Ayer 120/2020 (4): 83-112
Sección: Dosier
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2020
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/120-2020-04
© Pierre Cornu
Recibido: 08-11-2017 | Aceptado: 11-01-2019
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License

El giro sistémico en los estudios rurales franceses

Pierre Cornu

Université Lumière Lyon 2
Laboratoire d’Études Rurales (LER)
pierre.cornu@univ-lyon2.fr

Resumen: Después de dos décadas de modernización agrícola en la que los estudios rurales franceses se vieron profundamente arraigados, la crisis de la década de 1970 condujo al surgimiento de formas radicales de crítica, tanto entre actores sociales como investigadores, cuestionando la forma en que las biociencias y la economía habían contribuido a legitimar el proceso de racionalización. Este periodo de duda ha dado lugar a un aggiornamento epistemológico fundamental, cuyo desarrollo todavía podemos presenciar hoy en los estudios rurales y ambientales. Basado en un proyecto de elaboración conjunta con instituciones agronómicas, así como en un corpus de archivos científicos y fuentes orales, este documento tiene como objetivo explicar el aumento del holismo en la reevaluación de la «cuestión agraria» en el último cuarto del siglo xx.

Palabras clave: estudios rurales, modernización agrícola, sistémica agraria, holismo científico, historia ambiental.

Abstract: The emergence of French rural studies was deeply embedded in two decades of agricultural modernisation. However, the crisis of the 1970s led to the emergence of radical forms of criticism, both among social actors and researchers. They questioned the way biosciences and economics had contributed to legitimating the process of rationalization. This period of doubt has given rise to a fundamental epistemological aggiornamento, whose unfolding we can still witness today in rural and environmental studies. Based on a co-elaborative project with agronomic institutions as well as on a corpus of scientific archives and oral sources, this article aims to explain the rise of holism in the reappraisal of the «agrarian question» in the last quarter of the twentieth century.

Keywords: rural studies, agricultural modernisation, agrarian systemics, scientific holism, environmental history.

El despliegue de planteamientos medioambientales en el campo de los estudios rurales y agrarios, llamativo por su fuerza así como la amplitud de su tardía propagación entre los historiadores contemporaneístas franceses 1, ciertamente ofrece una ocasión excepcional para revitalizar los temas de la historia rural. Proporciona a los ruralistas, además, la oportunidad de hacerse sitio en el debate público sobre los cambios globales y sus efectos en la resiliencia territorial y en la sustentabilidad del sistema alimentario 2, y también en los campos de investigación histórica más antiguos y desarrollados de estudios urbanos y de la ciencia 3. Pero esto solo se puede lograr si la historiografía de estos temas emergentes se examina de manera exhaustiva y es comprendida a todos los niveles (del empírico al epistemológico), lo cual no es un objetivo sencillo teniendo en cuenta el estatus de los historiadores ambientales como late-comers 4, en especial en la Europa continental, donde los académicos de las ciencias históricas que se ocupaban de la era industrial estuvieron paradójicamente ausentes en la primera fase del cuestionamiento del impacto del productivismo en los agrosistemas, hidrosistemas y bosques, así como en los últimos resquicios de espacios vírgenes, en la segunda parte de los años sesenta y en los años setenta 5.

¿Cuál es la explicación de semejante desdén entre los historiadores de la edad dorada de la historia rural, en especial en Francia, empeñados de forma sistemática en la revisión de sus patrones marxistas y aparentemente receptivos a cualquier sugerencia innovadora, desde la microstoria al trabajo multidisciplinar con sociólogos o antropólogos? No se trata en este caso de señales inaudibles o de crisis latentes: el clamor en torno a las cuestiones medioambientales era ensordecedor, incluso en el mundo académico, y condujo a acciones científicas coordinadas y acciones militantes en este mismo periodo, desde el «asunto Larzac» a las protestas contra el plan nuclear de Plogoff en Bretaña. Setos, bosques, ríos o alimentos se convirtieron en cuestiones candentes en los medios de comunicación. El informe del Club de Roma 6 se discutió de manera apasionada durante años después de su publicación en 1972. Ese mismo año, una conferencia internacional celebrada en Estocolmo legitimó el medioambiente como una cuestión clave para el futuro de la humanidad. Los intelectuales descubrieron y debatieron la metamorfosis de la naturaleza y su combinación con las tecnologías y los mercados 7. «La razón en la historia», el lema de Friedrich Hegel, se quedó en un limbo y Hans Jonas podía exigir un «principio de responsabilidad» 8.

¿Se trató de timidez o de ceguera? En una pequeña proporción es posible que fuese así, pero no es ese el argumento que pretendemos defender, al menos en un plano moral, que con demasiada frecuencia esteriliza el debate epistemológico en temas medioambientales. La lógica es otra: los historiadores, y más todavía los ruralistas contemporaneístas, son lectores de archivos, tanto estatales como privados, y pueden, por tanto, trabajar sobre cualquier tema que se trate en ellos y que arroje luz sobre el papel de los individuos, organizaciones e instituciones. Existe, sin embargo, una condición crucial: que las intenciones puedan ser aisladas y analizadas. Las realidades híbridas, como las implicadas en las cuestiones medioambientales, carecen de una intencionalidad clara y tienden a desconcertar al practicante del «oficio de historiador» tan hábilmente esbozado por Marc Bloch 9.

Es de común conocimiento entender la historia del desarrollo agrario en la Europa continental como un proceso en tres fases, con una fase de despegue generalmente ligada a un factor externo —en Europa occidental, el Plan Marshall de 1947—; luego una fase de crecimiento sostenido, caracterizado por una tendencia a la intensificación nutrida por la innovación científica —en el caso de nuestro continente, durante los cincuenta y sesenta—, y una fase final de crisis explicada por las crecientes externalidades negativas generadas por el proceso de modernización mismo —principalmente después de 1968 en Europa, con el efecto añadido de la crisis del petróleo de 1973—. Pero los esquemas cognitivos incorporados en esta historia son mucho peor comprendidos, además de darse erróneamente por supuesta su coherencia con el contexto específico en que se desarrollaron. Se puede reconocer aquí la teoría de los «regímenes» o «paradigmas» sucesivos, cada uno de los cuales articula concepciones y acciones, representaciones y prácticas. Pero una mirada más próxima al proceso de modernización revela aspectos imprevistos, con esquemas cognitivos que se desarrollan de un modo no linear, viviendo vidas paralelas, desapareciendo y reemergiendo, fundiéndose y separándose uno de otro no solo en momentos concretos de crisis, sino durante todo el proceso. La racionalidad general y las aproximaciones reduccionistas dominan la segunda fase, no hay duda. Pero estaban presentes mucho antes de su auge y no desaparecen con la crisis de los setenta.

Al mismo tiempo, las concepciones holísticas de las biociencias tienen raíces profundas. Puede parecer que después de 1945 habían sido excluidas de la ciencia legítima, pero crecieron en algunas periferias coloniales para resurgir en la década de los setenta y dar un profundo giro a la agronomía científica. La crisis de la racionalidad lineal en ese período no supuso, empero, el triunfo de un nuevo paradigma. Se describiría mejor como un nuevo periodo de esquemas cognitivos en competencia, testimonios de una creciente heterogeneidad tanto en los sistemas productivos como en la demanda social. Cabe decir que en los propios ecosistemas productivos, la crisis no ha sido el resultado de estas nuevas concepciones, sino de cuellos de botella concretos en la innovación que no encuentran fácil solución en los patrones existentes y claman por nuevos enfoques para seguir el ritmo en un marco de competencia global creciente. En otras palabras, si hay un cambio de paradigma en los setenta, lo es en la política: el progreso ya no va unido a la innovación técnica, al cambio social y al crecimiento económico, excepto para una pequeña parte del sector agrícola —demasiado pequeña y con más externalidades negativas de las deseables para pretender su conversión en modelo—. Lo que significa que la unidad de los cincuenta y sesenta alrededor del gran relato de la modernización no era norma común, sino una excepción extraordinaria. Excepcionalmente fascinante en ese momento y profundamente engañosa en la fase de resaca.

Los viejos mapas, contratos y fuentes fiscales pueden ayudar a entender la evolución de los paisajes rurales como hicieron los historiadores modernistas en toda Europa con maestría 10; sin embargo, parecen menos apropiados para expresar las modificaciones en las plantas, animales, ríos y bosques que se ajustaban a la acción humana en medio del frenesí industrializador. La historia rural clásica narraba la historia del abandono de la naturaleza, mientras los historiadores tenían que explicar la lucha final del viejo mundo agrario contra las herramientas de la modernidad, separando de forma ineludible los objetos y sujetos en categorías opuestas. ¿Cómo explicar la multiplicación de entes y situaciones inclasificables en el mismo núcleo de la modernidad (en plantas, en animales, en órganos humanos)? Requería mucho más que una adaptación de la narración: exigía una gramática que está, en realidad, todavía por inventar.

Debemos, por tanto, admitir que los historiadores rurales europeos atravesaron la crisis de los setenta de una forma muy peculiar, formando parte de la reevaluación general de la modernidad, pero ajenos al cuestionamiento de su piedra angular, el estatus de la naturaleza domesticada, y, en consecuencia, ciegos durante como mínimo una década a su efecto sobre la historia. Aquí comienza nuestra indagación histórica y epistemológica: por un lado, ¿cómo pudo plantearse y desarrollarse un cuestionamiento tan radical del papel de la racionalidad en la modernidad, en especial en lo relativo a la explotación de los biorrecursos, con la práctica ausencia de historiadores especializados en este periodo?, ¿con qué consecuencias sobre la creación de una nueva concepción de la historicidad dentro de los estudios medioambientales? Por el otro, ¿cómo experimentaron dicha crisis los investigadores que en esos mismos años estudiaban la historia de la ruralidad, la agricultura o las ciencias de la vida durante los siglos xix y xx, siguiendo los pasos de los fundadores de Annales y desarrollando sus propios temas?, ¿hasta qué punto ello moldeó su visión de la historia y de sus fines, a sabiendas o no? Yendo aún más lejos, ¿a través de qué vías algunos de ellos o sus herederos, más adelante, entraron en el campo de los estudios medioambientales?, ¿con qué conceptos y representaciones? Y por último, pero no menos importante, ¿con qué estrategia para afrontar el desafío de las racionalidades interconectadas y para tener en cuenta el sistema biológico, técnico y social que se derivaba de ellas para producir el mundo del cambio global que constituye tanto nuestro ecosistema como nuestro sistema académico?

Parece, pues, relevante, al menos para quienes hacen o aspiran a hacer historia ambiental, desarrollar una investigación genealógica y crítica de los elementos que confluyeron en este complejo periodo con el fin de entender mejor qué legados han dejado huella en los actuales estudios medioambientales, qué papel pueden desempeñar los historiadores en ellos y qué significa querer escribir historia ambiental en el contexto de una crisis medioambiental que, pensemos lo que pensemos al respecto, moldea nuestra comprensión de lo que significa la historicidad y de lo que implica la historia en tanto que narración.

Los estudios rurales franceses no son obviamente el único campo académico implicado en esta historia y tampoco el principal. Los estudios sobre ciencia y tecnología, incluyendo su vertiente historiográfica, fueron mucho más activos que los estudios rurales y los investigadores estadounidenses, mucho más precoces que los europeos en el replanteamiento del concepto de «naturaleza» 11. Sin embargo, existen buenos motivos, basados en la originalidad de un país marcado por la ruralidad y por un ideal de racionalización de la naturaleza guiada por el Estado 12, para pensar que constituye un ejemplo muy relevante para documentar qué es lo que sucedió exactamente cuando los muros que separaban los asuntos sociales de los naturales comenzaron a derrumbarse en los años setenta. Los conflictos en los márgenes del campo académico producen tanto documentos como silencios, que son igualmente dignos de ser estudiados 13. El auge del movimiento ambientalista y la toma de posición de los historiadores nos ofrecen un cuadro complejo lleno de contrastes que necesita un análisis global. Lo que sigue solo busca iluminar los materiales empíricos y teóricos que hemos podido reunir sobre este momento epistemológico, visto tanto desde el punto de vista de la historia rural como del auge de los estudios medioambientales, y conectar este paisaje, en cierto modo cubista, con el cuadro más amplio del debate contemporáneo que no solo los investigadores franceses o incluso los historiadores, sino el conjunto del mundo académico del planeta, está manteniendo en torno al concepto de «antropoceno» y las nuevas concepciones de tiempo y racionalidad que implica.

Los historiadores, ausentes de los estudios medioambientales en su fase inicial

Si bien los historiadores contemporaneístas apenas debatían temas medioambientales durante los años setenta ni en realidad hasta mediados de los noventa, esa ausencia no supone que se mantuviesen al margen del debate académico en cuestiones forestales, agrícolas y rurales, ni que el nuevo contexto epistemológico no les afectase profundamente. El «desbancamiento» del marxismo ortodoxo, así como el regreso de las teorías chayanovianas 14 con respecto a la racionalidad específica de la agricultura en el estudio del desarrollo rural, los vio en las primeras filas de las polémicas 15. Lo mismo sucedió, en un plano más general, con el giro lingüístico en las ciencias sociales. Ahí radica la verdadera paradoja: mientras que la crisis del racionalismo llevó a los geógrafos rurales, etnógrafos y algunos sociólogos y agrónomos a cuestionarse la relación entre la modernización y la destrucción de la naturaleza 16, los historiadores, por su parte, abandonaron su vieja amistad con la geografía y con la historia natural, para desviar su atención a las culturas, mentalidades y pasiones en los corazones y las almas de los campesinos —con los trabajos de Maurice Agulhon y Alain Corbin, abriendo el camino de la nueva historia de las mentalidades aplicada a las sociedades rurales— 17.

Por añadidura, si la política había dejado de ser meramente la superestructura de las desigualdades económicas, adquiría un nuevo interés, en especial en el contexto del debate por entonces planteado por parte de pensadores e historiadores liberales, sobre todo anglohablantes, en relación al supuesto arcaísmo de la mentalidad revolucionaria francesa 18. Despojados de sus anteriores herramientas críticas, las forjadas por los miembros de la Escuela de los Annales de la generación precedente, los historiadores rurales franceses tuvieron que elaborar nuevos argumentos para resaltar la prioridad de la politización en la Francia rural, cuestionando las hipótesis de arriba-abajo y de abajo-arriba en la explicación del proceso de «republicanización», buscando en las obras de Pierre Bourdieu herramientas críticas para deconstruir la reducción del campesinado a la categoría de mero objeto 19 y explorando las posibilidades del análisis microsocial 20 o la relevancia de conceptos etnológicos para captar los procesos de aculturación experimentados por las comunidades rurales durante el siglo xix y la primera parte del xx 21. Para los historiadores franceses, había entonces temas más urgentes en los que adentrarse que el medioambiente. Además, el nuevo interés por los cuerpos y los sentimientos, representaciones y prácticas, llevó a los historiadores rurales a explorar la intimidad de la vida rural, forjando las herramientas para traducir los gestos y la vida material a mitos e ideales. La naturaleza estaba presente, pero como un texto, un conjunto de signos.

Hasta el momento hemos mencionado principalmente los factores «de atracción» de esta deriva, pero también había factores «de expulsión». Quizá el principal lo constituyese la crisis de la geografía rural, cuya relación académica con los historiadores se había desarrollado en una posición bastante periférica y subordinada para los geógrafos, confinándolos en la teoría «posibilista» de los años veinte 22, que los incapacitaba para seguir explorando las respuestas de los ecosistemas, por una parte, y, por otra, para convertir sus conocimientos en estrategias de investigación viables. La publicación de la Historia de la Francia rural en 1976 23 puede ser considerada tanto la máxima realización del trabajo conjunto de los historiadores rurales y geógrafos franceses como la causa de su posterior divorcio. El geógrafo Georges Bertrand, invitado por los editores a reproducir el papel desempeñado por Paul Vidal de La Blache al encargarse de la introducción a la Historia de Francia, de Ernest Lavisse 24, mediante un tableau geográfico 25, decidió arrojar un guante: se negó a seguir siendo el pintor de los escenarios de los dramas históricos 26. Los paisajes eran realidades vivas y las dinámicas sociales solo eran parte del cuadro. «Por sutil y matizado que sea, un escenario solamente puede retener las características generales y permanentes, a costa de todo tipo de dinámicas, efímeras o duraderas, reversibles o irreversibles, que constituyen el mismo armazón de la historia rural», afirmaba 27.

Así pues, los estudios rurales debían colaborar con las ciencias de la vida y las ciencias agrarias para acceder de este modo al nivel de comprensión de los mecanismos espaciales que constituían su verdadero objeto. Si los historiadores querían unirse a la aventura de un análisis ecológico del desarrollo rural serían bienvenidos. Para Georges Bertrand, así como para muchos geógrafos ambientales, aquella era —lo cual no puede ser considerado sorprendente— la última colaboración con los historiadores contemporaneístas, lo que conducía a una reorientación hacia la agronomía y la ecología, que al mismo tiempo estaban dudando entre realizar un salto reduccionista hacia el estudio de moléculas o retroceder hacia un enfoque más holístico 28. Los enfoques medioambientales se convirtieron en el punto de encuentro para todos aquellos que se sentían abandonados por una ciencia reduccionista, por una parte, y por las teorías políticas y culturales, por la otra.

Arreglar la gran ruptura entre hombre y naturaleza abierta en la era de la Ilustración y del reduccionismo exigía una perspectiva sistémica, argumentaban los agrónomos en abierta rebelión contra el sacrificio de la agricultura familiar. Sin embargo, los historiadores no podían seguir los pasos de los investigadores heterodoxos en esa dirección. Situados ante lo que veían como un desafío determinista, los historiadores (al igual que, por razones similares, la mayor parte de los sociólogos) optaron por la exploración de un nuevo campo de condicionantes: los impuestos por la cultura, el capital y la hegemonía, que su vieja fe posibilista podía tratar como estímulos para la producción de la agencia humana, lejos de cuestiones como el agotamiento de los suelos, el envenenamiento de las capas freáticas o la reducción de las razas de ganado, que conformaban una visión del mundo peligrosamente próxima a la visión de Malthus y dejaban poco espacio para perspectivas progresistas. En definitiva, los tiempos no estaban maduros para una historia medioambiental de la agricultura, al menos en Europa, donde todavía estaba por plantearse la cuestión de la agronomía colonial.

No es nuestra intención aquí debatir la legitimidad o la relevancia de este importante desvío epistemológico, sino solo enfatizar el subsiguiente efecto colateral: el medioambiente, considerado un tema demasiado cercano a los viejos tópicos de la tipología de los contratos rurales o la economía de los recursos primarios, sería descuidado durante un tiempo, bastante tiempo de hecho si tenemos en cuenta que el auge de los temas medioambientales en la historia rural contemporánea no ha comenzado en serio hasta el inicio del nuevo milenio 29, con la excepción del campo específico de los estudios forestales, que desarrollaron muy temprano una fuerte relación con las ciencias de la vida y las ciencias históricas para cuestionarse la gestión a largo plazo 30.

Debilitados en su manejo del espacio y las cuestiones de escala por la ruptura de su vínculo con la geografía y además contrarios al lenguaje de las ciencias de la vida, incluida la ascendiente ecología, los historiadores que lanzaban su mirada sobre la crisis ecológica del siglo xx han considerado en su mayoría el medioambiente, como hacían antes con las realidades geográficas, como un «material» al mismo tiempo que una cuestión sociopolítica. No lo han visto, por el contrario, como una cuestión cognitiva y han prestado escasa atención a los enfoques holísticos del desarrollo, construidos alrededor de la crítica al industrialismo, en su aplicación a la regulación de la naturaleza. Los historiadores se han apartado así de un camino que ha sacudido las bases de muchas otras disciplinas 31. Es de justicia subrayar la tradición crítica de la historia social y considerar que no existe una verdadera ruptura entre el marxismo y la crítica ecológica de las ciencias tecnológicas y la innovación industrial, como reconocen abiertamente algunos historiadores medioambientalistas 32. Sin embargo, en el campo de los estudios rurales y agrícolas las referencias marxistas (tanto ortodoxas como heterodoxas) no llegaron a captar la importancia y la complejidad de las nuevas realidades surgidas de la crisis de la concepción mecanicista de la naturaleza que se había desarrollado en las décadas anteriores.

Por lo que se refiere a las sociedades rurales en la historia contemporánea, las ciencias medioambientales no constituían meramente un cambio de temas: eran un cambio en el sujeto del análisis histórico que implicaba una revisión completa de los modelos narrativos y de las perspectivas de periodización, como demostró el trabajo pionero de Nathalie Jas sobre la química en la agricultura 33. Se trataba no solo una revisión de los análisis de las décadas de modernización agrícola y rural de los años cincuenta y sesenta en la Europa continental, sino también una revisión de lo que debería constituir el material y la metodología del análisis histórico. ¿Cómo debatir cuestiones compartidas con quienes aplicaban los enfoques de la racionalidad limitada o de las ciencias basadas en modelos? 34 ¿Cómo manejar el concepto de coevolución, teniendo en cuenta que la historia como ciencia ha estado separada durante tanto tiempo de la historia natural? Más aún, ¿cómo hacerse con un lugar en un debate en el que un número creciente de participantes consideraban la concepción del tiempo heredada de la era de la Ilustración, a la que se aferran todavía la mayor parte de los historiadores, como una mistificación biopolítica? 35

Los historiadores podrían haber sido interlocutores muy necesarios para un debate renovado sobre cuestiones rurales y agrícolas en el mundo posfordista de los años setenta y ochenta, pero se hallaban enfrentados a sus propias preguntas importantes y a decisiones sobre cómo podían contribuir a ese debate. ¿Qué podía aportar la historia a la comprensión de temas medioambientales? Mucho, evidentemente, en ámbitos como la agricultura, la ganadería, la biodiversidad, los sistemas alimentarios, los fertilizantes y pesticidas, la contaminación, la salud... Pero sobre todo en una cuestión epistemológica clave: la de la temporalidad, aplicada a la dinámica del dominio de la naturaleza y su vínculo con la racionalidad y sus objetivos. Sin separar, sino uniéndolas, las dinámicas humana, técnica y biológica, y cuestionándose la periodización de la historia desde el final de la Segunda Guerra Mundial y la integración de las agriculturas y sociedades rurales de Europa occidental en la era del fordismo y, más adelante, en la de la bioeconomía global, marcada por la inestabilidad y la insustentabilidad.

Asumir esta tarea no requería más destrezas de las habituales entre los historiadores. Consistía en identificar fases históricas, buscar fuentes y estudiarlas de manera metódica, y analizar diacrónicamente fenómenos como, por ejemplo, la relación entre la emergencia de cuestiones medioambientales en el campo de los estudios rurales y el fin del pacto fordista o las razones de la ausencia de los historiadores en el debate sobre la renovación o el colapso del mito del progreso, terreno cedido a los economistas, biólogos, químicos y filósofos desde los años setenta. Lo que con certeza requería era reabrir el debate sobre las bases éticas, políticas y filosóficas del análisis histórico, o que, en otras palabras, los historiadores aceptasen que había que encarar la idiosincrasia particular de los estudios rurales, consistente en unir la más humilde y aplicada práctica de las ciencias y las ingenierías en contacto directo con los hombres, ganado y rendimientos, con los puntos de vista cosmogónicos más profundos. La combinación de ambas les daría una influencia mucho mayor que la propia de su rango académico y mucho más amplia que su objeto supuestamente periférico y limitado. Los estudios rurales, y en especial la historia rural, durante mucho tiempo han utilizado un disfraz retórico para eludir su propia responsabilidad en la tarea de dar forma a la relación entre sociedad y naturaleza. Quizá haya llegado el momento de deshacerse del mismo y asumir, desde el comienzo de la crisis del fordismo, lo que significa distanciarse de la concepción reduccionista de la vida, el progreso y la historicidad.

Cuestionar el renacer del holismo en el campo de los estudios rurales y agrícolas en los años setenta

Las numerosas experiencias cognitivas y praxeológicas que se desplegaron con la crisis del mundo industrial, entre finales de los años sesenta y comienzos de los ochenta y los enfoques sistémicos del desarrollo agrícola y rural, nacidos de un disenso muy periférico y de perfil bajo en el campo de las ciencias aplicadas y en algunas asociaciones extracadémicas y centros de investigación 36, fueron posteriormente ganando una fuerte legitimidad y visibilidad hasta terminar presentándosenos, en nuestra era del cambio global y del fracaso sistémico de la concepción ingenieril y gerencial de la naturaleza, como la tanto tiempo buscada piedra angular de la sustentabilidad 37. No obstante, cualquier tentación teleológica debe ser resistida si queremos mantener alguna puerta abierta a entender lo que estaba realmente en juego en la fase de emergencia de los enfoques sistémicos y lo que este momento puede decirnos sobre el tipo de historicidad en la que nos ha comprometido. Como toda crisis epistemológica, la que tuvo lugar en el campo de los estudios rurales y agrícolas en esta década de desencanto reunió elementos muy eclécticos. Algunos recuperaban viejos puntos de vista agrarios, otros provenían de experiencias coloniales y poscoloniales y unos terceros traducían, a veces hasta volverlos irreconocibles, elementos de otras disciplinas, como la cibernética o la termodinámica 38. Lo que importa no es construir ex post un patrón coherente a partir de todo ello, sino, por el contrario, iluminar qué contradicciones y qué tensiones llevaron a algunos agentes de la modernización a disentir y a buscar nuevos o renovados recursos, incluyendo concepciones heterodoxas del tiempo y del espacio, para actualizar una ansiedad cosmogenética que había permanecido largo tiempo en hibernación 39.

Como enfatizó por primera vez Bruno Latour, hacer una crónica de la «ciencia precocinada» es una tarea sencilla, mientras que el proceso de la «ciencia en acción» es un trabajo arduo 40. Nada se olvida con más facilidad que la incertidumbre propia del acto de investigar y la historia oral es de dudosa ayuda a este respecto. Si quiere tener alguna oportunidad de captar algo del pasado del progreso de la ciencia, el epistemólogo debe aportar a los testigos archivos u objetos que le ayuden a recuperar su estado mental en el momento de la investigación. Nuestro proyecto de investigación estaba construido bajo ese espíritu heurístico, mediante la práctica de adentrarse en los archivos, los recuerdos y las actividades investigadoras de la agronomía y estudios rurales franceses, incluidas entrevistas en viejas áreas de trabajo de campo.

Sin embargo, el historiador mismo necesita alguna ayuda epistemológica para abandonar su tranquilo empirismo y afrontar el hecho de que el estudio de la racionalización no puede ser llevado a cabo considerando la racionalidad como antihistórica. Ello implica considerar las dinámicas cognitivas, las formas rivales de racionalidad y las lógicas de la reconstrucción de los hechos como el corazón del proceso histórico cuando se esté tratando la tecnificación de la relación entre sociedad y naturaleza. Los investigadores rurales en los años setenta no solo estaban debatiendo las escalas pertinentes ni discutiendo sobre teorías heterodoxas, estaban alejándose de una concepción anterior que unificaba tiempo y espacio y además repensando el tipo de racionalidad en juego en las relaciones entre ser humano y naturaleza.

Como es obvio, hubo fuertes resistencias frente al programa de reteorizar los estudios rurales. Como campo de conocimiento periférico y dominado, los estudios rurales fueron tempranamente conducidos a ver en el proceso de racionalización un deus ex machina, llegado desde muy encima de su objeto, que facilitaba enormemente a los investigadores su tarea al hacer de la historia rural un proceso dialéctico y asimétrico entre arcaísmo y modernidad, inercia y movimiento, mitos e ilustración, autonomía y heteronomía, con fases de integración, retrocesos, ajustes... pero, en el largo plazo, una sumisión inevitable. No obstante, se debe reconocer el hecho manifiesto de que el final del proceso, denominado con la famosa fórmula de «el final de los campesinos» por el sociólogo francés Henri Mendras en 1967 41, significó no la desaparición de los mitos agrarios, las prácticas y las creencias, sino su remodelación en el núcleo de la modernidad misma, desdibujando la línea divisoria entre ruralidad y modernidad, animales y máquinas, comida y artefactos, en una forma sincrética de biopoder. Por tanto, criticar la racionalidad y la racionalización desde un punto de vista político o ético no basta para explicar lo que sucedió con la racionalidad ni con los objetos que se suponía que iba a racionalizar. Debe ser captada desde el interior como un proceso histórico, como el proceso de la historia misma, en una perspectiva abiertamente constructivista, no bajo un espíritu dogmático, sino con un ánimo de comprensión global.

Esto es lo que trataremos de hacer mediante el ejemplo del momento histórico en el cual la modernización agrícola y rural, ya exhausta tras dos décadas de aculturación en el paradigma fordista, afrontó su prueba final con la cuestión del sacrificio de las últimas razas autóctonas como secuela de la Ley de Cría de ganado francés de 1966, en torno a la cual confluyeron todas las formas dispersas (y mayormente inconfesadas) de rechazo de los logros de la alianza entre el poder estatal, las tecnociencias y la lógica de mercado.

«Se considerará sistema agrario la organización de los factores de producción (suelo, capital y trabajo) implementados por una sociedad dada para satisfacer las necesidades sobre su territorio. Esto incluye el material biológico utilizado, las obras de paisajismo, las prácticas y combinaciones agrícolas y ganaderas, y las formas de transformación y distribución de productos. Un sistema agrario representa de hecho la interacción entre un sistema biológico constituido por el conjunto de los elementos de la biosfera presentes en un área determinada y aquellos elementos que el hombre ha introducido en ella, y un sistema sociocultural inherente al grupo humano que practica este sistema agrario» 42.

Esto escribía Bertrand Vissac (1930-2004), fundador en 1979, tras una feroz batalla entre los agrónomos franceses, de un nuevo departamento de investigación en el Institut National de la Recherche Agronomique (en adelante, INRA) dedicado al estudio de los sistemas agrarios y su potencial de desarrollo, denominado en francés Systèmes Agraires et Développement (en adelante, SAD). Siendo él mismo un genetista especializado en bóvidos y uno de los principales arquitectos de la racionalización de la cabaña ganadera francesa durante los años cincuenta y sesenta, había comenzado a perder su confianza en la modernidad y, en consecuencia, en el significado de la historia, mientras participaba en el programa de investigación multidisciplinar dirigido por el antropólogo de las técnicas André Leroi-Gourhan entre 1963 y 1965 en las montañas de Aubrac, una elevada meseta volcánica en el corazón del Macizo Central francés 43. Allí se había encontrado con una raza autóctona de ganado, la vaca aubrac, que él creía que debía ser protegida de un proceso de selección de cortas miras. Lecturas erráticas y encuentros causales le llevaron a conocer la filosofía de Michel Foucault, que le convenció de la conveniencia de rechazar la racionalización del ganado como una forma brutal de «biopoder» y de centrar su atención en datos biogeográficos e históricos que pudiesen socavar la pretensión del reduccionismo de ser el único juez de la utilidad de las formas de vida. A esos efectos, había que promover una nueva escala de observación, la del «sistema agrario».

Con sus colegas investigadores reticentes a abandonar los establos y campos en favor del laboratorio y a menudo próximos al socialcatolicismo o al personalismo 44, Vissac siguió visitando regiones periféricas y supuestamente condenadas al fracaso, como los Pirineos, los Vosgos o Córcega 45, encontrándose con geógrafos, sociólogos o etnólogos 46, compartiendo informaciones, contactos e incluso conceptos, siempre a la búsqueda de patrones renitentes en conocimiento vernáculo y relaciones heredadas entre comunidades humanas y su medioambiente domesticado. La Sociedad Etnozootécnica 47, la Asociación de Ruralistas Franceses 48 y un puñado de publicaciones simpatizantes se convirtieron en ámbitos de encuentro para aquellos caminantes, inquietos ante lo que se desencadenaría si no se detenía la aplicación de la racionalidad pura. En fecha tan temprana como 1976, Pierre-Louis Osty, un agrónomo dedicado a tierras altas olvidadas, él mismo hijo de un ganadero de Lozère y estudiante en prácticas en la época del programa de aubrac, a pocos kilómetros de su casa natal, propuso en un encuentro de la Sociedad Francesa de Economía Rural considerar la agricultura —en toda su complejidad humana, animal, vegetal y técnica— como un sistema cuya lógica debía buscarse no en sus componentes, sino en sus funciones articuladas 49.

Personas y animales unidos por las técnicas ganaderas, y las propias técnicas consideradas como un «hecho total» que encapsulaba el conjunto de la lógica de un sistema agrario específico: así se planteaban, de una forma más intuitiva que asentada epistemológicamente, las hipótesis principales de una forma de pensar en los estudios rurales y agrícolas que desde entonces ha conquistado mucha más legitimidad que Bertrand Vissac y sus primeros seguidores experimentaron en el contexto de los años setenta. Significativamente, el primer ecologista científico reclutado en 1981 por Bertrand Vissac, Bernard Hubert, era un graduado en ciencias veterinarias y había aprendido a aplicar métodos holísticos en África occidental 50. Incluso si se trataba de un grupo muy reducido en el mundo de las biociencias y de las ciencias sociales francesas, los investigadores sistémicos sabían por sus vínculos con agrónomos del extranjero que no estaban solos: el programa de la Unesco Hombre y biosfera (iniciado en 1971) estaba planteando las mismas preguntas a escala global. Solo debían esperar para ser reconocidos como exploradores de un nuevo paradigma de conocimiento. Y lo hicieron, leyendo respetuosamente los trabajos de los historiadores rurales, en concreto de periodos antiguos, pero saltándose cuidadosamente los de aquellos que trabajaban con la modernidad, excepto los pocos relacionados con la Association des Ruralistes Français que estaban interesados en una aproximación etnológica a la agricultura a la más pequeña escala 51, donde podían debatir la racionalidad del capitalismo y la tendencia de la historia social desde el punto de vista de la agricultura familiar. Todavía no se podía hablar de estudios «medioambientales», pero se parecía bastante en la intuición de una sinergia entre habilidades humanas, técnicas, plantas y animales.

Estudiar una crisis cognitiva y documentar un giro en la concepción del tiempo histórico

Para entender el paradójico auge del holismo en los estudios rurales durante los años setenta debemos, por tanto, saber qué entró en crisis en el proceso de modernización y cómo la crisis de esos años afectó a su trayectoria, así como a la de sus observadores y de los investigadores involucrados, ya fuese del lado de las ciencias sociales, ya del de las biociencias, o incluso de ambos, como hacían los partidarios de los estudios sistémicos en el departamento de investigación Sistemas Agrarios y Desarrollo bajo la bandera de una ingeniería ética de los socioecosistemas. El análisis de las controversias científicas, muy desarrollado desde esos mismos años setenta, nos ha habituado a identificar los elementos epistemológicos que fundan paradigmas rivales, pero a menudo olvidamos estudiar esos paradigmas de forma diacrónica, lo cual puede revelar el despliegue de su propio «estilo de pensamiento», en palabras de Ludwik Fleck 52. Ese estilo a menudo suponía evoluciones en la escala de los objetos considerados como resultado de los sucesivos proyectos científicos y la cronología de su ejecución.

Los agrónomos y los investigadores sobre ganadería, fundamentalmente, se dividieron en esos años en torno a la cuestión de la escala más sólida para encontrar soluciones a la crisis agrícola. Comenzando por la parcela y la explotación, así como por plantas y animales como individuos y como poblaciones, unos descendían al nitrógeno, semillas y semen, y luego a moléculas y genes, mientras otros intentaban repensar los terruños, paisajes, sistemas alimentarios y la coevolución hombre-naturaleza. Los primeros consideraban la sociedad y la política principalmente como problemas externos de los que ocuparse en nombre de la racionalidad, mientras los segundos aprendían a encontrar aliados entre los agricultores, las asociaciones o los gobiernos en nombre de la armonía o de cualquier representación socioecológica de la misma. Esto es lo que de hecho convirtió en crucial los años setenta: asistieron al divorcio en todos los aspectos, desde la definición de qué constituye un cuestionamiento científico legítimo hasta la ética del impacto de la ciencia sobre el ser humano y la naturaleza, pasando por el ámbito de metodologías y marcos conceptuales. Y lo que es cierto en el campo de las ciencias agronómicas o veterinarias es igual de relevante en el de las ciencias sociales, en las que los años setenta sacaron a la luz una crisis profunda en las teorías económicas y sus concepciones lineares de la temporalidad.

Quizá sea esa la razón por la que los historiadores como profesionales de los archivos no fueron considerados socios indispensables en este periodo de exámenes de conciencia: el debate más importante no era sobre el tiempo, sino sobre el espacio, invitando a geógrafos, ecologistas y agrónomos a encontrar una justificación epistemológica a los enfoques territoriales. Lo hicieron básicamente en investigaciones financiadas por la Direction Générale de la Recherche Scientifique et Technique (DGRST), dentro del PIREN 53 que era su programa principal (1979-1989), bajo la autoridad científica del sociólogo rural Marcel Jollivet, coautor del cuarto volumen de la Histoire de la France rurale 54.

Todas las investigaciones monográficas sobre agricultura, comida, medioambiente, ciencias y tecnología coincidían en definir los años setenta como un verdadero colapso teológico, cuyo legado todavía estamos inventariando. Una fractura apareció en la bóveda del progreso, por así decirlo, que casi con toda seguridad había estado allí durante mucho tiempo —la historia ambiental ha terminado por documentarlo— 55 y que nadie podía seguir ignorando. La crisis se desató abiertamente en el contexto del informe del Club de Roma y de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano de Estocolmo, en concreto alrededor de las siguientes cuestiones: lo que se podía saber, lo que se podía conseguir y lo que era deseable con respecto a la gestión de la naturaleza ya no coincidían. La revolución química, el progreso de la higiene, la motorización y tecnificación del trabajo agrícola, la estandarización de las plantas y animales domésticos por medio de una selección racionalizada..., nada escapaba a los reproches o a las dudas. Incluso Jacques Poly, padre de la Ley de Cría de ganado de 1966 y designado por el Ministerio de Agricultura en 1978 como siguiente presidente del Institut National de la Recherche Agronomique (INRA), creyó necesario, antes de asumir el cargo, redactar y publicar un informe llamado Por una agricultura más económica y más autónoma 56, denunciando el agotamiento de hombres, ganado y suelos.

En el campo de los estudios rurales, fue en aquellos años cuando los etnólogos ofrecieron su enfoque antinormativo de la complejidad de los procesos culturales, ayudando a reconstruir una base metodológica para la investigación multidisciplinar que se desmarcaba abiertamente de la concepción linear de la historicidad vinculada al reduccionismo. Además, esta crisis tendía a desdibujar la separación entre objetos naturales y sociales con la multiplicación de artefactos biotecnológicos, ofreciendo a algunos pioneros una oportunidad para oponerse a la «gran división» de la era de la Ilustración entre ciencias naturales y sociales, como hacían los partidarios de los sistemas agrarios mediante su enfoque en las técnicas, confrontando la nueva alianza utilitaria entre tecnociencias, agronegocio y neoliberalismo. No obstante, de nuevo apenas cabía hallar en estas lides a los historiadores, salvo en objetos periféricos como la historia de las técnicas o estudios microsociales a principios de los años ochenta 57.

De hecho, el fin de la fe en la racionalización, en tanto que medio para alcanzar las promesas de la modernidad, no detuvo el proceso de racionalización propiamente dicho. Más bien ocurrió lo contrario, una evolución que proporcionó a sus impulsores muchos motivos para desmarcarse del compromiso fordista de después de la Segunda Guerra Mundial. Los años setenta fueron testigos de múltiples esfuerzos para socavar el capitalismo aplicado a la agricultura y la comida, pero los historiadores tienen que reconocer que constituyeron en lo esencial un periodo de aceleración del proceso de integración capitalista tanto de la agricultura como de las agrobiociencias, allanando el camino para los ochenta y sus políticas desreguladoras. Resulta, por tanto, legítimo vincular la protesta contra la mercantilización de la naturaleza que se desarrolló en los años setenta con la maduración definitiva de la retórica del neoliberalismo como una forma de desligar valores sociales y normas políticas, por una parte, y las tecnociencias aplicadas a los seres vivos, por otra. Estudiar el campo de posibilidades de la innovación no debe llevarnos a confusión sobre lo que significa un proceso histórico dialéctico: la modernidad agrícola y alimentaria pueden haberse dividido en los setenta, pero el proceso de racionalización siguió adelante, haciendo sentir todo su peso sobre los seres humanos, animales y vegetales. Las sociedades rurales y los paisajes pueden haber funcionado siempre como «sistemas» sobre una base ecológica, pero esta realidad en el largo plazo no debe confundirse con el más reciente proceso de integración-alienación de todos los biorrecursos en una gestión económica global. Los sistemas de pensamiento y las teorías holistas no son una vía de escape, son, en el mejor de los casos, agencia.

Bertrand Vissac y sus colegas de investigación lo sabían: su ciencia sistémica podía estar enraizada en una crítica radical de la ingeniería agrícola, pero su objetivo era regenerar la ingeniería, desde luego no rendirse ni a la ecología, por una parte, ni a las ciencias sociales, por otra. En términos generales, los estudios rurales nunca dejaron de pensar normativamente (salvo quizá los historiadores) los temas medioambientales, que representaban una evolución en el conjunto de argumentos disponibles. Sin embargo, con el ascenso del pensamiento ecológico, una fractura se abrió en los años setenta en la concepción de historicidad que no pudo ser reparada. Todo lo contrario, se expandió tanto en el mundo académico como en la sociedad. El giro sistémico en los estudios rurales y agrícolas no fue un cambio de paradigma dominante, sino el final de la dominación de paradigma alguno, inaugurando una fase histórica de conflicto e incertidumbre, reflejando el desorden material desplegado desde la escala de las moléculas al de la biosfera. Si los historiadores querían ser parte de ello, tenían que renunciar a su derecho a escribir ningún tipo de narración definitiva y consensuada.

Entender qué ha sucedido en este momento de emergencia del holismo agrario es de gran importancia histórica si queremos comprender, en una perspectiva diacrónica, las contradicciones de la racionalidad aplicada a la mercantilización de la naturaleza que nos ha llevado a la caótica situación actual. Sin embargo, esto no puede lograrse restringiendo el análisis a la propia crisis fundacional de los años setenta. De hecho, ni las contradicciones ni su condena tardaron tanto en producirse, y los propios enfoques sistémicos nunca fueron autónomos, funcionando fundamentalmente como un contrapeso a las concepciones dominantes reduccionistas y utilitarias de la naturaleza, tanto a nivel retórico como práctico. Desde un punto de vista epistemológico, resulta evidente que el holismo en sí mismo no era ninguna novedad en el último tercio del siglo xx y, además, podía reunir muy pocos recursos en este contexto para luchar contra los enormes éxitos del reduccionismo tanto en las biociencias básicas como aplicadas. Debe recordarse sin duda lo agotadas que se encontraban entonces las viejas concepciones de la ganadería y lo convincentes que fueron los primeros resultados de la biología molecular. De hecho, los enfoques holísticos debieron esperar hasta los años noventa y el desarrollo de los modelos numéricos para encontrar un lenguaje apropiado para expresar la complejidad. En cuanto al colectivo SAD, tuvieron que aguardar hasta 1993 para obtener su primer reconocimiento internacional con la publicación en inglés de un volumen titulado Systems studies and rural development 58. No obstante, solo tras la crisis de las «vacas locas» y las resistencias ante los OGM (Organismos Genéticamente Modificados) en 1996, el Ministerio de Agricultura y la dirección del INRA convocaron a los seguidores de Bertrand Vissac para arreglar la ruptura de la relación entre ciencia y sociedad 59. Fue entonces cuando los historiadores comenzaron a repensar la cuestión de la selección de plantas y animales y a criticar la supuesta afinidad entre racionalización y progreso general 60.

Durante aproximadamente dos décadas, en concreto los años cincuenta y sesenta, todas las disciplinas científicas relacionadas con la agricultura y la ruralidad en Europa occidental habían compartido el mismo esquema sobre la historicidad, denominado modernización, industrialización o, más en abstracto, racionalización. Sin embargo, los historiadores tenían sólidos motivos para ser escépticos a la hora de denominar «moderno» cualquier periodo específico, lo cual equivale a intentar ir de pesca con una red del mismo tamaño que el propio océano. Podría ser más apropiado definir las décadas de posguerra como un periodo de «modernización de segundo orden», es decir, un proceso de modernización que enfatizaba o incluso hipostasiaba la modernidad como una verdad inmanente y valor de referencia, produciendo un proceso normativo generalizado. Economistas, sociólogos, geógrafos, agrónomos... todas las disciplinas activas en esas décadas consideraban el proceso histórico que se estaba produciendo ante sus ojos como un proceso unidimensional, inevitable y sorprendentemente poderoso, una dinámica de cambio que empujaba todo (seres humanos, ganado, paisajes, productos, conocimiento y técnicas) en la misma dirección. No quiere decir que todos esos investigadores y observadores considerasen esta evolución como algo positivo o que no percibiesen los signos de su complejidad, pero las pruebas eran demasiado fuertes: un mundo antiguo, toda una civilización se estaba desplomando y las fuerzas que la condenaban eran claramente visibles en forma de una alianza del poder estatal, el capital y la ciencia. La vieja cuestión agraria encontraría por fin respuesta; el destino del campesinado caería de un lado u otro de la balanza en el conflicto entre el libre mercado y la regulación estatal. E incluso si los historiadores que trabajaban en esos años apenas se adentraban en este pasado reciente, todos sus estudios estaban marcados por este horizonte del colapso final de la vieja civilización agraria. Por tanto, no es de extrañar que la mayor parte de sus obras, fuesen de molde marxista o de otro tipo de economía política, prestasen toda su atención a las fuerzas modernizadoras, procesos racionales y cambios sociales y técnicos asociados 61. En otras palabras, la racionalización de segundo orden se estudiaba de una forma positivista radical.

Ahora sabemos que este periodo de fe colectiva en la fuerza histórica del crecimiento fue una excepción tanto en las realidades rural y agrícola como en las concepciones historiográficas. La contestación al fordismo, el resurgimiento de la conflictividad social en el mundo desarrollado, el auge de las cuestiones medioambientales... todo conspiraba para desilusionar o incluso enojar a los observadores. Con el incremento de la superproducción y la crisis del petróleo en los años setenta, las áreas rurales y las personas ligadas a las actividades agrícolas cayeron en un proceso todavía más patente de depresión, con unas dificultades económicas que alcanzaron incluso a los más devotos modernistas, en especial en las regiones ganaderas. Por tanto, todo el mundo en los estudios rurales apartó su mirada del horizonte del progreso y la modernidad (o de los temas rurales, como hicieron muchos economistas) y desarrollaron sus propias idiosincrasias en la crítica a los procesos sociales, económicos o medioambientales, abandonando las grandes teorías en beneficio de herramientas metodológicas más ligeras o más complejas, a menudo derivadas de lecturas heréticas que redescubrían la relevancia de las perspectivas holísticas para criticar el proceso darwiniano en marcha en los sistemas agrarios.

En cuanto a los historiadores, básicamente se quedaron solos a cargo de la descomunal tarea de repensar la concepción lineal del tiempo que se había desplomado, y parece honesto decir que todavía están ocupados con ello o quizá deberíamos decir que están con los trabajos preliminares, con monografías o artículos que cuestionan la agitada temporalidad del cambio global desde un cauteloso punto de vista empírico. No es de extrañar que los años setenta sean todavía una barrera para los historiadores rurales. ¿Cómo situarlos en cualquier relato más amplio? ¿Cómo explicar que el proceso de modernización fue al tiempo interrumpido y aumentado? Para la mayoría de los historiadores, esta década representa la ocasión perfecta para colocar el punto final a cualquier estudio, aliviados ante la perspectiva de dejar los fenómenos y procesos posteriores a quien sea (sociólogos, economistas o agrónomos) que se atreva a buscarle cierto sentido a una realidad tan compleja. Lo que se encuentra con anterioridad constituye una materia perfecta para el análisis histórico: una revolución lineal, donde todo el mundo es arrastrado y a la vez contribuye al mismo proceso, llamémosle modernización, integración o simplemente crecimiento.

Por el contrario, más allá de los setenta lo que existe se parece más a una dinámica de desintegración, una narración triturada; de hecho, solo el comienzo de lo que todavía es nuestra experiencia en la actualidad: incertidumbre, verdad plural, ideales dudosos y erráticas trayectorias individuales y colectivas. Porque lo cierto es que ya no existe ninguna forma de unidad en el destino de los actores sociales, animales, cosechas y campos, y todavía menos autonomía, con la producción alimentaria brutalmente integrada en la lógica de mercado en un mundo competitivo en permanente expansión. Y en medio de toda esta complejidad, los observadores no pueden dejar de reparar en el contraste entre dos tendencias completamente opuestas: por un lado, el aumento tecnocientífico de la productividad en los alimentos, por el otro, el desarrollo de agriculturas alternativas. La primera, animada por una serie de saltos cualitativos en el mundo de la ciencia reduccionista, conducía a un proceso de dominación de la naturaleza a través del dominio de la escala infinitesimal mediante la biología molecular; la segunda, activada por la conciencia de una amenaza sistémica que se cernía sobre lo que quedaba de la ruralidad y la agricultura familiar, llevaba a un continuo refinamiento de diseño de modelos de los sociosistemas y ecosistemas. Y entre ambas, los consumidores desorientados, que perdían cada vez más la fe tanto en las biociencias como en la agricultura, y las políticas públicas erráticas, de crisis en crisis, incapaces de dar sentido a la investigación pública y a las medidas medioambientales.

En este contexto, va siendo hora de que los historiadores regresen a la mesa del debate multidisciplinar y encuentren la forma de debatir a fondo la historia —no solo los resultados, sino también las preguntas, los métodos y el material— con los no-historiadores, incluyendo especialistas en agrobiociencias, para así tener alguna opción de entender la «racionalidad» no como un determinismo, sino como un proceso biofísico, técnico y social incorporado al propio proceso histórico. El medioambiente no es un objeto, es el mundo en el que estamos comprometidos a producir una réplica en forma de conocimiento de nuestras acciones y retroacciones, tomando por fin en cuenta lo que la concepción mecanicista de la vida nos había enseñado a ignorar durante aproximadamente un siglo. Una química que había llegado hasta la ética y la filosofía medioambiental a través de su crítica al reduccionismo en los años setenta, Isabelle Stengers, sintetizó en 2001 lo que un historiador debería haber preguntado antes que ella: «¿Qué malos hábitos hemos adoptado para pensar que podíamos eludir la cuestión de la sostenibilidad? ¿Cómo pudimos ser tan vulnerables ante la tentación que podríamos expresar, en cierta forma, como “la tentación de no pensar” o “sumisión a la ficción” que nos hace pensar que somos los amos de los problemas?». 62 Sin duda esta sería una excelente propuesta para un programa cooperativo de investigación sobre la racionalización. La modernización de segundo orden reclama una historia de segundo orden. Podríamos expresarlo de forma menos abstracta diciendo que sería ciertamente un proyecto relevante para estudiar de forma conjunta los estudios rurales y el desarrollo rural antes, durante y después de la crisis de los años setenta, para entender la paradójica contingencia e historicidad de la racionalidad aplicada a la gestión de la vida mercantilizada.

* * *

El filósofo Jan Patočka, implacable crítico de la alianza entre racionalidad y normatividad en los setenta, solía definir el nacimiento de la modernidad como una lucha entre dos concepciones del alma humana, la «cerrada» y la «abierta». La primera suponía la ambición de explicar y dominar la totalidad de los objetos existentes, sin que nada quedase fuera de su dominio, en una forma de absolutismo de la racionalidad. Por el contrario, la segunda aceptaba la idea de que una parte del mundo podía y debía permanecer inaccesible y desconocida 63. Sabemos qué concepción prevaleció en la modernidad europea, con qué éxitos y fracasos, en especial por lo que se refiere a la agricultura, silvicultura y minería. Y solo estamos comenzando a ser conscientes de que este marco epistemológico puede encontrarse superado desde el último cuarto del siglo xx y de que precisamente la agricultura fue la actividad que sacó a la luz la aporía de la constante intensificación, con la Primavera silenciosa de Rachel Carson como principal referente a ambas orillas del Atlántico 64.

Recapacitemos sobre lo que la reaparición de la «racionalidad limitada» en la Francia de los años setenta, vividos como una crisis espiritual en el país del agrarismo cultural, nos revela sobre nuestra época y la ciencia que queremos producir en ella y para ella. Desde una perspectiva histórica, pongamos atención en por qué arraigó en especial en la naturaleza domesticada, negando la relevancia de la gran división de la era de la Ilustración mediante la refundación, tanto en la realidad como en la parábola de la ganadería, de una perspectiva holística y coevolutiva. Entonces puede que la historia rural, si se toma en serio su propio objeto y acepta salir de su marginalidad y empirismo asumidos, tenga un interesante epílogo que proponer al legado de Theodor Adorno y Max Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración 65 —que los franceses sistemáticamente traducen como Dialéctica de la razón—, precisamente en lo que la domesticación significa en realidad en la era del antropoceno. A la luz de estas reflexiones, se podría concluir que lo que está en juego no es el reemplazo de la vieja «cuestión agraria» por la nueva «cuestión ambiental»: la primera no nació solo de la lucha de clases, constituyendo desde el comienzo un cuestionamiento de la relación entre razón y valor y la heurística de la historia. Los años setenta la replantearon en un modo puede que dudoso, pero en conjunto interpelando enérgicamente a los historiadores como indagadores globales. Esa demanda sigue estando ahí, incluso más global, compleja y urgente. Debe ser compartida y respondida.

[Traducción del inglés: Miguel Cabo Villaverde]


1 Michèle Brunet y Jean-Marc Moriceau: «De l’environnement au territoire. Regards croisés sur les sociétés rurales», Histoire et sociétés rurales, 16, 2 (2001), pp. 7-9. Véase también el volumen Histoire et sociétés rurales. Premières tables décennales (n° 1-20) (2004), 175 p.

2 Para una mirada sobre el debate véase la revista multidisciplinar Natures, sciences, societies (https://www.nss-journal.org/). El primer evento que unía estudios científicos e historia rural tuvo lugar en 2017 en París (AgroParísTech, 16-17 de septiembre de 2017), con un coloquio titulado «Otra historia de las modernizaciones agrícolas en el siglo xx», publicado más tarde por Christophe Bonneuil, Margot Lyautey y Léna Humbert (dirs.): Histoire des modernisations agricoles au xxe siècle, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2020.

3 Stéphane Frioux y Vincent Lemire: «Pour une histoire politique de l’environnement au 20e siècle», Vingtième siècle. Revue d’histoire, 113, 1 (2012), pp. 3-12; Céline Pessis, Sezin Topçu y Christophe Bonneuil (dirs.): Une autre histoire des «Trente Glorieuses». Modernisation, contestations et pollutions dans la France d’après-guerre, París, La Découverte, 2013; Christophe Bonneuil y Jean-Baptiste Fressoz: L’événement anthropocène. La terre, l’histoire et nous, París, Éditions du Seuil, 2013, y Grégory Quenet: Qu’est-ce que l’histoire environnementale?, París, Champ Vallon, 2014. Para información sobre la vida académica en torno a este campo en expansión véase http://leruche.hypotheses.org/.

4 Las historias antigua y medieval, fuertemente vinculadas a la arqueología, poseen su propia historiografía, que no será estudiada aquí, aunque no ha dejado de tener influencia en estudios para épocas posteriores. La historia moderna también entró más temprano en cuestiones medioambientales bajo la influencia de la historia del clima y de su valedor en Francia Emmanuel Le Roy Ladurie.

5 No trataremos aquí la historiografía de los estudios medioambientales en lengua inglesa, que tienen un desarrollo propio, incluso si la conexión cada vez más fuerte entre diferentes tradiciones académicas ha ido borrando parte de las peculiaridades desde el inicio del siglo xxi.

6 Donella H. Meadows et al.: Limits to Growth, Nueva York, Universe Books, 1972.

7 René Passet: L’Économique et le vivant, París, Payot, 1979.

8 Hans Jonas: Das Prinzip Verantwortung. Versuch einer Ethik für die technologische Zivilisation, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1979.

9 Marc Bloch: Les caractères originaux de l’histoire rurale française, París, Société d’édition «Les Belles Lettres», 1931.

10 Annie Antoine (dir.): Paysages et structures agraires. Actes de la journée d’études du CRHISCO (Rennes 2, 30 nov. 1996), numéro de Cahiers de la Maison de la Recherche en Sciences Humaines. Enquêtes Rurales, 3 (1997).

11 Para una visión global véase «40th Anniversary Virtual Issue», Environmental History, 2018, https://academic.oup.com/envhis/pages/40th_anniversary_­virtual_issue.

12 Pierre Cornu y Jean-Luc Mayaud (dirs.): Au nom de la terre. Agrarisme et agrariens, en France et en Europe, du 19e siècle à nos jours. Actes du 23e colloque de l’Association des ruralistes français, París, La Boutique de l’Histoire Éditions, 2007.

13 Pierre Cornu y Claire Delfosse: «Marges géographiques, marges scientifiques? Contribution ruraliste à une approche réflexive des enjeux théoriques et sociopolitiques de la territorialité», Bulletin de l’association des géographes français, 94, 3 (2017), pp. 453-471.

14 Alexander Chayanov: Peasant Farm Organization, Moscú, 1925. Para una valoración de su trabajo dentro de los estudios rurales franceses véase Henri Mendras: Le voyage au pays de l’utopie rustique, Le Parádou, Éditions Actes Sud, 1979.

15 Por ejemplo, entre Pierre Barral: Les agrariens français de Méline à Pisani, París, Librairie Armand Colin, 1968, y Philippe Gratton: Les paysans contre l’agrarisme, París, François Maspero, 1972.

16 Véanse, por ejemplo, Jean-Paul Billaud: Marais poitevin. Rencontres de la terre et de l’eau, París, L’Harmattan, 1984, y Danièle Hervieu-Léger y Bertrand Hervieu: Le retour à la nature. «Au fond de la forêt... l’État», précédé de Les néo-ruraux, trente ans après, La Tour-d’Aigues, Éditions de l’Aube, 2005.

17 Maurice Agulhon: La République au village. Les populations du Var de la Révolution à la Seconde République, París, Plon, 1970 (reed., París, Éditions du Seuil, 1979), y Alain Corbin: Archaïsme et modernité en Limousin au xixe siècle (1845-1880), vol. 1, La rigidité des structures économiques, sociales et mentales, vol. 2, La naissance d’une tradition de gauche, 2 vols., París, M. Rivière, 1975.

18 Eugen Weber: Peasants into Frenchmen. The Modernization of Rural France, 1870-1914, Standford, Standford University Press, 1976, y Jean-Luc Mayaud y Pierre Cornu: «“Peasants into Frenchmen” in Francia. La posta del “romanzo nazionale”», Contemporanea, 13, 4 (2010), pp. 724-732.

19 Pierre Bourdieu: «La paysannerie classe objet», Actes de la recherche en sciences sociales, 17-18 (1977), pp. 1-6.

20 Gilles Pécout: «La politisation des paysans au xixe siècle. Réflexions sur l’histoire politique des campagnes françaises», Histoire et sociétés rurales, 2, 2 (1994), pp. 91-125, y Lutz Raphael (ed.): Rural Societies, 1850-1914, monográfico de la revista Journal of Modern European History, 2, 2 (2004).

21 Ethnologie et histoire. Forces productives et problèmes de transition, París, Éditions Sociales, 1975.

22 Lucien Febvre: La terre et l’évolution humaine. Introduction géographique à l’histoire, París, La Renaissance du Livre, 1922.

23 Georges Duby y Armand Wallon (dirs.): Histoire de la France rurale, 4 vols., París, Éditions du Seuil, 1976.

24 Ernest Lavisse: Histoire de France depuis les origines jusqu’à la Révolution, París, Hachette, 1903-1922.

25 Paul Vidal de la Blache: Tableau de la géographie de la France, París, Hachette, 1903.

26 Georges Bertrand: «Pour une histoire écologique de la France rurale», en Georges Duby y Armand Wallon (dirs.): Histoire de la France rurale, vol. 1, La formation des campagnes françaises des origines au 14e siècle, París, Éditions du Seuil, 1975, pp. 34-113.

27 Georges Bertrand: «Pour une histoire...», p. 37.

28 Pierre Cornu, Egizio Valceschini y Odile Maeght-Bournay: L’histoire de l’Inra, entre science et politique, Versalles, Quae, 2018.

29 Este juicio no es aplicable a la historia antigua, medieval o incluso moderna, ya que los investigadores de estos periodos mostraron mucho más interés en los ecosistemas domesticados, en parte por su asociación con la arqueología y en parte debido a temas específicos en el análisis a largo plazo como los estudios sobre el clima. Véase L’histoire rurale en France, actes du colloque de Rennes (6-8 octobre 1994), Histoire et sociétés rurales, 3, 1 (1995).

30 Andrée Corvol: L’homme aux bois, histoire des relations de l’homme et de la forêt, xviie-xxe siècle, París, Fayard, 1987.

31 Nicole Mathieu y Marcel Jollivet (dirs.): Du rural à l’environnement. La question de la nature aujourd’hui, París, ARF-Editions L’Harmattan, 1989, y Catherine Larrère y Raphaël Larrère (dirs.): La crise environnementale, París, 13-15 jan. 1994, París, Inra Éditions, 1997.

32 Véanse, por ejemplo, Jean-Baptiste Fressoz: L’apocalypse joyeuse. Une histoire du risque technologique, París, Éditions du Seuil, 2012, y François Jarrige: Techno-critiques. Du refus des machines à la contestation des technosciences, París, La Découverte, 2014.

33 Nathalie Jas: Au carrefour de la chimie et de l’agriculture: les sciences agronomiques en France et en Allemagne, 1840-1914, París, Éditions des Archives Contemporaines, 2001.

34 Bernard Hubert y Nicole Mathieu (dirs.): Interdisciplinarités entre natures et sociétés. Actes du colloque de Cerisy de 2013, Bruselas, Peter Lang, 2016.

35 Christophe Bonneuil, Clive Hamilton y François Gemenne: The Anthropocene and the Global Environmental Crisis: Rethinking Modernity in a New Epoch, Londres, Routledge, 2015.

36 Pierre Cornu: «La recherche agronomique française dans la crise de la rationalité des années 1970: terrains et objets d’émergence de la “systémique agraire”», Histoire de la Recherche Contemporaine, 3, 2 (2014), pp. 154-166.

37 Bertrand Hervieu y Bernard Hubert (dirs.): Sciences en campagne. Regards croisés, passés et à venir, La Tour d’Aigues, Éditions de l’Aube, 2009.

38 Para un hito de la crítica epistemológica del reduccionismo véase Ilya Prigogine e Isabelle Stengers: La Nouvelle Alliance, París, Gallimard, 1979.

39 Philippe Descola: Par-delà nature et culture, París, Gallimard, 2005.

40 Bruno Latour: Science in Action: How to Follow Scientists and Engineers Through Society, Milton Keynes, Open University Press, 1987.

41 Henri Mendras: La fin des paysans. Innovations et changement dans l’agriculture française, París, Sédeis Futuribles, 1967.

42 Bertrand Vissac: Le département de recherches sur les systèmes agraires et le développement (SAD), informe dactilografiado, junio de 1979, p. 2.

43 Georges Henri Rivière (dir.): L’Aubrac, vol. 1, París, Centre National de la Recherche Scientifique, 1970.

44 Corriente fundada por Emmanuel Mounier desde la revista Esprit en los años cincuenta como alternativa al marxismo y al capitalismo liberal basada en el respeto a la persona individual como valor supremo (N. del T.).

45 Para un ejemplo de estas investigaciones véase Pays, paysans, paysages dans les Vosges du sud, París, Institut National de la Recherche Agronomique, 1977.

46 Alain Chatriot y Vincent Duclert (dirs.): Le gouvernement de la recherche. Histoire d’un engagement politique, de Pierre Mendès France au général de Gaulle (1953-1969), París, La Découverte, 2006.

47 Société Française d’Ethnozootechnie fundada en 1971. Su publicación, Ethnozootechnie, se creó en 1975 y dedicó su primer número a las razas rústicas en peligro.

48 La Asociación de Ruralistas Franceses (ARF) fue fundada en 1974.

49 Pierre-Louis Osty: «L’exploitation agricole vue comme un système. Diffusion de l’innovation et contribution au développement», Bull. Tech. Inf. Min. Agric., 326 (1978), pp. 43-49.

50 Bernard Hubert: Pour une écologie de l’action: savoir agir, apprendre, connaître, París, Éditions Arguments, 2004.

51 Por ejemplo, Claude-Isabelle Brelot y Jean-Luc Mayaud: L’industrie en sabots. La taillanderie de Nans-sous-Sainte-Anne (Doubs), París, Jean-Jacques Pauvert, 1982.

52 Ludwik Fleck: Entstehung und Entwicklung einer wissenschaftlichen Tatsache, Pl. V. Basel, 1935 (traducción francesa a cargo de Nathalie Jas: Genèse et développement d’un fait scientifique, París, Les Belles Lettres, 2005).

53 Programa multidisciplinar de investigación sobre el medioambiente. Véase Marc Jollivet: «Un exemple d’interdisciplinarité au CNRS: le PIREN (1979-1989)», La revue pour l’histoire du CNRS (en línea), 4, 2001, http://histoire-cnrs.­revues.org/3092 (consultado el 1 de octubre de 2017).

54 Marcel Jollivet (dir.): Sciences de la nature, sciences de la société. Les passeurs de frontières, París, Centre National de la Recherche Scientifique, 1992.

55 Jean-Baptiste Fressoz: L’apocalypse joyeuse. Une histoire du risque technologique, París, Éditions du Seuil, 2012.

56 Jacques Poly: Pour une agriculture plus économe et plus autonome, París, INRA, 1978.

57 Isac Chiva: «Pour la multidisciplinarité», Ethnologie française, 34, 4 (2004), pp. 671-677.

58 Jacques Brossier, Laurence de Bonneval y Etienne Landais (dirs.): System Studies in Agriculture and Rural Development, París, INRA, 1993.

59 Pierre Cornu, Egizio Valceschini y Odile Maeght-Bournay: L’histoire de l’Inra...

60 Christophe Bonneuil y Frédéric Thomas: Gènes, pouvoirs et profits, recherche publique et régimes de production des savoirs de Mendel aux OGM, París, Quae, 2009.

61 Véase en particular el cuarto volumen de la Histoire de la France rurale de Michel Gervais, Marcel Jollivet y Yves Tavernier: La fin de la France paysanne, París, Éditions du Seuil, 1976. Una obra histórica escrita por no historiadores, con un prolongado efecto en su campo y en la disciplina.

62 Isabelle Stengers: «Le développement durable, une nouvelle approche?», Alliages, 40 (1999), pp. 31-39 [reimp. en Courrier de l’environnement de l’INRA, 44 (2001), pp. 5-12].

63 Jan Patočka: L’écrivain, son «objet». Essais, París, POL, 1990.

64 Rachel Carson: Silent Spring, Boston, Houghton Mifflin, 1962.

65 Max Horkheimer y Theodor W. Adorno: Dialectic of Enlightenment, 1944 (revisada en 1947).