Ayer 120/2020 (4): 327-355
Sección: Debate
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2020
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/120-2020-13
© Xavier Domènech Sampere
© Mariona Lladonosa
© Javier Moreno Luzón
© Joan-Pau Rubiés
Recibido: 20-05-2020 | Aceptado: 10-07-2020
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License

El procés de Cataluña en perspectiva histórica

Xavier Domènech Sampere

Historiador

Mariona Lladonosa

Socióloga

Javier Moreno Luzón

Historiador

Joan-Pau Rubiés

Historiador

Resumen: Tres historiadores —Xavier Domènech Sampere, Javier Moreno Luzón y Joan-Pau Rubiés— y la socióloga Mariona Lladonosa debaten el contexto histórico del procés soberanista (o independentista) de Catalunya. Las interpretaciones que ofrecen los participantes no son independientes de sus inclinaciones políticas y sus especialidades temporales y temáticas. Sin embargo, su oficio compartido de historiador (y socióloga histórica) les permite llegar a un cierto consenso al final.

Palabras clave: Cataluña, independencia, secesionismo, procés soberanista, memoria histórica.

Abstract: Three historians —Xavier Domènech Sampere, Javier Moreno Luzón and Joan-Pau Rubiés— and the sociologist Mariona Lladonosa debate the historical context of the «process toward the sovereignty (or independence) of Catalonia». The participants’ interpretations are not independent from their political inclinations or thematic and period expertise. All the same, their shared calling as historians and historical sociologists lead them toward some important points of consensus at the end.

Keywords: Catalonia, independence, secessionism, process toward sovereignty, historical memory.

El procés soberanista (o independentista) de Catalunya ha generado muchos debates entre historiadores —tertulias televisivas y radiofónicas, libros colectivos ideologizados, artículos periodísticos y simposios académicos—. Ayer ha intentando organizar un debate que evite una discusión política entre historiadores sobre la autodeterminación o el «derecho de decidir» y que verse sobre las diversas perspectivas históricas sobre el procés. Hemos reunido a cuatro académicos que trabajan sobre el nacionalismo, pero que tienen especialidades temporales y temáticas distintas. Xavier Domènech Sampere, de la Universitat Autònoma de Barcelona (francescxavier.domenech@uab.cat), es especialista en movimientos sociales y procesos de cambio político desde la Guerra Civil hasta la Transición. Javier Moreno Luzón, de la Universidad Complutense de Madrid (jamoreno@cps.ucm.es), es experto en la Restauración, la monarquía española y el nacionalismo español. Joan-Pau Rubiés, de la Institución Catalana de Investigación y Estudios Avanzados (ICREA) y la Universitat Pompeu Fabra (joan-pau.­rubies@upf.edu), es un historiador de la época moderna, y ha trabajado sobre los imperios español y portugués en Asia, y sobre pensamiento político en Cataluña. Mariona Lladonosa, de la Universitat de Lleida (mariona.lladonosa@udl.cat), es una socióloga del nacionalismo catalán cuyas publicaciones versan sobre la memoria histórica, la historiografía, la inmigración y la cultura política urbana. A todos ellos, Ayer queda sumamente agradecida por su capacidad de «des-ideologizar» el debate y contextualizar el presente y el pasado con herramientas puramente académicas. No defraudan y debate hay.

AYER: ¿El procés representa un punto de ruptura o de continuidad en la historia del catalanismo político y del nacionalismo ­catalán?

Joan-Pau Rubiés: La pregunta nos conduce a interrogar la historia del catalanismo político en la España contemporánea, es decir, dentro de la cultura política de un Estado constitucional con aspiraciones al liberalismo (aunque no siempre realmente liberal) que nace durante la primera mitad del siglo xix, tras las Cortes de Cádiz. El catalanismo político moderno se manifiesta como un contrapunto a una idea simple de la nación española y, aunque tiene orígenes profundos, como tal solo se articula claramente tras la Restauración. Nace no como un simple rechazo al proyecto político español, sino más bien como una revisión periférica, a partir del legado de un doble patriotismo español y catalán, que fue la norma a lo largo de la mayor parte siglo xix 1. Este doble compromiso adquiere una nueva jerarquización en el proyecto de Prat de la Riba, donde la patria o nación natural es solo Cataluña, y España es simplemente un Estado artificial. Sin embargo, la finalidad del autogobierno no es aislarse en una pequeña nación catalana, sino transformar España dando más protagonismo a la periferia, siguiendo la inspiración del modelo confederal e imperial de la antigua Corona de Aragón. Tras el modesto precedente del autogobierno de la Mancomunitat, el catalanismo político culmina en dos momentos del siglo xx, en los años treinta, con la aprobación del primer estatuto de autonomía durante la Segunda República, y durante la transición democrática de finales de los años setenta, que da lugar al segundo estatuto, aprobado en 1979.

Este breve repaso me sirve para destacar el elemento clave de ruptura a partir de 2010, el hecho de que el independentismo se hace mayoritario dentro del movimiento catalanista. Entender por qué me parece esencial. Tanto el Estatuto de 1932 como el de 1979 representaron grandes compromisos con el nacionalismo democrático español que implicaban la marginación o el abandono de proyectos independentistas más radicales, siempre en aras de un autonomismo pragmático que podía tener manifestaciones más conservadoras o progresistas. Esta pluralidad ideológica del catalanismo político de hecho ayudó a articular un gran consenso sobre la cuestión dentro de Cataluña. El compromiso constitucional y autonomista de 1977-1979 tuvo una vida tensa, pero por lo general saludable durante varias décadas, a mi parecer hasta la llegada al poder del segundo gobierno del PP liderado por José María Aznar, con mayoría absoluta, en 2000, que inauguró una segunda transición de carácter reaccionario respecto al sistema autonómico. La clave es entender que estaba en juego un compromiso histórico en el verdadero sentido de la palabra, es decir, de sacrificios mutuos: en aras a la creación de un sistema democrático moderno, las Cortes españolas habían cedido más autogobierno a Cataluña (y a otras regiones) de lo que idealmente deseaban los partidos mayoritarios, y los partidos catalanistas aceptaron menos autogobierno efectivo de lo que muchos hubieran querido.

El llamado procés representa, por tanto, una ruptura de esta trayectoria de grandes compromisos, con dos elementos clave que de hecho se explican el uno al otro: la erosión del pacto territorial de la transición en Madrid y la ruptura del consenso catalanista moderado en Cataluña. Las grandes preguntas para el historiador son: por qué se hace hegemónico el independentismo y por qué se atreve a intentar forzar al Estado español a negociar un referéndum de independencia a pesar del peligro involucionista que ello representaba. Parece claro que hubo errores de cálculo y falta de perspectiva en el liderazgo independentista, con visiones simplistas, inocentes e idealizantes de la naturaleza del Estado español, de la naturaleza de la Unión Europea y de la fragilidad del equilibrio lingüístico y social en Cataluña, donde una parte muy sustancial de la población es total o parcialmente de origen inmigrante en las últimas generaciones (este índice de inmigración, altísimo antes y después de la Transición, sin duda crea dinámicas culturales complejas, algunas de carácter defensivo, que merecen más atención desde una perspectiva comparada —quizás se debería interpretar la mutación independentista como una huida hacia adelante)—. El auge del independentismo, por otro lado, se puede explicar por el hundimiento del pacto constitucional de la Tran­sición, que se manifiesta tras el intento fallido de reconducir la situación con el nuevo estatuto de 2006, a su vez motivado por la frustración política larvada durante años de zancadillas institucionales, desacuerdos profundos sobre la financiación autonómica y discursos mediáticos completamente contradictorios en Madrid y Barcelona. El déficit democrático de la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010, que rompió el equilibrio que rigió el proceso de elaboración y aprobación del Estatuto de Autonomía de 1979, exigía una respuesta creativa para la cual las elites políticas de Madrid no estaban preparadas.

La apuesta por la independencia representa el fin tanto del doble patriotismo como del federalismo plurinacional. Desde una perspectiva que asuma plenamente el proyecto democrático español lo realmente preocupante no son tanto los hechos de octubre de 2017 como la emergencia y persistencia de una voluntad de independencia, o por lo menos soberanista, potencialmente mayoritaria. Sin duda estamos hablando de un problema de la historia de España y no solo de Cataluña, porque pone en cuestión la legitimidad del Estado en Cataluña respecto a su ingrediente fundamental, el consenso mayoritario de la población y la idea de que la autonomía de Cataluña dentro de una España democrática es una respuesta satisfactoria para todas las partes.

Xavier Domènech Sampere: El catalanismo político emergió en el último tercio del siglo xix, avanzándose por poco al galleguismo, al andalucismo o al nacionalismo vasco. Cronología común que nos indica que nos encontramos claramente delante de un problema español. Su emergencia es precisamente un punto de ruptura con la construcción de la nación política española y lo es como expresión de una gran frustración. Aunque en la interesante respuesta de Joan-Pau Rubiés sitúe como primer referente del catalanismo político a Prat de la Riba, sin duda fundamental, lo cierto es que su emergencia es anterior y se da como un desplazamiento de campo de una parte del republicanismo federal liderado por Valentí Almirall, autor de Lo catalanisme (1886). Este desplazamiento se da básicamente a partir de una frustración: el fracaso de la Primera República española. Cabe recordar que durante el Sexenio Democrático habrá tres presidentes de España catalanes y que la mitad de los ministros catalanes de todo el siglo xix también se darán durante la corta experiencia del Sexenio. Una participación catalana en la construcción del Estado que no se había dado nunca antes, ni se dará nunca después, en una institución básicamente articulada al entorno de las elites castellanas. Es más, la posibilidad de articular una república federal era claramente una opción política mayoritaria en Cataluña durante este periodo. Su fracaso conllevó que una parte de este espacio —cabe recordar que al fin y al cabo Almirall había sido el principal dirigente republicano federal en Cataluña durante el Sexenio— plantease la necesidad de desplazar el campo de acción política de España a Cataluña. Para ellos, ya no se tratará tanto de construir directamente un nuevo modelo de España, sino de reforzar la articulación política, social, cultural e institucional de Cataluña. Ello debía llevar, a partir de la propia transformación catalana, al final al cambio en España, pero para que fuera posible se actuaba en Cataluña. En el campo conservador, del que surgirá un Prat de la Riba, más tardíamente y sobre todo a partir del desastre del 98 pasará algo parecido, al frustrarse la inserción de las elites catalanas en el Estado de la Restauración. En este marco el catalanismo, no sin fuertes enfrentamientos internos, se constituirá como un espacio político plural que iba desde sectores republicanos hasta monárquicos.

En este sentido, la propuesta confederal que plantea Joan-Pau Rubiés, que ciertamente tiene su origen en el modelo de la antigua Corona de Aragón, se encarna en la defensa común de este catalanismo del modelo austracista de la Monarquía Hispánica, de allí la importancia que tiene para el mismo la derrota de 1714. Para los sectores conservadores del catalanismo esa reivindicación no se realizaba solo en términos de pasado, sino también de futuro, inspirados, además, en el modelo «confederal» de la monarquía dual, un rey para dos naciones, de Austria-Hungría de 1867. Contrariamente, para los sectores progresistas del catalanismo, más allá de la reivindicación de 1714, la propuesta de futuro seguía siendo la de una república federal. El marco compartido de estas dos corrientes será en todo caso el de la articulación de la nación catalana, la Catalunya endins que planteaba Prat, para construir con posterioridad la Espanya gran. Una España que, asumiendo su diversidad, se hiciera mucho más poderosa. Y está dialéctica es la dialéctica histórica del catalanismo en todas sus fases, en el que en realidad el independentismo siempre ha sido una opción menor hasta 2010. Pero es una dialéctica hecha siempre de proyectos y frustraciones ante el problema principal que se ha planteado el catalanismo: el del Estado.

Por poner un último ejemplo, cuando en agosto de 1930 se produce el Pacto de San Sebastián que sellará la coalición política que alumbrará la primera fase de la Segunda República, este se nuclea al entorno del derecho de autodeterminación. El mismo se entiende en ese momento de la siguiente manera: Catalunya redactará libremente un Estatut que, previo plebiscito en el demos catalán, será presentado a las Cortes españolas para que estas decidan si lo aceptan o no. La primera autonomía en España nace de este pacto, e irónicamente el Estado Autonómico actual es finalmente el hijo de un pacto basado en el derecho de autodeterminación, pero su aplicación no fue tal como se había previsto. El estatuto que se redactó previamente a la propia Constitución se hizo pensando en que la nueva República sería federal y definía a Cataluña como un Estado Autónomo de esa federación. Como es sabido, no fue así. Ello fue soslayado en ese momento, pero cuando en otro marco político se produjo un conflicto de competencias entre el poder autónomo de izquierdas de Cataluña y el gobierno de derechas de la República, ya en el Bienio Negro, el problema reapareció con toda su crudeza. Azaña afirmaba en junio de 1934 que «así como hoy Cataluña es el último bastión que le queda a la República, el Poder autónomo de Cataluña es el último Poder republicano que le queda en pie a España», a su vez El Socialista publicaba en julio que «el verdadero interés republicano, nacional, defensor del interés colectivo de toda España, está hoy en Barcelona». En septiembre la cosa ya iba mucho más allá en palabras del dirigente del PSOE Luis Araquistáin, que no dudaba en afirmar que «una Cataluña independiente, pero revolucionaria [...] nos inquieta menos que una Cataluña sin autonomía» 2. Pero en realidad lo que declaró Lluís Companys el 6 de octubre de 1934 no fue la independencia de Cataluña, sino el Estado catalán dentro de la República Federal Española. Se trataba de nuevo de definir el estatus de Cataluña definiendo el de España y para ello utilizó la ­formula exacta del proyecto de constitución de la Primera República de 1873. Volvía a los orígenes para señalar dónde estaba el problema para el catalanismo progresista.

En este sentido, el catalanismo siempre se ha movido en una dialéctica de acuerdo y ruptura con el Estado español. Eso no es nuevo; lo nuevo a partir de 2010, ya que a pesar de que estoy de acuerdo con Joan Pau-Rubiés de que una de las claves principales para entender lo que pasó con el cambio de milenio es la segunda legislatura de José María Aznar (aunque también la segunda de José Luis Rodríguez Zapatero) fue la sentencia del Estatut. Fue a partir de la misma, cuando un presidente como José Montilla afirmó ante el Tribunal Constitucional: «Somos una nación y formamos un solo pueblo», que una parte del catalanismo decidió dejar de intentar cambiar el Estado para pasar a intentar cambiar de Estado. Esto tiene que ver evidentemente con la crisis económica de 2008 y con cómo se situaron distintos sectores de la sociedad catalana ante la misma, pero también con la configuración del Estado. No sé si esto es el final del doble patriotismo tal como plantea Joan Pau, pero creo que no lo es seguro del federalismo plurinacional. Básicamente porque, por mucho que se haya intentado explicar el Estado Autonómico como una realidad federal, el federalismo en España, y menos el plurinacional, jamás ha existido. Es más, los únicos sectores, más allá de las retóricas, auténticamente federales en España durante el siglo xx han sido los catalanistas y los galleguistas. Por eso la experiencia de la Primera República es básica para entender el origen del mismo catalanismo.

Javier Moreno Luzón: Eso que llamamos catalanismo o nacionalismo catalán no ha sido nunca un movimiento único y homogéneo, sino que ha consistido más bien en un conjunto de fuerzas políticas diversas y cambiantes, siempre en íntima relación con el escenario general español. Hasta la Guerra Civil de 1936-1939, el catalanismo tuvo dos expresiones básicas: una conservadora y autonomista, proclive a la monarquía, articulada en torno a la Lliga Regionalista y hegemónica hasta 1923; y otra republicana y casi siempre federalista, mayoritaria durante la década de 1930 de la mano de Esquerra. Durante la larga dictadura de Franco, apoyada al comienzo por el catalanismo contrarrevolucionario, buena parte de los nacionalistas se ganó un puesto destacado en la oposición clandestina, acompañada por las izquierdas socialistas y comunistas que incorporaron algunas reivindicaciones nacionales. Por fin, tras la Transición democrática correspondió el predominio en este campo a la coalición Convergència i Unió, de raíz liberal y católica, que apostó también durante décadas por un estatuto autonómico; aunque poco a poco adquirió importancia una Esquerra cada vez más inclinada hacia el independentismo, mientras el PSC —que se decía catalanista, pero no nacionalista— elevaba sus demandas territoriales.

Así pues, a lo largo del siglo xx las formaciones catalanistas —do­tadas de múltiples conexiones con la sociedad civil y enfrentadas tanto entre ellas como con las posiciones españolistas dentro y fuera de Cataluña— representaron un papel muy relevante en la vida pública española, a través de alianzas con partidos de ámbito estatal y, como afirma Xavier Domènech, proyectos comunes para España. Primero la Lliga con los conservadores, y en menor medida con los liberales, de la Restauración; luego Esquerra con republicanos de izquierdas y socialistas durante la Segunda República; y más adelante CiU, bajo la Constitución de 1978, tanto con el PSOE como con el PP. A cambio del reconocimiento de la singularidad catalana y de un cierto nivel de autogobierno que les permitiera construir de manera paulatina una nación cohesionada y más o menos homogénea por medio de políticas culturales y sociales, los catalanistas de uno u otro signo se convirtieron en actores decisivos en la evolución política española. Sus reivindicaciones no se toparon de manera permanente con un rechazo gubernamental que provocara inevitables frustraciones, sino que, en función de las alianzas citadas y de los vaivenes coyunturales, dispusieron a menudo de interlocutores dispuestos a escucharlas y a dotar de nuevas cotas de poder a instituciones catalanas creadas dentro del marco constitucional: a la Mancomunitat en 1914 y a la Generalitat en 1932, 1979 y 2006. Algo que solo fue posible, naturalmente, con regímenes liberales y democráticos, no con las dictaduras, que abrazaron un férreo nacionalismo español. Más aún, resulta inimaginable la llegada de la democracia a España —en 1931 y en 1977-1978— sin la substancial e imprescindible aportación catalanista.

Pues bien, ese binomio habitual entre autogobierno y participación constructiva en la política española se ha quebrado con el procés. Para explicar esa ruptura puede aludirse a algunos precedentes, como el giro españolista del PP de José María Aznar o las dificultades que había encontrado la elaboración del Estatut de 2006, algunas de ellas derivadas de choques entre los mismos partidos catalanes. También parece necesario citar los factores estructurales que le sirvieron de contexto inmediato, como una profunda crisis económica y financiera, el consiguiente descontento social y la llegada de nuevas generaciones a la acción política. Pero al final hay que recurrir a las decisiones estratégicas adoptadas por los partidos nacionalistas y sus asociaciones próximas y a las reacciones de los gobernantes españoles. Suele señalarse la fecha de junio de 2010, la de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, como punto de no retorno a partir del cual el grueso del catalanismo se hizo independentista. Pero, sin negar la importancia simbólica que tuvo ese acto, que anuló algunos artículos del texto y reinterpretó otros, su altura mítica debería rebajarse al recordar que CiU colaboró después durante meses con el PP y que hasta septiembre de 2012, con el govern de Artur Mas propicio a la causa, no hubo grandes manifestaciones secesionistas. Los casos de corrupción que acosaban a CiU y las protestas contra su dura política económica debieron pesar en esa deriva, llena de errores de cálculo, como asegura Joan-Pau Rubiés. La secular construcción nacional catalana que había hecho posible el autogobierno no había culminado, o no había salido como esperaban los nacionalistas, dado que medio país estaba en contra de la independencia. La actitud del Gobierno de Mariano Rajoy, que osciló entre el cierre a la negociación y el abstencionismo expectante, también influyó en esa percepción distorsionada de la realidad, pues el Estado español seguía en pie, lo mismo que su orden constitucional, para impedir una secesión forzada. Todo ello ha supuesto un fracaso rotundo para las elites catalanistas.

Mariona Lladonosa: Especialmente relevante me parece la idea de Joan-Pau Rubiés sobre la diferenciación discursiva entre Estado y nación y la contraposición entre construcción artificial del Estado vs. nación natural. Esta pauta de distinción simbólica ha sido recurrente en las explicaciones sobre los procesos de construcción nacional y la formulación de sus modelos comunitarios: desde Prat de la Riba, pero también en numerosas aportaciones muy diferentes entre sí, como el catalanismo católico conservador de Torras y Bages o Carles Cardó; o también el republicanismo antes mencionado de base liberal, regeneracionista, positivista y jurídicamente naturalista. Àngel Duarte ya ha destacado el hecho de que el sentimiento de patria existía previamente al catalanismo político como un sentimiento de identidad que tomaba forma de hábitos cotidianos, que se activaba en ciertos momentos y se vivía de manera compartida con la identidad española 3. Lejos de las ideas tradicionalistas y ruralistas, el republicanismo federalista concebía las ciudades como órganos espirituales de renovación de las naciones; y la federación como expresión de ciudadanía e integración de las nacionalidades. También parte del anarquismo catalán tendería a una distinción entre nación (patria) y Estado, e incorporaría una visión cotidianizada y natural del sentimiento nacional. Lo haría también el Bloc Obrer i Camperol en el que, si bien la identidad nacional tomaría un carácter teórico de cultura revolucionaria y socialista, la nación se concebía como entidad natural contrapuesta al Estado opresor.

En contexto de posguerra, en el catalanismo de finales de los cincuenta y principios de los sesenta perviviría una reiterada preocupación por la diferenciación de las nociones de Estado, nación y patria: el Estado como forma de organización política, artificial, diferenciado de la comunidad natural que representa la nación, que es la «patria verdadera». La idea de que la nación es la comunidad de sentimiento, que determina el marco cognitivo, sensual, habitual y afectivo de las formas de identidad nacional recreadas. Esta interpretación también la tomaría y desarrollaría el pujolismo a través de una reelaboración de la tradición noucentista, pero con la voluntad de construir la nación en términos prácticos dentro del Estado. El discurso de Pujol recordaría al espíritu de la «Catalunya endins» de Prat de la Riba, a través de su «fer país» y «fer política» de acuerdo con la necesidad de disponer de instrumentos de política nacional.

En cualquier caso, los proyectos políticos (fuesen de doble patriotismo, fuesen como proyecto federalista) se construyeron basándose en la recreación de una distinción continuada entre Estado y nación que no debe olvidarse para comprender la evolución del catalanismo. Esta communitas, como realidad primordial de construcción y expresión de la nación es la que ha legitimado, a posteriori, la idea del derecho a un Estado.

El procés puede ser entendido como elemento de ruptura en la historia del catalanismo, si lo planteamos en términos de proyecto político en relación con el Estado. Pero, en cambio, se puede ver en términos de continuidad en las formas de representación de una communitas diferencial. Dicho en pocas palabras: la diferenciación simbólica históricamente apelada entre nación y Estado ha sido un elemento básico para fundamentar el independentismo. Se ha convertido en dispositivo político estratégico, aunque la forma de esta communitas también ha mutado en sus marcos de definición y ­representación.

Hay un hecho especialmente significativo para hacerlo posible: la importancia de la llamada etapa de «normalización» en Cataluña en el contexto de desarrollo democrático de las instituciones autonómicas, que podríamos situar entre 1976-1999. El concepto de normalización, pensado inicialmente para la lengua, venía a representar la idea de la necesidad de recuperar la normalidad de la cultura, la lengua y, en definitiva, el proceso de construcción nacional de Cataluña y sus instituciones. Por primera vez después de la dictadura, en contexto autonómico, se desarrollarían distintas acciones que tenían por objetivo la (re)nacionalización. La etapa de la normalización, en esta trayectoria histórica, supuso, en mi opinión, la consolidación definitiva de la idea de la nación como marco naturalizado de la comunidad cultural y política diferenciada.

El gobierno autonómico desempeñaría un papel importante entre el lenguaje voluntarista a través de la estrategia de la integración cultural y la concepción de valor naturalístico de la nación, desde una dimensión primordialmente culturalista y comunitarista que, en definitiva, no diverge de las formas pasadas mencionadas. Los diferentes proyectos de gobierno desarrollados hasta 2010-2012 mantendrían estas estructuras de representación y distinción en el proyecto de construcción nacional, dentro del pacto constitucional, de acuerdo con el consenso de que era posible desarrollar el autogobierno y las formas distintivas de communitas en el seno del Estado. El quebrantamiento de las opciones de desarrollo de esta recreación abrieron un espacio al discurso independentista que nunca hasta entonces se había proyectado en términos de consecución de la hegemonía cultural, en términos de independentismo de masas. Una estructura de oportunidad política.

Un independentismo que ya se empieza a desarrollar a partir de los ochenta y es, además, un catalanismo que se globaliza y que opera en lo que podemos llamar una tendencia a la «personalización de la nación»: las proyecciones del individuo y su voluntad sobre la nación. La idea del «derecho a decidir» es un buen ejemplo de esto. Una nación que presenta nuevos modelos compuestos de nación (que integra en la identidad nacional otras identidades sociales) y replantea las culturas del catalanismo tal y como las habíamos conocido históricamente. Esto también explica que las transformaciones asociadas al imaginario de la identidad cada vez se proyecten más ligadas a elementos de bienestar y transformación social (esto se traduce en las nuevas adhesiones de tipo práctico: medidas democráticas, de bienestar, de riqueza, de libertad y justicia) que a elementos culturales tradicionales.

Javier Moreno Luzón resume muy bien los diferentes elementos de ruptura que favorecerán el éxito del proyecto independentista en una parte significativa de la población catalana. El factor generacional me parece especialmente relevante porque incorpora elementos de transformación del contexto social. Unas generaciones crecidas en la etapa de la normalización y que, como tales, han normalizado el desarrollo de estructuras de autogobierno como formas de implementación democrática; que perciben la consolidación de los derechos sociales, civiles y políticos como derechos legítimos, y la demanda (al menos discursiva) de mayores cuotas de participación en contextos de cuestionamiento global de los poderes políticos y económicos, y en contexto de crisis del capital simbólico del mismo Estado moderno.

AYER: Si cambiamos el rumbo desde lo político hacia lo simbólico, otro punto de inflexión (si no de «no retorno») ocurrió en septiembre de 2012, cuando el Ayuntamiento de Barcelona designó a Joaquim Torra primer director del Born Centre Cultural (BCC), un nombramiento que causó la dimisión del historiador Albert García Espuche como comisario científico. Como sabemos, el antiguo mercado del Born albergaba ruinas que evidenciaban la destrucción de parte del barrio de la Ribera, llevado a cabo por el ejército borbónico después de la Guerra de Sucesión Española (1702-1714). Torra designó el yacimiento como la «zona cero de los catalanes», y el BCC tuvo un papel fundamental durante las conmemoraciones del Tricentenario del sitio de Barcelona de 1713-1714. A partir de entonces, se ha generado un debate sobre el uso político de las conmemoraciones y las fiestas nacionales. A partir de esta reflexión, proponemos la siguiente pregunta: ¿qué papel ha desempeñado la memoria histórica dentro del procés?

Mariona Lladanosa: Es muy interesante observar el juego que se da entre memoria histórica y «memoria colectiva». Esta última tiene una relación directa con la identidad en el sentido de que la memoria desempeña un papel fundamental en la definición comunitaria. Hace una función narrativa de vínculo entre pasado, presente y, sobre todo, proyección de futuro de una comunidad. El catalanismo —como el resto de ismos nacionales— ha recorrido tradicionalmente al uso de la historia en sus formas de legitimación e imaginación simbólica de la nación. El procés no escapa a esta lógica en términos de intencionalidad política, aunque se han modificado algunos de los contenidos y usos de la memoria histórica a los que tradicionalmente se había apelado, como por ejemplo el medievalismo o la Renaixença.

La segunda mitad del 2000 es significativa en términos de protagonismo de las políticas de memoria. Las políticas de memoria, entendidas como formas de profundización democrática, han sido planteadas internacionalmente como medidas del derecho de justicia y reparación ya desde la segunda mitad del siglo xx. En 2007 la Ley de Memoria Histórica de España se imbuye en este campo, como lo pretendió el Memorial Democrático de Cataluña. El objetivo del Memorial Democrático fue desarrollar las políticas públicas del gobierno catalán en cuanto a la recuperación de la memoria democrática y el conocimiento de la Segunda República, de la Generalitat republicana, de la Guerra Civil y de todas las víctimas. Significativamente, cuando se promovió el anteproyecto de creación del Memorial Democrático con el CEFID (UAB), el documento llevaba el nombre de «Un futuro para el pasado».

En el contexto del procés el papel de la memoria histórica, por un lado, se continuaría desarrollando discursivamente en los términos internacionales actuales de verdad, justicia y reparación; por lo tanto, en términos de profundización de la vía democrática. Pero también a través del relato de la «memoria colectiva» se desarrollaría un relato de legitimación de un proyecto político diferencial al que había imaginado el catalanismo tradicional y que, sobre todo, hasta hace pocos años, de manera hegemónica, no había cuestionado la Transición española como un espacio revisable de memoria. En este sentido, el procés promueve dos nuevos lugares de memoria relevantes.

El primero, el Tricentenario, la conmemoración de los trescientos años de los hechos de 1714, que permitiría la recuperación y socialización de aquel imaginario histórico-patriótico de raíz romántica —el de las resistencias heroicas que tendría una incidencia muy directa en la radicalización catalanista en el siglo xx 4. El Tricentenario se planteó discursivamente como un «derecho a la memoria» que se había de ejercer con naturalidad en palabras de Artur Mas: «Reconocen aquello que éramos para entender qué somos y, sobre todo, qué podemos y queremos ser». Los usos de la memoria, de la historia en términos colectivos, se manifestaban claramente: conmemorar, cohesionar, reimaginar y proyectar. De hecho, el emblema publicitario de campaña del Tricentenario era bastante elocuente «la historia nos convoca». Se planteó 1714 como una referencia que unía pasado, presente y futuro de la identidad y las libertades nacionales en clara alusión al proceso independentista.

El segundo, la revisión de la Transición democrática. No es una revisión exclusiva ni del independentismo ni del procesismo, pero en Cataluña se caracteriza por un redescubrimiento de la Transición como parte del relato nacional de ruptura. Este (re)visitado lugar de memoria se plantea como enmienda crítica y permite un cierto anacronismo; es decir, la explicación de la Transición a través de los posicionamientos rupturistas del presente, pero que socialmente tiene gran potencial movilizador. Es así por lo menos en términos discursivos, como conflicto cultural, y que ha supuesto un cuestionamiento profundo de la Transición y de los consensos constitucionalistas, así como de su capacidad para sostener el reconocimiento de la identidad nacional catalana. En términos sociológicos hablaríamos de una revisión evaluativa del pasado que ha permitido argumentar la transformación de una identidad compartida y de futuro renovada a la que se apela desde las posiciones soberanistas catalanas. La crisis de las democracias liberales y del Estado del bienestar en términos políticos y económicos también debe tenerse en cuenta a la hora de promover nuevas o revisadas políticas de memoria y sus contenidos.

Javier Moreno Luzón: Como asegura Mariona Lladonosa, los movimientos catalanistas, al igual que los demás nacionalismos y muchas de las tendencias políticas modernas, han utilizado la historia de una manera intensiva. Esa ha sido una de sus principales características, en una labor de décadas que ha contado con la ayuda entusiasta de numerosos historiadores. Más que de memoria colectiva, un concepto que asume la presencia en la sociedad de recuerdos comunes acerca de acontecimientos pretéritos, sería preferible, a mi juicio, hablar de diversos relatos sobre el pasado, elaborados y esgrimidos por los actores que confluyen en la arena pública de debate, con un énfasis especial durante las conmemoraciones. Se trata de un fenómeno central en la pugna política, donde cada cual trata de imponer su visión de lo ocurrido. El nacionalismo catalán ha cultivado sus propios relatos, los ha difundido por todos los medios disponibles y, desde las administraciones que ha controlado, como la Generalitat, ha procurado impregnar con ellos las políticas culturales y el sistema educativo. El procés no ha hecho sino radicalizar estas actitudes.

En general, puede decirse que los nacionalistas asumen la existencia de una nación muy antigua, Cataluña, reconocible al menos desde la Edad Media a través de algunas trazas idiosincráticas, con la lengua en lugar preferente, y cuyo desarrollo pleno se vio coartado por el Estado español en conflictos que evocan de modo recurrente, como el de 1640 (el levantamiento contra las reformas del conde-duque de Olivares) y el de 1714 (la derrota de los austracistas en la Guerra de Sucesión Española, que acabó con las instituciones políticas catalanas). Estas batallas prefiguraban el surgimiento de las fuerzas catalanistas contemporáneas y sus reivindicaciones, de la autonomía a la independencia. El relato así establecido —esencialista, esquemático y teleológico— confunde catalanidad y nacionalismo catalán, con lo cual desdeña las formas de ser catalán que no llevaran consigo demandas nacionales, o prenacionales, y la misma diversidad de la vida política catalana. Todo se interpreta a partir de esas premisas: desde tiempos casi inmemoriales, los catalanes han luchado por su libertad y han chocado una y otra vez con la represión española.

Semejantes presupuestos entraron en crisis dentro del mundo académico cuando los historiadores mejor conectados con las corrientes internacionales, desde mediados del siglo xx, abrieron nuevas perspectivas para analizar la trayectoria de Cataluña, mucho más compleja que la dibujada por el relato nacionalista clásico. Se decantaron explicaciones que vinculaban el catalanismo con los intereses de la burguesía decimonónica o con los corporativos de las clases medias, se subrayó el carácter plural de sus tendencias (desde el conservadurismo católico hasta el republicanismo federal) y se desentrañaron combinaciones identitarias múltiples, entre las cuales no faltaban fuertes españolismos catalanes y sectores obreros enfrentados a los discursos nacionales. Pero las narraciones esencialistas siguieron en pie en algunos círculos y se revitalizaron durante el procés, cuando, para asombro de muchos de sus colegas, ciertos historiadores de prestigio enarbolaron la idea de una conciencia nacional casi milenaria que había desarrollado tempranos comportamientos democráticos y resistido siglos de asimilación y violencia.

El tricentenario de 1714 supuso el apogeo de los relatos nacionalistas. Lo inauguró un célebre coloquio entre historiadores, patrocinado por la Generalitat y titulado Espanya contra Catalunya: una mirada històrica 1714-2014, cuyo mensaje no podía estar más claro: a lo largo de tres siglos, España, sus políticos y sus intelectuales habían tratado de humillar y destruir a Cataluña como entidad nacional 5. A esa destrucción —encarnada por el barrio barcelonés del Born, demolido por Felipe V— se había dedicado un centro cultural destinado a refrescar la memoria de la derrota que se conmemoraba cada 11 de septiembre en la Diada y que ahora debía estar muy presente. Durante algún tiempo, la fecha mágica de 2014 parecía la meta definitiva, cuando el sueño independentista se haría realidad; y su antecesora, 1714, un emblema ubicuo, lo mismo servía para medir mástiles y banderas (17,14 metros) que para marcar un momento de euforia colectiva en los partidos de fútbol (17’14’’). El mito melancólico había calado en buena parte de la ciudadanía.

En comparación con este potente relato nacionalista, las demás visiones del pasado tuvieron poco alcance durante el procés. Había, desde luego, grupos que lo combatían desde las trincheras de la defensa de España, en términos historicistas y más o menos esenciales, o de la Constitución de 1978, entendida como un marco democrático inamovible. Y, tal y como señala Lladonosa, las izquierdas catalanas impulsaron una política cultural alternativa, en sintonía con el clima de reivindicación de la llamada memoria histórica que cundía en toda España, con homenajes a quienes habían sufrido la tiranía de Francisco Franco y habían combatido entonces por la libertad. Sus posturas, que llenaron el Born cuando el Ayuntamiento de Barcelona cambió de color, compartían algunas premisas del catalanismo, pues la dictadura había impuesto un cierto tipo de españolidad y los nacionalistas catalanes habían sobresalido entre sus opositores. Para buena parte de sus herederos, 1939 era un nuevo 1714. De modo que, en la arena de 2012-2017, el nacionalismo hizo prevalecer su versión de la historia.

Xavier Domènech Sampere: Todo proyecto nacional, de la misma forma que todo proyecto de clase o ideológico, se dota y se legitima en una construcción narrativa y memorial específica. La disputa sobre la forma y contenido de esa construcción memorial es en este sentido una disputa sobre el carácter o la misma existencia del proyecto nacional. Esto no es propiamente un fenómeno asociado al catalanismo. Podemos ver cómo los gobiernos de mayorías absolutas socialistas de los ochenta culminaron en los grandes fastos de 1992, como pretendida entrada definitiva en la «modernidad». En este caso, frente a la posibilidad de fundamentar la democracia en la memoria republicana o en el levantamiento de 1808 contra la invasión napoleónica (algo que sí intento posteriormente Esperanza Aguirre como presidenta de la Comunidad de Madrid, con producción de película incluida), se prefirió celebrar el «descubrimiento» de América. Se consideró que la memoria de la Republica dividía la población y que la de la resistencia de 1808 contra la invasión francesa era poco «europea» (España en 1992 firmaba el Tratado de Maastricht y era por primera vez fundadora de la Unión Europea) y ante ello se «celebró» lo que no era otra cosa que una conquista, por un lado, y un pretendido aniversario del nacimiento de España como nación, por el otro. La realidad nacional más vieja de Europa según este relato, constituida a partir de la unión de las Coronas de Castilla y Aragón que había finalizado la Reconquista. Es en este marco que se debe entender que en 1987 el gobierno socialista estableciera el Día de la Hispanidad como Fiesta Nacional.

Pero si es cierto que la articulación de una construcción memorial específica, y la exhalación nacional en la misma, no tiene nada de específico en el caso del catalanismo, también lo es que una parte del mismo sufrió una mutación de primer orden a partir de 2008-2010 hacia el independentismo. Esta mutación conllevó una relectura de la tradición catalanista, básicamente hasta ese momento orientada a la construcción de Cataluña y a la transformación de España, en una clave independentista, lo cual afectó al sentido que se otorgó a diferentes hechos históricos que formaban parte de la propia tradición. De nuevo, en la medida que estaban implicados distintos proyectos de nación, esto fue plural. En este sentido, la larga y extensa campaña de Omnium Cultural, que se encarnó en exposiciones, conferencias y actos culturales, para recuperar las lluites compartides, que básicamente ponía en valor las luchas de los movimientos sociales bajo el franquismo, no tenía el mismo sentido que, por ejemplo, las conmemoraciones sobre 1714 celebradas en el Born en 2014. En este último caso, una memoria como la de 1714, que en realidad era previa al propio catalanismo y que hundía su raíz en el liberalismo, el republicanismo y los movimientos populares del siglo xix (y por ello Azaña reivindicó en la Segunda República la defensa de Barcelona de 1714 en el Congreso), fue transformada en uno de los principios legitimadores del proyecto independentista. Aunque esta no fue la única memoria de 1714 que se puso en juego en ese momento, como muestra el éxito que tuvo, por ejemplo, la novela Victus de Albert Sánchez Piñol, ciertamente el Born Centro de Cultura se convirtió, en palabras del que años después sería presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, «en la zona cero de los catalanes».

Esto cambió en 2015 con la entrada de un nuevo espacio político en el Ayuntamiento de Barcelona, un cambio que conllevó una verdadera, y virulenta, guerra de memoria con una parte del independentismo en 2016 a cuenta de la exposición «Franco, Victòria, República. Impunitat i espai urbà». Aunque lleva razón Javier Moreno Luzón, estas nuevas políticas no se alejaron del catalanismo, básicamente porque el proyecto político era catalanista, de hecho el catalanismo es reivindicado en la actualidad por un espacio que va del independentismo hasta el PSC. En todo caso, lo que se practicó es la construcción de proyectos memoriales plurales que ponían el acento en otras tradiciones y conmemoraciones en un espacio que, como en toda realidad democrática plural, está en disputa.

Joan-Pau Rubiés: No es necesario insistir en el uso ideológico de la historia por los nacionalismos, puntualizando que el alto nivel de ideologización de la historia en Cataluña tiene su correlato en el resto de España. Sin embargo, el problema no es tan solo que algunos historiadores se dediquen a alimentar mitos con finalidades políticas, sino que la obra los historiadores más rigurosos es a menudo ignorada en el debate público. En el caso de la polémica sobre el tricentenario del 1714 merece destacarse el impacto mediático que provocó el concepto claramente simplificador de Espanya contra Catalunya, que suscitó réplicas de carácter españolista donde también se mezclaban sin ningún rubor análisis históricos con declaraciones abiertamente políticas 6. En cambio, pocos se fijaron en un congreso valioso sobre los tratados de Utrecht celebrado en Barcelona aquel mismo año 7. Desde luego en el campo historiográfico hay interpretaciones de la Guerra de Sucesión que son controvertidas, por ejemplo sobre en qué medida las opciones dinásticas por Carlos III o por Felipe V representaban una visión política contrapuesta respecto del futuro del sistema de cortes y de autogobierno de los reinos de la Corona de Aragón (y no solo en Cataluña), frente a los supuestos afanes homogeneizadores de una monarquía de instintos absolutistas con control pleno de la Corona de Castilla; o si hubo una gradual transformación ideológica de las instituciones de autogobierno de Cataluña, tradicionalmente de carácter socialmente elitista, hacia valores republicanos de mayor difusión social. Estos debates se sitúan en un nivel de análisis serio y son incluso necesarios; el problema es la forma en cómo entran de modo distorsionado en los medios de comunicación y en libros pseudo-históricos de carácter abiertamente polémico. En 2014 los distintos nacionalismos de España se pusieron de acuerdo en simplificar el nivel de debate y análisis.

Algunas de las polémicas que han tenido eco mediático se han centrado precisamente en los orígenes del catalanismo político y en la tesis constructivista de la «invención de la tradición». Lo que me parece importante destacar es que las tradiciones no solo se inventan, también se transmiten, se heredan y se transforman. Es necesario valorar esta dimensión para entender la especificidad del caso de Cataluña, pues nadie que conozca la historia de España podrá negar que no estamos hablando de una región cualquiera en sus aspiraciones de autogobierno. ¿Por qué Cataluña y no, por ejemplo, Valencia, o Andalucía? El reciente libro de John Elliott, Scots and Catalans: Union and Disunion (2018), un interesante ejercicio de historia comparada a lo largo de los siglos, no hubiera tenido mucho sentido si hubiese tratado sobre Valencia y Baviera, o ni siquiera sobre Galicia y el país de Gales 8. Desde la monarquía multinacional hasta al Estado-nación moderno, las tensiones políticas por lo que respecta al encaje tanto de Cataluña como de Escocia son mucho más claras y significativas. Obviamente debemos analizar posibles elementos de continuidad evitando esencialismos históricos y sin caer en la trampa conceptual de la existencia de naciones pre-definidas, cuya mera existencia a lo largo de los siglos fundamentaría cualquier explicación de su devenir. No hay tampoco un solo factor diferencial, como el idioma, o la tradición constitucional, que sea exclusivo de Cataluña, o que se mantenga de modo permanente como un factor identitario decisivo a lo largo de los siglos (hasta la Guerra de Sucesión las elites catalanas pusieron mucho más énfasis en defender sus privilegios, constituciones y poder institucional que en el idioma vernáculo, abrazando por razones pragmáticas el castellano como idioma de corte y de la comunicación impresa). Sin embargo, creo que sí debe valorarse el peso de la tradición como memoria histórica. Las rebeliones y guerras civiles de Cataluña constituyen un currículum excepcional y, en muchos casos, la cuestión de la defensa del autogobierno de Cataluña y sus instituciones respecto a una autoridad monárquica o estatal externa constituyó una motivación central, aunque no única. Para citar los casos más relevantes, la guerra civil del siglo xv contra Juan II de Aragón; la rebelión contra el gobierno de Olivares durante el reinado de Felipe IV, conocida como guerra de separación; y la Guerra de Sucesión en contra del candidato borbónico, que dio ocasión a las oportunistas conmemoraciones de 1714. En todos los casos, la Diputación Permanente de las Cortes de Cataluña (la antigua Generalitat, órgano fiscal pero también para-constitucional) y órganos asociados (Consell de Cent de Barcelona, asambleas de brazos) tuvieron un papel fundamental. Todas estas crisis fueron distintas en sus causas, motivaciones y contextos. Todas implicaron grandes divisiones sociales, y todas tuvieron consecuencias desastrosas. En términos de continuidad, sin embargo, lo significativo es la creación y perpetuación de un mito, el de la libertad política defendida, perdida y no olvidada, que cada generación se encargaría de reinterpretar.

Sirva como ejemplo la pintura de Antoni Estruch, L’Onze de Setembre de 1714, expuesta en el Museu d’Història de Catalunya en 2014, creada en el contexto de fervor catalanista del 1909 e inspirada por la obra del republicano federalista Salvador Sanpere i Miquel, La fin de la nación catalana (1905). Sanpere, a su vez, se documentó a partir de las extensas Narraciones históricas de Francisco de Castellví, fuente clave para entender la perspectiva austracista de las elites catalanas durante la Guerra de Sucesión. Con sutiles cambios interpretativos, el hilo conductor que enlaza tres momentos históricos muy distintos es del todo aparente y permite entender los recursos simbólicos del catalanismo político moderno. Que la Guerra de Sucesión no fuese en ningún caso un proyecto independentista deviene secundario ante la aspiración de carácter soberanista que subyace al tema de la libertad perdida: con enorme facilidad, al contemplar el cuadro, el austracista derrotado de 1714 se transmuta en el federalista desencantado de 2014.

AYER: Terminamos con una pregunta poco ortodoxa, pero de gran interés para los académicos que consulten estas páginas en el futuro. ¿Qué nos enseña la Historia sobre el futuro del procés? ¿Será un futuro de unión, desunión o ruptura?

Xavier Domènech Sampere: Pasar del pasado al futuro es un ejercicio arriesgado que a veces puede convertirse en mortal. El proceso de independencia de Cataluña no se ha consumado por varios motivos. El Estado central no se encontraba en una situación de hundimiento y, a su vez, tampoco el independentismo tenía voluntad de protagonizar una insurrección. Es más, el independentismo no tenía, a pesar de haber logrado llegar a amplísimos y plurales sectores de la población, una mayoría social en términos absolutos. Todos estos factores, junto con un contexto internacional y, en especial, europeo poco propicio, han hecho inviable el proyecto independentista o, en todo caso, lo han hecho inviable ahora. Pero cualquiera de estos factores, y más en un mundo convulso como el actual, puede modificarse.

El tema seguirá presente, con posibles «amortiguamientos» temporales más o menos largos, en la medida que hay una parte importante de la población de Cataluña que seguirá manteniendo esta opción. Es más, el independentismo es el principal horizonte de esperanza de cambio «disponible» en Cataluña ante cualquier nueva crisis. Ante ello el Estado y el sistema político español debería rehacer los lazos rotos y afrontar la propia crisis del modelo territorial que es global, como muestra ahora la emergencia de la «España vaciada», para ir a un nuevo tipo de pacto fundante. Pero esto no es sencillo y los estímulos para no hacer nada y atribuir todo a un problema «artificial» (consolándose leyendo los discursos sobre la «conllevancia» de Ortega), cuando no para sacar réditos de esta problemática en términos electorales, serán altos a corto plazo, aunque a largo plazo esa actitud pueda ser suicida.

En todo caso, el coste de no afrontar esta problemática de forma profunda cada vez será mayor. Es evidente, a mi parecer, y cada vez lo será más, que el sistema necesita una profunda reforma constitucional, cuando no constituyente, que va mucho más allá de los modelos territoriales o la asunción de una realidad plurinacional. Pero esta transformación no es posible sin un pacto previo en términos plurinacionales. Cualquier proyecto de reforma constitucional profundo debe pasar por un referéndum y un referéndum de este tipo en Cataluña será el referéndum sobre la independencia (donde votar sí a la reforma constitucional es votar sí a quedarse, y, por tanto, a un posible nuevo pacto territorial, y votar no es hacerlo a favor de la independencia). Un referéndum que difícilmente además se puede ganar sin el concurso de amplios sectores en Cataluña. Por tanto, difícilmente habrá nación sin plurinacionalidad, ni soberanía sin soberanías.

Joan-Pau Rubiés: La historia nunca se repite, pero existen tendencias de fondo que se dejan sentir —o, según el proverbio atribuido a Mark Twain, la historia a menudo «rima»—. El peso de las tradiciones ideológicas tiene mucho que ver con ello. Durante la primera fase de la crisis independentista, que yo situaría entre 2010 y 2014, es decir, desde la desarticulación del pacto constitucional por parte del Tribunal Constitucional, hasta el sucedáneo de referéndum que organizó Artur Mas, no pocos catalanes independentistas creyeron que todo era posible, porque (razonaban) España es ahora una democracia moderna, está condicionada por su pertenencia a la Unión Europea, y, por lo tanto, la lógica democrática de la necesidad de un referéndum es imparable. Sin entrar aquí a discutir la cuestión de fondo, en qué circunstancias es un referéndum una opción útil para solucionar conflictos de carácter para-constitucional, y por tanto no previstos en el ordenamiento constitucional, sin duda el razonamiento era simplista: no solo subestimaron la capacidad de movilización de muchos ciudadanos de Cataluña contrarios a la independencia, también se dejaron embaucar respecto de la naturaleza de la Unión Europea, un club de Estados que en circunstancias normales va a intentar no tomar partido sobre una cuestión espinosa, pero que, si debe hacerlo, lógicamente va a privilegiar el principio de soberanía de los Estados ya existentes. Sin embargo, el mayor error de cálculo fue no haber entendido la profundidad de la reacción en el resto de España (y no solo del Estado español). Desde el principio esta ha sido una crisis constitucional española y la dirección que ha seguido se entiende sobre todo tomando en consideración el modo como se ha articulado una voluntad política que ha privilegiado la unidad sobre la negociación y el compromiso.

En el conjunto de España, efectivamente, había tres posibles respuestas a la crisis catalana: arriesgarse a permitir un referéndum con legislación especial, con la intención de ganarlo; negarse a un referéndum de independencia pero buscar una refundación constitucional que retomase el espíritu de compromiso de la transición, de modo que la voluntad de una amplia mayoría de los ciudadanos de Cataluña fuese de nuevo compatible con la voluntad de la mayoría de los ciudadanos del resto de España, corrigiendo así el despropósito de la sentencia contra el Estatuto de 2006, que destrozó esta doble mayoría; o insistir en el principio de autoridad del Estado y de sus leyes sin preocuparse de reforzar en Cataluña el consentimiento popular que las legitima, dejando pudrir el problema político, e incluso con la tentación por parte de no pocos de aprovechar el estallido de una crisis insurreccional para culminar el proceso de castración de la autonomía de Cataluña. Fue esta última opción la que prevaleció durante los gobiernos del Partido Popular y veo muy difícil que se pueda hacer marcha atrás en un futuro inmediato, aunque obviamente la coalición de gobierno de izquierdas ha buscado posiciones más conciliadoras. Su capacidad de acción real, sin embargo, es casi nula, sin un consenso previo sobre la necesidad de un cambio de dirección.

El futuro del procés está condicionado, sobre todo, por la futura dirección de la democracia en España, y lo que sugiere la historia es que el espíritu de compromiso federalizante que, a trancas y barrancas, prevaleció durante la primera transición, podría ser más débil que un espíritu más antiguo y más profundo, el de construir España como un Estado fuerte y homogéneo donde la unidad nacional se convierte en un tabú y una obsesión y justifica todo tipo de comportamientos.

Mariona Lladonosa: El interrogante sigue abierto, pero podemos apuntar algunas cuestiones que pueden condicionar las dinámicas de futuro:

El derecho de autodeterminación como «derecho de papel». Un principio reconocido por buena parte de los partidos políticos hegemónicos de izquierdas desde la segunda mitad de los años cincuenta y durante la Transición, basado en la idea del reconocimiento de las especificidades nacionales y el reconocimiento del derecho en abstracto, de acuerdo con la idea de que promoviendo la igualdad de derechos y una voluntaria relación entre los pueblos, el conjunto de las fuerzas trabajadoras harían prevalecer sus intereses sin necesidad de ejercer el derecho de autodeterminación. La historia social debería señalar algunas dinámicas en este sentido. En cualquier caso, la recuperación democrática y el Estado de las autonomías como dispositivos de absorción de las tentaciones independentistas, así como la hegemonía del catalanismo de pacto con el Estado, mantuvieron el catalanismo por esta vía política y el culturalismo durante más de treinta años, hasta la implosión de la crisis estatutaria. La aparición de la opción soberanista por primera vez se planteaba como horizonte en el imaginario colectivo de un sector significativo de la población, mientras las posiciones de la unidad planteaban el viejo derecho de autodeterminación como un derecho anacrónico sin sentido vigente.

Subestimar el poder del Estado. Uno de los errores del proceso independentista y sus consecuencias fue la enorme subestimación del poder del Estado y su uso del monopolio de la fuerza. En este caso, quizás fuese en el gremio de los historiadores de los pocos donde se advirtió de la falta de perspectiva histórica que se estaba dando a la hora de prever la reacción del Estado. En cualquier caso, esta realidad también tiene implicaciones de futuro.

El imaginario europeísta. La construcción de una identidad nacional que pasaba por el relato del europeísmo catalán. La idea que Cataluña había sido siempre más europea que el resto de la península, uno de los mitos que sostenía la esperanza de que Europa se convertiría de facto en una fuerza superior protectora de las voluntades autodeterministas proyectadas en términos de derechos. Ya sabemos que en lo político la UE no cuestiona sus Estados-Nación, pero ¿el factor europeo puede descartarse como modulador de la relación Cataluña-España?

Deshacer el mito del control nacional. Parte del relato independentista y sus liderazgos políticos mantuvieron la idea a lo largo de 2017 de la capacidad y fuerza de la Generalitat para mantener el pulso al Estado. La construcción de este relato en términos de equiparación de las fuerzas se basaba en un plan indeterminado de estructuras de Estado y control territorial que nunca se concretó, pero que, en cambio, pedía —y consiguió— una confianza no cuestionada del movimiento independentista. El peso del Estado con la aplicación del artículo 155 de la Constitución y la desarticulación de los poderes y liderazgos políticos hicieron aflorar aquello que Barthes llamaría deshacer el mito: la naturalización de la idea de capacidad y control efectivo de los dispositivos institucionales y de poder de Cataluña. Un mito, por cierto, que puede encontrarse ya en la apuesta pujolista de «el poder para construir Cataluña». La visualización práctica de esta imposibilidad de control puede tener consecuencias en términos de paralización de larga duración de la vía rupturista.

La ruptura emocional. El impacto del «1 de octubre» y los hechos posteriores en las experiencias de una parte de la población catalana, independentista o no, forzosamente tendrá que ser tenido en cuenta si se quiere evaluar qué opciones pueden darse en términos de vínculo social. Quizás no se ha evaluado suficientemente la importancia de este desencanto weberiano en las perspectivas de futuro de las relaciones Cataluña-España. Tampoco el hecho que quizás el «1 de octubre» se haya convertido en el verdadero momento fundacional de la vía de ruptura, precisamente, por su dimensión social. La falta de una estrategia de unión por la vía no punitiva ya señalada en el debate está relacionado con ello.

Javier Moreno Luzón: Para empezar, me declaro escéptico ante la posibilidad misma de responder a estas cuestiones de manera acertada. Como dice Xavier Domènech, hablar del futuro es arriesgado, cuando no mortal, y yo añadiría que a menudo puede resultar penoso o ridículo para quien lo hace. Los historiadores no predecimos más que el pasado, y no siempre acertamos. Nuestro único consuelo es que otros gremios más afectos a la prospectiva, como el de economistas o el de politólogos, hoy verdaderos oráculos a ojos de la opinión pública, atinan poco y nadie les pide cuentas por ello. Tal vez lo más sensato sea, pues, describir el panorama actual, sobre el cual tendrá que construirse lo que venga a continuación, y aventurar si acaso algunos caminos que podrían transitarse. Tampoco me siento muy cómodo con la idea de una historia que se repite, ni siquiera me fio demasiado de las rimas históricas, aunque estos asuntos tengan más enjundia de lo que parece a simple vista. No solo cambian las circunstancias, también los actores individuales y colectivos son distintos en cada coyuntura y, con frecuencia, sus decisiones azarosas e imprevisibles.

El procés ha dejado, a mi juicio, un panorama desolador. Sus guías políticos y sociales han pagado, como señalan mis colegas y ya se mencionó en respuestas anteriores de este debate, errores garrafales de cálculo, respecto a la fortaleza del Estado o al respaldo europeo. Por efecto de la dinámica procesista, la sociedad política catalana está hoy fragmentada y polarizada, y sus divisiones han calado hasta en círculos familiares y de amistad. Y uno de los efectos más visibles de su desafío, si no el principal, se ha concretado en la crecida del nacionalismo español, transversal pero muy agudo entre las derechas de casi todo el país y capaz de alumbrar una fuerza centralista, católica, filoautoritaria y xenófoba, al estilo de las organizaciones populistas y radicales euroamericanas pero con rasgos propios, como una cerrada beligerancia contra los nacionalistas catalanes. Entre estos últimos tampoco faltan las expresiones abiertas de populismo —un sol poble — y supremacismo etnocultural, a propósito o no de la lengua, junto a la disposición a la revuelta más o menos violenta. Así, el clima en la esfera pública —sobre todo en las redes sociales, a veces en la calle— ha rozado lo irrespirable. No obstante, abundan también las llamadas al entendimiento, a rebajar la tensión y a abrir espacios de diálogo, lo cual ha marcado los primeros pasos del Gobierno de coalición de izquierdas formado en enero de 2020 y algunas respuestas de la Esquerra.

A partir de aquí, las vías que puede recorrer el conflicto nacionalista son múltiples. Cabe desde luego el estancamiento de la situación, con cada cual enrocado en sus posiciones previas y confiado en forzar la voluntad del contrario. Por ejemplo, a cuenta de un referéndum de autodeterminación en Cataluña, irrenunciable para quienes han convertido el 1 de octubre de 2017 en un mito con el cual se explican a sí mismos, e inaceptable para los que rechazan cualquier salida que no contenga de manera explícita la Constitución de 1978. También podría seguir adelante el bloque catalanista, con una consulta que de nuevo plantee de forma ilegal la independencia, pero ahora tendría enfrente no solo a los poderes del Estado, sino también al envalentonado españolismo militante, y pondría en riesgo su coto autonómico, quizá hasta la misma supervivencia del régimen vigente en la distribución territorial del poder. No puede descartarse la opción opuesta, una victoria electoral de las derechas españolistas y la búsqueda de la recentralización estatal. En estas dos últimas alternativas, la pugna sin duda se enconaría, pero en cualquiera de las tres mencionadas el problema del sujeto de soberanía continuaría ocupando el centro del escenario: ¿cuál es la nación soberana?, ¿España o el pueblo español, como dice la Constitución?, ¿Cataluña, como creen los catalanistas? Por último, la imaginación nos permite acariciar otras posibilidades, no menos complicadas. Como una reforma constitucional que autorice alguna fórmula más ambiciosa de autogobierno catalán, a cambio de la lealtad a largo plazo al Estado español del catalanismo, que pospondría sine die el horizonte independentista y volvería de este modo a la senda que recorrió tantas veces en el siglo xx. O, en fin, que otros problemas más graves y urgentes —y hay dónde escoger— acaben por convencer a la mayoría de que se impone abandonar los viejos conceptos nacionalistas para pensar en otra cosa. Quién sabe.


1 Josep Maria Fradera: Cultura nacional en una societat dividida. Patriotisme i cultura a Catalunya (1838-1868), Barcelona, Curial, 1992.

2 Citas en Andrés de Blas Guerrero: «Azaña y la cuestión nacional-regional», en Alicia Alted, Ángeles Egido y María Fernanda Mancebo (eds.): Manuel Azaña: pensamiento y acción, Madrid, Alianza Universidad, 1996, pp. 156-166, y Daniel Guerra: El pensamiento territorial de la Segunda República española, Sevilla, Athenaica, 2016, pp. 52-53, esp. p. 165.

3 Àngel Duarte: Història del republicanisme a Catalunya, Lleida, Eumo-­Pagès, 2004.

4 Enric Ucelay da Cal: La Catalunya populista: imatge, cultura i política en l’etapa republicana, Barcelona, La Magrana, 1982.

5 Jaume Sobrequés i Callicó (ed.): Vàrem mirar ben al lluny del desert. Actes del simposi, «Espanya contra Catalunya»: una mirada històrica (1714-2014), Barcelona, Generalitat de Catalunya, 2015.

6 Antonio Morales Moya (dir.): 1714. Cataluña y España en el siglo xviii, Madrid, Cátedra, 2014.

7 Joaquim Albareda y Agustí Alcoberro i Pericay (coords.): Actes del Congrés Els Tractats d’Utrecht clarors i foscors de la pau, la resistència dels catalans: 9-12 abril 2014, Barcelona, Museu d’Història de Catalunya, 2015.

8 John H. Elliott: Scots and Catalans: Union and Disunion, New Haven, Yale University Press, 2018.