Ayer 111/2018 (2): 19-50
Sección: Dosier
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2018
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/110-2018-02
© Anaclet Pons
Recibido: 05-10-2016 | Aceptado: 05-05-2017
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License
El pasado fue analógico, el futuro es digital. Nuevas formas de escritura histórica *
Anaclet Pons
Universitat de València
apons@uv.es
Resumen: En los últimos años la investigación digital ha sido presentada como un campo prometedor en historia. Este ensayo examina algunas cuestiones sobre el significado de esta innovación metodológica. Empieza señalando la importancia de las nuevas tecnologías, centrándose sobre todo en la escritura. Indica que, hacia finales del siglo xix, la llegada de nuevas tecnologías quebró la hegemonía del mundo impreso. La segunda parte es una exploración de este enfoque metodológico. Por último, define la historia digital y explora los rasgos y desafíos de hacer historia en la era digital, repasando algunos proyectos significativos.
Palabras clave: historia digital, humanidades digitales, historiografía, datos, visualización.
Abstract: In recent years, digital research has been promoted as a promising field in history. This essay explores what this methodological innovation means. It begins with the significance of new technologies, focusing mainly on writing. It argues that toward the end of the nineteenth century, the arrival of new technologies shattered the hegemony of the printed word. The second part explores this methodological approach. Finally, this article proposes a definition of digital history and discusses the characteristics and challenges of practicing history in the digital age by looking at some exemplary projects.
Keywords: digital history, digital humanities, historiography, data, visualisation.
«La historia, como el mundo mismo, está cambiando en formas que ninguno de nosotros todavía entiende perfectamente. Algunos de los cambios parecen bastante emocionantes, algunos dan bastante miedo, pero todos requieren nuestro compromiso si queremos que la historia siga siendo relevante en los tiempos en los que vivimos»1.
En efecto, decían los autores aludidos en el título2 que los estudiosos del mañana se jactarán o disfrutarán de un registro histórico que será en gran medida digital y que transformará la forma en que se investiga, presenta y preserva el pasado. Ese mañana ya ha llegado, de modo que, nos atraiga o nos disguste, vivimos en un siglo en el que conocer lo que nos rodea o lo que ya ha ocurrido resulta difícil sin tener en cuenta, del modo que sea, el nuevo lenguaje. Por esa razón oímos hablar de ello cada vez más, proliferan las áreas que se adjetivan de ese modo y —aunque haya quien recurra al calificativo para dar apariencia de modernidad e innovación tecnológicas— abundan las investigaciones y las escrituras exclusivamente digitales.
Se puede afirmar, pues, que «la historia, como el mundo mismo, está cambiando». Si somos realistas, admitiremos las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías. Todos las usamos a diario y todos advertimos cómo han modificado la manera en que trabajamos (investigamos, escribimos, nos relacionamos). Si somos honestos, convendremos también en que con ello ha mutado la ecología académica que nos acompañaba, la del mundo impreso. No es que el libro y lo que representa hayan desaparecido, ni mucho menos, pero su tecnología (para envasar, almacenar, distribuir y buscar textos, informaciones o conocimiento) ha perdido el monopolio. Y esa alteración tiene consecuencias inmediatas: nos permite ser más conscientes de que lo impreso es un artefacto histórico y nos permite salir de los límites que su materialidad impone. Pero la más importante secuela es el desafío intelectual que implica, pues afecta a elementos de nuestra disciplina que consideramos fundamentales: «Cuando empezamos a desarmar la naturaleza de la disciplina histórica queda claro que está ligada a las tecnologías de la página impresa y el libro de manera poderosa y determinante»3. Es decir, sería insensato obviar hasta qué punto se ha transformado nuestra relación con la cultura escrita, ignorar el impacto crítico de lo digital sobre nuestra praxis.
Ocurre, sin embargo, que no han sido muchos los historiadores que se han decidido a reflexionar sobre este amplio territorio o a cultivarlo, hasta el punto de que quienes se detienen a explorarlo llegan a la inmediata conclusión de que la filología —o, más bien, la codificación y el análisis textuales— sigue siendo el pilar de lo que se entiende por humanidades digitales4. Con las debidas excepciones —algunas de las cuales se verán más adelante—, todo parece indicar que lo digital tiene un exiguo (aunque cada vez mayor) peso académico en nuestra disciplina.
Las razones de lo anterior son muchas y exponerlas aquí resultaría excesivo, de modo que podrían abreviarse —de forma reductora— diciendo que quizá haya una doble y yuxtapuesta inercia, por acción y por omisión. La primera podría obedecer a que, por razones comprensibles, el valor por defecto entre los historiadores siempre es el de las formas tradicionales. Como otros han señalado, no hay nada de malo en que las cosas funcionen de ese modo, pues lo habitual es inclinarse hacia lo que se ha hecho y parece funcionar correctamente. El problema, digámoslo así, se presenta cuando esas formas tradicionales ya no son solamente el valor predeterminado, sino que se defienden como la única forma imaginable, posible y publicable. De este modo, esta primera inercia conduce, por ejemplo, a mantener exclusivos y excluyentes modelos (de escritura) que aún son herederos de la tradición decimonónica o, en términos generales, de la imprenta. En consecuencia, tal práctica nos lleva a la anunciada omisión, que consiste en descuidar otras formas posibles, renunciando a preguntarnos si hoy, en el siglo xxi, existen alternativas que nos permitan investigar de forma distinta o expresar mejor lo que sea que queramos mostrar, relatar o decir5.
Estas palabras iniciales, que solo pretenden ser una moderada llamada de atención, exigen concretar algo más, indicando en particular qué son las humanidades digitales (y qué, en consecuencia, la historia digital). Hay muchas formas de acometer la empresa y lo habitual sería, en efecto, fijar los rasgos de tal práctica y, una vez establecidos, reflexionar sobre las consecuencias que se pudieran derivar. Es decir, lo lógico sería quizá analizar directamente las herramientas digitales, considerar los análisis que permiten o favorecen y abordar sus efectos discursivos6. No obstante, no se hará de la manera acostumbrada, sino a la inversa, empezando por algún elemento particular relacionado con los instrumentos que empleamos. La razón es simple: comprender la historia digital exige percibir el contexto en el que se produce y entender qué defienden sus practicantes, quienes, de un modo u otro, asumen que el medio es el mensaje o que, al menos, forma parte de él. Desde ese punto de partida instrumental se irá complicando el argumento hasta llegar finalmente a lo que me propongo, con la expectativa de que sea un camino más provechoso para su comprensión.
Entiendo, además, que la mejor opción es recurrir a alguna de las operaciones rutinarias que acometemos con oficio en tanto historiadores. Y si hay que escoger una que sirva de ejemplo ilustrativo y dé inicio al recorrido, el proceso de escritura es una candidatura excelente. El motivo es doble y obvio. La mayor parte de las fuentes que empleamos están escritasy, además y ante todo, la historia se escribe, de modo que tal operación pasa y está condicionada en todos los casos (sea la fuente, sea nuestro texto) por las herramientas con las que se construyen los argumentos allí contenidos (dejemos para mejor ocasión el peliagudo asunto de la fuente y el archivo). Hablo de herramientas en tanto la escritura va acompañada de un aspecto mecánico; es en sí misma una muy potente tecnología. Como señalara Walter Ong, «inició lo que la imprenta y las computadoras solo continúan: la reducción del sonido dinámico al espacio inmóvil; la separación de la palabra del presente vivo, el único lugar donde pueden existir las palabras habladas». Es decir, en relación con la previa oralidad, introdujo división y enajenación, pero también una mayor unidad; intensificó el sentido del yo, elevando la conciencia del sujeto, y propició una acción recíproca más consciente entre las personas7.
Podemos decir, pues, que componemos textos empleando determinados utensilios. Y ese mero acto, tal como hoy se produce, pasa por un instrumento que utilizamos de forma generalizada y rutinaria, el procesador de textos. Para abordarlo de entrada podemos partir de una curiosidad: averiguar quién fue el primer escritor que, en su quehacer, utilizó esa herramienta tan familiar ahora. Dados los rasgos que el lenguaje coloquial otorga a esa figura (literato, novelista, etc.), las pesquisas se han centrado en los prosistas de ficción. Se dirá que ese limitado círculo resulta exiguo, incluso improcedente, pues no sería descabellado conjeturar que esa mente animosa y adelantada perteneciera al mundo académico; alguien que necesariamente escribe, sí, pero sobre asuntos y actores nada imaginarios.
Aceptando, no obstante, los límites de tal indagación, se afirma que el primer novelista de envergadura en utilizar dicho procesador, reflexionando sobre ello, fue el literato Stephen King8. En efecto, en 1983 publicó un relato breve titulado «El ordenador de los dioses»9. El personaje principal, Richard Hagstrom, es un desencantado profesor de inglés y frustrado escritor, infelizmente casado, insatisfecho de la forastera a la que se ha atado y de su propio hijo, ese extraño que han concebido. Hagstrom había soñado y verbalizado su deseo de poseer un procesador de palabras y, finalmente, lo recibe como regalo de cumpleaños. Sorprendido, descubre que el artefacto tiene la facultad de materializar lo que escribe en su pantalla y de hacerlo desaparecer al eliminarlo, por lo que advierte que posee una máquina de sueños mágicos, un procesador de palabras propio de los dioses. Y a ello se aplica, «borrando» a su propia familia e «insertando» otra en su lugar.
De ese modo, si el escritor ya podía ser un dios-narrador omnicomprensivo, ahora lo es más si cabe con el uso discrecional de las funciones «insertar», «suprimir» y «ejecutar», que es, a la postre, el asunto sobre lo que reflexionaba Stephen King en aquel relato. Conjeturaba sobre eso y sobre cómo el procesador permite o incita a escribir y narrar de determinado modo, liberando las palabras, rescatando su potencial semántico, pero también físico. Porque, en efecto, hacemos con ellas lo que nunca antes habíamos imaginado, pues las movemos, cortamos y pegamos, las eliminamos, las sustituimos, jugamos con ellas y a veces ellas juegan con nosotros, hasta el momento en que obtenemos la réplica que nos proporciona la impresora. En suma, es una poderosa máquina narrativa que, a diferencia del papel, nos interpela e interactúa con nosotros, de modo que si un texto es digital queda afectado por el potencial transformador que incorpora su naturaleza 10.
Volveré sobre ello, pero me interesa retener ahora dos aspectos, aunque sea de forma mínima, porque se relacionan con lo apuntado y con lo que se dirá. Por un lado, resaltar que sean los literatos y no los académicos (exceptuando los tecnólogos) los que reflexionen sobre operaciones rutinarias como la escritura11. Razones para ello no debiera haberlas, porque ambos colectivos escriben. Decía Carlo Ginzburg que tanto los libros de historia como la literatura de invención nos ayudan a orientarnos en el mundo y, si ello es así, se preguntaba entonces qué relacionaba ambos tipos de obras. La respuesta le parecía evidente: un lenguaje. De ahí que su consejo para el aprendiz de historiador es que leyera novelas «como enriquecimiento cognitivo y como nutriente de la imaginación moral», porque así aprendemos un modo de pensar, de abordar el mundo y de utilizar la imaginación para captarlo de una forma más plural y, por tanto, más moral12. Significa eso, entre otras cosas, que aprendemos a hacer historia leyendo a nuestros maestros y aprendemos a escribir leyendo a los que mejor dominan ese arte, los novelistas. Entonces, ¿por qué reflexionamos tan poco sobre las herramientas que empleamos para escribir, sobre algunos de los instrumentos rutinarios que usamos y sobre sus implicaciones?, ¿por qué dejamos que sea patrimonio de otros? La pregunta es significativa porque ese tipo de planteamiento es habitual entre muchos de quienes se dicen humanistas/historiadores digitales, conscientes de los medios con los que generan sus mensajes. En todo caso, esos interrogantes nos devuelven al segundo aspecto: cualquier aparejo que empleemos incita a (o posibilita) escribir y narrar de un determinado modo.
Para entenderlo adecuadamente propongo complicarlo un poco más, historizarlo, recurriendo a la propia historia de las máquinas. Lo expresó claramente Robert Darnton al analizar las mutaciones del libro en la era electrónica: «Todo intento de mirar al futuro mientras se afrontan los problemas del presente debe partir del análisis del pasado»13. Es esta una máxima que lógicamente no se le puede escapar a ningún historiador —y que otros omiten por su diferente condición profesional—, con la salvedad de que ese pasado es tan dilatado que obligaría a trazar un recorrido excesivo. Pero no es necesario remontarnos en demasía, pues parte de ese significado se puede analizar con una breve incursión en lo ocurrido entre finales del ochocientos y principios de la siguiente centuria, un momento especialmente significativo en nuestra relación con las herramientas de escritura.
El autor que trató este asunto de forma más sugerente e innovadora fue quizá Friedrich A. Kittler, que además puso diversos ejemplos sobre el particular, siendo el de Nietzsche el más significativo y conocido14. Este insigne pensador ochocentista, nos dice Kittler, sufría de miopía extrema y de migrañas, y solo reconocía aquellos textos que fueran claramente legibles. Para solucionarlo, desde 1879 estuvo pensando en comprarse una máquina de escribir; una idea que empezó a acariciar con más fuerza en 1881, cuando se puso en contacto con un inventor danés, Rasmus Malling-Hansen. Este había desarrollado su bola de escribir o de tipos móviles para sus pacientes del Real Instituto de Sordomudos de Copenhague, a fin de que pudieran escribir la lengua de signos más rápido que a mano. La máquina se ideó, pues, para compensar las deficiencias fisiológicas y aumentar la velocidad de la escritura, algo que se avenía perfectamente a la situación de Nietzsche. No es extraño, pues, que en agosto de 1881 le escribiera a su amigo Franz Overbeck:
«He mantenido una correspondencia con el señor Malling Hansen de Copenhague, el inventor de la máquina de escribir —un tipo de aparato así, que después de una semana de ejercicio puede ser manejado sin usar la vista, me sería muy útil, pero no es cosa para “pobres” como yo— [...] con el maletín y “preparado completamente para el envío”, sin incluir los gastos de transporte, cuesta 375 marcos. Pesa 6 libras y tiene 8 pulgadas de largo. Te adjunto una prueba de escritura»15.
Pero lo importante es el resultado de esa adquisición, un regalo de su hermana que recibiría en los primeros meses del siguiente año. En el caso que nos ocupa, lo que Kittler se plantea es qué sucedió cuando el proceso tecnológico de lo escrito fue impugnado, modificado y degradado por las nuevas tecnologías, por la máquina de escribir en concreto. Para ello, opone lo que llamaríamos el momento Goethe, el del reinado de la íntima y señorial escritura, al momento Nietzsche. Si elige a este último es porque el filósofo alemán fue un pionero entre los suyos usando ese tipo de herramienta y, a la postre, el primer pensador en reconocer plenamente sus efectos. Más todavía, lo realmente significativo, a juicio de Kittler, es que el empleo de la máquina cambió el modo en que Nietzsche producía su obra. Si hemos de creerle a él y a otros que han defendido tesis similares16, la Mailing-Hansen hizo que el filósofo mudara sus argumentos en aforismos, sus pensamientos en juegos de palabras, evolucionando de lo retórico a lo telegráfico. Eso es precisamente lo que habría querido decir con la célebre frase de que nuestras herramientas de escritura conforman nuestros pensamientos; frase contenida en una carta que le mandó a su amigo Heinrich Köselitz a mediados de febrero de 1882. Unos días antes le había remitido unas rimas escritas a máquina y, tras la respuesta de Köselitz, le contestó: «Usted tiene razón, lo que utilizamos para escribir interviene en la conformación de nuestros pensamientos. ¡Cuándo conseguiré con mis dedos escribir a máquina una frase larga!»17.
No es necesario aceptar plenamente las conjeturas de Kittler sobre los efectos que la citada máquina tuvo sobre la escritura del filósofo alemán, incluso podríamos sospechar que la revolucionaria frase de este último, «lo que utilizamos para escribir interviene en la conformación de nuestros pensamientos», aparece en un texto marginal, en una carta, aunque sea en una misiva escrita precisamente con la Mailing-Hansen. En todo caso, Nietzsche no fue el único en advertir cómo este tipo de herramienta provocaba cambios más o menos sutiles en el proceso de escritura.
También es cierto, por lo demás, que otros literatos negaron de entrada tales modificaciones. Henry James, por ejemplo, no consideró que ese mismo método alterara en absoluto sus textos. Aunque empezó a utilizar el artilugio tempranamente, en 1897, dictando a una «máquina de escribir» o a una persona que copiaba sus palabras, rechazó de plano que tal práctica afectara a su estilo. En una carta remitida a su amiga neoyorquina Mary Cadwalader Jones, en octubre de 1902, escribe:
«No me menospreciéis con comentarios generales. Y es más, dictar nada tiene que ver con ello, por favor. Para mí, el valor de ese proceso reside en que ayuda a rehacer una y otra vez, para lo cual está extremadamente adaptado, y es de la única forma en que puedo hacerlo. Muy pronto se hace intelectualmente, absolutamente idéntico al acto de escribir, o lo ha hecho ya para mí después de cinco años; así que la diferencia solo es material e ilusoria, con la única diferencia de que paseo arriba y abajo; lo cual es beneficioso»18.
No obstante, una de sus amanuenses, Theodora Bosanquet, tenía una opinión totalmente distinta, y así lo reflejó en el libro que publicó años más tarde relatando esa experiencia. Nos indica, por ejemplo, que los efectos del dictado «se observaban claramente en su estilo, que se volvía cada vez más parecido a hablar libremente, de forma enrevesada, sin respuesta» y que «le parecía que dictar era un método de composición no solo más rápido, sino también más inspirador que escribir de su puño y letra, y consideraba que lo que se ganaba en expresión compensaba con creces cualquier pérdida de concisión». Es más: «En la época en que empecé a trabajar para James, había llegado a un punto en el que el clic de una máquina Remington le espoleaba positivamente»19. De hecho, como concluyó el biógrafo de James, Leon Edel, y ya es admitido: «La ruptura entre el estilo “medio” + “tardío” (gaseoso) llega justo en el momento en que James dejó de dictar a una secretaria taquígrafa + comenzó a dictar a la srta. B., que escribía mientras él hablaba»20.
Por supuesto, sería excesivamente mecanicista concluir que la herramienta determina el contenido, que el método o la práctica condicionan automáticamente la esencia resultante, pero negar cualquier relación sería ingenuo. Si se quiere podríamos hablar de «remediación», como hacen Bolter y Grusin. Partiendo de la idea de McLuhan de que el contenido de cualquier medio es siempre otro distinto, llaman remediación «a la representación de un medio en otro medio» y entienden que «es una característica definitoria de los nuevos medios digitales»21, pero eso también ocurrió con la máquina de escribir o con el dictado. Y si damos por válido lo anterior, si, como señalaba McLuham, el contenido de la escritura es el lenguaje oral, no sería extraño que algunos prosistas advirtieran los beneficios del dictado.
Ese fue el caso del primer literato en emplear la máquina de escribir, cosa que, al parecer, debe atribuirse a Mark Twain. De hecho, en su autobiografía reclama para sí haber sido el precursor en aplicarla a la literatura, aunque añade al momento que por entonces le parecía repleta de caprichos y defectos —diabólicos incluso—, hasta el punto que tras un tiempo de uso resolvió deshacerse de ella. Le estaba degradando el carácter, nos dice. Pasadas algunas décadas la recuperó, aunque dictando para ella, observando que si bien al principio de esos años transcurridos la máquina era una curiosidad, así como la persona que la poseía, al final sucedía lo inverso, que lo excepcional era no tener una22. Pero más allá de que fuera así, nos interesan más bien sus comentarios sobre la escritura. En 1904, durante su estancia en Florencia, avanzó notablemente en su autobiografía gracias a su renovado entusiasmo con el dictado como método de composición; algo que venía ensayando desde tiempo atrás. Y sus reflexiones sobre esta nueva práctica son interesantes no porque aludan a la máquina de escribir (nunca está claro el significado del término que emplea para referirse a ella), sino porque manifiestan lo que caracteriza al manuscrito frente a otros modos que entonces se van difundiendo:
«En los últimos ocho o diez años he hecho varios intentos de escribir mi autobiografía con la pluma de un modo u otro, pero el resultado no ha sido satisfactorio. Era demasiado literario. Con la pluma en la mano, la narrativa es un arte difícil. La narrativa debe fluir como un arroyo entre las colinas y los bosques frondosos [...] Con la pluma en la mano el flujo narrativo es un canal; avanza con lentitud, con suavidad, con decoro, con somnolencia, sin imperfecciones, excepto ser una pura imperfección todo él. Es demasiado literario, demasiado remilgado, demasiado bonito; esa forma de avanzar, el estilo y el movimiento no le sientan bien a la narrativa. El curso del canal siempre es una reflexión: es su naturaleza, no puede evitarlo [...] Y, así, pierde mucho tiempo en reflexiones»23.
Demasiado literario, dice Twain, que prefiere así dictar para la máquina de escribir, por lo que le aporta y porque finalmente le permite acometer su demorada autobiografía. Pero hablar de escritura no es solo hacerlo de la literalidad de una obra, de las modificaciones que sobre ella se puedan producir, que es de lo que tratan estos ejemplos u otros que podrían aportarse. Hay otro aspecto importante referido al proceso de composición (en el que también podemos incluir el dictado). Recordemos dos frases que se han deslizado de pasada. Mark Twain decía que el uso de la máquina le había degradado el «carácter», lo cual indica que, más allá de sus beneficios o perjuicios, le modificaba. Es decir, cambió el carácter (ánimo) de Twain y el carácter (signo) de Nietzsche, cosas ambas que se reflejaban en la escritura. La otra frase aludida es de James: el nuevo método le ayudaba a «rehacer una y otra vez», alteraba parte del proceso.
Pensemos en nuestra disciplina: cuando realizamos estudios historiográficos preferimos abordar, sobre todo, los contenidos de los libros (el fondo), pero eso no significa que no haya otros elementos relevantes a considerar (formales). De hecho, lo aplicamos a los textos de otros, como han hecho los historiadores del libro y la lectura, que se han detenido en las intertextualidades y han hurgado en los múltiples bordes del proceso creativo. Y uno de estos elementos es, como se acaba de mencionar, el de la composición.
Señalaba W. H. Auden en un texto titulado «Escribir» que la cocina mental del literato ha visto cómo aparecían artefactos de todo tipo llamados a economizar su trabajo sin resultado alguno, pues «la composición literaria sigue siendo» la misma de siempre y «todavía la mayor parte se hace a mano». Ahora bien, añadía, cualquier persona «por mucho que deteste la máquina de escribir, debe reconocer que es una gran ayuda para la autocrítica». El texto mecanografiado sería tan impersonal y horrible que, al ir tecleando, uno «inmediatamente percibe los errores que se colaron en el manuscrito»24.
Partiendo de esa misma idea, Hannah Sullivan ha analizado los procesos y prácticas de revisión/composición en la literatura «modernista»25. Su conclusión es semejante, en efecto, a la de Auden: la mayoría de esos autores (James, Eliot, Pound, Hemingway, Joyce, Wolf, etc.) escribían a mano (y, por tanto, Twain exageraría)26. No obstante, el efecto de la máquina de escribir resulta evidente en otro aspecto, pues la mecanografía ralentizó el proceso de composición, introduciendo más etapas de revisión, así como mayor objetividad y distanciamiento (y, así, James estaría en lo cierto). Como ocurría con los literatos citados, muchos escritores empleaban a una persona a la que dictaban o remitían sus manuscritos, con lo que pudieron distinguir la distancia existente —la transición— entre el carácter provisional del manuscrito (o el dictado) y la fijeza de lo escrito a máquina. Por otro lado, los avances en la automatización de la composición tipográfica, que permitían una impresión más rápida y más barata, hizo que los editores pudieran enviar más fácilmente sus pruebas al autor y, al hacerlo, permitieron realizar más cambios en el texto.
Por tanto, si bien siempre hemos de ser cuidadosos al poner el énfasis en lo que significó la máquina, pues podría llevarnos a argumentos deterministas (y a la postre siempre es el contenido lo que interesa; el aura benjaminiana está en el objeto y no en la herramienta con la que lo creamos), no hay duda de que, aun aceptando con Auden que la composición inicial de una obra no varía por usar otro tipo de artefacto, al menos habría aspectos (el proceso de revisión) muy afectados por el medio y la tecnología de escritura empleados.
Si me he detenido en estos autores y no en otros posteriores es, por otra parte, porque la aparición de la máquina de escribir es la primera de un conjunto de innovaciones, relacionadas entre sí, que en esos momentos aún no se han difundido o consolidado. Así, sus comentarios o reflexiones todavía no las incorporan o ellos mismos o sus obras no las muestran, con lo que se puede comprender mejor en qué consisten nuestras operaciones rutinarias y cómo se ven modificadas según las herramientas empleadas. Ahora bien, para entender en su complejidad el mundo digital hay, por un lado, que reflexionar un poco más sobre lo argumentado (más allá de la máquina en concreto; aludiendo al contexto al que pertenece) y recuperar, por otro, aspectos distintos de esta parcial genealogía, introduciendo esas otras novedades relevantes apuntadas. Una buena manera para hacer ambas cosas es retornar a Friedrich A. Kittler27.
En primer término, para este estudioso, los medios de comunicación, las herramientas que utilizamos, influyen en cómo pensamos sobre esos medios, sobre los que les antecedieron o los que les sucederán. Adoptando una perspectiva que estaría en la senda de los trabajos de Marshall McLuhan o Walter J. Ong, defiende que cualquier aproximación posible ha de pasar por atender a los media, en tanto condicionan nuestra vida, nuestras situaciones y, por tanto, nuestras operaciones intelectuales. Nada habría o nada sería posible más allá de ellos o sin ellos, porque, al igual que operamos sobre ellos, ellos operan sobre nosotros. Para comprender la situación actual, por ejemplo, propone captar también las rupturas que se han producido desde el siglo xix. En esa centuria se habría vivido una creciente complejidad social y una expansión de las redes de comunicación, una realidad confusa contrarrestada con una homogeneización interpretativa; es decir, la cambiante materialidad de lo que se comunica se minimizaría con un lenguaje de formas estandarizadas, donde el flujo de tinta sobre el papel se entiende ideal y enérgicamente como continuación o manifestación del flujo ininterrumpido de la personalidad individual de quien escribe.
En otras palabras, se trataba de elidir las diversas materialidades de la comunicación confiando en la escritura como única reina, como canal monopolístico para procesar y almacenar información. De ese modo, la lengua, las palabras impresas, eran una suerte de embudo simbólico por el que tenían que pasar casi todas las imágenes, sonidos y otros datos, todo lo cual era procesado por los ojos y los oídos de lectores hermenéuticamente acondicionados. Si el libro era responsable de todos los flujos de datos, las palabras remitían a la sensualidad y al recuerdo, siendo la lectura un verdadero ejercicio de alucinaciones verbales entre línea y línea, con unos signos lingüísticos que hacían las veces de sonidos e imágenes.
En segundo término, todo eso cambió no solamente, como se ha sugerido, con la llegada de la máquina de escribir, sino con la aparición del gramófono y del cinematógrafo (y se podría añadir el telégrafo, el daguerrotipo, etc.), cuando estos últimos permitieron que sonidos e imágenes tuvieran sus propios canales, mucho más adecuados, cuestionando así la galaxia Gutenberg. Para Kitter, una vez que los recuerdos y los sueños, los muertos y los fantasmas, fueron técnicamente reproducibles, lectores y escritores perdieron aquel poder alucinatorio, que ya no tenía en los libros el lugar privilegiado de manifestación. A partir de ahora, y al separarse, los flujos de datos ópticos, acústicos y escritos podían ser autónomos, con lo que finalizaba aquel mundo en el que lo visible o audible derivaba de las palabras. Es decir, el monopolio para almacenar y transmitir ya no es alfabético, no descansa en esa mediación simbólica, sino en el registro de los efectos visuales y acústicos de lo real (y de nuevo dejamos de lado sus implicaciones en cuanto a las fuentes). Por tanto, si bien ahora la pantalla nos permite reunir palabras, sonidos e imágenes en una misma superficie de inscripción, eso no cambia el hecho de que cada uno puede ser registrado por separado, eso no modifica el acto de su diferenciación que entonces se produjo.
Insisto de nuevo en que sería reductor afirmar taxativamente que la máquina de escribir causó determinados cambios en las forma de pensar y expresarse de Nietzsche, Twain o James. Pero podría suponerse lo contrario, incluso podría conjeturarse que la aparición de ese conjunto de instrumentos (del gramófono y del cinematógrafo) y sus apuntados efectos está relacionada con un tipo de escritura más introspectiva o con un lenguaje más seco y abstracto en el ámbito académico. Dejando al margen la relevancia de tal sospecha, lo que sí podemos afirmar es que no escribimos del mismo modo a mano que ayudándonos de alguna otra herramienta y que la existencia de canales (visuales y sonoros) alternativos cambia cómo decimos las cosas. Y a lo anterior ha de añadirse algo muy obvio: somos más conscientes de ello porque las evidentes transformaciones del presente nos hacen reparar en lo que antes tomábamos casi por natural. En suma, cualquier instrumento utilizado contribuye a entender lo que producimos e igualmente contribuye el contexto de medios del que forma parte.
Podemos, pues, volver al principio y recordar la metáfora de Stephen King. Si dejamos las máquinas pasadas y reparamos en la actual pantalla, advertimos que nada tiene que ver con el papel impreso y que, entre otras muchas cosas, nada tiene de muda e inerte. Si abrimos un procesador de textos, en cualquiera de sus versiones, observaremos un cursor en continuo parpadeo y una «barra de herramientas» con una casi infinita panoplia de posibilidades, siempre recordándonos la disponibilidad de tales opciones. Es lo que conocemos como interfaz, con sus menús y sus comandos, que nos prometen archivar, editar, ver, insertar, etc. Es casi una máquina narrativa que nos interpela. Quién no ha dado sus primeros pasos en el Office de Microsoft dejándose aconsejar por su ayudante, una graciosa figurita animada que recrea la imagen de Einstein y que cumple una doble función: cómica, para quitar hierro a esos primeros pasos y atraernos, y narrativa, de ayuda. Sería un trasunto de cuento de hadas, donde en nuestro intento de sortear el obstáculo (la máquina) un amable personaje nos ayuda a cumplir la misión. Es esa banalidad lo que lo hace eficiente28. Pero ese ayudante no solo nos guía y entretiene cuando toma el control, sino que el procesador actúa por sí mismo, y así sucede si activamos algunas de sus opciones, como la corrección automática.
Dicho de otro modo, la herramienta incorpora elementos que cambian nuestra forma de decir y de mostrar, y ello al margen de que creemos o no un verdadero hipertexto (con las posibilidades de incrustar imágenes, sonidos, etc.). Si ocurre así, si la máquina cambia nuestra manera de escribir, quizá debiéramos deducir que nuestra forma de consultar documentos, nuestra manera de leer libros y artículos, también está cambiando, pues la manera de leer y la experiencia misma de lectura son inseparables de las tecnologías que empleamos. Dicho con mayor precisión, esas tecnologías no solo han cambiado nuestra relación con la escritura y la lectura, sino también nuestra percepción del mundo y hasta la percepción misma. Y si los textos y los documentos están en formato digital, entonces se «desmaterializan», quedan sin soporte impreso, con sus rasgos y características, para convertirse en otra cosa, en textos cuya circulación no viene marcada por la inscripción en una característica realidad material, lo que a su vez permite otros usos y prácticas (de lectura, de consulta, de análisis, etc.). De ahí que se haya señalado que lo que vivimos es sobre todo una revolución de los soportes y de las formas en que se transmite lo escrito, sin parangón desde que el libro en forma de rollo dejó paso al códice. Y ello porque ahora las pantallas son el soporte por antonomasia, pues reúnen todas las clases posibles de textos (y de imágenes, sonidos...), sea cual sea su género, con una continuidad que ya no los distingue a partir de su materialidad característica. Una mutación, pues, en cuanto a soportes de la escritura, técnicas de su reproducción y diseminación, y maneras de leer29.
Y aquí radica la cuestión fundamental, que no reside solamente en ser conscientes de que el procesador de textos —y antes la máquina de escribir— modifican o pueden alterar nuestras narraciones, sino en que ese procesador forma parte de un medio cuyas posibilidades son mucho mayores, distintas, y que ofrece alternativas y perspectivas hasta hace poco desconocidas.
Más aún, los procesos/herramientas digitales configuran hoy el modo de recibir, experimentar y pensar los acontecimientos o las obras: instruyen nuestras percepciones, moldean las apropiaciones, prácticas y usos. Esta mediación afecta a los agentes, al documento como tal (y al archivo) y nos afecta a nosotros como expertos. Es decir, los historiadores del futuro (o del presente) se las verán con documentos digitales y, sea así o no, solo podrán contextualizarlos e interpretarlos si comprenden los nuevos medios, su funcionamiento y su impacto. Como ha señalado un crítico de los nuevos medios
«lo que nos marca y nos desmarca, lo que nos conforma y nos deforma, son no solo los objetos transmitidos por los “medios”, sino los medios mismos, los aparatos mismos, que no son solo objetos de un uso posible, sino que determinan su utilización a través de su estructura y función fijas y, con ello, también el estilo de nuestro quehacer y nuestra vida; en pocas palabras, a nosotros»30.
Hasta aquí esa suerte de genealogía muy parcial desde donde ya podemos entrar a definir este campo. Para ello, no obstante, quizá convenga empezar con una curiosidad o constatación. ¿Por qué no oímos hablar de ciencias sociales, naturales o de la salud digital? ¿Dónde se cultivan la física o la matemática numéricas? Hay algunas razones obvias: el adjetivo, como se habrá observado, resulta redundante, pues referirse, por ejemplo, a la matemática digital es como hablar de historia pasada. En el mismo o parecido sentido, ha de reconocerse que muchos de los métodos que acarrea lo digital han nacido dentro de esas disciplinas o se han incorporado a ellas de forma más o menos rápida y espontánea. Por lo anterior, que nosotros empleemos tal calificativo y otros no lo hagan indica que se trata de una importación, por lo general lenta, costosa y plagada de dificultades. Esto último tiene que ver con lo que entendemos por humanidades, dominadas por «la interpretación (que se escapa de definiciones estables o cálculos cuantitativos) y el enfoque sobre detalles pequeños y que, por consiguiente, requiere de metodologías y herramientas creadas por y para los humanistas»31.
En efecto, aquí radica el problema al que nos enfrentamos. Si bien lo digital nos rodea, muchos de sus contornos nos son ajenos y nos perturban. Porque, dicho de forma muy simple, las humanidades digitales son aquel campo en el que convergen humanidades e informática —de ahí que en principio se hablara de informática humanística—. Esta conexión incluye dos vertientes, que no todos consideran que le pertenezcan propiamente. Por un lado, lo que llamaríamos «humanidades en la era digital», es decir, lo que inevitablemente hacemos al practicar hoy nuestro oficio, en la medida en que —como hemos visto— no podemos escapar fácilmente del uso de determinadas herramientas. Pero que utilicemos los nuevos medios no significa necesariamente —o al menos no todos lo ven así— que seamos humanistas digitales.
Por otro lado, aquello que realmente se puede calificar de tal. A diferencia de quienes (la mayoría) estudian y enseñan con herramientas digitales y en un entorno al menos parcialmente digital, hay quienes (la minoría) estudian «los (y a veces generan nuevos) modos de crear y gestionar el conocimiento». De forma que no basta con «el mero hecho de digitalizar un material de estudio o el mero uso de herramientas digitales, como escribir un blog, publicar una página web o crear una base de datos». El humanista digital sería aquel que trata de apostar por nuevos modelos interpretativos, en tanto serlo no implica «hacer cosas de modo distinto con la asistencia de la tecnología, sino “pensar” el mundo de manera diferente a través de las especificidades que definen el medio digital y el pensamiento computacional»32.
Esta definición, con la dualidad señalada, podría complicarse bastante más y ataviarse con multitud de referencias significativas, algo innecesario para los fines aquí propuestos. En particular, porque la enunciación presentada es certera y refleja con suficiente claridad lo que son —o lo que se entiende por— las humanidades digitales. Y algo semejante se puede predicar de la historia digital, con un par de precisiones añadidas. En primer lugar, no puede decirse que exista un modo «nuevo», propio de la tecnología digital, y otro «antiguo», característico del mundo analógico, sin conexiones (desde el punto de vista de las herramientas empleadas). Es decir, la historia (o cualquier otra disciplina humanística) sigue siendo lo que siempre ha sido y mantiene unos métodos semejantes.
En segundo término, y como hemos visto, nuestra disciplina está ahora (re)mediada de otro modo, aunque este actual proceso de mediación no sea más que otro momento del recorrido —que parcialmente hemos trazado y que no podemos obviar si queremos comprender sus implicaciones y las posibilidades que abre—. En un sentido débil, pues, todos somos historiadores digitales al igual que antes lo fuimos analógicos, porque el medio con el que producimos nuestro conocimiento ha variado y es digital. Incluso se diría que podemos hacer determinadas cosas precisamente por eso mismo, por las posibilidades que ahora tenemos. Pensemos en un ejemplo conocido, en el aplaudido volumen Soldados del Tercer Reich. En el prólogo, el historiador Sönke Neitzel relata cómo en 2001 se topó con una documentación excepcional: «Incontables actas de diálogos, transcritos palabra por palabra, de soldados de la Marina alemana». Y eso, nos dice, era solo la punta del iceberg, lo cual le suponía un problema. En efecto, si bien empezó a trabajar sobre ello, le «era imposible analizar y evaluar en solitario aquella cantidad verdaderamente impresionante de actas». La ayuda le vino del psicólogo Harald Welzer, pero, como este reconoce en otro prólogo, el tratamiento de ese amplísimo corpus solo fue posible cuando «se pudo digitalizar y valorar mediante un programa informático de análisis de contenidos»33.
Así pues, todos somos historiadores digitales en sentido laxo, como Neitzel y Welzer. En sentido fuerte, en cambio, hay estudiosos que hacen cosas distintas empleando la nueva tecnología (por otro lado, no está claro que el ejemplo anterior no se pueda incluir en este segundo apartado). Este es el aspecto final en el que conviene detenerse.
A grandes rasgos, hay tres tipos de práctica digital predominante en nuestro campo34. Por un lado, el análisis textual (muy ligado a la llamada minería de datos), que procede de la filología y de los estudios literarios, y que es el más habitual en las humanidades digitales35. En segundo lugar, «la recopilación, preservación y presentación del pasado»36, que si bien podríamos asociar a las preocupaciones de archiveros y bibliotecarios, se relaciona directamente también con las inquietudes de quienes trabajan en la historia oral y, en particular, en la historia pública37. Finalmente, la panoplia de propuestas que podríamos incluir dentro de la denominada «visualización», ligada en términos generales a la cartografía digital38. Por supuesto, no se trata de áreas separadas, pues es habitual que se solapen unas con otras o todas a un tiempo, pero representan las tres fórmulas más habituales.
No es el momento de presentar aquí los numerosos ejemplos de cada una de estas prácticas ni de profundizar en todas las cuestiones que de ellas se derivan, pero hay algunos aspectos generales que conviene mencionar para entender sus rasgos y los diversos desafíos que plantean. El primer elemento, relacionado con el recorrido presentado en el apartado inicial, remite a la conexión existente entre el proceso (determinada herramienta) y el producto (hipertextual). En cuanto al proceso, no es insignificante. Si no haber sido conscientes de la mediación de la máquina de escribir no es razón para continuar ignorándola, tampoco el desinterés por las nuevas herramientas rinde ningún servicio, aunque puedan comprenderse las razones. Una de ellas es que en demasiadas ocasiones este tipo de historia enfatiza más el proceso que el producto en sí (o los confunde o el segundo se reduce al primero), más el software que las aportaciones que resultan para el conocimiento. Cierto es que esto también puede resultar lógico, por distintos motivos.
Por un lado, porque es común que así suceda cuando empezamos a experimentar con nuevos instrumentos. En tanto las fuentes digitales son nuevas, la cantidad de documentación digitalizada aumenta a diario, los volúmenes de información son inmanejables para cualquier investigador y el acceso a las nuevas herramientas para tratarla es cada vez más fácil y sencillo, es imposible rechazar las perspectivas que aportan los nuevos medios y sus variados instrumentos a la hora de estudiar el pasado o el presente. Se hace imprescindible, pues, recurrir a las herramientas digitales, reflexionar sobre ellas y experimentar con ellas, con el proceso. Por otro lado, porque, como nos recordaba Kittler, aquella cultura orientada solamente hacia lo textual ha ido perdiendo su monopolio, siendo sustituida por otra orientada hacia el medio, que hoy es ya predominante. Y, además, si en un primer momento la atención se centraba en el texto, de modo que la forma —la materialidad, el libro— tendía a ser (parcialmente) secundaria en beneficio del contenido, tendía a «retirarse», ahora los diversos medios se resisten a hacerlo de igual modo39. De ahí los lamentos por la lectura superficial que hoy nos aquejaría, pues la pantalla es mucho más que letra impresa y mucho más activa por sí misma. Pensemos simplemente en cuántas veces rehacemos un ensayo si empleamos un procesador de textos y cuántas lo haríamos con una pluma (porque el nuevo medio es activo ofreciendo esa posibilidad, con el cursor siempre parpadeando o el corrector señalando un error o duda).
Todo lo anterior, como indicaba, se relaciona con el producto, cuya particularidad formal es que no es textual-narrativo. Como es sabido, en términos generales, y hasta ahora, los historiadores han sobresalido a la hora de representar el registro histórico del pasado, empleando casi siempre una forma narrativa. En este sentido, podríamos considerar el relato escrito como un tipo particular de representación, pero no la única ni excluyente. Hay otros tipos de representaciones/abstracciones posibles, con sus propias fortalezas y debilidades, como las que propone la historia digital; representaciones que ya se han empleado parcialmente en el pasado (mapas, estadísticas, etc.) y que ahora se han independizado de lo textual-narrativo40.
Dicho esto, queda una pregunta por hacer. Con todas sus virtudes y defectos, la historia digital ¿aporta o sugiere algo distinto?, ¿arroja nueva luz sobre el pasado o se limita a presentarlo de un modo diferente? La respuesta no es sencilla por dos razones. Por un lado, porque de tantos y tan variados ejemplos como existen se podrían derivar conclusiones distintas. Por otro, porque es poco juicioso rechazar todo aquello que no proporcione novedades bien significativas, pues el proceso también ha de tenerse en cuenta en la medida en que, como he indicado, se trata en parte de experimentar y de afinar las ventajas metodológicas de estas herramientas. Con estas premisas podemos mencionar algún ejemplo a efectos ilustrativos.
Por lo que respecta al análisis textual, la mayor parte de los proyectos tienen como inspiración los conocidos trabajos de Franco Moretti y su propuesta de «lectura distante», aquella en «la que la distancia, permítaseme repetirlo, es una condición para el conocimiento, nos permite centrarnos en unidades mucho menores o mucho mayores que el texto: recursos, temas, tropos, o géneros y sistemas»41. Y aunque se ha desarrollado —y ha sido más productivo— sobre todo en el campo de la filología, contamos también con estudios dentro de nuestra disciplina. Por ejemplo, el estudio pionero de Dan Cohen y Fred Gibbs sobre la época victoriana («Reframing the Victorians»), que se planteó estudiar esa cultura a través de los libros que produjo, de los grandes corpus textuales hoy digitalizados y no solo del canon42. Pero hay que señalar que sus conclusiones no difieren en mucho de lo ya sabido y no han modificado, por tanto, nuestra visión sobre el pasado. De hecho, se ha señalado que, al analizar las tendencias que muestran las publicaciones victorianas, dichos autores van más allá de lo que su ejercicio de minería de textos permite y que, en todo caso, los resultados, breves e inevitablemente crudos, son sobre todo una promesa. Y no es que ello sea rechazable, pues «estas herramientas son un medio para un fin. En el camino, encontraremos respuestas a preguntas que no se nos había ocurrido plantear y llegaremos a saber mucho de cosas que nunca sospechábamos. Pero el viaje empieza con preguntas y se mueve hacia adelante con más preguntas»43. Es, pues, y sobre todo, un ejercicio de experimentación con el proceso.
Como contrapunto, buscando otros ejemplos que sí hubieran contribuido a modificar o mejorar nuestra comprensión de un objeto, podríamos citar varios44. Por su volumen y su impacto, resulta obligado aludir a una de las fuentes clásicas para el estudio de la delincuencia y de la vida cotidiana londinense entre 1674 y 1913, las actas del Old Bailey, el Tribunal Penal Central de Inglaterra y Gales. Dicho archivo contiene la más rica documentación sobre procesos judiciales, delitos y penas de la época, así como sobre la vida cotidiana del Londres preindustrial. Ahora bien, el investigador del pasado se enfrentaba abrumado a sus dimensiones, pues acceder a los millones de palabras allí contenidas solo era posible mediante la lectura directa o a través del microfilm, lo cual representaba una tarea tan ingente que se realizaba muy parcialmente, y, por esa misma razón, la fuente permaneció poco explotada. Aun así, produjo una amplia e importante bibliografía. Todo eso cambió con el proyecto «Old Bailey Proceedings Online», puesto en marcha en marzo de 2003 y terminado en julio de 200545. Como resultado, la colección completa se digitalizó, permitiendo un fácil acceso a los más de 197.000 juicios, con 190.000 páginas y un total de 120 millones de palabras, complementado con mapas coetáneos e imágenes.
Como han venido señalando sus impulsores46, el proyecto permite análisis cuantitativos con los que contrastar de forma más precisa fenómenos muy parcialmente documentados hasta ahora. Pero también posibilita nuevas líneas de investigación (por ejemplo, en todo aquello que se refiere a las ideas y las mentalidades del periodo, estudiando los significados cambiantes de determinados términos o analizando las estrategias narrativas utilizadas por los pobres en sus testimonios judiciales). De hecho, la nueva fuente digital ha generado múltiples trabajos y servido de base para diversas monografías, incluida la que han publicado sus máximos responsables como «subproducto» de su sitio web; un libro que es, asimismo, un experimento sobre las nuevas formas de presentarle las pruebas al lector y que asegura ofrecer, utilizando esas nuevas metodologías, una interpretación más rica y plebeya del Londres del setecientos47.
Otro proyecto de obligada referencia es «The French Book Trade in Enlightenment Europe (FBTEE)», a partir del cual Simon Burrows y Mark Curran han cuestionado algunos de los argumentos centrales de la obra de Robert Darnton sobre el polémico asunto del mercado del libro francés en la Europa ilustrada48. Dada su significación, me detendré con un mínimo detalle. Como se sabe, desde que Daniel Mornet publicara su trabajo sobre los orígenes intelectuales de la Revolución Francesa49, el asunto de la circulación de los libros e ideas, analizado de forma estadística, ha sido una especie de anhelo que ha movido a los especialistas. De hecho, Robert Darnton iniciaba su volumen sobre los best sellers prohibidos en la Francia prerrevolucionaria aludiendo a Mornet y a cómo, contando libros, intentó responder al interrogante de qué leían los franceses —que es, en suma, la cuestión que aborda Darnton—. En su caso, gracias a los fondos de la Société Typographique de Neuchâtel (STN), limitaba el estudio a algo que Mornet había dejado de lado, la literatura ilegal. La conclusión es conocida: la gran difusión de esta literatura fue devastadora para la monarquía, pues con ello perdió «la larga pelea por controlar a la opinión pública. Había perdido su legitimidad»50. Años después, Simon Burrows estudió a los libelistas afincados en Londres (esa especie de bohemia que Darnton calificó como Grub Street) y desarrolló una tesis opuesta, indicando, entre otras cosas, que muchos de esos panfletos tuvieron una circulación escasa y que, en ocasiones, fue posterior a los hechos que se supone que contribuyeron a generar, es decir, no desacralizaron la institución monárquica51.
En todo caso, era un asunto sujeto al debate académico hasta que en 2012 fue presentado el aludido proyecto (FBTEE), que retomaba las ideas de Burrows cuestionando nuevamente la llamada «tesis Darnton». Partiendo de los archivos de la STN se creó una base de datos (de acceso abierto) para cartografiar el comercio del libro francés entre 1769 y 1794, indicando los textos y autores más vendidos, los gustos de los lectores europeos, los cambiantes patrones de la demanda y las redes de intercambio en el comercio de lo impreso. En total, permitía seguir por toda Europa unas 400.000 copias de alrededor de 4.000 libros. De ese modo, sus impulsores reevaluaron el corpus de libros ilegales que circularon por la Francia prerrevolucionaria, recompusieron su significado y relevancia, recontextualizaron el mercado francófono del libro y replantearon la utilidad y limitaciones de los mismos archivos de Neuchâtel. Todo ello, por supuesto, interrogándose sobre el papel de las humanidades digitales en la investigación histórica52.
En efecto, la posibilidad de digitalizar esa fuente les permitió analizar aspectos que Darnton no pudo o decidió no abordar. Si el historiador norteamericano se centró en la correspondencia y en los pedidos, la nueva base de datos hizo posible que sus colegas abordaran la totalidad del comercio de la STN, con lo que analizaron la relación entre la oferta y la demanda, y en particular las ventas, que es el aspecto del que realmente derivan esas significativas diferencias con el trabajo de Darnton. En fin, como este último señaló, las estadísticas de la FBTEE nos dan una imagen de Europa mucho menos ilustrada, a tenor de quiénes son los autores que más venden y, se supone, que más lectores tienen (Claude-Joseph Dorat, Louis Sébastien Mercier y Pidansat de Mairobert superan a Voltaire, por ejemplo). Y si bien —reconoció Darnton— esas estadísticas no logran resolver las dificultades planteadas en el estudio de la difusión de lo escrito, desafían la perspectiva establecida y ofrecen una fascinante información sobre la que trabajar53.
Como he indicado, estas propuestas no solamente parten de la creación de una base de datos, sino que se proponen cartografiarla54. Es decir, son también un ejemplo de los muchos que aplican la visualización o el análisis espacial55. Y eso no es extraño, al menos por dos razones. Por un lado, porque en ocasiones y con grandes volúmenes de datos solo la cartografía permite captar patrones y, desde allí, iniciar la interpretación. Por otro, porque muchos estudiosos digitales insisten en que la historia ocurre en lugares y espacios56.
En ese sentido, un ejemplo claramente visual, que en principio tiene menor fuste o implicaciones académicas más reducidas, es el que Vincent Brown dedica a analizar la revuelta jamaicana de 1760-1761. Este historiador nos muestra cómo cartografiar la revuelta y su represión ilustra algo que es difícil de deducir a partir de la simple lectura de las fuentes textuales, las cuales proceden exclusivamente de colonos y funcionarios imperiales que, por supuesto, no simpatizaban con los rebeldes. Es decir —añade Brown—, el registro escrito sesga nuestra comprensión sobre la insurrección. En cambio, aprendemos algo de los insurrectos trazando los movimientos de los combatientes en el espacio y en el tiempo57.
Otro caso relevante, y de mayor alcance para la historia americana, puede ser «Mapping Occupation», proyecto encabezado por el historiador Gregory P. Downs y el diseñador Scott Nesbit58. La iniciativa tiene que ver con uno de los mitos de la historia americana, Appomatox, el lugar en el que las tropas del sur sellaron su rendición dando por acabada la guerra civil. Para Downs, la guerra no terminó con la capitulación confederada en 1865, pues se inició entonces una segunda fase de hostilidades, hasta 1871, en la que los insurgentes intentaron condicionar la paz mientras aterrorizaban a los negros. Por tanto, el elemento central de esa época de «Reconstruction» resultó ser el ejército, que fue el encargado de supervisar esa «ocupación» —que suponía acabar con la esclavitud y establecer derechos civiles y políticos— estacionando miles de soldados en cientos de puestos de avanzada por todo el sur derrotado. Este argumento ha sido objeto de debate continuo desde hace décadas, discutiendo lo que supuso mantener los poderes de guerra y lo que significó «ocupar» parte del propio territorio —para unos, habría sido tiránico; para otros, ni siquiera cabría hablar de ocupación—. Un debate que, como suele ocurrir en el caso americano, va mucho más allá y llega hasta el presente, pues trata también sobre el papel del ejército en la reconstrucción de las sociedades de posguerra. En todo caso, para Downs no hay duda de que hubo tal ocupación y de que fue un experimento audaz y a veces revolucionario. Ahora bien, más allá de su disputado significado histórico y político, si hay discusión y «escepticismo sobre la ocupación de la Reconstrucción se debe a una falta de información. Sin datos sobre dónde estaban los soldados ha sido difícil saber cómo funcionaba la ocupación o lo que parecía»59.
Por tanto, en el curso de su investigación, Gregory P. Downs trató de averiguar dónde estaba exactamente el ejército en los años de la Reconstruction Era y para ello creó una base de datos a partir de los registros archivísticos y la plasmó en mapas interactivos. La recopilación de esos datos básicos sobre dónde estaba el ejército, sobre los contingentes exactos y el tipo de tropas resultó difícil, tal como se señala en el proyecto, pero finalmente pudo disponer del primer conjunto exhaustivo de datos sobre esa presencia militar. Y es la nueva fuente, así como su presentación visual, la que permitió a Downs defender la importancia del ejército y ofrecer nuevas interpretaciones. En suma, a su modo de ver, cartografiar la ocupación reorienta la forma en la que comprendemos ese periodo histórico, presentando nuevos puntos de vista que hubieran sido difíciles o imposibles de captar de otro modo.
Estos ejemplos, entre otros muchos que podrían citarse, pueden servir para mostrar algunas tendencias predominantes dentro de la historia digital. En general, ya sea con la simple minería de datos o con la visualización, lo que se plantea es que tales recursos ya no son como antaño un suplemento o una ilustración del texto escrito, sino herramientas válidas por sí mismas que permiten identificar o sugerir patrones en el proceso de investigación y de análisis, así como insinuar hipótesis o líneas de investigación pasadas por alto. En otro extremo, sus autores pueden incluso sostener que ofrecen modos de presentación y argumentación que, según los objetos (por su densidad u otras razones) o los fines propuestos, superan el texto escrito. Sea así o no, todos ellos exponen complementos o alternativas a la narración tradicional.
Llegados a este punto, solo queda por señalar que estas iniciativas suelen tener una clara vocación «pública», en el sentido antes apuntado, que exigen una cierta alfabetización digital, requieren un trabajo colaborativo entre diversas disciplinas y demandan un esfuerzo humano y financiero considerables. Todo ello facilitado por los continuos proyectos de digitalización de fuentes de todo tipo que, como se ha dicho y he apuntado, anuncian una era de fácil acceso a una enorme cantidad de material de archivo60. Esto, por supuesto, no modificará los fundamentos de la metodología histórica ni alterará el sentido de la disciplina, pero, como apuntaba la cita inicial, los cambios no desaparecerán por ignorarlos, y si queremos que la historia siga siendo relevante en los tiempos en los que vivimos requerirán de nuestro compromiso. Y aunque ha de reconocerse, y así lo hacía el propio Franco Moretti con franqueza, que mucho de lo que se hace en humanidades digitales no ha rendido los frutos esperados, eso no significa —añadía— que tal práctica no merezca ser explorada, en tanto promesa metodológica y por lo que tiene de imaginación y de audacia conceptual61.
Hasta aquí los rasgos de la historia digital y los desafíos que de ello pueden fácilmente inferirse (en métodos, categorías, orientaciones, etc.), así como los posibles debates, controversias y malentendidos, con dos advertencias en sentidos diversos ya adelantadas en su día por Ralph Samuel para otro contexto. Los practicantes de lo digital deberían procurar que la nueva metodología no viniera orientada por la moda momentánea o el entusiasmo ilimitado, dando lugar a reivindicaciones de exclusividad y a la consiguiente endogamia. Por su parte, quienes se aferran a lo impreso no deberían rechazar como miembros del clan a quienes no transitan por las veredas establecidas, bien porque se asuma el «supuesto táctico de que el conocimiento se degrada cuanto más toca tierra», bien porque se convierta en «fetiche el ejercicio de la investigación mientras ignora sus condiciones de existencia». Porque, como forma social de conocimiento, la historia es obra «de un millar de manos», un «conjunto de prácticas y actividades en el que se incrustan las ideas sobre la historia o que activan una dialéctica de relaciones entre pasado y presente»62.
En fin, si, como se apuntaba en el título, el pasado es analógico y el futuro digital, va a ser necesaria la convivencia armoniosa entre lo nuevo y lo tradicional para beneficio mutuo: por separado afrontan riesgos excesivos; en conjunto amplían y enriquecen el repertorio de estrategias, enfoques y supuestos con los que abordar los retos de la era de la información63. Por supuesto, el camino a seguir no será cómodo ni fácil, estando asegurados el desasosiego y la perplejidad, tanto que quizá solo los poetas puedan orientarnos, sin dejar por ello de avistar idéntica turbación:
«En el mundo digital, el nombre ha quedado obsoleto. El nombre es una reliquia de los tiempos predigitales cuando a lo que podía quedarse quieto el tiempo suficiente le era conferido un estatus taxonómico: una manzana no era un Apple, era una manzana. Digitalmente, los nombres usualmente son metáforas: un escritorio no es un escritorio; una carpeta no es una carpeta; una nube no es una nube; spam no es Spam. Tampoco son estables. Una página solía vivir en una repisa, retenida entre las cubiertas. Hoy esa página está en movimiento, transformándose de un estado a otro: es escaneada, luego es insertada en un documento de MS Word, que luego es convertido en un PDF, que luego es subido a un sitio para compartir archivos, que luego es descargado, archivado o leído —a veces impreso en papel, otras veces sobre plataformas electrónicas—. Ese mismo archivo es compartido, vendido, pirateado y revendido como mercancía anónima o, últimamente, apilado como cebo para clicks. ¿Cómo llamamos a este artefacto? Pienso que solo podemos llamarlo verbo. Ahora que ya no podemos nombrar el producto (sustantivo), solo podemos articular el proceso (verbo). En una época de desmaterialización radical, el verbo funciona por partida doble: texto es a la vez sustantivo (texto) y verbo (textear). El sustantivo es como una fotografía y el verbo como una película; uno es estático, mientras que el otro es capaz de capturar el dinamismo de los artefactos culturales actuales»64.
* Este artículo se enmarca en el proyecto de investigación HAR-2015-63582-P (2016-2018) financiado por el MINECO/FEDER.
1 William Cronon: «The Public Practice of History in and for a Digital Age», Perspectives on History, 50, 1 (2012). Recuperado de internet (http://www.historians.org/publications-and-directories/perspectives-on-history/january-2012/the-public-practice-of-history-in-and-for-a-digital-age). Esta y el resto de traducciones, si no se indica lo contrario, son del autor.
2 El título proviene de Daniel J. Cohen y Roy Rosenzweig: Digital History: A Guide to Gathering, Preserving, and Presenting the Past on the Web, Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 2006, que comienza con esas palabras el capítulo titulado «Becoming Digital». Recuperado de internet (http://chnm.gmu.edu/digitalhistory/index.php).
3 Tim Hitchcock: «Academic History Writing and its Disconnects», Journal of Digital Humanities, 1, 1 (2011), pp. 1-12. Recuperado de internet (http://journalofdigitalhumanities.org/1-1/academic-history-writing-and-its-disconnects-by-tim-hitchcock/).
4 Por ejemplo, Antonio Rojas Castro: «El mapa y el territorio. Una aproximación histórico-bibliográfica a la emergencia de las humanidades digitales en España», Caracteres, 2 (2013), pp. 10-53. Recuperado de internet (http://revistacaracteres.net/revista/vol2n2noviembre2013/el-mapa-y-el-territorio/). Sirva, además, como prueba o indicio adicionales la filiación mayoritaria de quienes asisten a los congresos de «humanidades digitales». Por ejemplo, en el II Congreso Internacional de Humanidades Digitales Hispánicas celebrado en octubre de 2015 (http://hdh2015.linhd.es) solo hubo una comunicación de historia: el proyecto «Basques» (http://blog.basques.linhd.es/9).
5 James Goodman: «Editorial: History as Creative Writing», Rethinking History: The Journal of Theory and Practice, 14, 1 (2010), pp. 1-3.
6 Para estos asuntos y en general véase mi trabajo El desorden digital. Guía para historiadores y humanistas, Madrid, Siglo XXI, 2013.
7 Walter J. Ong: Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, México, FCE, 1997, pp. 84 y 172-173. Asimismo véase Eric Havelock: La musa aprende a escribir, Barcelona, Paidós, 1996.
8 Matthew G. Kirschenbaum: Track Changes. A Literary History of Word Processing, Massachusetts, Belknap Press, 2016, pp. 74 y ss.
9 Inicialmente apareció en la revista Playboy («The Word Processor») y dos años después en la recopilación Skeleton Crew («Word Processor of the Gods»). La versión castellana del mencionado relato se incluye en Historias fantásticas, Barcelona, Debolsillo, 2015.
10 Marie-Laure Ryan: La narración como realidad virtual, Barcelona, Paidós, 2004.
11 Una de las últimas aportaciones es la de Thierry Crouzet: La Mécanique du texte, Toulouse, Publie.net, 2015.
12 Carlo Ginzburg: «Los viajes de Carlo Ginzburg. Entrevista», Archipiélago, 47 (2001), pp. 94-102, esp. p. 97.
13 Robert Darnton: Las razones del libro. Futuro, presente y pasado, Madrid, Trama, 2010, p. 12.
14 Friedrich A. Kittler: Gramophone, Film, Typewriter, Stanford, Stanford University Press, 1999. Nietzsche es examinado en el capítulo titulado «Typewriter», especialmente en las pp. 200-203.
15 Friedrich Nietzsche: Correspondencia IV (enero 1880-diciembre 1884), Madrid, Trotta, 2012, p. 148.
16 Por ejemplo, Christian J. Emden: Nietzsche on Language, Consciousness, and the Body, Urbana, University of Illinois Press, 2005, esp. pp. 27-31. El caso ha sito retomado, con fines distintos, por Nicholas Carr: Superficiales, Madrid, Taurus, 2011, pp. 30-32.
17 Friedrich Nietzsche: Correspondencia IV..., p. 192.
18 Leon Edel (ed.): Henry James. Letters IV (1895-1916), Cambridge (Mass.), Belknap Press, 1984, p. 247. La carta está parcialmente traducida por Mercedes García Bolós en un muy interesante artículo de Jakob Stougaard-Nielsen: «La cámara y la máquina de escribir. Henry James, autoría e intermediación», La Torre del Virrey: revista de estudios culturales, 1 (2006), pp. 17-23.
19 Theodora Bosanquet: Henry James at Work, edición de Lyall H. Powers, Ann Arbor, University of Michigan Press, 2006, pp. 34-35. La traducción procede también del texto de Jakob Stougaard-Nielsen: «La cámara y la máquina de escribir...», p. 21.
20 Véase la entrada del 16 de noviembre de 1956 en Susan Sontag: Renacida: diarios tempranos, 1947-1964, Barcelona, Mondadori, 2011.
21 David Jay Bolter y Richard Grusin: «Inmediatez, hipermediación, remediación», CIC: Cuadernos de Información y Comunicación, 16 (2011), p. 50.
22 Esas referencias proceden de la versión completa de la autobiografía de Mark Twain: Autobiography of Mark Twain, vol. 2, Oakland, University of California Press, 2013 (no se incluyen en la versión castellana en Madrid, Espasa, 2004). En este caso utilizo la versión online del Mark Twain Project Online y, en concreto, los párrafos 5, 10 y 11 de la entrada del 27 de febrero de 1907. Recuperado de internet (http://www.marktwainproject.org/xtf/view?docId=works/MTDP10363.xml;style=work;brand=mtp;chunk.id=dv0103). Sobre estas cuestiones véase Darren Wershler-Henry: The Iron Whim. A Fragmented History of Typewriting, Ithaca, Cornell University Press. 2007, que trata el asunto de Twain y de su primera obra mecanografiada en las pp. 225 y ss.
23 Mark Twain: Autobiography of Mark Twain, vol. 1, Oakland, University of California Press, 2010. Tomo de nuevo la versión online, párrafos 15 y 16 de la entrada fechada el 31 de enero de 1914 y titulada «Here begin the Florentine Dictations». Recuperado de internet (http://www.marktwainproject.org/xtf/view?docId=works/MTDP10362.xml;style=work;brand=mtp;chun.id=d1e9201). La traducción procede de la «Introducción» de Charles Neider a Mark Twain: Cuentos completos, Barcelona, Penguin Clásicos, 2016.
24 Wystan H. Auden: La mano del teñidor y otros ensayos, Barcelona, Barral, 1974, p. 23.
25 Hannah Sullivan: «“Still Doing it by Hand”: Auden and the Typewriter», en Rachel Galvin y Bonnie Costello (eds.): Auden at Work, Basingstoke, Palgrave-Macmillan, 2015, pp. 5-23. De forma más extensa en su The Work of Revision, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 2013.
26 Uno de los reacios fue Kafka, que prefería escribir con el lápiz o la pluma. Véase Ricardo Piglia: El último lector, Barcelona, Anagrama, 2005, pp. 62-68.
27 Friedrich A. Kitller: Gramophone, Film..., en especial «Translators’ Introduction» de Geoffrey Winthrop-Young y Michael Wutz.
28 Marie-Laure Ryan: «Beyond Myth and Metaphor: Narrative in Digital Media», Poetics Today, 23, 4 (2002), pp. 581-609, e íd.: La narración como realidad...
29 Por supuesto, estas ideas remiten a Roger Chartier: «Lenguas y lecturas en el mundo digital», en El presente del pasado: escritura de la historia, historia de lo escrito, México, Universidad Iberoamericana, 2005, pp. 195-218. Entre sus muchos textos.
30 Günther Anders: La obsolescencia del hombre, vol. I, Valencia, Pre-Textos, 2011, p. 108.
31 Paul Spence: «Centros y fronteras: el panorama internacional», en Sagrario López Poza y Nieves Pena Sueiro (eds.): «Humanidades digitales: desafíos, logros y perspectivas de futuro», Janus [en línea], anexo 1 (2014), p. 46. Recuperado de internet (http://www.janusdigital.es/anexos/contribucion.htm?id=6).
32 Las citas proceden respectivamente de Paul Spence: «Centros y fronteras...», p. 44, y Nuria Rodríguez Ortega: «Prólogo: humanidades digitales y pensamiento crítico», en Esteban Romero Frías y María Sánchez González (eds.): Ciencias sociales y humanidades digitales. Técnicas, herramientas y experiencias de e-Research e investigación en colaboración, La Laguna, Sociedad Latina de Comunicación Social, 2014, pp. 14-15. Recuperado de internet (http://www.cuadernosartesanos.org/2014/cac61.pdf). Véase también Susan Schreibman, Ray Siemens y John Unsworth (eds.): A New Companion to Digital Humanities, Oxford, Wiley-Blackwell, 2016.
33 Sönke Neitzel y Harald Welzer: Soldados del Tercer Reich: testimonios de lucha, muerte y crimen, Barcelona, Crítica, 2012, pp. 8 y 10.
34 Stephen Robertson: «The Differences between Digital Humanities and Digital History», en Matthew K. Gold y Lauren F. Klein (eds.): Debates in the Digital Humanities 2016, Mineápolis, University of Minnesota Press, 2016. Asimismo véase Kristen Nawrotzki y Jack Dougherty (eds.): Writing History in the Digital Age, Ann Arbor, University of Michigan Press, 2013. Recuperado de internet (http://dx.doi.org/10.3998/dh.12230987.0001.001).
35 En Europa es la predominante. Así se deduce del repaso a la sección «proyectos» de la European Association for Digital Humanities (EADH). Recuperado de internet (http://eadh.org/projects). También en este caso el peso de los estudios filológico-literarios es abrumador.
36 La referencia clásica es la ya citada de Daniel J. Cohen y Roy Rosenweig: Digital History: A Guide to...
37 En cuanto a la historia pública, me remito al texto de Serge Noiret en este mismo dosier. Por otro lado, los ejemplos que se citarán a continuación pueden calificarse, directa o indirectamente, como tales.
38 Esta era la perspectiva empleada en el proyecto pionero «The Valley of the Shadow» (http://valley.lib.virginia.edu/). Véase William G. Thomas y Edward L. Ayers: «An Overview: The Differences Slavery Made: A Close Analysis of Two American Communities», The American Historical Review, 108, 5 (2003), pp. 1299-1307.
39 Véase, por ejemplo, lo señalado por Julio Alonso y José Antonio Cordón: «El libro como sistema: hacia un nuevo concepto de libro», Cuadernos de documentación multimedia, 26 (2015), pp. 25-47. Ello con todas las salvedades conocidas, dado que en la recepción de las obras no se puede obviar su materialidad.
40 Estas ideas proceden en parte de Frederick W. Gibbs: «New Forms of History: Critiquing Data and Its Representations», The American Historian, 7 (2016). Recuperado de internet (http://tah.oah.org/february-2016/new-forms-of-history-critiquing-data-and-its-representations/).
41 Entre otras obras, Franco Moretti: «Conjeturas sobre la literatura mundial», New Left Review, 3 (2000), pp. 67-68, e íd.: La literatura vista desde lejos, Barcelona, Marbot, 2007.
42 Frederick W. Gibbs y Daniel J. Cohen: «A Conversation with Data: Prospecting Victorian Words and Ideas», Victorian Studies, 54, 1 (2011), pp. 69-77.
43 Patrick Leary: «Response: Search and Serendipity», Victorian Periodicals Review, 48, 2 (2015), pp. 267-273, esp. p. 273.
44 Como toda selección, esta resulta arbitraria. Casi resulta imperdonable, por ejemplo, obviar el encabezado por David Eltis y Martin Halbert: «The Trans-Atlantic Slave Trade Database». Recuperado de internet (http://www.slavevoyages.org/). De cuya base de datos han surgido distintos volúmenes.
45 Tim Hitchcock et al.: «The Old Bailey Proceedings Online, 1674-1913» (www.oldbaileyonline.org). La web incluye un apartado bibliográfico que refiere todos los que la han utilizado para sus estudios, lo que permite aquilatar su impacto. Entre los «subproductos» derivados —en el mejor sentido de la palabra— es muy recomendable lo ensayado en «The Datamining with Criminal Intent». Recuperado de internet http://criminalintent.org/. Con este último ejemplo y con el uso de estas actas judiciales empiezan su libro Shawn Graham, Ian Milligan y Scott Weingart: Exploring Big Historical Data: The Historian’s Macroscope, Londres, Imperial College Press, 2015.
46 Tim Hitchcock y Robert Shoemaker: «Digitising History from Below: The Old Bailey Proceedings, 1674-1834», History Compass, 4, 2 (2006), pp. 193-202.
47 Tim Hitchcock y Robert Shoemaker: London Lives. Poverty, Crime and the Making of a Modern City, 1690-1800, Cambridge, Cambridge University Press, 2015, p. 25. Los autores sugieren por eso mismo que el volumen sea leído en línea (p. xi), dado que todas las fuentes citadas están en una web específica. Recuperado de internet (http://www.londonlives.org/).
48 El proyecto está disponible en http://fbtee.uws.edu.au/main/. En cuanto a la bibliografía, se puede consultar en la sección de «actividades» o en su blog https://frenchbooktrade.wordpress.com/2013/08/23/fbtee-bibliography/.
49 Daniel Mornet: Los orígenes intelectuales de la revolución francesa, 1715-1787, Buenos Aires, Paidós, 1969.
50 Robert Darnton: Los best sellers prohibidos en Francia antes de la Revolución, Buenos Aires, FCE, 2008, p. 370.
51 Se trata de Blackmail, Scandal, and Revolution: London’s French libellistes, 1758-1792, Manchester, Manchester University Press. 2006.
52 Mark Curran: «Beyond the Forbidden Best-Sellers of Pre-Revolutionary France», The Historical Journal, 56, 1 (2013), pp. 89-112. Asimismo, Simon Burrows y Mark Curran: «How Swiss was the Société Typographique de Neuchâtel? A Digital Case Study of French Book Trade Networks», Journal of Digital Humanities, 1, 3 (2012), pp. 56-65. Recuperado de internet http://journalofdigitalhumanities.org/1-3/how-swiss-was-the-stn-by-simon-burrows-and-mark-curran/. Está prevista la publicación de sendos volúmenes con los que culminará el proyecto.
53 Robert Darnton: «The French Book Trade in Enlightenment Europe, 1769-1794», Reviews in History, 1355 (2012). Recuperado de internet (http://www.history.ac.uk/reviews/review/1355).
54 Uno de los mejores sitios para explorar estas prácticas es el Center for Spatial and Textual Análisis de Standford (http://cesta.stanford.edu/labs-projects/).
55 Véanse la reflexión y referencias que ofrece John Theibault: «Visualizations and Historical Arguments», en Kristen Nawrotzki y Jack Dougherty (eds.): Writing History in the Digital Age, Ann Arbor, University of Michigan Press, 2013. Recuperado de internet (https://quod.lib.umich.edu/d/dh/12230987.0001.001/1:8/--writing-history-in-the-digital-age?g=dculture;rgn=div1;view=fulltext;xc=1#8.1).
56 Aunque hay muchas referencias sobre este asunto, resulta ineludible citar a Ethington, para quien la historia no existe en el tiempo, solo en el espacio. Véase Philip J. Ethington: «Placing the Past: “Groundwork” for a Spatial Theory of History», Rethinking History, 11, 4 (2007), pp. 465-493, así como el resto de textos que acompañan el monográfico.
57 Vincent Brown: «Slave Revolt in Jamaica, 1760-1761. A Cartographic Narrative» (2012). Recuperado de internet (http://revolt.axismaps.com/).
58 Gregory P. Downs y Scott Nesbit: «Mapping Occupation: Force, Freedom, and the Army in Reconstruction» (2015), http://mappingoccupation.org.
59 Gregory P. Downs: After Appomattox: Military Occupation and the Ends of War, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 2015, pp. 6-7.
60 Sobre eso y sobre cómo invita a construir hipótesis a gran escala (espacial y temporal) véase el polémico volumen de Jo Guldi y David Armitage: Manifiesto por la historia, Madrid, Alianza Editorial, 2016, pp. 171-172, especialmente el capítulo 4 titulado «Grandes cuestiones; big data».
61 Por ejemplo, así se manifiesta en la entrevista que le realiza Melissa Dinsman: «The Digital in the Humanities: An Interview with Franco Moretti», Los Angeles Review of Books (2 de febrero de 2016). Recuperado de internet (https://lareviewofbooks.org/interview/the-digital-in-the-humanities-an-interview-with-franco-moretti).
62 Ralph Samuel: Teatros de la memoria. Pasado y presente de la cultura contemporánea, Valencia, PUV, 2008, pp. 19-26, esp. pp. 20, 21 y 26.
63 N. Katherine Hayles: How We Think: Digital Media and Contemporary Technogenesis, Chicago, University of Chicago Press, 2012, pp. 53-54.
64 Kenneth Goldsmith: Theory, París, Jean Boîte, 2015, p. 142. Cito con algunas ligeras variaciones la versión española en línea. Recuperado de internet (https://canonaccidental.files.wordpress.com/2016/10/teora-kg-spanishedition.pdf).