Ayer 127/2022 (3): 53-80
Sección: Dosier
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2022
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/899
Gonzalo Butrón Prida
Recibido: 20-06-2019 | Aceptado: 09-07-2020 | Publicado on-line: 17-06-2022
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License

Diplomacia y acción exterior española en el Trienio Constitucional: aislamiento europeo y fracaso americano*

Gonzalo Butrón Prida

Universidad de Cádiz
gonzalo.butron@uca.es

Resumen: Este trabajo estudia las claves de la política exterior española durante el Trienio Constitucional y su claro impacto en la pérdida de posiciones de España en Europa y América. En la primera, el régimen liberal no logró frenar el acoso de las potencias legitimistas e, incapaz de tejer alianzas estratégicas, acabó luchando en solitario y perdiendo la batalla por la supervivencia. En América, la apuesta del nuevo régimen por la negociación fracasó ante la resistencia a ceder al reconocimiento previo de la independencia exigido por sus antiguas provincias, todo ello en un contexto marcado por los fuertes intereses económicos y geoestratégicos puestos en juego en aquel continente, que presionaron a favor del reconocimiento internacional de los nuevos Estados americanos.

Palabras clave: liberalismo, política exterior, Trienio Constitucional, independencia americana.

Abstract: This article studies Spanish foreign policy during the Constitutional Triennium and Spain’s resulting loss of influence in Europe and America. In Europe, the liberal regime failed to deflect the continual harassment by the absolutist powers. Unable to forge strategic alliances, it waged an isolated and losing battle against them. In the Americas, the new regime’s commitment to negotiation failed due to its resistance to grant independence to its former provinces. The strong economic and geostrategic interests at stake in the continent favoured the international recognition of the new American states.

Keywords: liberalism, foreign policy, Liberal Triennium, Spanish-American independence.

España de vuelta al centro del escenario político: la revolución de 1820 y sus implicaciones europeas

La revolución de 1820 devolvió a España al centro de la agenda política europea, dada la inquietud generada tanto por los principios defendidos por la recuperada Constitución de 1812, como por el modo en que se restableció, con una conspiración de civiles y militares que forzó al rey a jurar el código que había rechazado en 1814.

Los primeros pasos del nuevo régimen liberal se encaminaron hacia la legitimación del cambio político y la obtención del pleno reconocimiento internacional. Con este fin, trató de transmitir una imagen ideal del proceso de transición del absolutismo al liberalismo. Así lo hizo Evaristo Pérez de Castro, ministro de Estado, en su primer informe leído a las Cortes, en el que dibujó un proceso pacífico de entendimiento entre la nación española y el rey 1, el mismo mensaje que sería transmitido a las cortes europeas por el cuerpo diplomático español 2.

El escenario ideal evocado por el Gobierno quedó superado aquel mismo verano, cuando la extensión de la revolución a Nápoles y Portugal terminó de fijar la tormenta política sobre España. Preocupado por la previsible reacción hostil de las potencias eu­ropeas, el Gobierno adoptó entonces una política de prudencia que desligara a España de las nuevas revoluciones y no diera argumentos a quienes denunciaban la existencia de una conspiración planeada desde Madrid.

Esta política no tardó en ser criticada por los partidarios de un alineamiento claro con quienes habían seguido el ejemplo español. Fue el caso, en primer lugar, del duque de Frías, que a finales de septiembre de 1820 propuso, desde la embajada en Londres, un entendimiento con Portugal en forma de unión o federación, pues entendía que fortalecería la posición de España a la hora de hacer valer sus derechos e intereses en Europa y en América 3. Semanas más tarde, ya conocida la convocatoria de un congreso europeo en Troppau para tratar sobre el modo de controlar la revolución napolitana, Eusebio de Bardají, embajador español en Turín, también solicitaría al Gobierno una política exterior firme que contemplara el apoyo a los napolitanos, pues entendía que si los europeos triunfaban en Italia, toda la fuerza de la contrarrevolución sería dirigida contra España; la misma idea beligerante que expresaría en febrero Luis de Onís desde la embajada en Nápoles 4. La postura de estos diplomáticos sería también secundada desde algunos periódicos, partidarios igualmente de una mayor implicación en defensa de la libertad en Europa 5.

En esta tesitura, el Gobierno encargó a sus diplomáticos que se interesaran por el lugar ocupado por España en la agenda de Troppau. Tanto a Frías en Londres, como al marqués de Santa Cruz en París, se les informó de que la cuestión española era secundaria. Sin embargo, Frías pensaba, como Bardají, que el plan ideado contra Nápoles acabaría siendo aplicado contra España y Portugal, e incluso llegó a expresar este temor a Castlereagh, ministro británico de Asuntos Exteriores, a quien señaló, premonitoriamente, que un incremento de la presión sobre España tendría como resultado la radicalización de su sistema político 6.

En enero de 1821, solo dos meses después de la clausura del congreso de Troppau, las potencias volverían a reunirse en Laibach, donde acordarían una intervención militar austriaca contra el liberalismo napolitano. El Gobierno español tanteó entonces la opinión de los diplomáticos europeos acreditados en Madrid. Mientras que los de Francia y Gran Bretaña aseguraron que sus gobiernos no tenían intención de interferir en los asuntos internos de España 7; los de Prusia y Austria manifestaron que sus gobiernos no intervendrían si no eran provocados, en tanto que el de Rusia hizo saber que su corte ya no consideraba a España una aliada, de modo que no tenía obligación de informarle sobre las intenciones de la alianza europea 8.

Más alentadoras resultaron las declaraciones de apoyo a la España constitucional hechas a mediados de febrero en las Cámaras británicas. El primer ministro, Lord Liverpool, desvinculó en los Lores el caso de Nápoles del de España, donde no encontraba argumentos para una interferencia exterior; en tanto que, en los Comunes, Castlereagh reconocería una legitimidad a la revolución española, ganada esencialmente durante la Guerra de la Independencia, que negaba a la napolitana. Tras estas intervenciones, el Gobierno encargó a Frías que obtuviera de Gran Bretaña un compromiso formal de no injerencia, sin embargo, Castlereagh evitó ofrecer una garantía así a España 9.

Pese a estas primeras complicaciones, el Gobierno insistió en su apuesta por la moderación y la neutralidad, manifiesta en el informe leído a las Cortes por el ministro de Estado en marzo de 1821, que fiaba el respeto a las instituciones españolas a la negación de la participación, «directa o indirecta», en los cambios políticos de Nápoles y Portugal 10. Esta política sería particularmente cuestionada en la sesión del 2 de abril siguiente, en la que hubo una disputa abierta entre el Gobierno y los diputados que reclamaban una mayor determinación en la defensa de la libertad allí donde estuviera en peligro. Por ejemplo, Romero Alpuente propondría una alianza con los regímenes de Nápoles, cuya caída aún no era conocida, y Portugal, así como un acercamiento a Gran Bretaña y Francia, consideradas naciones libres y, por tanto, potenciales aliadas; Toreno también abogó por una alianza con Gran Bretaña, en tanto que Juan Palarea y el propio Toreno llamaron la atención sobre el exceso de idealismo del Gobierno y reclamaron el refuerzo y la mejora del ejército y de la hacienda, pues entendían que los recursos militares y económicos eran claves para hacer valer los intereses de España frente a cualquier amenaza exterior. En todo caso, estas críticas no lograron alterar la política oficial, defendida en aquella sesión por Martínez de la Rosa 11.

Del aislamiento a la invasión

La derrota del liberalismo en Italia daría la razón a quienes habían avisado de que España estaba en el punto de mira de las grandes potencias y exigió un cambio en la política exterior española, que giró progresivamente desde el énfasis en la neutralidad a la búsqueda de alianzas que garantizaran el futuro de su sistema político.

El giro cobró impulso en el verano de 1822, cuando el fracaso del intento de golpe de Estado de julio provocó la llegada de los exaltados al poder. A partir de entonces, tanto Francia 12 como las potencias legitimistas incrementaron su presión sobre el régimen español y utilizaron especialmente como arma la presentación de Fernando VII como prisionero de los exaltados 13. Es más, el cuerpo diplomático acreditado en Madrid llegó a firmar, con la excepción del representante británico, que envió una nota más moderada, una reprobación colectiva contra el nuevo Gobierno español, cuya suerte quedaba vinculada al respeto a la persona del rey, pues «el más mínimo atentado contra la majestad real sumiría a la Península en un abismo de calamidades» 14.

La presión sobre España crecería en los meses siguientes con motivo de la reunión del congreso de Verona, convocado, en opinión de Luis de Onís, en aquel entonces embajador español en Londres, para «poner un dique a la libertad española que hace temblar al Despotismo de los Grandes Soberanos de Europa» 15. Los temores de Onís se confirmaron y las duras notas enviadas por Austria, Prusia, Rusia y Francia tras la clausura del congreso provocaron la ruptura de las relaciones diplomáticas con aquellas potencias y acentuaron la situación de aislamiento del régimen español. Las notas, que fueron leídas a las Cortes en enero por Evaristo San Miguel, ministro de Estado, no solo desacreditaban al régimen español subrayando su origen insurreccional, sino que justificaban el recurso a la fuerza al acusarlo de haber promovido la extensión de la revolución por toda Europa 16.

El Gobierno liberal, convertido en el siguiente objetivo militar de la Santa Alianza, intentó evitar su aislamiento completo e inició una carrera contrarreloj para fortalecer sus vínculos con Gran Bretaña y Portugal. El acercamiento a Gran Bretaña se había iniciado en septiembre, cuando se expuso al nuevo embajador británico, William A’Court, el deseo español de alcanzar un mayor entendimiento 17, justo además cuando su nombramiento fue interpretado en Europa como un síntoma del alineamiento de Gran Bretaña con España 18. Todavía antes de la conclusión del Congreso de Verona, Diego Colón, que había sustituido a Onís, se dirigió al menos dos veces a Canning, nuevo ministro de Asuntos Exteriores tras la muerte de Castlereagh, con la esperanza de que su Gobierno se apresurara a «derrotar cualesquiera maquinaciones que amenacen la paz y el bienestar de una potencia aliada íntima de Gran Bretaña», solicitándole igualmente seguridades sobre que no permitiría un ataque militar contra España 19. La respuesta del ministro inglés fue muy genérica y se limitó a declarar que su Gobierno descartaba cualquier intervención en «los negocios domésticos de naciones independientes», así como que estaba en contra de la guerra 20. En enero de 1823, cuando la intervención francesa en España parecía cada vez más probable, el Gobierno buscó directamente los buenos oficios británicos para prevenirla 21, y lo hizo, como reconocería San Miguel más tarde, con esperanzas fundadas de que Gran Bretaña no abandonaría España a su suerte, dada su posición en el Congreso de Verona y la presión de su opinión pública a favor de la causa liberal 22.

Preocupado por una pérdida significativa de posiciones en España, Portugal y América, el Gobierno británico decidiría ofrecer su mediación a España y Francia, aunque esta última declinó el ofrecimiento; trató igualmente de ganarse a Austria para la causa de la neutralidad, pero también sin éxito 23. El eje de la acción británica giró entonces en torno a la negociación con España, que fue llevada a cabo tanto por A’Court, como por lord Fitzroy Somerset, que llegó a Madrid con instrucciones de Wellington de negociar una reforma constitucional que incrementara el poder real y contentara tanto a Fernando VII, que tendría más fácil aceptar el sistema liberal, como a Francia, que justo había condicionado sus planes militares a la reforma constitucional en España 24. De hecho, la propuesta parecía contar con el respaldo francés, como no solo lo constataría Wellington, a quien Villèle, primer ministro francés, le habría reconocido en diciembre en París que Francia transigiría con una reforma constitucional que pudiera ser aceptada por el monarca español 25; sino también Diego Colón, a quien Canning y el encargado de negocios francés en Londres le habían transmitido la misma idea 26.

Con independencia de que la oferta francesa fuera sincera o no, lo cierto es que la propuesta británica no fue asumida por el Gobierno, que, en un ambiente polarizado, se mostró partidario de resistir al desafío francés arguyendo que las reformas constitucionales solo podían ser decididas por los españoles libre y ­espontáneamente 27.

El Gobierno británico, con dudas sobre si en Madrid eran conscientes de la gravedad de la situación, pediría a su embajador que insistiera en la necesidad de revisar la Constitución y de realizar alguna propuesta razonable que los franceses no pudieran rechazar 28. Los esfuerzos de A’Court fueron inútiles y a mediados de febrero, tras un encuentro con Fernando VII, había perdido toda esperanza de alcanzar un acuerdo, dada «la violencia de los Exaltados, la obcecación de los Doctrinarios, la exageración de los Serviles y la obstinación de los ministros» 29. Y es que la decisión no dependía solo de la voluntad del Gobierno, sino que también debía contar con el beneplácito del rey, y Fernando, que siempre se había opuesto a aceptar límites a su poder, mucho menos los iba a aceptar en 1823, cuando las potencias continentales habían acordado enviar un ejército a «rescatarlo» 30.

En cuanto a Portugal, las negociaciones se remontaban a abril de 1821, cuando el Gobierno español encargó a su representante en Lisboa que sondeara la disposición portuguesa a la firma de un tratado secreto con España, así como las opciones de formar una confederación, o incluso una unión, entre las dos naciones 31. Sin embargo, no cobraron fuerza hasta un año más tarde, animadas por la estrategia de Silvestre Pinheiro, ministro portugués de Asuntos Exteriores y líder del partido probritánico en Lisboa, que usó el acercamiento a España para obtener de Gran Bretaña un compromiso claro con la defensa de Portugal frente a la amenaza de la Santa Alianza. Ya en abril de 1822 Pinheiro había advertido a Gran Bretaña que, si no emitía una declaración oficial de apoyo, su Gobierno tendría que buscar ayuda en otras potencias; en tanto que en junio iría más allá e incluso mencionaría la posibilidad de una unión con España. En todo caso, la posición negociadora de Pinheiro se iría debilitando conforme la presión europea sobre España se hizo más crítica, hasta que en mayo de 1823 tuvo que ceder ante las advertencias de Canning, que declaró en los Comunes que Portugal perdería cualquier derecho a la ayuda británica si se comprometía con la causa de España sin mediar una provocación directa de parte francesa 32.

El fracaso de las negociaciones con Gran Bretaña y Portugal confirmó el colapso de la política exterior española, incapaz de tejer una red de alianzas que reforzara su posición en el orden europeo e impidiera la intervención militar francesa. Abandonada por sus potenciales aliados, el Gobierno apostó por una huida hacia adelante y manifestó su firme determinación de resistir a la imposición de un cambio en su sistema de gobierno, negándose a aceptar negociación alguna mientras hubiera tropas francesas en suelo español.

La situación del Gobierno liberal se complicó aún más en junio, cuando las Cortes decidieron buscar refugio en Cádiz y el rey, contrario a la medida, fue forzado a ceder provisionalmente el poder a una regencia. La decisión agravó el aislamiento del Gobierno español, pues A’Court se quedó en Sevilla en espera de instrucciones de Londres e ignoró la invitación de unirse a las Cortes, el Gobierno y el rey en Cádiz 33. Sin apenas capacidad de resistencia, el Gobierno intentaría aceptar las propuestas de reforma constitucional rechazadas meses atrás, sin embargo, ya era demasiado tarde, pues los franceses, ante la perspectiva de una pronta victoria, no contemplaban otra salida que la «liberación» del rey 34. Esta se produjo a finales de septiembre y dio paso a la restauración del absolutismo. Caía de este modo la España liberal, en buena medida por las políticas adoptadas para hacer frente a la amenaza exterior, que no lograron evitar que tuviera que luchar en solitario contra Francia y la Santa Alianza.

Un segundo fracaso: la política americana del Trienio

Las fisuras de la política exterior no solo contribuyeron a la caída de la España liberal, sino que también limitaron las opciones de una salida negociada en la disputa con sus territorios americanos. Si bajo el absolutismo el uso de la fuerza había primado frente a cualquier negociación, el nuevo escenario político abierto en 1820 planteaba, al menos a priori, esperanzas de cambio en las relaciones entre la España europea y la americana. De entrada, porque la propia revolución de 1820 había supuesto el desmantelamiento de la expedición que se estaba aprestando con destino a América; en segundo lugar, por la lógica americanista de la Constitución de 1812, que podía servir de marco para un arreglo; y, finalmente, por la propia necesidad americana de dotar de estabilidad y legitimidad a sus nuevas estructuras políticas, dado que la sucesión de guerras y enfrentamientos de la última década trababa el proceso de creación, organización y consolidación de los nuevos Estados.

Como había sucedido en el caso de las relaciones con Europa, la cuestión americana también fue inicialmente tratada con un alto grado de idealismo 35. Las primeras declaraciones oficiales mostraron optimismo sobre la posibilidad de alcanzar un entendimiento o «pacificación», el término usado con más frecuencia por las autoridades españolas, que consideraban el problema como un asunto de política interior. Así quedó de manifiesto en la memoria leída a las Cortes en julio de 1820 por Antonio Porcel, ministro de Ultramar, que confiaba en que el nuevo marco constitucional bastaría por sí mismo para arreglar la situación 36. La confianza en la bondad del nuevo contexto político se complementó con la renuncia al uso de la fuerza y la concesión de un perdón general, entendidos como puntos de partida para el acercamiento y la reconciliación con los americanos 37.

A partir de ahí, el Gobierno planteó la negociación como argumento principal, una postura que pareció razonable en aquel momento. Así lo percibió el liberal James Mackintosh en julio de 1820, cuando declaró en la Cámara de los Comunes que no era lo mismo plantear el retorno de las provincias americanas al yugo del absolutismo, que la unión de españoles y americanos bajo el principio de la libertad, de ahí su recomendación de esperar y conocer «si las Cortes plantearían unos términos liberales e igualitarios, y si los españoles americanos estarían dispuestos a oír propuestas de unión» 38. Con todo, la resistencia de unos y otros a hacer concesiones a sus posiciones de partida frustraría las iniciativas negociadoras. En este sentido, la posición de fuerza de los americanos en torno al irrenunciable principio de la independencia tropezaba con el talante soberbio y de superioridad de las autoridades españolas, con Fernando VII a la cabeza 39, pero también con unas Cortes a las que costaba asumir la independencia como una alternativa histórica posible 40.

El Gobierno español nombró pronto los primeros comisionados encargados de negociar en el marco de unas Juntas de Pacificación, pero cuando en septiembre de 1820 llegaron por fin a América, se toparon con la que sería la mayor traba para el entendimiento: la exigencia americana del reconocimiento previo de la independencia 41.

La rigidez americana lastraría también las opciones de éxito de las propuestas de acuerdo que llegaron por diferentes vías a Madrid, como la representada por el «Plan de Reconciliación y Proyecto de Confederación Hispánica» presentado en octubre de 1820 al duque de Frías por Francisco Antonio Zea, representante grancolombiano en Londres; o las portadas por los enviados por Bolívar a Madrid al final de la primavera de 1821.

El objetivo declarado del plan de Zea era «sustituir el espíritu de repulsión y de divergencia que va separando de la Monarquía tantos pueblos y acabará por separarlos todos», por otro de convergencia y acuerdo, materializado en la formación de «un fuerte y poderoso imperio federal». Zea partía de la consideración de la incapacidad de la Corona española de impedir que América, y en especial Colombia, conquistara su libertad por la fuerza, de ahí lo ventajoso de aceptar una separación amigable, pues permitiría a España conservar su condición de potencia 42. Frías, que sabía desde julio que Zea estaba buscando la mediación inglesa 43, no tardó en remitir la propuesta al Gobierno, que contestaría en noviembre que la hallaba inaceptable «como que tiene por base un principio que no está el Gobierno ni la Nación en estado de admitir, como es la Independencia de la América». Se malograba de este modo una de las primeras tentativas de acuerdo, en opinión de Zea por la ceguera de Madrid, que no terminaba de entender que ya era imposible someter y tranquilizar a «aquella mitad del nuevo continente» 44.

La misión de Revenga y Echeverría, nombrados por Bolívar conforme a lo dispuesto por el armisticio firmado en Trujillo en noviembre de 1820, presentaba un hándicap similar, pues aspiraba al reconocimiento por España «de la absoluta independencia, libertad y soberanía de Colombia como República o Estado» y, para ello, viajaban con instrucciones de rechazar tanto cualquier tipo de solución federal, como cualquier propuesta de carácter monárquico, ya fuera de parte de la dinastía Borbón, ya de parte de cualquier otra casa europea. Sí contaban, en cambio, con opciones de negociar territorial y comercialmente, pero la rigidez de su mandato en los puntos clave, unida al cambio de escenario que medió hasta su llegada a Cádiz a mediados de mayo, cuando ya se había roto el armisticio, contribuyeron a que apenas fueran recibidos ni oídos en Madrid 45.

Con todo, la coincidencia aquella primavera en la capital de los enviados de Bolívar y del propio Zea contribuyó a incrementar las expectativas sobre la cercanía de un arreglo. Ya el embajador francés había informado, en febrero de 1821, de que, si bien eran pocos los que se atrevían a exponerlo públicamente, muchos constitucionales sabían que la separación de América era prácticamente irreversible. Presos de la contradicción de defender la libertad en Europa y combatirla en cambio en América, asumían que era necesario hacer concesiones y que la independencia formaba parte del coste de implantar el liberalismo en la Península 46. A partir de ahí se sucederían los testimonios sobre la eventualidad de un arreglo. A finales de abril, Castlereagh preguntó a Onís sobre la posibilidad de que el rey enviara infantes a América, a lo que contestó que no podía opinar, pero que no le sorprendería, dado que las condiciones eran favorables 47; en tanto que, poco después, El Espectador atribuía al Gobierno el proyecto de proponer a las Cortes el envío de los infantes don Carlos y don Francisco a América, «la única medida que en nuestro concepto puede reconcentrar las divergentes opiniones de nuestros hermanos de ultramar respecto de su bienestar político y civil» 48. A principios de junio también Miguel Ramos Arizpe, diputado por Nueva España, manifestaría su optimismo en privado a su hermano 49. En esas mismas fechas, el embajador británico daría cuenta a su Gobierno de la excepcionalidad del momento, poniendo el acento en la iniciativa promovida por el nuevo ministro de Estado, Eusebio de Bardají, que le había manifestado que trabajaba por una salida federal para España y América «bajo la cual, y sin destruir totalmente los nexos actuales, se daría virtualmente a las colonias todas las ventajas de su independencia»; se trataba, según Bardají, de una cuestión muy delicada, que no podría resolverse en la vigente legislatura de las Cortes, y que contaría, muy probablemente, con la oposición del rey 50.

El apunte de Bardají sobre el papel paralizador del rey, a cuyo inmovilismo atribuyó Gil Novales la frustración del proyecto 51, sería confirmado por el embajador francés, que había señalado en mayo a su Gobierno que Fernando no solo no aceptaba la idea del envío de infantes a América, sino que incluso temía que fuera una argucia de sus enemigos para obligarlo a incurrir en un peligroso incumplimiento de la Constitución 52.

Con la oposición del monarca, y ante las dudas que la constitucionalidad del arreglo generaba, la comisión formada en las Cortes para tratar la cuestión americana se disolvería sin presentar una recomendación concreta de actuación. Su presidente, el conde de Toreno, explicaría el 24 de junio que «circunstancias particulares» les habían obligado a suspender la presentación de un dictamen, ya que «la opinión no se hallaba preparada para una resolución definitiva», limitándose a recomendar al Gobierno que trabajara con celo en la búsqueda de una solución «para la pacificación justa y completa de las provincias disidentes de América» 53.

A pesar de este revés, que frustraba las opciones de avanzar en el terreno de las concesiones, José Miguel Ramírez, diputado novohispano, presentó al día siguiente a las Cortes una propuesta de confederación en nombre de todos los diputados americanos, basada en un plan esbozado por Lucas Alamán y José Mariano de Michelena 54. La exposición, firmada por cuarenta y ocho diputados, comenzaba con la expresión del desencanto producido por la frustración de los últimos avances en el arreglo del embrollo americano, así como con el reconocimiento de que la violencia nunca sería una solución. Criticaba luego la aplicación del sistema constitucional en América en los mismos términos que en Europa, dadas la enorme distancia que las separaba y las diferencias de costumbres, y proponía, en consecuencia, un desdoble del sistema constitucional que asegurara la igualdad de derechos ciudadanos para americanos y europeos. El plan contemplaba la creación en América de tres secciones de Cortes, tres delegaciones del ejecutivo, tres del Consejo de Estado y tres del Tribunal Supremo; e incluía, de igual modo, medidas de carácter comercial y fiscal, así como el pago de una indemnización a España con el fin de compensar la deuda exterior y los gastos de la marina 55. Ahora bien, las posibilidades de éxito de la iniciativa eran muy limitadas, ya que a la nula predisposición del rey había que sumar que los firmantes carecían de seguridad de la aceptación del plan ni en Nueva España, ni en el resto de América 56. Con el cierre de la legislatura muy cercano, ni esta propuesta, ni la muy similar presentada al día siguiente por Ramos Arizpe, destinada precisamente a Nueva España, dieron lugar a debate alguno en las Cortes, que siguieron aplazando la toma de decisiones concluyentes, en tanto que el Gobierno terminó por considerarlo inconstitucional 57.

Poco más tarde, en agosto de 1821, el Gobierno y las Cortes tendrían conocimiento del tratado firmado en Córdoba por Agustín de Iturbide y Juan O’Donojú, nuevo jefe político superior y capitán general de Nueva España. La firma del acuerdo, que reconocía la independencia de Nueva España, hay que entenderla en el contexto tanto de la complicidad de O’Donojú con Michelena y Ramos Arizpe, que habrían conspirado para conseguir su nombramiento en sustitución de Ruiz de Apodaca; como de la confianza en que la ofensiva parlamentaria de los diputados de ultramar llegara a buen puerto 58.

El conocimiento del tratado de Córdoba, que no llegaría a sancionarse en España, supuso un baño de realidad para el Gobierno español, reacio a reconocer la gravedad de la cuestión americana. Buena muestra de ello son las memorias presentadas a las Cortes por los ministros de Ultramar en 1821 y 1822, que confiaban en una mejor salida gracias al efecto combinado de la aplicación de los principios constitucionales en América, el desencanto y cansancio acumulado por los insurgentes ante la prolongación de la lucha y su incapacidad para constituir gobiernos estables 59. De igual modo, el «Informe del Gobierno a las Cortes sobre medidas de pacificación para las Provincias de Ultramar», de enero de 1822, insistía en la opción paralizante de plantear la vía negociadora sin ceder al reconocimiento de la independencia 60.

Desde finales de 1821 el Gobierno contaba además con la opinión del Consejo de Estado, que por fin se pronunciaba sobre la cuestión de la pacificación. Lo hizo primero el 7 de noviembre a través de una consulta que, en unos momentos en los que parte de la prensa daba a entender que el envío de un refuerzo naval permitiría apuntalar el control español de los disidentes 61, daba un paso atrás y recomendaba el empleo de la fuerza, y solo mostraba disposición a realizar concesiones en el ámbito comercial. Aun así, los votos particulares emitidos por algunos consejeros ponían de manifiesto que también había partidarios de ceder en el terreno político 62. Poco después, el 12 de diciembre, el Consejo de Estado remitiría al rey un dictamen en el que analizaba, con evidente retraso, las cartas recibidas de México tanto de Ruiz de Apodaca, de 29 de mayo, como de Juan O’Donojú, de 31 de julio y 13 de agosto. Ambos coincidían en la expresión del estado crítico en el que se encontraba Nueva España, pero mientras que el primero solicitaba el envío urgente de refuerzos militares, el segundo justificaba la firma del armisticio ante la posibilidad de conciliar el trabajo por «las mayores ventajas de la Patria» con la independencia de Nueva España, que consideraba «indefectible». El Consejo de Estado, que no compartía el razonamiento de O’Donojú, recomendaba ordenar su regreso inmediato a la Península y desvanecer las dudas acerca de las instrucciones que había llevado a América «haciendo conocer que ni tuvo, ni pudo tener otras que las conformes a los principios constitucionales». Esta decisión se complementó con la de enviar una serie de notas diplomáticas que aclarasen que O’Donojú había procedido sin autorización del Gobierno 63.

Pese a la inflexibilidad dominante, aquel mismo enero el diputado Fernández Golfín presentó a las Cortes un plan para el reconocimiento de la independencia de las provincias americanas inspirado en la Memoria sobre el estado actual de las Américas y medios de pacificarlas, redactada y publicada por Miguel Cabrera de Nevares en octubre de 1821 por encargo de Ramón López Pelegrín, entonces ministro de Ultramar. El plan señalaba que no tenía sentido enviar nuevos comisionados a América si no se asumía tanto que los americanos no estaban dispuestos a aceptar otra alternativa que la independencia, como que en la Península no se disponía de medios para controlar aquellos territorios; por ello, recomendaba ceder lo que no se podía retener por la fuerza para no privarse, al menos, de las ventajas de una salida amistosa y acordada. La solución la cifraba, como Zea, en un acuerdo de confederación que reconocería a Fernando VII como «Protector de la Gran Confederación Hispano-Americana» 64.

La propuesta de Golfin no encontró apoyo suficiente en las Cortes 65, y eso pese a que cada vez menos diputados tenían esperanzas de poder frenar el proceso de separación de las provincias americanas 66. Sin embargo, alcanzó cierta relevancia en la época gracias al análisis publicado por el abate De Pradt, que responsabilizaba al Gobierno liberal y su falta de realismo de la aceleración del distanciamiento con las provincias americanas, y ponía como ejemplos la rigidez de las instrucciones dadas a los comisionados mandados a América y la nula receptividad a las propuestas de los enviados de Bolívar 67. En cuanto al plan en sí mismo, aunque lo creía bienintencionado, lo consideraba erróneo de partida, pues aunque en su primer artículo reconocía expresamente la independencia de las provincias de la América española, los siguientes incorporaban tantas estipulaciones que anulaban el efecto de esa primera declaración 68. Finalmente, tras analizar el plan punto por punto, De Pradt lo rechazaba, pues su aplicación no haría más que «prolongar la penosa situación que producen las dilaciones que la España emplea en este reconocimiento, el cual es el día de hoy una de las primeras necesidades de la Europa» 69.

El fracaso a la hora de avanzar en algún tipo de negociación no impidió que las Cortes insistieran en esta salida durante la legislatura extraordinaria de 1821-1822, que terminaría en febrero con la presentación de un nuevo dictamen de la comisión de Ultramar, un breve documento que, tras declarar nulos «los tratados que se hayan celebrado entre los jefes españoles y gobiernos de América», se mostraba favorable al envío de nuevos comisionados que pudieran oír y transmitir a la metrópoli las proposiciones que se les hicieran 70. La concisión del dictamen contrastaba con la extensión de los votos particulares firmados por seis de los nueve miembros de la comisión, que expusieron su malestar por el modo en que se estaba conduciendo el asunto. Es más, dos ellos, los firmados por Moscoso y Toreno y por Murfi, Navarrete y Paul, no se oponían por completo al reconocimiento de la independencia, pero siempre que fuera precedido de la firma de tratados ventajosos en lo político y lo comercial 71. Tanto lo expresado por estos votos, como las intervenciones de otros diputados en el debate suscitado por el dictamen, evidencian la existencia en las Cortes de partidarios de hacer concesiones y llegar a un acuerdo sobre la independencia. Sin embargo, no lograrían imponer sus argumentos y la legislatura extraordinaria volvería a terminar sin avances, con el enroque de españoles y americanos en sus posiciones de partida. Así lo demuestra, de un lado, la aprobación el día 13 de las proposiciones hechas por el conde de Toreno relativas a la anulación del tratado de Córdoba, la declaración ante las potencias extranjeras de que España mantenía sus derechos sobre América y el refuerzo de los puntos que aún conservaba la metrópoli; y, en el lado contrario, la intervención del mexicano Pablo La Llave, que ponía el acento en la incomprensión de la profundidad y la irreversibilidad de la brecha abierta entre americanos y europeos 72.

En la nueva legislatura, inaugurada el 15 de febrero de 1822, el debate sobre el problema americano se desarrolló en los mismos términos, manifiestos en la memoria presentada por el ministro de Ultramar en marzo de 1822 y en el dictamen de la comisión de Ultramar leído el 25 de junio, de nuevo, como se quejaría Alcalá Galiano, a punto de concluir la legislatura. Este último partía del reconocimiento del estado «sumamente crítico y desagradable» de muchas de las provincias ultramarinas, así como de la inestabilidad de los gobiernos disidentes, que dificultaba la propuesta de una solución única, incluida la independencia, que «sería en verdad agradecida en algunas partes, pero deplorada en muchas, y seguramente perjudicial en todas». Pese a la mención a la independencia, sus propuestas se limitaban a la protección de las personas, las propiedades y los intereses de los «adictos a la metrópoli», además del refuerzo de las posiciones en Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Solo el voto particular de Mateo Ibarra, diputado por Guatemala, presentaba una alternativa. Ibarra opinaba que ya era «física y moralmente imposible que la España americana deje de hacerse independiente de la España europea», de ahí que propusiera autorizar al Gobierno a negociar sobre la base del reconocimiento de la independencia. Aunque su iniciativa no prosperó, sí que consiguió el respaldo de un pragmático Alcalá Galiano, que no solo señaló las escasas posibilidades de evitar la separación de aquellas provincias, dadas la fuerza del deseo de independencia y la falta de recursos de España, sino también la conveniencia de aceptar la situación y negociar tratados favorables sobre la base de la concesión de la independencia «pudiéndose sacar mayor ventaja con hacer hoy lo que precisamente nos veremos obligados a hacer mañana» 73.

Esta misma posición crítica, que el embajador inglés señalaba que era compartida en privado por varios ministros y diputados 74, sería públicamente defendida por Vicente Basadre en noviembre de 1822. Este militar español, que conocía la situación americana de primera mano, lamentaba que los últimos «comisionados pacificadores» que habían salido en octubre del puerto de Cádiz no viajaran autorizados para reconocer la independencia, pues en ese caso ni serían oídos, ni siquiera admitidos a desembarco. Creía que mantener las provincias americanas a la fuerza era imposible, y generaría además unos gastos inmensos, de ahí que se mostrara partidario, como Alcalá Galiano, de aceptar la independencia, pues aún era tiempo de hacerlo «con decoro» y sacar además algunas ventajas en los tratados que se acordaran 75.

A esas alturas, el pesimismo dominante, la creciente fractura del liberalismo español y la presión cada vez más abierta del absolutismo tanto en el norte peninsular como en Europa terminarían de empantanar la opción de la salida negociada sobre la base del reconocimiento de la independencia, que nunca llegó a recabar suficientes apoyos. Se dio en cambio preferencia a la solución de los problemas peninsulares, así como a la acción exterior destinada a evitar el aislamiento frente al desafío de la Europa legitimista. Solo en agosto de 1823, en una situación desesperada y sin apenas opciones reales de éxito, la comisión de Ultramar emitiría un dictamen que reconocía la conveniencia de renunciar a la fuerza y transigir con la concesión final de la independencia «del modo más ventajoso para ambas partes», planteando para ello la reunión de plenipotenciarios de ambas partes en un punto neutral de Europa 76.

La ofensiva diplomática por el no reconocimiento

De forma paralela al trato con los disidentes americanos la acción exterior española multiplicó sus esfuerzos con dos objetivos. En primer lugar, evitar la intromisión de terceras potencias en la querella con los nuevos poderes articulados en América, pues desde Madrid se interpretaba como una cuestión de política interior; en segundo lugar, encontrar aliados que respaldaran la posición española con las menores contrapartidas posibles. En ambos casos, las opciones de éxito eran mínimas, dadas las enormes expectativas políticas y económicas despertadas en Europa y Estados Unidos por el horizonte de una América independiente. De hecho, estas eran tan amplias y enfrentadas que generaron un conflicto de intereses geoestratégicos de enormes dimensiones, recientemente bautizado como la «Western Question» 77.

En un principio, el alcance de los intereses en juego no sería completamente desfavorable para la posición española. Por una parte, porque la enorme rivalidad surgida precisamente en torno al futuro de los territorios de la América española contenía la intervención directa de Gran Bretaña y los Estados Unidos, envueltos en lo que Jay Sexton ha denominado «collaborative competition» 78; en tanto que, por otra, el compromiso de la Europa legitimista con la monarquía y con la restauración del absolutismo en España aplazaba también cualquier intervención directa por su parte.

Una muestra temprana de cómo el conflicto de intereses neutralizó la toma de decisiones respecto a América la encontramos en la Cámara de los Comunes británica en julio de 1820, cuando Stephen Lushington, diputado radical, puso de manifiesto el amplio elenco de actores implicados en la cuestión y propuso el reconocimiento diplomático de los nuevos Estados para impedir que franceses y estadounidenses cobraran ventaja, pero Castlereagh mostró su disconformidad, pues consideraba que una cuestión de tanta importancia no admitía precipitación 79.

La situación cambió a principios de 1822, cuando se presumía el pronto reconocimiento de la independencia americana por parte de los Estados Unidos. En este nuevo contexto, el gabinete de Martínez de la Rosa se propuso lograr el compromiso expreso de los gobiernos europeos de no interferir directa ni indirectamente en las diferencias entre España y sus territorios americanos, así como de reconocer «el derecho incontestable de la España a conservarlos bajo su Gobierno y que en ningún tiempo reconocerán los gobiernos ilegítimos» 80. El anuncio en marzo del reconocimiento de la independencia por parte del Congreso de los Estados Unidos complicó la consecución de este objetivo. A principios de aquel mes, al tener conocimiento del inicio del trámite parlamentario, Joaquín de Anduaga, embajador español en Washington, remitió una nota de protesta al presidente Adams en la que le manifestaba que los derechos españoles sobre aquellas provincias seguían intactos 81. En el despacho remitido a Madrid informando del hecho, Anduaga recordaba las renuncias hechas por España al ratificar el tratado Onís-Adams en octubre de 1820 con la esperanza de que el Gobierno estadounidense no reconociera las provincias sublevadas, para acto seguido reconocer que «después de haber conseguido de la España los mayores y vergonzosos sacrificios, los ha reconocido ejecutando lo mismo que aquella quería evitar con su fatal condescendencia». Su criticismo se extendería al propio Gobierno español, del que no había recibido instrucciones pese a lo previsible de la medida, muestra sin duda del abandono y la debilidad de la representación exterior española. A la espera de instrucciones, Anduaga entendía que una vez que se aprobara el reconocimiento debía pedir sus pasaportes, y anunciaba que, para no coincidir con el representante de Colombia, que ya estaba en Washington, ni con el de México, que estaba por llegar, había decidido trasladarse a Filadelfia, «siendo el único medio de evitar el bochorno que de otro modo padecería a cada instante mi representación» 82. El enfado de Anduaga contrastaba con el tono moderado de la respuesta de Adams, que manifestaba la disposición de su Gobierno a conservar las buenas relaciones con España, de la que apreciaba cómo luchaba en Europa para mantener su independencia frente a la presión exterior, la misma lucha que, en su opinión, habían abordado los países que habían estado conectados colonialmente con España. Según Adams, los Estados Unidos habían observado hasta entonces «la más imparcial neutralidad» en esa lucha, pero una vez que el Gobierno español había perdido el control de aquellos territorios creían llegado el momento de reconocer su independencia, una medida que esperaba que fuera seguida por la propia España y las potencias europeas 83.

El Gobierno español reaccionó a finales de abril enviando instrucciones a sus embajadores en Francia, Rusia y Gran Bretaña que permitieran desmontar en Europa los argumentos esgrimidos por Washington 84. A principios de mayo, como refuerzo de esta ofensiva diplomática, el Gobierno de Martínez de la Rosa remitió a las principales cortes europeas un manifiesto en el que informaba de la situación de la América española y de la decisión de enviar comisionados en busca de un acuerdo; entre tanto, apelaba al principio de legitimidad y al respeto del derecho internacional para solicitar el no reconocimiento de las llamadas provincias rebeldes 85. En breve, los embajadores en Londres, París, Viena, Berlín y San Petersburgo recibieron nuevas instrucciones de insistir ante aquellas potencias para que no reconocieran, directa ni indirectamente, los gobiernos de facto establecidos en aquellas provincias; no establecieran relaciones políticas con ellas y, en definitiva, no dieran paso alguno mientras durara la misión de los nuevos negociadores 86.

Conocemos, por las respuestas de los gobiernos ruso y prusiano, que las potencias continentales, atrapadas en la trampa de la legitimidad que les hacía posicionarse en este punto junto a un régimen constitucional que detestaban, aún respetaban los derechos de España, o mejor dicho de Fernando VII, sobre América. En concreto, sus ministros de Asuntos Exteriores coincidieron en confirmar que todas las potencias europeas habían rechazado la petición de Francisco Antonio Zea de reconocer la independencia de Gran Colombia y establecer relaciones diplomáticas con ella y, de igual modo, manifestaron la idoneidad de buscar una salida negociada que pudiera conciliar los derechos españoles con las aspiraciones de los americanos 87.

En el caso de Gran Bretaña, Luis de Onís se había adelantado a la solicitud oficial y había sondeado a finales de abril a aquel Gobierno. Castlereagh le reconocería que Gran Bretaña había actuado hasta entonces con moderación, puesto que no solo había evitado conceder carácter oficial a los representantes americanos desplazados a Londres, sino que dos años atrás, cuando los Estados Unidos le habían comunicado su intención de reconocer la independencia de la América española, habían contestado que su Gobierno no tenía intención de seguir sus pasos, a la espera de que España o bien pudiera recuperar el control de aquellos territorios, o bien fuera capaz de alcanzar acuerdos favorables con ellos. Ahora bien, el primer ministro británico también consideraba que el escenario había cambiado, tanto por la merma del control español de aquellos territorios, como por los fuertes intereses generados por el comercio británico. Preocupado Onís por esta afirmación, Castlereagh le aseguró que Gran Bretaña intentaría actuar de acuerdo con España y que no daría ningún paso sin que su embajador en Madrid informara antes del mismo, lo que no impidió que Onís creyera que Gran Bretaña daría el paso en cuanto otra gran potencia lo hiciera 88.

Las primeras medidas británicas, que no tardaron en llegar, se movieron en el terreno de la indefinición. Si a mediados de mayo de 1822 Castlereagh avisó a Onís de que iba a proponer al Parlamento una ley que facilitara las relaciones comerciales con la América española y le reconoció que todavía no estaba dispuesta a tomar ninguna decisión en el plano político, en breve le avisaría de que su Gobierno no esperaría indefinidamente un arreglo entre España y sus antiguos territorios 89. En esta misma línea de deliberada ambigüedad, Castlereagh explicaría en julio en la Cámara de los Comunes que, de momento, Gran Bretaña solo mantendría relaciones de facto con los gobiernos americanos, evitando pronunciarse sobre la conveniencia del reconocimiento diplomático 90.

La apuesta británica por la defensa de las enormes expectativas de negocio e inversiones abiertas en América en aquellos momentos, que creó una importante y peligrosa burbuja especulativa 91, dificultó las gestiones del Gobierno español, que centraba buena parte de sus esperanzas de respeto de sus derechos en América en el entendimiento con Gran Bretaña. Esta seguiría con la estrategia de la presión en el ámbito comercial 92, si bien, conforme crecieron los problemas de España y su debilidad fue en aumento, las reivindicaciones pasaron al ámbito político y, en diciembre de 1822, vinculó un eventual apoyo frente a la intervención francesa en Europa al reconocimiento de la independencia en América. Según informaba Diego Colón, sustituto de Onís en Londres, Canning defendía que Gran Bretaña no había reconocido formalmente a los nuevos Estados «por un exceso de miramiento» hacia el Gobierno español, al que pedía «una concesión de palabras» que nada le costaba y que, por el contrario, «sería un estímulo imperioso al gabinete británico para emplear el máximum de su influjo» en apoyo de la independencia de la propia España 93.

En todo caso, ya fuera como resultado directo de la política española, ya como producto de los recelos de los Estados europeos, lo cierto es que estos no siguieron los pasos de los Estados Unidos. La contención europea se escenificó en el congreso de Verona. Del lado británico, Wellington manifestó el deseo de su Gobierno de que las diferencias entre España y sus colonias se pudiesen arreglar amistosamente, si bien señaló que era necesario algún tipo de reconocimiento de facto de las autoridades americanas, ya que su cooperación era fundamental para atajar la piratería y asegurar el comercio 94. En cuanto a Francia, Chateaubriand se mostró partidario de evitar precipitaciones y recomendó que los gabinetes europeos actuaran de común acuerdo; en tanto que Metternich dejó abierta la posibilidad de que Austria llegara a un reconocimiento de facto, pero sin negar los derechos imprescriptibles del rey y de la corona de España. Más beligerante fue la postura de Rusia, que entendía que el restablecimiento de Fernando VII en el goce de sus derechos legítimos implicaba la reconquista de las colonias, aunque de momento no llegó a plantear en firme la opción de una intervención armada de la Santa Alianza en América 95.

La falta de resolución de las potencias europeas respecto a América contrasta con la apuesta por la intervención en la Península, que provocó la pérdida de protagonismo de la cuestión americana en la acción exterior española, centrada, como vimos, en evitar la intervención militar francesa. Su posible extensión a América se incorporó entonces a la agenda europea, y preocupó sobre todo al Gobierno británico. Así lo expondría Canning en los Comunes en abril de 1823, cuando manifestó que hasta el momento su Gobierno había aconsejado a España que llegara a un acuerdo con sus provincias americanas que, basado en el reconocimiento de su independencia, le concediera algunas ventajas. Sin embargo, la invasión francesa había cambiado por completo el escenario, y el objetivo era ahora que ni Francia, ni la Santa Alianza, proyectaran sobre América su intervención en España. En este sentido, Canning anunció el compromiso francés de no intentar la cesión o la conquista de ninguna de las posesiones españolas de América, una eventualidad que el Gobierno británico no toleraría 96. Terminada la campaña militar, Francia rechazó una propuesta rusa de afrontar una intervención conjunta en América 97 y confirmó a Gran Bretaña su política de contención a través del llamado memorándum Polignac, firmado en Londres en octubre de 1823 y hecho público meses más tarde.

* * *

En octubre de 1823 la recuperación del poder absoluto por parte de Fernando VII confirmaría tanto la caída del liberalismo español, como cualquier remota posibilidad de alcanzar una salida negociada para la cuestión americana. La incapacidad de la política exterior del régimen liberal para reforzar sus posiciones en Europa y en América mediante la acción diplomática resultó decisiva en ambos casos. De un lado, pesó el fracaso de la política de alianzas y, en especial, el acercamiento a Gran Bretaña, cuyo apoyo fue siempre esperado por los liberales, lo que dejó a España aislada y obligada a luchar en solitario por su supervivencia sin apenas recursos militares y financieros. De otro lado, las limitaciones de la clase política española a la hora de aceptar como irreversible la pérdida del control sobre la mayor parte de sus territorios americanos lastró la articulación de soluciones realistas cuando aún había americanos dispuestos al entendimiento, en un proceso que marchaba además a favor de la separación de aquellas provincias, cuyos recursos atraían la atención del resto de potencias. La confluencia de intereses en este punto, más que la acción diplomática española, impidió el reconocimiento de iure de la nueva realidad americana, y solo los Estados Unidos rompieron la tendencia general de contención observada durante el Trienio Liberal.


* Este trabajo ha sido posible gracias a una estancia en la Universidad de Oxford dentro del programa «Salvador de Madariaga» y forma parte del proyecto de investigación «Las barricadas del recuerdo. Historia y memoria de la era de las revoluciones en España e Hispanoamérica (1776-1848)» (PID2020-120048GB-I00).

1 Diario de Sesiones de las Cortes (en adelante, DSC), Madrid, Imprenta de J. A. García, 1871-1875, 11 de julio de 1820, pp. 31 y 35-36.

2 Ana María Schop Soler: Un siglo de relaciones diplomáticas y comerciales entre España y Rusia, 1733-1833, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1984, p. 276.

3 Un análisis de la propuesta de Frías, en un despacho fechado el 24 de septiembre de 1820, en Alberto Navas Sierra: Utopía y atopía de la Hispanidad (De Londres 1820 a Guadalajara 1991), Madrid, Ediciones Encuentro, 2000, pp. 83-87.

4 Gonzalo Butrón Prida: «From Hope to Defensiveness: The Foreign Policy of a Beleaguered Liberal Spain, 1820-1823», The English Historical Review, 562 (2018), pp. 567-596, esp. pp. 572 y 575.

5 Francisco Carantoña: «1820, una revolución mediterránea. El impacto en España de los acontecimientos de Portugal, Italia y Grecia», Spagna Contemporanea, 46(l) (2014), pp. 21-40, esp. pp. 27-29.

6 Hebe C. Pelosi: «La política exterior de España en el Trienio Constitucional», Cuadernos de Historia de España, XLIX-L (1969), pp. 214-293, esp. pp. 257-261.

7 Pérez de Castro a Frías (Madrid, 20 de febrero de 1821), en Hebe C. Pelosi: «La política exterior de España en el Trienio Constitucional (continuación)», Cuadernos de Historia de España, LXI-LXII (1977), pp. 387-443, esp. pp. 419-422.

8 Ulrike Schmieder: Prusia y el Congreso de Verona, Madrid, Ediciones del Orto, 1998, p. 68.

9 Gonzalo Butrón Prida: «From Hope to Defensiveness...», pp. 573-574.

10 DSC, 4 de marzo de 1821, pp. 83-84.

11 DSC, 2 de abril de 1821, pp. 846-852, 854-856 y 858.

12 El papel de Francia en el contexto de las conspiraciones que trataban de rectificar el régimen constitucional e incluso de devolver el poder absoluto a Fernando VII en Sophie Bustos: «Francia y la cuestión española: el golpe de Estado del 7 de julio de 1822», Ayer, 110 (2018), pp. 179-202.

13 Emmanuel Larroche: L’expédition d’Espagne. 1823: de la guerre selon la Charte, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2013, pp. 147-156.

14 Ulrike Schmieder: Prusia y el Congreso..., p. 101.

15 Luis de Onís al ministro de Estado, Londres, 24 de septiembre de 1822, Archivo Histórico Nacional (en adelante, AHN), Estado, 5473.

16 DSC, 9 de enero de 1823, pp. 1293-1299.

17 A’Court a Bathurst, Madrid, 29 de septiembre de 1822, United Kingdom National Archives, Foreign Office, Foreign Office Records (en adelante, FO) 72/259, fo. 9-11.

18 Ulrike Schmieder: Prusia y el Congreso..., p. 104.

19 Diego Colón al ministro de Estado, Londres, 13 y 26 de noviembre de 1822, AHN, Estado, 5473.

20 Canning a Diego Colón, Foreign Office, 15 de noviembre de 1822; adjunto a despacho de Diego Colón al ministro de Estado, Londres, 16 de noviembre de 1822, y Diego Colón al ministro de Estado, Londres, 26 de noviembre de 1822, AHN, Estado, 5473.

21 Canning a A’Court, Foreign Office, 26 de enero de 1823, FO 72/268, fo. 66-71v.

22 «Memorial of the Minister for Foreign Affairs of Spain to the Cortes, 24th April 1823», en British and Foreign State Papers (1822-1823), Londres, John Ridgway and sons, 1850, pp. 968-977.

23 Guillaume de Bertier de Sauvigny: Metternich et la France après le Congrès de Vienne, t. II, Les grands congrès 1820-1824, París, Hachette, 1970, pp. 682-684 y 733-735.

24 Wellington a Somerset, s. d., adjunto al despacho de Canning a A’Court, Foreign Office, 6 de enero de 1823, FO 72/268, fo. 5-12v.

25 Norihito Yamada: «George Canning and the Spanish Question, September 1822 to March 1823», The Historical Journal, 52(2) (2009), pp. 343-362, esp. p. 355. También Bertier de Sauvigny asocia las instrucciones de Wellington a Somerset con la existencia de algún tipo de compromiso con Villèle; Guillaume de Bertier de Sauvigny: Metternich et la France..., p. 705.

26 Diego Colón al ministro de Estado, Londres, 5 de diciembre de 1822, AHN, Estado, 5473.

27 San Miguel a A’Court, Palacio, 12 de enero de 1823, FO 72/269, fo. 123-126.

28 Canning a A’Court, private, Foreign Office, 9 de febrero de 1823, FO 72/268, fo. 111-111v, y Canning a A’Court, Foreign Office, 9 de febrero de 1823, FO 72/268, fo. 99-110.

29 A’Court a Canning, separated and secret, Madrid, 20 de febrero de 1823, FO 72/270, fo. 94-6, y A’Court a Canning, Madrid, 20 de febrero de 1823, FO 72/270, ff. 98-102.

30 Emilio La Parra: Fernando VII. Un rey deseado y detestado, Barcelona, Tusquets, 2018, pp. 399-401 y 420-432. Ejemplos anteriores de la resistencia del rey a acceder a otra concesión que no fuera la convocatoria de Cortes tradicionales por estamentos en Ana Clara Guerrero: «La política británica hacia España en el Trienio Constitucional», Espacio, Tiempo y Forma, Serie V, Historia Contemporánea, 4 (1991), pp. 215-240, esp. pp. 227-228, para febrero de 1821, y Ulrike Schmieder: Prusia y el Congreso..., pp. 94-95, para julio de 1822.

31 Hebe C. Pelosi: «La política exterior...», p. 271.

32 Gonzalo Butrón Prida: «From Hope to Defensiveness...», pp. 590-591.

33 Pando a A’Court, Cádiz, 16 de junio de 1823, FO 72/271, fo. 236-236v.

34 La creciente desesperación del Gobierno español en el Cádiz sitiado puede seguirse con detalle a través de las notas y apuntes de José María Calatrava, base del trabajo de Pedro J. Ramírez: La desventura de la libertad. José María Calatrava y la caída del régimen constitucional español en 1823, Madrid, La esfera de los libros, 2014.

35 Algunos testimonios en Augusto A. B. Braz: «Las Cortes españolas del “Trienio Liberal” y la cuestión del reconocimiento de las independencias hispanoamericanas», Anuario de Estudios Bolivarianos, 14 (2007), pp. 41-55, esp. pp. 46-48.

36 Salvador Broseta: «Realismo, autonomía e insurgencia. El dilema americano en las Cortes del Trienio Liberal», Trienio, 41 (2003), pp. 85-111, esp. pp. 93-96.

37 Michael P. Costeloe: Response to Revolution. Imperial Spain and the Spanish American Revolutions, 1810-1840, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, pp. 183-184.

38 Hansard, House of Commons Debates (en adelante, HC Deb.), 11 de julio de 1820, vol. 2, col. 385-390 y 393 (la cita corresponde a la columna 393).

39 Ascensión Martínez Riaza: «Para reintegrar la nación. El Perú en la política negociadora del Trienio Liberal con los disidentes americanos, 1820-1824», Revista de Indias, 253 (2011), pp. 647-692, esp. pp. 650-651.

40 Russel H. Bartley: Imperial Russia and the Struggle for Latin American Independence, 1808-1828, Austin, The University of Texas at Austin, 1978, p. 139.

41 Ascensión Martínez Riaza: «Para reintegrar la nación...», pp. 656-659.

42 Francisco Antonio Zea al duque de Frías, Londres, 7 de octubre de 1820, en Alberto Navas Sierra: Utopía y atopía..., p. 463.

43 David A. G. Waddell: «Anglo-Spanish relations and the “pacification of America” during the “Constitutional Triennium”, 1820-1823», Anuario de Estudios Americanos, 46 (1989), pp. 455-486, esp. p. 462.

44 Una selección de la correspondencia mantenida por Frías con Zea y Pérez de Castro entre octubre y diciembre de 1820 en Alberto Navas Sierra: Utopía y atopía..., p. 466.

45 Carlos A. Villanueva: La monarquía en América. Fernando VII y los nuevos Estados, París, Librería Paul Ollendorff, 1911, pp. 33-44 y 90, la cita en p. 34.

46 Ibid., p. 29.

47 David A. G. Waddell: «Anglo-Spanish relations...», p. 465.

48 El Espectador, 21 de mayo de 1821.

49 Jaime E. Rodríguez: Nosotros somos ahora los verdaderos españoles, vol. II, Zamora, El Colegio de Michoacán-Instituto Mora, 2009, p. 484.

50 Alberto Navas Sierra: Utopía y atopía..., pp. 257-258, la cita en p. 257.

51 Alberto Gil Novales: «Paz en la guerra (en torno a la conciliación entre España y América)», Trienio, 33 (1999), pp. 53-64, esp. p. 59.

52 Carlos A. Villanueva: La monarquía en América..., pp. 62-63.

53 Ibid., pp. 94-96.

54 Agustín Sánchez Andrés: «La búsqueda de un nuevo modelo de relaciones con los territorios ultramarinos durante el Trienio Liberal (1820-1823)», Revista de Indias, 210 (1997), pp. 451-474, esp. pp. 459-460.

55 DSC, 25 de junio de 1821, pp. 2471-2477.

56 Ivana Frasquet: «La cuestión nacional americana en las Cortes del Trienio Liberal, 1820-1821», en Jaime E. Rodríguez: Revolución, independencia y las nuevas naciones de América, Madrid, Mapfre, 2005, pp. 123-157, esp. pp. 140-143.

57 Michael Costeloe: Response to Revolution..., p. 189.

58 Jaime E. Rodríguez: Nosotros somos ahora..., vol. II, pp. 477 y 508, e Ivana Frasquet: «La cuestión nacional...», pp. 134-140.

59 Silvina Jensen: «El problema americano en el Trienio liberal», Trienio, 28 (1996), pp. 51-98, esp. pp. 62-67.

60 Ascensión Martínez Riaza: «Para reintegrar la nación...», p. 664.

61 Scott Eastmann: «America Has Escaped from our Hands: Rethinking Empire, Identity, and Independence during the Trienio Liberal in Spain, 1820-1823», European History Quaterly, 41(3) (2011), pp. 428-443, esp. pp. 433-434.

62 Alberto Navas Sierra: Utopía y atopía..., pp. 304-315.

63 Archivo General de Indias (en adelante, AGI), Estado, 42, n. 49, disponible en http://pares.mcu.es/BicentenarioIndependencias/catalog/show/6172725 (consultado el 11 de abril de 2018).

64 Augusto A. B. Braz: «Las Cortes españolas...», pp. 50-54, la cita en p. 53.

65 Un amplio repaso a los debates a los que dio lugar en Carlos A. Villanueva: La monarquía en América..., pp. 112-119.

66 Laura Nater: «En busca de reconocimiento: la independencia de América Latina y la política española, 1820-1823», Historia Mexicana, 45(4) (1996), pp. 705-735, esp. p. 712.

67 Dominique-Georges-Frédéric de Pradt: Examen del plan presentado a las Cortes para el reconocimiento de la independencia de la América española, Burdeos, Imprenta de Don Pedro Baume, 1822, pp. 11 y 14.

68 Ibid., pp. 15-22.

69 Ibid., pp. 62-64, la cita en p. 64.

70 DSC, 12 de febrero de 1822, pp. 2272-2273.

71 Ibid., pp. 2274-2276.

72 Ibid., pp. 2276-2283, y DSC, 13 de febrero de 1822, pp. 2293-2308.

73 DSC, 25 de junio de 1822, pp. 2156-2167. El voto de Ibarra en pp. 2160-2161 y la intervención de Alcalá Galiano en pp. 2161-2163.

74 Ulrike Schmieder: Prusia y el Congreso..., p. 88.

75 Vicente Basadre: Memoria histórica-política-geográfica relativa a la independencia de la América Española, A Coruña, Imprenta de Iguereta, 1822, pp. 11-12.

76 El dictamen, fechado el 31 de julio y presentado a las Cortes el 2 de agosto, en Ocios de españoles emigrados, segunda época, enero de 1827, pp. 3-7.

77 Rafe Blaufarb: «The Western Question: The Geopolitics of Latin American Independence», American Historical Review, 112(3) (2007), pp. 742-763.

78 Jay Sexton: The Monroe Doctrine: Empire and Nation in Nineteenth-century America, Nueva York, Hill and Wang, 2011, p. 64.

79 Hansard, HC Deb., 11 de julio de 1820, vol. 2, col. 376-383 (Lushington) y 383-385 (Castlereagh).

80 La cita, de una Real Orden de 23 de febrero de 1822, en Alberto Navas Sierra: Utopía y atopía..., p. 340.

81 José Antonio Ayala: «Las relaciones diplomáticas entre España y los Estados Unidos durante el Trienio Liberal», Anales de la Universidad de Murcia, 36 (1978), pp. 237-254, esp. p. 247-248.

82 Joaquín de Anduaga al ministro de Estado, Washington, 12 de marzo de 1822, AGI, Estado, 90, n. 18, disponible en http://pares.mcu.es/ParesBusquedas20/catalogo/description/68402 (consultado el 13 de abril de 2018).

83 Adams a Anduaga, Washington, 6 de abril de 1822, AGI, Estado, 93, n. 49, disponible en http://pares.mcu.es/ParesBusquedas20/catalogo/description/68118 (consultado el 13 de abril de 2018).

84 Ana María Schop Soler: Un siglo de relaciones diplomáticas..., p. 298.

85 David A. G. Waddell: «Anglo-Spanish relations...», p. 469.

86 Ibid., pp. 469-470.

87 Ana María Schop Soler: Un siglo de relaciones diplomáticas..., pp. 300-302, y Ulrike Schmieder: Prusia y el Congreso..., pp. 70-71.

88 David A. G. Waddell: «Anglo-Spanish relations...», pp. 464-465.

89 Ibid., pp. 467 y 473-474.

90 Hansard, HC Deb., 23 de julio de 1822, vol. 7, col. 1733.

91 Rebecca Heinowitz: «The Spanish American Bubble and Britain’s Crisis of Informal Empire, 1822-1826», en Spanish America and British Romanticism, ­1777-1826: Rewriting Conquest, Edimburgo, Edinburgh University Press, 2010, pp. 183-217. Onís también informaría en mayo de 1822 de la fuerza que tenía en la opinión pública inglesa la percepción de la América española como una inmensa fuente de riquezas, David A. G. Waddell: «Anglo-Spanish relations...», p. 468.

92 Norihito Yamada: «George Canning...», pp. 352-353.

93 Diego Colón al ministro de Estado, Londres, 5 de diciembre de 1823, AHN, Estado, 5473.

94 José Antonio Ayala: «Las relaciones diplomáticas...», p. 249.

95 Carlos A. Villanueva: La monarquía en América..., pp. 169-173.

96 Hansard, HC Deb, 14 de abril de 1823, vol. 8, col. 889-891.

97 Rafe Blaufarb: «The Western Question...», p. 748.