Ayer 113/2019 (1): 105-131
Sección: Dosier
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2019
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/113-2019-05
© Matteo Tomasoni
Recibido: 26-04-2016 | Aceptado: 07-09-2017
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License

Fascismo y catolicismo en la encrucijada. Onésimo Redondo y el anticlericalismo de la Segunda República Española

Matteo Tomasoni

Universidad de Valladolid
matteo.tomasoni82@gmail.com

Resumen: Los efectos provocados por el reformismo de la Segunda República originaron numerosos cambios en la sociedad española, siendo uno de los más importantes la implantación de un Estado laico. Este proceso de modernización no tardó en canalizar el descontento de los sectores tradicionalistas, entre los cuales se distinguió el llamado movimiento nacionalsindicalista. Entre sus dirigentes, fue el vallisoletano Onésimo Redondo Ortega quien asumió el cargo de adalid católico del fascismo español, liderando una campaña de firme oposición ante la autoridad republicana, y quien acabaría convirtiéndose —con el paso del tiempo— en el promotor de la línea más intransigente del tradicionalismo conservador.

Palabras clave: fascismo, nacionalsindicalismo, Falange, anticlericalismo, laicismo, catolicismo, Segunda República Española.

Abstract: The impact caused by the reforms of the Second Spanish Republic provoked significant changes in Spanish society. Among the most important was the establishment of a secular state. This process of modernization quickly generated social unrest among traditionalist sectors of the population, which included the members of the so-called national-syndicalist movement. Among the leaders, Onésimo Redondo Ortega, a native of Valladolid, became the chief representative of Catholic followers of Spanish fascism. He led a strong campaign opposing the authority of the republican regime. As time went by, he became the spokesman for the most intransigent wing of conservative traditionalism.

Keywords: fascism, national-syndicalism, Spanish Falange, anticlericalism, secularism, Catholicism, Second Spanish Republic.

Ochenta años después de su proclamación, la Segunda República sigue siendo un tema de gran actualidad en la historiografía española. Esta condición se debe a múltiples factores, cada uno de los cuales se relaciona con el proceso constitutivo de un régimen cuyo proyecto ha sido calificado una y otra vez de «inacabado», «frustrado» o incluso «incompleto»1. No obstante, el estudio de los aspectos políticos, sociales y económicos de este periodo histórico sigue siendo un hecho transcendental para la comprensión del proceso de transformación de la sociedad española a lo largo del siglo xx. Es por esta razón, «sin la voluntad de denigrar ni reivindicar las principales causas de su existencia», que la República debe considerarse como un caso de estudio en el que se «trata de comprender, no de juzgar, para preservar o restablecer la convivencia a través de una actitud dialógica»2.

Por tanto, entendemos que la República sigue siendo un importante foco de atención en la historiografía española, a pesar de los numerosos estudios existentes sobre su naturaleza, evolución o incluso respecto al continuo proceso de revisión al que está sometida3. No es, sin embargo, intención de este ensayo proponer una reflexión sobre el estado de la cuestión, ni mucho menos plantear una nueva introspección historiográfica sobre el tema, que, según algunos autores, genera no pocos problemas4. En este caso se trata más bien de formular un estudio que aporte nuevos enfoques sobre la época republicana, en especial en cuanto a los debates sobre asuntos religiosos. Punto de partida de este análisis es, por lo tanto, la aparición de un régimen que favoreció la entrada de las masas en la política, que planteó reformas y cambios sustanciales en la organización estatal, pero sobre todo que promovió la confrontación ideológica: un espacio de debate que ha de considerarse particularmente atractivo y en parte novedoso respecto a la vida política desarrollada hasta aquel momento5.

Uno de los focos de atención de este ensayo quiere ser lo que se podría denominar el efecto llamada provocado por la rápida politización de la sociedad española, amén de la aparición de unas ideologías cuya expansión impulsó al mismo tiempo un proceso de radicalización del espacio político6. Sin olvidar lo hasta aquí expuesto, centraremos nuestra atención en determinadas pautas del debate político de aquellos años, con el objetivo de observar cómo y de qué forma se provocó un estado de coacción que acabaría por causar un enorme daño a la imagen de la República. Esta situación estuvo en la base de una deliberada agresión sociopolítica al régimen democrático, cuya legalidad fue cuestionada —entre otros aspectos— a causa del afán reformista de algunos de sus máximos dirigentes. Lo que en apariencia era considerado un natural proceso de modernización fue distorsionado por un conjunto político que, sin embargo, veía en esta evolución un grave problema para la continuidad tradicional, unitaria y confesional del Estado español7.

Entre la primavera y el otoño de 1931, al ya existente fenómeno político de los legionarios de José María Albiñana se sumó un pequeño movimiento llamado «jonsista», cuya aparición fue posible gracias al acercamiento que se produjo entre La Conquista del Estado de Ramiro Ledesma Ramos y las diminutas Juntas Castellanas de Actuación Hispánica (JCAH) de Onésimo Redondo Ortega. Aunque el grupo de los albiñanistas podía haberse anticipado a la difusión del «hombre nuevo español»8, fueron las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) quienes acapararon mayor atención gracias a la determinación con la que llevaron adelante —desde sus inicios— una campaña deliberadamente «antirrepublicana». Pese a un comienzo difícil, caracterizado por un aislamiento político y una limitada capacidad propagandística (tanto en recursos como en métodos), las JONS lograron hacerse un hueco entre la opinión pública española, alcanzando cierta ayuda económica gracias al ala más intransigente de la derecha política.

El compromiso antirrepublicano fue, con toda probabilidad, uno de los elementos clave en la lucha contra el sistema democrático, pero a la vez el leitmotiv de lo que sería el inminente proceso de aglutinación del espacio fascistizado español. Esta manifestación política se debe a la determinación del proyecto jonsista, presentado desde sus inicios como único garante de una lucha política «dirigida a la conquista de la calle» y promotora de un «asalto violento contra el sistema demoliberal que sofocaba toda iniciativa nacional regeneradora»9.

Los efectos provocados por esta paulatina radicalización de la sociedad española alimentaron una situación de fuerte tensión social, pero sobre todo plantearon las condiciones por las cuales se empezó a luchar contra un régimen que en la prensa jonsista fue tachado de antinacional. Tal y cómo manifestaron algunos de sus representantes, aspectos como la secularización del Estado, el proyecto reformista, la cuestión agraria o la identificación del sistema republicano con un proceso de transformación de índole marxista fueron algunas de las razones que animaron las JONS a plantear una lucha política basada en la deslegitimación de la República. Una forma de oposición claramente antidemocrática que, con el pasar del tiempo, penetró con fuerza en la espiral política de la joven República y que causó muchos problemas al mantenimiento de la paz social. Ipso facto, la legalidad republicana pasó a ser criticada desde los pasillos de los palacios a las calles de las ciudades, trasladándose el enfrentamiento —a partir del verano de 1936— a los campos de batalla. El acto final de una tragedia anunciada10.

Un difícil comienzo: España amanece anticlerical

El advenimiento de la Segunda República en abril de 1931 supuso el punto de inflexión de una transición que dejaba atrás no solo un largo periodo de incertidumbre política, sino también la difícil herencia de la dictadura primorriverista. Al margen de las posibilidades y expectativas surgidas con el nuevo régimen, su proclamación fue motivo de ilusión y numerosas esperanzas hacia el porvenir de la nación. Muchos de los que fueron los protagonistas de este nuevo proyecto político actuaron bajo los principios constitucionales del republicanismo decimonónico, indicando que la nueva República podía ser —a todos los efectos— un ejemplo de continuidad entre dos épocas parecidas, pero a la vez muy distintas11. Pese a ello, al acercarse la proclamación de un régimen favorecido entre otras cosas por el desmoronamiento del poder monárquico y la apatía de los entornos políticos más cercanos a Alfonso XIII, todo parecía estar aún por decidirse12.

Durante los primeros meses de vida de la República, las reformas sociales y económicas acapararon buena parte de la atención mediática, obligando el Gobierno Provisional a adoptar medidas bajo la atenta mirada de la opinión pública. Entre las cuestiones tomadas en consideración (reforma del aparato militar, renovación del sistema educativo, ampliación de los derechos civiles y laborales, cuestión agraria, etc.), lo que originó el debate más concurrido y a la vez más polémico fue sin duda alguna la relación Estado-­Iglesia. Un proyecto basado en el proceso de laicización de la nación española que, a diferencia de otros, tenía sus orígenes en una polémica «cadente y pendiente desde hacía más de un siglo»13.

El debate sobre la situación política del país y la progresiva secularización de la sociedad española empezó paradójicamente bajo los mejores auspicios, debido a que algunos exponentes del régimen republicano trataron la cuestión religiosa —a lo largo de la etapa constituyente— con aparente objetividad14. No obstante, esta coyuntura iba a durar muy poco. Durante los siguientes meses, el ala más progresista y anticlerical del conjunto republicano volvió a la carga contra las instituciones eclesiásticas, criticando con fuerza la secular influencia ejercida por la Iglesia sobre la sociedad civil. Su sector más intransigente recriminaba además que la Iglesia hubiese sido un claro obstáculo contra el progreso democrático en España, pidiendo por ello —amén de la experiencia madurada durante la etapa de la Primera República— la definitiva separación entre los poderes del Estado y de la Iglesia tal y como había ocurrido —no mucho tiempo atrás— en varios casos europeos15.

A pesar de todo esto, el proceso constituyente de la Republica siguió desarrollándose de forma prudente y fue el mismo Alcalá-­Zamora, desde la Presidencia del Gobierno, quien actuó con la ilusión de poder vigilar de cerca las relaciones entre Estado y jerarquía católica, actuando en calidad de «director de la transición»16. Las esperanzas de este último, al igual que otros miembros del Gobierno Provisional, de dar vida a una República de carácter conservador fueron, sin embargo, esfumándose y, con el pasar del tiempo, la solución propuesta por los integrantes de la contrarrevolución empezó a ganar terreno. Más allá del grupo surgido alrededor del alfonsismo autoritario, cuyo principal órgano de propaganda iba a ser la publicación neotradicionalista Acción Española17, otros sectores políticos vinculados al catolicismo militante empezaron a manifestar su descontento con el objetivo de salvaguardar sus posiciones «ante la incontenible marea laicizadora» y justificar un «orden moral para oponerse a todo tipo de proyecto de reforma»18.

Esta situación se había ido conformando como efecto de los resultados electorales del mes de junio, en los cuales el pueblo había manifestado con claridad su apoyo a una izquierda que ahora veía reforzada su presencia en los distintos ministerios. En parte, estos resultados se produjeron como consecuencia de una política claramente contrapuesta al poder eclesiástico gracias a varias regularizaciones como habían sido, por ejemplo, la reforma escolar o el reconocimiento de la libertad de culto19. La situación no mejoró durante los siguientes meses, ya que con el endurecimiento de las reformas y la aprobación de la Constitución (incluyendo los polémicos artículos 3 y 26)20, se había llegado a un punto de inflexión por el que Manuel Azaña pronunció su famosa alocución, luego utilizada —erróneamente— como arma de represión contra el supuesto acto de «descristianización» de España21.

La situación general, ya a finales de 1931, iba desde la ilusión por la mediación hasta la ruptura causada por el desentendimiento de las distintas fuerzas políticas que componían la joven República, desempeñando un papel decisivo la negativa del Gobierno a secundar la protesta del mundo católico. A raíz de lo ocurrido, a mediados de diciembre, comenzaba oficialmente la etapa del primer bienio republicano, cuyo amparo constitucional permitía llevar adelante el proyecto reformista empezado meses atrás. Una situación ante la cual —era evidente— poco podía hacer una derecha en plena fase de reorganización tras el fracaso electoral22, pero terreno de desarrollo de otras fuerzas políticas cuya intervención no tardó en justificarse como el avance de una posible alternativa al sistema democrático23.

La irrupción de lo que fue la antesala de un «fascismo a la española»24 se fue convirtiendo, poco a poco, en un hecho real, y no es casual que su desarrollo se produjera precisamente durante la delicada fase que caracterizó el comienzo de la República. Surgido a la sombra de otros grupos, el jonsismo se dio a conocer a través de una dialéctica cargada de resentimiento contra el régimen republicano, pero a la vez por su afán de representar a un conservadurismo moderno, juvenil e incluso —darán claro testimonio de ello— violento25. Por lo visto, poco importaba si la derecha radical promovía la lucha contra la República con métodos distintos al resto de la oposición o, incluso, provocando a la opinión pública con su dialéctica de los puños y de las pistolas26. Al fin y al cabo, lo que más importaba por aquel entonces era entender hasta dónde estaban dispuestos a llegar27.

En defensa de la tradición: la moral del jonsismo

El proceso de fascistización que se desató durante la primera fase de la República planteó una parcial modernización del discurso conservador y, a la vez, fue un intento de «normalizar los valores antidemocráticos» en clave antirrepublicana28. Más allá de esa apuesta «nacionalizadora», el fascismo trató de definir lo que podríamos llamar su «ethos tradicionalista y su carácter marcadamente contrarrevolucionario», cuya expectativa —si miramos con detenimiento al caso español— fue la de extremar «la perspectiva sobre todo católica y antidemocrática de la derecha», pese a la presencia de desviaciones laicistas (en el caso de Ramiro Ledesma Ramos y, en menor medida, de José Antonio Primo de Rivera) y «una influencia política o ideológica de carácter revolucionario»29.

Si bien, como ha señalado el historiador Ferran Gallego, debe tenerse en cuenta el ánimo juvenil, nacional, imperial y violento del primer núcleo surgido alrededor de La Conquista del Estado30, no menos importante fue el contenido social de su propaganda, debido a que «el discurso de Ledesma y sus compañeros consistía en la propuesta de un nuevo Estado que superaría el régimen liberal»31. Las posibilidades ofrecidas por el sistema totalitario crearon, en opinión de este último, las condiciones para la superación del viejo Estado tal y como se le conocía, promoviendo un acto de rebelión que, como habían sugerido las tesis orteguianas, «en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos»32. Mientras en Madrid el grupo de Ramiro Ledesma estaba plasmando las bases de su par­ticular revolución, en la que el aspecto espiritual quedaba reducido y vinculado a un reconocimiento histórico-nacional del pueblo español33, en Valladolid otro grupo estaba decidido a tomar la palabra y aclarar su postura rupturista con el régimen vigente.

Cuatro meses después de la aparición de la República y tras un periodo de estrecha colaboración con la Asociación Católica Nacional de Propagandistas de la Fe (ACNdP), primero, y Acción Nacional, después, un abogado y sindicalista local llamado Onésimo Redondo Ortega se disponía a dar comienzo a su particular «cruzada». Aunque esto significaba dejar de lado una prometedora carrera profesional, la decisión surgía tras la experiencia madurada durante los años universitarios trascurridos en Salamanca, a lo largo de los cuales el joven se había acercado al grupo de los Propagandistas. Allí el vallisoletano había respaldado los principios del asociacionismo católico, pero poco o nada pudo hacer ante la postura accidentalista adoptada (tras el abril de 1931) por el fundador de la ACNdP, Ángel Herrera Oria, quien «desanimó pronto al joven Redondo, deseoso de una oposición radical a la República»34.

Su propuesta ideológica inicial no pareció tener una inspiración claramente fascistizante como fue en el caso de Ledesma, aunque su idea de lucha política logró, aun así, incorporar algunos aspectos novedosos para la época, en especial si tenemos en consideración su afición por el entorno rural castellano. Esta correspondencia con su lugar natal —elemento determinante durante el resto de su experiencia política— cambió sensiblemente a raíz de su moderada apertura hacia nuevas perspectivas doctrinales, cuyo estudio le permitió ampliar su visión respecto a la sociedad española. La formación salamantina, la larga estancia en Alemania35 y las experiencias adquiridas (en particular en cuanto a la cuestión agraria) durante los frecuentes viajes laborales provocaron una especie de revuelto ideológico en este joven, cuyo punto de partida en junio de 1931 se resumía en «una fusión entre el nacionalismo revolucionario y la concepción católico-social de la existencia, incluyendo la defensa del campesinado, la misión españolizadora de Castilla y la oposición radical a la democracia republicana y a la amenaza del marxismo»36.

A lo largo de su breve pero intensa trayectoria política, el vallisoletano manifestó con asiduidad el apego por estas cuestiones, pero aún más perseverante fue la defensa del dogma cristiano, algo que procedía de su particular formación autodidacta. La existencia de una moral política estrechamente vinculada al sentido espiritual y tradicional de la vida hizo que este joven se convirtiera en un representante atípico del fascismo español, sobre todo a raíz de una retórica que no pasó inadvertida entre la opinión pública37. Con el paso del tiempo y un mayor protagonismo en el seno de las JONS, Onésimo Redondo anheló la posibilidad de reconducir el pensamiento nacionalsindicalista hacia la percepción menéndezpelayista de la vida38. Por ello —llamando en causa también a las reflexiones de Donoso Cortés y Jaime Balmes— el dirigente de Valladolid señaló que la acción política tenía que salvaguardar, bajo cualquier pretexto, unos principios cristianos que habían marcado la configuración de la nación española desde su nacimiento hasta su posterior desarrollo39. Fue una reflexión que tuvo cierto éxito en su entorno más próximo y que acabó por consagrarle —tiempo después— en el «más oficialmente católico de todos los falangistas»40.

No puede parecer del todo casual que Redondo eligiera la Casa Social Católica de Valladolid como lugar de nacimiento de las JCAH, antesala del jonsismo vallisoletano41. Habitual de aquel lugar debido a su cercanía con los ambientes de Acción Nacional, el dirigente aprovechó la coyuntura del momento para organizar un nuevo núcleo activo bajo el precepto del propagandismo católico, a pesar de su parcial ruptura con el pragmatismo herreriano42. Fue en aquel momento cuando Redondo decidió fundar un nuevo grupo y dar comienzo —concretamente en junio de 1931— a la publicación de un semanario cuyo provocador nombre fue Libertad43. Desde los inicios de su nueva ruta política, el vallisoletano propuso una postura que se caracterizó por su abierta oposición al régimen republicano, reprochando la gravedad de la situación que se había venido a crear:

«Protestamos de esas absurdas debilidades democráticas del régimen, y de las insolencias criminales de los revolucionarios de hoy, no porque nos asusten las afirmaciones radicales y los gestos fuertes para actuar en política, sino porque negamos que haya ni sinceridad revolucionaria ni ímpetu alguno constructivo en esa bulla anticlerical y farisaica: no hay más que apetito de alzarse sobre ruinas y mercantilismo periodístico»44.

La intervención de Redondo tenía el claro propósito de denunciar la situación política del momento, advertir sobre los numerosos enfrentamientos provocados por la quema de conventos y secundar las enfurecidas declaraciones de algunos miembros del clero español45. En opinión del joven, detrás del anticlericalismo promovido por el Gobierno existían intereses planteados por corporaciones locales, grupos progresistas de larga tradición laicista y exponentes políticos de la izquierda que estaban, de alguna forma, presionando a las autoridades republicanas para «anticipar el calendario y dar naturaleza constitucional a medidas que, aunque prometidas, no hubiesen rebasado presumiblemente, en otras condiciones, los límites del estricto laicismo»46.

El ataque contra las instituciones eclesiásticas correspondía, según Redondo, a una serie de fundamentos cuyo origen se establecía en una supuesta invasión irreligiosa, promovida por elementos políticos intencionados a «arruinar definitivamente a España»47. El caso del cardenal Pedro Segura —comentó— había de entenderse bajo este principio, pues la persecución que estaba sufriendo toda la jerarquía eclesiástica era el reflejo de la incesante obra laicista de un Gobierno frente al que ni siquiera la tímida oposición del líder centrista Alejandro Lerroux valía de nada48.

A mediados de octubre de 1931, Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma dieron vida al jonsismo (oficialmente las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista), un movimiento que nacía con la clara intención de unificar el ala más radical de la derecha española. Los dos grupos se habían originado a raíz de planteamientos políticos parecidos, aunque subsistían claras divergencias ideológicas, siendo la cuestión religiosa un punto de contraste. Por su parte, Ledesma Ramos entendía que lo religioso se relacionaba con el ser histórico de la nación, por lo que de poco o nada le servía en la edificación de un nuevo Estado nacional que, comentaba, «puede ser realizado sin apelar al signo católico de los españoles»49. Como recientemente ha señalado el hispanista Luciano Casali, tenemos que recordar que además Ledesma Ramos se interesó al poder eclesiástico de forma muy distinta a Onésimo Redondo. El zamorano entendía que la estructura jerárquica de la Iglesia podía ser un ejemplo funcional para la edificación del nuevo Estado, pero sobre todo le atraía aquella ritualidad que consideraba esencial para alcanzar —tal y cómo lo había hecho la Iglesia a lo largo de los siglos— el control de la moderna sociedad de masas50. Onésimo Redondo tenía, sin embargo, una opinión diametralmente opuesta: sus ideas se acercaban mucho más a la búsqueda de una razón política y a la vez espiritual de la vida, indicando que la prerrogativa del movimiento tenía que ser —obligatoriamente— la de «reconstruir espiritualmente a España»51. Por ello, no estaba dispuesto a tolerar la imposición laicista de un Gobierno decidido a alejar al clero de sus cargos públicos, incluyendo su polémica exclusión de la actividad formativa o la prohibición de ejercer el culto fuera de sus templos52.

Pese a que Ledesma considerara que las declaraciones de Redondo eran una simple «desviación obligada» reconducible a su participación en la política «sana y razonable» de Herrera Oria, en realidad la controversia sobre la cuestión religiosa llegó a afectar al movimiento mucho más de lo previsto53. A partir de finales de 1931, el vallisoletano escribió una serie de artículos que pretendían clarificar su propuesta ideológica, pero también tomar partido en la reorganización de la derecha política54. Tras aclarar una postura que definía necesariamente revolucionaria (en clave antimarxista) y a la vez conservadora (por no ser rupturista con el pasado), canalizó su atención hacia la más ardua tarea política a la que se enfrentaría, proponiendo el rescate de una moral nacional cuyo origen tenía que buscarse en lo político y en lo espiritual55. Intentó explicar este aspecto a través de algunos artículos publicados a lo largo de 1932: en el primero indicó que el nacionalismo podía tener distintos disfraces políticos, incluso podía ser aconfesional, pero «de ningún modo antirreligioso»56. En el segundo enumeró las razones por las que el nacionalismo no tenía que ser confesional, ante el peligro de utilizar «la Religión como bandera»57. Por último, en el tercero, denunció que el «problema religioso» (expresión que relacionaba directamente con el Gobierno) tenía que entenderse como «una invención de políticos y sectas hipócritas», antes los cuales el pensamiento nacionalista tenía la obligación de «eliminar francamente uno de los afanes parciales, divisorios, antipatrióticos, de la masonería: la persecución religiosa»58.

Pese a su condición de defensor de lo que acabó por convertirse en una «moral fascista de índole católica», Redondo planteó una estrategia en la que «el fascismo no se presentó nunca como una fuerza laica en sentido estricto, sino como un movimiento que no deseaba afirmar la confesionalidad entendida como entrega exclusiva o prioritaria a la defensa de los intereses de la Iglesia»59. Dada la importancia de este asunto, el vallisoletano se apresuró a aclarar este aspecto indicando que el movimiento jonsista ni podía contemplar al laicismo como una forma de vida, ni quería convertirse en un espacio exclusivo del mundo católico60. Más bien se trataba de «distinguirse tácticamente de quienes planteaban como exclusiva identidad la militancia cristiana» y no ser identificados como los nuevos «portavoces sociales y políticos de la Iglesia». Una condición indispensable para justificar el papel del jonsismo dentro de la contrarrevolución (escenario político del que se consideraba principal protagonista), pero sobre todo lugar donde dar cabida a la creación de un «espacio exclusivo» en el seno de la sociedad española61. El resultado de este posicionamiento encajaba de alguna forma con el proyecto avanzado por Ledesma Ramos, por lo que no fue difícil coincidir en que el nuevo Estado nacionalsindicalista, surgido tras la futura victoria de la revolución nacional62, daría paso a una «dic­tadura nacional, de origen popular, que liquide el mito histórico del parlamentarismo y extirpe del suelo patrio la traición marxista»63.

A raíz de estas declaraciones, las JONS manifestaban su intención de emprender un camino claramente cercano a las posturas fascistas, aunque en el caso de Valladolid se rehusó de este término para definir la actuación política del movimiento64. Onésimo Redondo entendía el jonsismo como una tendencia política que miraba con interés a la modernidad representada por el fascismo65, aunque lo más relevante —y por lo tanto útil a la causa— eran la defensa de la civilización cristiana y la formación del Estado Nacional66. Una postura que, con el paso del tiempo, acabaría por acercar al vallisoletano hacia aquel «fascismo místico, religioso y autoritario de José Antonio Primo de Rivera», antes que al «revolucionarismo populista, mítico y subversivo de Ledesma»67.

Fascismo y catolicismo: ¿una mirada común?

Debido a su participación en la insurrección de Sanjurjo en agosto de 1932, Onésimo Redondo tuvo que exiliarse durante más de un año a Portugal. A lo largo de este periodo, el vallisoletano se enfrentó a una difícil situación debido a su lejanía y escasa comunicación con Valladolid, por lo que su participación en la política se limitó a los artículos publicados en Igualdad, el semanario jonsista que sustituía al clausurado Libertad68. Durante aquella etapa Redondo se interesó por la creciente tensión política existente dentro y fuera de España69, pero no dejó de canalizar parte de sus ponderaciones hacia la cuestión religiosa.

A través de una nueva serie periodística que ponía al centro de su reflexión el programa constitucional para la creación de la futura «dictadura popular al servicio de España»70, el vallisoletano manifestaba su oposición a la revolución de abril y las consecuencias que esta transformación política había originado. Aunque en un primer momento volvió a dirigir una feroz crítica contra los valores revolucionarios avanzados por una República —decía— basada en «un mito falso, fingido y bárbaro» de los «derechos del hombre»71, poco después su atención regresó hacia la esencia moral de la nación, con la voluntad de demostrar que el espíritu revolucionario al que tenía que mirar España no era el oportunismo demoliberal, sino el de su propia tradición:

«La verdad moral, que es la primera interesante desde el punto de vista político, existe. A ella nos debemos; es la raíz de nuestra civilización, y debe dedicarse la vida y el entusiasmo de las generaciones jóvenes a defenderla: es el cristianismo»72.

Pese a los intentos de aclarar esta postura, Redondo expresó en sus apuntes que aún más urgente era recobrar un sentimiento de «unidad espiritual»; lo anotó durante la primavera de 1933, afirmando que «la masa “católica”, en lo político, es más liberal que católica». Esto le sirvió no tanto para denunciar la presunta inactividad de los católicos en la política nacional, como su absoluta incapacidad de defender el dogma. Al respecto, la difusión de lo que Redondo había indicado ser la cultura irreligiosa de España, hacía referencia precisamente a este asunto: el haber cambiado la fe por la política y, por tanto, los templos por las tertulias. Se trataba, lo marcó en uno de sus apuntes privados, de un peligroso «desorden espiritual» que obligaba a buscar las causas de esa decadencia no entre los rivales políticos, sino entre las filas del mismo conjunto católico:

«¿Pues quién tiene la culpa? Quién no ha enseñado. Quién ha hecho dormir al Evangelio y las Encíclicas, como papeles pasados de moda o imposibles de entenderse: los curas y los obispos. Y aquí la aconfesionalidad. Y como el pueblo abandonado por el clero, no entiende el lenguaje y los modos eclesiásticos y en grandísima parte los odia, por eso no podemos muchas veces ser “confesionales” para dirigirnos al pueblo»73.

El punto de partida para recuperar a un núcleo considerado al borde del colapso fue apelar hacia el futuro de la nación y perseguir la integración del catolicismo en la doctrina renovadora del nacionalsindicalismo. Onésimo Redondo insistió mucho sobre este aspecto, recordando que la nación había edificado sus cimientos sobre el sentido cristiano de la vida y en su secular «lucha contra el invasor». Por esta razón, apelando al inminente comienzo de una nueva fase de reconquista, consideraba que este sería el primer paso para la creación del nuevo Estado y para la definitiva expulsión de los enemigos de la nación74.

Sin embargo, la crítica con la que el dirigente de Valladolid había golpeado a los exponentes del mundo católico no fue casual. Los intentos de mediación entre Estado e Iglesia habían fracasado una vez tras otra y además, según Redondo, la jerarquía eclesiástica había demostrado su incapacidad para interceder a favor del conjunto católico75. No le habían convencido en su momento las propuestas de Acción Nacional76, ni tampoco llegó a creer que el proyecto de la recién constituida Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) —fundada por su amigo Gil Robles— podía ser la solución al problema77. Su oposición ante la reorganización del conjunto católico bajo la bandera del nacionalismo cedista aumentó sus reproches al mundo eclesiástico; esta vez fue la figura de Herrera Oria la que subió la amonestación de un Redondo intencionado a acabar de una vez por todas con la amistad que le vinculaba al célebre clérigo78.

A pesar de que durante el otoño de 1933 Onésimo Redondo lograra regresar a Valladolid para entablar un diálogo con el entorno de Acción Española de cara a las elecciones de noviembre, su intento de canalización entre las filas del jonsismo tuvo que desistir. Se apresuró, por tanto, a presentar una candidatura en solitario que, a causa de la desorganización y las dificultades de conjunto jonsista de presentarse a las elecciones, tuvo que retirar79. La victoria de la CEDA cambió parcialmente el escenario político nacional, pero no logró imponer aquel afán contrarreformista tal y como se había prometido en los mítines electorales, realizando simples retoques legales como fue, una vez más, el asunto religioso80. Ante semejante actitud, el vallisoletano decidió detener de inmediato todo intento de acercamiento político, resolviendo su postura hacia la única salida posible: la consolidación del proyecto revolucionario del nacionalsindicalismo ante lo que llamó «farsa política» representada por todos los partidos democráticos81.

A partir de aquel momento, Redondo consideró que el planteamiento del jonsismo tenía que convertirse en «un movimiento político totalitario, no solo porque aspira al poder total, sino a informar totalmente el espíritu cívico y moral de los españoles... y el catolicismo (también el patriotismo) no hay que tenerle en la bandera sino en la cartera...»82. El resultado de aquella declaración de intenciones hacía posible que el vallisoletano optara por una solución exclusiva (contemplando a un Estado totalitario marcadamente católico)83 y de claro matiz fascista, al ser esta la única solución —decía— en grado de salvar a la patria. Cuestión que reiteró al afirmar —coincidiendo por ello con la aparición de Falange Española (FE) en otoño de 1933— que las JONS se habían convertido en «el único partido del porvenir, porque solo ellas abarcan el problema político, social y aun el problema psicológico de España en su totalidad»84.

Si bien la entrada de José Antonio Primo de Rivera y su falange en el panorama político supuso una cierta expectación, no se puede decir lo mismo de su proselitismo. El movimiento fundado por el hijo del exdictador no tardó en ver disminuido su potencial político tras el acto fundacional y solo el acercamiento con las JONS de Ledesma y Redondo creó la coyuntura ideal para avanzar hacia lo que hoy llamamos la síntesis del fascismo español85. Un espacio político común en el que los primeros ofrecían «una densa red de contactos», mientras los segundos «proporcionaban militancia joven y mayor capacidad teórica»86. A todo ello debe añadirse el aspecto que más interesó a Onésimo Redondo y que, posiblemente, influenció su futura adhesión al proyecto político de Primo de Rivera: un discurso entusiasta, patriótico y con un fuerte apego espiritual que promovía la «forma cristiana auténtica y moderna de plantear las relaciones entre el individuo y la autoridad», así como la «defensa del catolicismo como principio inspirador de la organización social y política de España»87.

La unificación que originó FE de las JONS en febrero de 1934 proporcionó un gradual cambio de influencias en la óptica de Redondo, ya que el nacionalismo de Primo de Rivera acabó por consolidarse como la respuesta política que el vallisoletano iba buscando o, por lo menos, creía haber por fin encontrado pese a sus dudas iniciales. El que desde 1935 asumió el cargo de jefe nacional había logrado convencer a quienes defendían un sentido social y cristiano del fascismo, indicando que en el caso español lo que más importaba era conservar un patriotismo asentado en la tradición católica que había originado la nación88. Amén de esta declaración, sería finalmente la aspiración política de Primo de Rivera la que convenció Redondo a seguir sus pasos y entablar un discurso que hacía del fascismo una síntesis del proceso modernizador y de la defensa de la tradición nacional89.

Más allá de todo esto, conviene indicar que lo que ocurrió después de la expulsión de Ledesma llegó a afectar profundamente al jefe vallisoletano, aunque no pareció alterarse del todo su percepción de la sociedad. La voluntad de llevar adelante su idea de catolicismo cultural, entendida a través de la composición político-religiosa de la futura nación, fue considerada esencial también por un Primo de Rivera que —de alguna forma— respaldó las aportaciones de Onésimo90. Este último, a cambio, mantuvo su apoyo a los joseantonianos y —directa o indirectamente— concurrió en la conformación de esta nueva etapa del fascismo español. Semejante actitud pudo llevarse adelante con la intención de crear un compacto frente dentro de la corriente contrarrevolucionaria, aunque la frustración originada por los problemas internos de falange acabó por convencer a los dirigentes de adoptar una estrategia basada en la tensión social, primero, y el apoyo a un posible golpe, después91.

Fiel a su compromiso, desde aquel momento Redondo se convirtió en un importante aliado de Primo de Rivera, quien le dejó perseguir su idea de aglutinar a toda la contrarrevolución haciendo hincapié en el tradicionalismo cristiano del que había hablado el mismo jefe nacional. Al respecto, el vallisoletano no dejó de esbozar también un discurso autocrítico que recuperaba la denuncia que él mismo había dirigido hacia el conjunto católico y los representantes de la jerarquía eclesiástica tiempo atrás. Para llevar a cabo la remodelación del sistema, la única estrategia posible era mirar hacia la unidad de este grupo y sobre todo a su reorganización según los planes marcados por la estrategia revolucionaria avanzada por el movimiento nacionalsindicalista. Por esta razón, su análisis exponía clara y detenidamente lo que él pensaba sobre este asunto:

«La Iglesia quedó muy atrás. Ella inspiraba las ideas pero también los métodos (pedagógicos, culturales, de actividad política, de maneras políticas y sociales). Y otros más enemigos, más adelantados, en métodos, sorprendieron a las instituciones. Las superaron por su mejor táctica y superior técnica. Y así cayó [la] Monarquía (liberal) como cayó [el] Zar (semiabsolutista). Y así cuando el enemigo entra en una aldea hasta entonces tenida por unánime cristiana se llevan a todo los que por el interés no se ven forzados a resistir. Consecuencia (necesidad Reforma)... toda Iglesia que no se ha reformado se ha aniquilado (la alemana, las escandinavas... la ortodoxa rusa, las orientales) y España — sobre todo su Iglesia regular no, porque la reformaron—. Pero ha quedado de nuevo retrasada, necesitada de Reforma. Esto que digo lo saben mejor quienes quieren que la[s] Iglesias mueran. Por eso la masonería tiene adoptada en todo el mundo la táctica de matar todo germen de Reforma, y cuando dice que respeta, si en algo dice [la] verdad, es sobre aquella parte de la Iglesia que no está en vía de reformarse. De ahí que los jesuitas —los mejores reformistas— sean las primeras víctimas de los enemigos de la resurrección religiosa. A estos siguen las ordenes mejor administradas en sus actividades modernas (enseñanza...). Y cuando la Iglesia toda reaccionaria al azote de la persecución e hipócrita, cuando lo que queda en libertad se determina, a mejorar... evangélica, la persecución avanza, se declara abiertamente contra la iglesia secular también»92.

Una vez más Onésimo Redondo había indicado que la regeneración del Estado español se determinaba por la recuperación de los principios tradicionales y espirituales que habían formado la nación, cuyo principal y más auténtico promotor era ahora la revolución nacionalsindicalista93. Se trataba, en suma, de dar cabida al enésimo intento de demostrar que el nuevo Estado «proclama, en lo ideológico, su deber de conseguir y mantener la unidad fundamental entre todos los españoles [...]. Y alcanzada esa unidad, suave y vital, la paz de los espíritus, se consagrará a lo que son fines directos y obligados de un Estado moderno: la ordenación económica y la paz social»94.

A modo de conclusión

El proceso de transformación del Estado español surgido a raíz de la proclamación republicana de 1931 implicó una modernización de la sociedad cuyo eje distintivo fue el proyecto reformista avanzado por el Gobierno Provisional, primero, y el mandato de Manuel Azaña, después. Ante los ojos de una parte considerable de la opinión pública, el reformismo republicano tuvo el claro objetivo de modificar por completo la estructura social y política del Estado, siendo particularmente polémica la introducción de una legislación abiertamente opuesta a la Iglesia católica. Entre otros aspectos, el riesgo de sufrir los efectos de una rápida laicización de la sociedad española provocó la reacción de una parte del conjunto tradicionalista, cuyo empuje no fue, sin embargo, suficiente para adoptar ciertas «medidas preventivas» ante el avance reformista.

Como hemos visto, distinta y desde luego más desafiante fue la postura adoptada por los integrantes de ala más radical del conservadurismo español, cuya acción —si bien minoritaria— pretendía ofrecer un nuevo ámbito de intervención contra el reformismo estatal. Onésimo Redondo fue una de las caras más visibles de aquel grupo, pero su aportación se caracterizó desde un principio por la defensa del sentido espiritual de la vida, sobre el que construyó una parte consistente de su aportación doctrinal. Firme en sus propósitos, el vallisoletano no desperdició la oportunidad de hacer confluir entre sus filas a los defensores de la unidad nacional y espiritual de la nación, convirtiéndose en un personaje sin duda relevante de la contrarrevolución pero a la vez atípico con respecto al conjunto fascista. Redondo optó por una postura que podríamos definir de mediación política: su síntesis doctrinal incluyó desde el primer momento tanto el sentido cristiano de la vida como la idea de nación que favorecía —en su particular visión de la sociedad— la edificación del nuevo Estado según el esquema compartido dentro del conjunto nacionalsindicalista.

Paradójicamente, no pareció importarle demasiado la dependencia ideológica que afectó a su grupo tras las unificaciones surgidas con Ramiro Ledesma Ramos y José Antonio Primo de Rivera, ya que siempre se consideró un válido aliado en la defensa de la causa suprema: la «idea» nacional. Sin poder saber cuál iba a ser la configuración del movimiento tras el abandono de Ledesma, el vallisoletano siguió manifestando su intención de luchar contra un régimen que tachó de antinacional y antirreligioso, vaticinando el futuro enfrentamiento entre las dos Españas y apostando por la práctica golpista. Es cierto que Redondo apenas vio el comienzo de la insurrección, pero, al igual que en los primeros momentos de su particular cruzada, se prodigó para defender un ideal —la práctica religiosa y el sentido espiritual de la política— que consideró esencial para la redención del nacionalismo español.


1 Eduardo González Calleja et al. (coords.): La Segunda República Española, Barcelona, Pasado & Presente, 2015, pp. 21-24.

2 Ibid., pp. 27-28. Del mismo autor véase también «El doloroso aprendizaje de la democracia», El País (en línea), 3 de mayo de 2015 (http://cultura.elpais.com/cultura/2015/04/29/actualidad/1430316078_744656.html).

3 Al respecto véase Ricardo Robledo: «De leyenda rosa e historia científica: notas sobre el último revisionismo de la Segunda República», Cahiers de civilisation espagnole contemporaine, 2 (2015) (http://ccec.revues.org/5444#bodyftn3). Este ensayo es, en opinión de quien escribe, uno de los estudios más completos sobre el debate historiográfico dedicado a la Segunda República en el que, además, se aborda con precisión y de forma equilibrada la bibliografía sobre el revisionismo de esta.

4 Ibid., p. 3.

5 Sobre este proceso de transformación del debate político en España a comienzos del siglo xx véanse los estudios de Santos Juliá: La Constitución de 1931, vol. VIII, Madrid, Iustel, 2009; Rafael Torres: Viva la República, 1931-1936. La emoción de la libertad, Madrid, La Esfera de los Libros, 2006; Gabriel Jackson: La República Española y la Guerra Civil, 1931-1939, Barcelona, Crítica, 2009; Julio Gil Pecharromán: La Segunda República. Esperanzas y frustraciones, Madrid, Historia 16, 1997, y Stanley G. Payne: La primera democracia española. La Segunda República, Barcelona, Paidós, 1995.

6 Eduardo González Calleja: «La historiografía sobre la violencia política en la Segunda República Española: una reconsideración», Hispania Nova, 11 (2013), pp. 6-10, e íd.: «La dialéctica de las pistolas. La violencia y la fragmentación del poder político durante la Segunda República», en José Luis Ledesma, Javier Muñoz Soro y Javier Rodrigo (coords.): Culturas y políticas de la violencia. España siglo xx, Madrid, Siete Mares, 2005, pp. 101-146.

7 Estas cuestiones han sido investigadas, entre otros, por Francisco Márquez Hidalgo: Las sublevaciones contra la Segunda República. La Sanjurjada, Octubre de 1934, Julio de 1936 y el Golpe de Casado, Madrid, Síntesis, 2010; José Luis Casas Sánchez y Francisco Durán Alcalá (eds.): 1931-1936. De la República democrática a la sublevación militar. Actas del IV Congreso sobre Republicanismo, Córdoba, Dipu­tación Provincial de Córdoba, 2009; Glicerio Sánchez Recio: «El reformismo republicano y la modernización democrática», Pasado y memoria, 2 (2003), pp. 17-32; Nigel Townson: La República que no pudo ser: la política de centro en España (1931-1936), Madrid, Taurus, 2002; Julio Aróstegui: «Memoria de la República en tiempos de transición», en Ángeles Egido León (coord.): Memoria de la Segunda República. Mito y realidad, Madrid, Biblioteca Nueva, 2006, pp. 363-374; Santos Juliá (ed.): Política en la Segunda República, Madrid, Marcial Pons, 1995, y Paul Preston: La destrucción de la democracia en España. Reacción, reforma y revolución en la Segunda República, Madrid, Turner, 1978.

8 Julio Gil Pecharromán: Sobre España inmortal, solo Dios, Madrid, UNED, 2000, p. 51. El mismo Onésimo Redondo conservó material de propaganda del Partido Nacionalista Español (PNE) de Albiñana, como se aprecia en el archivo privado familiar. Véase «Opúsculo del Partido Nacionalista Español [PNE]», Archivo Privado Mercedes Redondo (APMR), FMTR, caja 1, carpeta 1, núm. 3.

9 Eduardo González Calleja: Contrarrevolucionarios. Radicalización violenta de las derechas durante la Segunda República (1931-1936), Madrid, Alianza Editorial, 2011, p. 151.

10 Alberto Reig Tapia: «Los mitos políticos franquistas de la Guerra Civil y su función. El “espíritu” del 18 de julio de 1936», en Julio Aróstegui y François Godicheau (eds.): Guerra Civil. Mito y memoria, Madrid, Marcial Pons, 2006, pp. 201-244; Santos Juliá: «En torno a los orígenes de la Guerra Civil», en Enrique Fuentes Quintana y Francisco Comín (coords.): Economía y economistas en la Guerra Civil, vol. I, Barcelona, Galaxia Gutenberg, pp. 171-191; Julián Casanova: «¿Por qué empezó? Los orígenes de la Guerra Civil. Camino al desastre», Historia y vida, 580 (2016), pp. 30-39, y Stanley G. Payne: El colapso de la República. Los orígenes de la Guerra Civil (1933-1936), Madrid, La Esfera de los Libros, 2006.

11 Ángel Duarte Montserrat: El otoño de un ideal. El republicanismo histórico español y su declive en el exilio de 1939, Madrid, Alianza Editorial, 2009, pp. 34-35.

12 Eduardo González Calleja et al. (coords.): La Segunda República..., pp. 51-60. Al respecto, otros autores han comentado que la opción republicana podía entenderse como «el progreso que pugna por mejorar la vida material y espiritual a pesar de la demora que implicaba la Monarquía». Cfr. Juan M. Fernández Soria: «Revolución versus reforma educativa en la Segunda República ­Española. Elementos de ruptura», Historia de la Educación, 4 (1985), pp. 337-353, esp. p. 339.

13 Julio de la Cueva: «Hacia la República laica: proyectos secularizadores para el Estado republicano», en Julio de la Cueva y Feliciano Montero (eds.): Laicismo y catolicismo. El conflicto político-religioso en la Segunda República, Madrid, Universidad de Alcalá de Henares, 2009, pp. 17-45, esp. p. 18.

14 Vicente Cárcel Ortí: La persecución religiosa en España durante la Segunda República (1931-1939), Madrid, Rialp, 1990, p. 143.

15 Julio de la Cueva: «Hacia la República laica...», p. 29, y también Mónica Moreno Seco: «La política religiosa y la educación laica en la Segunda República», Pasado y Memoria, 2 (2003), pp. 83-106, esp. pp. 85-89. Sobre la ofensiva republicana contra la Iglesia no olvidemos el estudio de María del Carmen Frías García: Iglesia y Constitución. La jerarquía católica ante la Segunda República, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000.

16 Manuel Álvarez Tardío: Anticlericalismo y libertad de consciencia, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002, p. 84.

17 Sobre la consolidación de Acción Española véase Carlos González Cuevas: Acción Española. Teología política y nacionalismo autoritario en España (1913-1936), Madrid, Tecnos, 1998.

18 Eduardo González Calleja: Contrarrevolucionarios..., p. 58. Otros autores contextualizan con más detenimiento la postura de la Iglesia y el apoyo recibido por el asociacionismo católico. Véase Julio de la Cueva: «El anticlericalismo en la Segunda República y la Guerra Civil», en Emilio La Parra López y Manuel Suárez Cortina: El anticlericalismo español contemporáneo, Madrid, Biblioteca Nueva, 1998; José Ramón Rodríguez Lago: «La Iglesia católica y la Segunda República Española. Resistencias, progresos y retos pendientes», Hispania Nova, 11 (2013), y José Luis González Guillón: «La separación de la Iglesia y el Estado en la Segunda República», en Pilar Folguera et al. (coords.): Pensar con la historia desde el siglo xxi, Madrid, Universidad Autónoma de Madrid, 2015, pp. 4479-4496.

19 Manuel Álvarez Tardío: Anticlericalismo y libertad..., pp. 114-115.

20 «El Gobierno Provisional había proclamado la libertad religiosa por decreto, y el artículo 3 de la Constitución declaraba que el Estado no tenía religión oficial [...]. La disensión crítica se debió a las numerosas restricciones futuras que se iban a imponer sobre las actividades de la Iglesia. El artículo 26 declaraba que el presupuesto para el sostenimiento del clero secular debería ser eliminado al cabo de dos años». Cfr. Gabriel Jackson: La República Española y la Guerra ­Civil..., p. 50.

21 Manuel Álvarez Tardío: Anticlericalismo y libertad..., pp. 187-188. Al respecto, Antonio Moral ha comentado que «la radicalidad laicista de la nueva Constitución fue considerada, además, como la contradicción más rotunda de la tradición nacional. El Estado intentaba controlar toda la vida social, reclamando la totalidad de la enseñanza [...] y relegando la religión al hogar y a los templos». Cfr. Antonio Manuel Moral Roncal: La cuestión religiosa en la Segunda República Española. Iglesia y carlismo, Madrid, Biblioteca Nueva, 2009, p. 63.

22 Efecto de ello fue el pluralismo ideológico que se vino a formar dentro del mundo católico al existir «un sector que se identificaba con planteamientos políticos republicanos y democráticos, otro que se mantenía en la línea accidentalista y conservadora de Acción Nacional, y un tercer grupo que rechazaba el régimen y se adscribía a planteamientos de tipo integrista». Cfr. Marisa Tezanos Gandarillas: «El clero ante la República: los clérigos candidatos en las elecciones constituyentes de 1931», en Julio de la Cueva y Feliciano Montero (eds.): El conflicto político-­religioso en la Segunda República, Madrid, Universidad de Alcalá de Henares, 2009, p. 284. Lo mismo opina Mónica Moreno Seco: «La política religiosa...», p. 98.

23 En estrecho contacto con los grupos fascistizados, pero previamente a su actuación, nos referimos a la creación de dos bloques dentro del conjunto conservador: por un lado, los integristas intencionados a intervenir contra la República de forma más radical, mientras, por el otro, los accidentalistas dispuestos a «aceptar el juego democrático». Al respecto véase Paul Preston: La destrucción de la democracia en España..., pp. 56-57, y también Julio de la Cueva y Feliciano Montero: «Catolicismo y laicismo en la España del siglo xx», en Encarna Nicolás Marín y Carmen González Martínez (eds.): Mundos de ayer: investigaciones históricas contemporáneas del IX Congreso de la AHC, Murcia, Universidad de Murcia, 2009, pp. 202-203.

24 Expresión utilizada por José María Pemán durante la etapa constitutiva de Falange Española. Véase al respecto Gonzalo Álvarez Chillida: José María Pemán. Pensamiento y trayectoria de un monárquico (1897-1941), Cádiz, Universidad de Cádiz, 1996, p. 395.

25 Eduardo González Calleja: Contrarrevolucionarios..., p. 129. Véase también Javier Jiménez Campo: El fascismo en la crisis de la Segunda República, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1979.

26 Analiza esta cuestión en profundidad llamando en causa a los fundadores, Nicolás Sesma Landrín: «“La dialéctica de los puños y de las pistolas”. Una aproximación a la formación de la idea de Estado en el fascismo español ­(1931-1945) (1)», Historia y política, 27 (2012), pp. 56-64.

27 Escribía Ledesma Ramos en octubre de 1931: «Solo resta, pues, la formación heroica de Juntas de ofensiva nacional que, apelando a la violencia, destruyan por acción directa del pueblo los gérmenes disolventes. Ahora bien, no puede olvidarse por nadie que ello es tarea revolucionaria y, como tal, requiere el aprestarse a una acción de choque con las avalanchas enemigas». Cfr. Ramiro Ledesma Ramos: «Nuestro Frente. Declaración ante la Patria en ruinas», La Conquista del Estado, 20 (1931). El texto en cursiva se refiere a las palabras pronunciadas por José Antonio Primo de Rivera: «Discurso de la fundación de Falange Española», Obras Completas, Madrid, Delegación Nacional de Sección Femenina, 1959, p. 68.

28 Ferran Gallego: «La realidad y el deseo: Ramiro Ledesma Ramos en la genealogía del franquismo», en Ferran Gallego, Francisco Morente y Alejandro Andreassi (eds.): Fascismo en España. Ensayos sobre los orígenes sociales y culturales del franquismo, Barcelona, El Viejo Topo, 2005, pp. 253-447, esp. p. 278.

29 Eduardo González Calleja: Contrarrevolucionarios..., p. 128, e íd.: «La violencia y sus discursos. Los límites de la “fascistización” de la derecha española durante el régimen de la Segunda República», Ayer, 71 (2008), pp. 85-116, esp. p. 92.

30 Al respecto véase Ferran Gallego: Ramiro Ledesma Ramos y el fascismo español, Madrid, Síntesis, 2005, pp. 114-131, e íd.: El evangelio fascista. La formación de la cultura política del fascismo español (1930-1950), Barcelona, Crítica, 2014, pp. 93-99.

31 Ibid., p. 106.

32 José Ortega y Gasset: La rebelión de las masas, Madrid, Tecnos, 2009, p. 263.

33 «El sentido nacional y social de nuestro pueblo —pueblo ecuménico, católico— será este: ¡El mundo necesita de nosotros, ¡y nosotros debemos estar en nuestro puesto!». Véase «Nuestro manifiesto político», La Conquista del Estado, 1 (1931).

34 José Luis Rodríguez Jiménez: Historia de Falange Española de las JONS, Madrid, Alianza Editorial, 2000, p. 88, y Stanley G. Payne: Falange. Historia del fascismo español, Madrid, Sarpe, 1985, pp. 39 y ss.

35 Sobre la estancia de Redondo en la ciudad de Mannheim (1927-1928) véase Matteo Tomasoni: «El conservadurismo como “molde identitario”: una reflexión sobre la experiencia alemana de Onésimo Redondo Ortega», en AAVV: Claves del mundo contemporáneo. Debate e investigación, Granada, Comares, 2013, e íd.: El Caudillo olvidado. Vida, obra y pensamiento de Onésimo Redondo (1905-1936), Granada, Comares, 2017, pp. 27-38.

36 Ferran Gallego: El evangelio fascista..., p. 110.

37 En uno de sus libros, Ismael Saz afirma que Onésimo Redondo «defendió con una claridad meridiana que el nacionalismo revolucionario no debía confundirse en modo alguno con la religión, que la moral nacional estaba políticamente por encima de la moral religiosa». Cfr. Ismael Saz: Fascismo y franquismo, Valencia, Universidad de Valencia, 2004, pp. 269-270.

38 Algo que hubo de compartir, más adelante, con la «esencia católica» del fascismo tal y como la interpretó Rafael Sánchez Mazas. Véase Francisco Morente: «Rafael Sánchez Mazas y la esencia católica del fascismo español», en Miguel Ángel Ruiz Carnicer (coord.): Falange, las culturas políticas del fascismo en la España de Franco (1936-1975), Zaragoza, Instituto Fernando el Católico, 2013, pp. 109-141, esp. p. 138. Por su parte, Ismael Saz pone de relieve esta cuestión afirmando que el menendezpelayismo penetró en el pensamiento nacionalsindicalista a la sombra de la Generación del ’98, pero con el respaldo de Onésimo Redondo. Véase Ismael Saz: España contra España. Los nacionalismos franquistas, Madrid, Marcial Pons, 2003, p. 164.

39 Alfonso Botti: Cielo y dinero. El nacionalcatolicismo en España (1881-1975), Madrid, Alianza Editorial, 1992, p. 42.

40 Dionisio Ridruejo: Casi unas memorias, Barcelona, Planeta, 1976, p. 345. Véanse también las declaraciones reproducidas en Narciso García Sánchez: Onési­mo Redondo, Madrid, Publicaciones Españolas, 1953, pp. 4-5; José María de Areilza: Así lo he visto, Madrid, Planeta, 1974, p. 138, y José Luis Mínguez Goyanes: Onésimo Redondo, precursor sindicalista (1905-1936), Madrid, S. Martín, 1990, p. 88.

41 Javier Martínez de Bedoya: Memorias desde mi aldea, Valladolid, Ámbito, 1996, pp. 30-31.

42 Rupturista pudo ser, en este sentido, la reflexión surgida a raíz de las palabras pronunciadas por Herrera Oria en junio de 1931 en Madrid. En su discurso, el eclesiástico no solo aplaudía el accidentalista defendido por Acción Nacional, sino que —además— reiteraba la necesidad de perseguir el cumplimiento del orden y de los deberes cívicos bajo el amparo de un nuevo convenio de carácter religioso con la autoridad republicana. Cfr. Ángel Herrera Oria: Obras completas, vol. V, Madrid, BAC, 2004, pp. 381-389.

43 José Ordovás Manuel: Historia de la ACN de P. De la Dictadura a la Segunda República (1923-1936), Pamplona, EUNSA, 1993, pp. 224-225. Sobre el nombre escogido por el semanario véase José María de Areilza: Así lo he visto..., p. 138.

44 «La deserción de los periodistas», Libertad, 5 (1931).

45 Antonio Manuel Moral Roncal: La cuestión religiosa en la Segunda República Española..., pp. 44-47. Algo que en parte recriminó el mismo Herrera Oria, quien en 1933 criticaba la ineficacia del movimiento católico en los años anteriores: «Lo que ocurre no hubiera ocurrido si hubiera habido Acción Católica organizada y se hubieran leído las encíclicas de los papas y las pastorales de los obispos». Cfr. Ángel Herrera Oria: Obras completas..., p. 489.

46 Véase la investigación de Juan Manuel Barrios Rozúa: «La legislación laica desbordada. El anticlericalismo durante la Segunda República», Espacio, Tiempo y Forma. Historia Contemporánea, 12 (1999), pp. 179-224, citado por Ángel Luis López Villaverde: «El conflicto católico-republicano “desde abajo”, ­1931-1936», en Julio de la Cueva y Feliciano Montero (eds.): Laicismo y catolicismo. El conflicto político-religioso en la Segunda República, Madrid, Universidad de Alcalá de Henares, 2009, p. 391. Véase también la reflexión de Gonzalo Maestre: «El tema religioso-católico en Falange Española durante la Segunda República», Aportes, 90 (2016), pp. 65-100, esp. pp. 81-82.

47 «Nuestra civilización, que fue repudiada, contempla desde la soledad de sus archivos el desastre de la civilización materialista que sucedió. En este trance, la civilización arruinada quiere arrastrarnos consigo». Cfr. «¿Éramos nosotros hoy acertados?», APMR, caja 1, cuadernos A, núm. 10. Según otros, Redondo opinaba que «el problema religioso era un problema artificial promovido por “traidores” para su propio beneficio». Cfr. Gonzalo Maestre: «El tema religioso-católico en Falange Española...», p. 80.

48 «Lerroux en Valladolid. El acto de ayer en la Plaza de Toros. Glosa», Libertad, 11 (1931), y «La próxima quema de conventos», Libertad, 11 (1931). Véase también Jaume Aurell y Pablo Pérez López (eds.): Católicos entre dos guerras. La historia religiosa de España en los años veinte y treinta, Madrid, Biblioteca Nueva, 2006, p. 81. Sobre la relación entre Lerroux y Azaña véase Nigel Townson: La República que no pudo ser. La política de centro en España (1931-1936), Madrid, Santillana, 2002, pp. 126-127. Sobre el caso Segura véase «El “affaire” Segura», Libertad, 11 (1931).

49 Ramiro Ledesma Ramos: «Discurso a las Juventudes de España», en AAVV: Ramiro Ledesma Ramos. Obras completas, vol. IV, Madrid-Barcelona, Fundación Ramiro Ledesma Ramos, 2004, p. 62.

50 Luciano Casali: Società di massa, giovani, rivoluzione. Il fascismo di Ramiro Ledesma Ramos, Bolonia, Clueb, 2002, pp. 142-143.

51 «La reconstrucción de España», Libertad, 15 (1931), y «La crisis», Libertad, 19 (1931).

52 Sobre la actuación del Gobierno republicano contra la Iglesia véase nuevamente Antonio Manuel Moral Roncal: La cuestión religiosa en la Segunda República Española..., pp. 64-65.

53 «El caso Valladolid I», La Patria Libre, 6 (1935).

54 «Hacia una nueva política. ¿Unión de derechas?», Libertad, 26 (1931). En cierto modo, esta relación entre tradición y modernidad se extendió a lo largo de la experiencia política de Onésimo Redondo, pero también de otros personajes como Sánchez Mazas. Véase Francisco Morente: «Rafael Sánchez Mazas y la esencia católica...», pp. 121-122.

55 «Hacia una nueva política. ¿Reaccionarios o revolucionarios?», Libertad, 29 (1931).

56 «Hacia una nueva política. El nacionalismo, ni monárquico, ni republicano», Libertad, 37 (1932).

57 «Hacia una nueva política. El nacionalismo no debe ser confesional», Libertad, 38 (1932).

58 «Hacia una nueva política. Por qué no es confesional el nacionalismo», Libertad, 39 (1932).

59 Ferran Gallego: El evangelio fascista..., p. 116.

60 Alfonso Botti: Cielo y dinero..., p. 76. En línea con lo que aquí se comenta véase la reflexión de Ismael Saz: España contra España..., pp. 137-138.

61 Alfonso Botti: Cielo y dinero..., pp. 76, 117 y ss.

62 «Nuestra revolución», Jons, 2 (1933).

63 «La solución», Libertad, 18 (1931).

64 «¿El fascismo exótico?», Libertad, 80 (1934).

65 En cuanto a una posible definición del «carácter del fascismo» (perfectamente aplicable al «caso» Redondo), coincido con una reciente reflexión de Ferran Gallego en la que el historiador se refiere a la identidad fascista «no solo con elementos ideológicos, sino con formas de organización, con debate sobre estrategias, con la lucha política para ganar la hegemonía en un espacio que se comparte con otros sectores [...]. Es decir, con otras formas de hacer frente a la revolución y con otras formas de concebir la construcción de un espacio contrarrevolucionario». Cfr. Ferran Gallego: «El fascismo como problema o el fascismo sin problema. La experiencia española en las crisis europeas de los años treinta», en Francisco Cobo Romero, Claudio Hernández Burgos y Miguel Ángel del Arco Blanco (eds.): Fascismo y modernismo. Política y cultura en la Europa de entreguerras (1918-1945), Granada, Comares, 2016, p. 84.

66 «El Estado nuevo», Igualdad, 32 (1933). Sobre la conformación de la idea de «Estado Nacional» entre los tres principales dirigentes del nacionalsindicalismo véase la reflexión de Nicolás Sesma Landrín: «“La dialéctica de los puños y de las pistolas”...», pp. 51-82.

67 Eduardo González Calleja: Contrarrevolucionarios..., p. 149.

68 Al respecto véase Matteo Tomasoni: El Caudillo olvidado..., pp. 80-96.

69 La referencia es a los artículos: «El ejemplo de Alemania. Hitler al frente del porvenir», Igualdad, 13 (1933), y «El despertar de Alemania. Exaltación contra la barbarie», Igualdad, 19 (1933).

70 «Teoría constitucional I», Igualdad, 18 (1933).

71 «Afirmamos la libertad primera de España de abolir el imperio de la doctrina liberal-constitucional francesa y organizar, por tanto, los poderes públicos y las libertades del individuo, la familia, el municipio y las asociaciones privadas como convenga al pueblo español, según su experiencia histórica, su cultura propia y sus necesidades y circunstancias». Cfr. «Teoría constitucional III», Igualdad, 21 (1933).

72 «Teoría constitucional IV», Igualdad, 22 (1933).

73 «Los curas y obispos, responsables, de incultura religiosa», APMR, caja 1, cuadernos A, núm. 1(0).

74 Comentaba en sus apuntes: «La nación española —los reinos españoles— nacían de la lucha religiosa. Las creencias eran el motor de la nacionalidad: el principal prestigio civil de aquellos reinos, ganados al enemigo y al invasor en nombre de la Cruz [...]. Sin la religión no habría nación. Sin la Iglesia no habría Estado». Cfr. «¿Qué en España dominaba el clero?», APMR, caja 1, cuadernos A, núm. 14(A).

75 En el artículo «¿Adónde va Acción Popular?», publicado en enero de 1934, el mismo Redondo llegaría a criticar abiertamente la defensa de una orientación política demasiado cercana a las voluntades del Vaticano entre los representantes del catolicismo español. Sobre ello véase Gonzalo Maestre: «El tema religioso-católico en Falange Española...», p. 71.

76 No cabe la menor duda de que críticas internas como: «Todavía estamos los católicos en el periodo en el que se habla y se escribe mucho, pero se hace poco», fueron utilizadas por Redondo en sus editoriales contrarios a la acción política de Acción Nacional. Cfr. José María García Escudero: El pensamiento de «El Debate». Un diario católico en la crisis de España (1911-1936), Madrid, BAC, 1983, p. 480.

77 Sobre las directrices de la CEDA durante 1933 véase Julio de la Cueva y Feliciano Montero (eds.): Laicismo y catolicismo. El conflicto político-religioso en la Segunda República, Madrid, Universidad de Alcalá de Henares, 2009, pp. 207-212.

78 Escribió en uno de sus cuadernos: «¿Herrera? Gran periodista, excelente católico, hombre inteligente y culto. Pero es monstruoso admitir que la juventud cristiana española esté pendiente de las indicaciones de un hombre con tan cortas aspiraciones». Cfr. «Ángel Herrera», APMR, caja 1, cuadernos B, núm. 3.

79 «Borrador artículo AE», APMR, caja 1, cuadernos A, núm. 14 (A). El programa electoral en «Manifiesto electoral de Onésimo Redondo. Por qué me presento», Libertad, 63 (1933).

80 Eduardo González Calleja et al. (coords.): La Segunda República Española..., pp. 932-934.

81 «¡Viva la revolución social!», Libertad, 66 (1933).

82 Sin título, APMR, caja 1, cuadernos B, núm. 3.

83 Gonzalo Maestre: «El tema religioso-católico en Falange Española...», p. 88, y Marcos Maurel: «Un asunto de fe: fascismo en España (1933-1936)», en Ferran Gallego, Francisco Morente y Alejandro Andreassi (eds.): Fascismo en España. Ensayos sobre los orígenes sociales y culturales del franquismo, Barcelona, El Viejo Topo, 2005, p. 156.

84 «La España del porvenir», Libertad, 66 (1933).

85 Al hablar de las «culturas políticas» del franquismo, Ismael Saz se refiere al proyecto fascista español a través de su esencia antiliberal, ultranacionalista, populista y revolucionaria. Según este autor, esto no se produjo entre los nacional-católicos, ya que su antiliberalismo dio cabida a una idea de nación distinta a la fascista. Para los primeros se trataba de un Estado esencialmente católico, para los segundos, la nación «eterna, absoluta, incuestionable» radicaba en su esencia revolucionaria, nacional e imperial. Cfr. Ismael Saz: «Fascismo y nación en el régimen de Franco. Peripecias de una cultura política», en Miguel Ángel Ruiz Carnicer (coord.): Falange, las culturas políticas del fascismo en la España de Franco (1936-1975), Zaragoza, Instituto Fernando el Católico, 2013, pp. 61-76, esp. p. 68.

86 Eduardo González Calleja: Contrarrevolucionarios..., p. 209.

87 Ferran Gallego: El evangelio fascista..., p. 214.

88 José Antonio Primo de Rivera: «Discurso de proclamación de Falange Española de las JONS», en Obras Completas de José Antonio Primo de Rivera, Madrid, Delegación Nacional de la Sección Femenina-FET y de las JONS, 1959, pp. 189-197.

89 Ferran Gallego: El evangelio fascista..., p. 266.

90 Alfonso Botti: «Religión e identidades nacionales en la España contemporánea. Ideas para una aproximación», en Justo Beramendi y Jesús María Baz (eds.): Identidades y memoria imaginada, Valencia, Universidad de Valencia, 2008, pp. 263-276, esp. p. 271.

91 Eduardo González Calleja: Contrarrevolucionarios..., pp. 310-329.

92 Sin título, APMR, caja 1, cuadernos B, núm. 9.

93 Lo había comentado en «El estado del porvenir II», Igualdad, 16 (1933).

94 «El Estado nuevo», Igualdad, 32 (1933).