes Constituyentes de la República Española, núm. 365, 5 de julio de 1933, apéndice 5, p. 1.
54 «Vagos y maleantes», Diario de Sesiones...
55 Ibid., p. 14435.
56 Ibid., pp. 14435-14436.
57 «Dictamen de la Comisión de Presidencia acerca del proyecto...», Diario de Sesiones..., p. 1.
58 Luis Jiménez de Asúa: Ley de Vagos..., p. 33.
59 «Ley de Vagos y Maleantes», Gaceta de Madrid, núm. 217, 5 de agosto de 1933, p. 874.
60 S. A.: «El señor Ruiz Funes habla de la Ley de Vagos. La eficacia depende de quien la aplique», Heraldo de Madrid, 4 de septiembre de 1933.
61 En Figueras el intento de habilitar el antiguo penal como campo de reclusión provocó manifestaciones de protesta; S. A.: «El campo de concentración en Figueras», Heraldo de Madrid, 14 de septiembre de 1933. En 1934 el Gobierno requiso el carguero Uruguay para convertirlo en centro provisional de reclusión; Jesús Hernández: «El buque cárcel», Mundo Gráfico, núm. 1163, 14 de febrero de 1934. Véase también Chris Ealham: La lucha por Barcelona. Clase, cultura y conflicto 1898-1937, Madrid, Alianza Editorial, 2006, pp. 139-147.
62 Chris Ealham: La lucha por..., pp. 142-146.
63 «Administración Central. Fiscalía General de la Republica. Circular», Gaceta de Madrid, núm. 73, 14 de marzo de 1934, pp. 1981-1983.
64 «Ley de vagos y maleantes», Gaceta de Madrid, 5 de agosto de 1933, núm. 217, p. 874.
65 Luis Jiménez de Asúa: «Por la Justicia. La Ley de Vagos y Maleantes», La Libertad, 25 de agosto de 1935, p. 1.
66 «Reglamento para aplicación de la ley de Vagos y maleantes de 4 de agosto de 1933», Gaceta de Madrid, núm. 125, 5 de mayo de 1935, pp. 1044-1053, esp. pp. 1050-1051
67 Sebastián Martín: «Criminalidad política y peligrosidad social en la España contemporánea», Quaderni Fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno, 38(1) (2009), pp. 861-951, esp. p. 921.
68 Gonzalo Rodríguez Lafora: La psiquiatría en el nuevo Código Penal español de 1928, Madrid, Editorial Reus, 1929, pp. 28-29.
69 Ibid., p. 67.
70 Oscar Montero Pich: «Las investigaciones de Joaquim Fuster sobre la Moral del Delincuente (y su sexualidad) en la Prisión Modelo de Barcelona (1929-1935)», Revista de Historia de la Psicología, 37(4) (2016), pp. 19-26. También en Ricardo Campos: «¿Psiquiatría para los...», pp. 20-25.
71 Luis Fernando Barrios Flores: «Un siglo de psiquiatría penitenciaria», Revista Española de Sanidad Penitenciaria, 1 (2000) pp. 23-30; íd.: «La psiquiatría penitenciaria: perspectiva histórica y problemas presentes», Sociedad Española de Psiquiatría Legal, 3 (2003), pp. 17-30, y Carmen Gil Arriba: «Entre el crimen y la locura: espacios para recluir por partida doble. La cuestión de los manicomios judiciales en la España de finales del siglo xix y principios del xx», en Pedro Fraile, Quim Bonastra y Juanma Solis (eds.): Los contornos del control. Un entramado de libertades y represiones, Barcelona, Icaria, 2019, pp. 29-45.
72 Manuel Saforcada y Tomás Busquet: «Necesidad urgente de una revisión total de la legislación relativa a los alienados. Primera Reunión de la Asociación Española de Neuropsiquiatras, celebrada en Barcelona los días 21, 22 y 23 de junio de 1926», Archivos de Neurobiología, 6 (s. d.), p. 182.
73 Joaquín Fuster: «Plan de asistencia de los alienados», Archivos de Neurobiología, 6 (s. d.), pp. 210-211.
74 Mariano Ruiz-Funes: Delito y libertad, Madrid, Javier Morata, 1930, pp. 93-109, e íd.: Endocrinología y criminalidad, Madrid, Javier Morata, 1929, pp. 266-315.
75 Luis Gargallo Vaamonde: El sistema penitenciario de la Segunda República. Antes y después de Victoria Kent (1931-1936), Madrid, Ministerio del Interior-Secretaría General Técnica, 2011.
76 «Ministerio de Justicia. Decreto», Gaceta de Madrid, núm. 91, 31 de marzo 1932, p. 2258.
77 Ibid.
78 Sobre los nombramientos véanse «Ministerio de Justicia», Gaceta de Madrid, núm. 113, 22 de abril de 1932, pp. 555-556, y «Ministerio de Justicia», Gaceta de Madrid, núm. 121, 30 de abril de 1932, p. 773.
79 «Ministerio de Justicia», Gaceta de Madrid, núm. 73, 14 de marzo de 1933, p. 1964
80 Ibid.
81 «Ministerio de Justicia», Gaceta de Madrid, núm. 98, 8 de abril de 1933, p. 208.
82 Luis Gargallo Vaamonde: El sistema penitenciario de la Segunda República..., pp. 66-68.
83 Luis Jiménez de Asúa: El nuevo derecho penal..., p. 131.