Ayer 119/2020 (3): 17-45
Sección: Dosier
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2020
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/119-2020-02
© Darío G. Barriera
© François Godicheau
Recibido: 23-06-2017 | Aceptado: 23-02-2018
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License

Justicias de proximidad y administración del orden rural en Cuba y Río de la Plata (1759-1808) *

Darío G. Barriera

UNR-CONICET (Argentina)
dgbarriera@conicet.gov.ar

François Godicheau

Université Toulouse-Jean Jaurés (Francia)
francois.godicheau@univ-tlse2.fr

Resumen: Este trabajo examina el problema del gobierno del campo en dos regiones bien distantes de la monarquía hispánica: Cuba y el Río de la Plata. El abordaje conjunto se basa en la implementación para ambos territorios, a fines del siglo xviii, de oficiales «pedáneos», denominados capitanes y jueces, respectivamente, en el espacio cubano y rioplatense. Los autores sostienen que estas bajas justicias fueron claves en el gobierno de las poblaciones rurales, dando cuerpo a los intentos reformistas de controlar la circulación de hombres y cosas en territorios que estaban experimentando un acelerado cambio en su composición social, contribuyendo así a hacer visibles novedosos y activos sectores intermedios.

Palabras clave: gobierno, territorios rurales, justicia, Cuba, Río de la Plata.

Abstract: This paper examines the problem of how the Spanish Monarchy governed the countryside in two areas far removed from the centre: Cuba and the Río de la Plata. The analysis focuses on the so-called pedaneos, who served as both captains and judges. Created at the end of the 18th century, these officers delivered a form of «rough justice» and played a key role in governing rural populations. They embodied the reformist project of regulating the circulation of people and things within territories experiencing incremental change in their social structure. In this way, they contributed to making new, middling social actors increasingly visible.

Keywords: government, rural territories, justice, Cuba, Río de la Plata.

Introducción

Las reformas del último tercio del siglo xviii que redefinieron el gobierno de las poblaciones en los territorios urbanos de la monarquía hispánica están en general bien estudiadas y las historiografías de uno y otro lado del Atlántico coinciden en hacer referencia a las mismas 1. Pero el estudio del gobierno de las áreas rurales —próximas o lejanas, aledañas a villas y ciudades o fronterizas— permanece todavía como una de las zonas grises de nuestra historia social 2.

El gobierno de las áreas rurales ha sufrido un doble olvido: por un lado, ha quedado fuera del foco de las historiografías de la administración y del gobierno porque sus agentes fueron por lo general comprendidos como «antecedentes» de la función policial y, por otro, y como resultado de una historia de la policía que ha sido sobre todo genealógica 3 y urbana, las figuras del gobierno rural han sido fácilmente ignoradas 4. Solo recientemente algunos equipos de investigación en varias universidades americanas han mostrado un renovado interés por estos «jueces-gobernadores» de las campañas en diferentes jurisdicciones del continente 5.

En este trabajo proponemos examinar las soluciones ofrecidas para el problema del gobierno de las campañas en dos regiones bien distantes de la monarquía hispánica: en la isla de Cuba y en el virreinato del Río de la Plata. El punto de arranque elegido es la introducción en ambos territorios, durante el último tercio del siglo xviii, de oficiales homologados no por su designación sustantiva, sino por la adjetiva: los «pedáneos». Estas figuras —que tuvieron diferentes nombres (capitanes, alcaldes o jueces, según la documentación)— cumplieron un papel clave en el gobierno cuerpo a cuerpo de las poblaciones rurales, signados por el intento de controlar la circulación de los hombres y de las cosas en extensiones cuyo paisaje social cambiaba de manera acelerada.

En la medida en que los oficios que estudiamos agrupados bajo el común denominador de «pedáneos» cumplían —con semejanzas y diferencias— funciones de justicia, gobierno y policía, hemos elegido abordarlos desde una antropología que comprende las prácticas políticas del Antiguo Régimen como administración doméstica y política 6, proponiendo una reflexión conjunta —en ocasiones inevitablemente comparativa— sobre la cuestión del gobierno de los campos a finales del siglo xviii y el modo en que aparece la reunión de funciones en estas bajas magistraturas 7.

El gobierno de las áreas «rurales» en el último tercio del siglo xviii en Cuba y el Río de la Plata: esbozo de una historia conjunta

Durante este periodo, Cuba y el Río de la Plata pertenecían al mismo gran cuerpo político sometido a similares retos en diferentes puntos de una dilatada jurisdicción. Por ello y por el carácter global de la expansión colonial inglesa, entre otros motivos, enfrentaron desafíos comunes.

Después de la Guerra de los Siete Años, la recuperación de la isla de Cuba, la Paz de París, el Reglamento de comercio libre de 1765 para el Caribe, la crisis agraria peninsular de 1766, el motín de Esquilache, la expulsión de los jesuitas y la intervención inglesa en Malvinas 8 configuraron una constelación de episodios que orientó la toma de decisiones que marcaron con fuerza las trayectorias de las instituciones políticas en la monarquía hispánica. Durante el reinado de Carlos III, la política de la monarquía frente a la «amenaza inglesa» provocó una fuerte militarización en el terreno y en el estilo de conducción política de ambas provincias.

La invasión inglesa de Cuba es coetánea con la intervención en Malvinas —cuya defensa la casa de Borbón había decidido pasar a la órbita del gobierno hispánico—, y en el estuario platense se verificaba una fuerte presencia de comerciantes y buques británicos en las actividades de contrabando. La creación del virreinato del Río de la Plata (1776) también fue una reacción a esa presencia, lo mismo que la erección de la segunda Audiencia de Buenos Aires (1785) presidida por un funcionario de capa y espada 9.

La nueva política se hizo evidente en todo el continente: la Corona priorizó consideraciones militares estratégicas que tuvieron grandes consecuencias fiscales y que, además, impactaron sobre los gobiernos con sede americana 10. Desde 1764, un modelo de organización política de inspiración francesa se aplicó en los territorios americanos, comenzando como siempre por el «laboratorio» cubano. La capitanía general de Cuba fue convertida en la Intendencia de La Habana, proceso replicado con algunas variaciones en la de Venezuela (1776), en el virreinato del Río de la Plata (1782), en el de Nueva Granada (1783) en el de Perú (1784), también en Filipinas (1784), en la capitanía de Puerto Rico (1784), en la de Guatemala (1785), en el virreinato de Nueva España (1786) y en la capitanía general de Chile (1787).

Después de 1765, otra preocupación común a todos los territorios de la monarquía planteó desafíos similares a nuestros espacios de análisis: las extensiones rurales, antes ignoradas, mal definidas y asignadas en extensiones enormes al cuidado de un par de sujetos (las Leyes de Indias prescribían lo deseable del nombramiento de dos alcaldes de la hermandad por cada cabildo) 11, pasaron a ser tenidas en cuenta por los gobiernos locales y por los organismos más altos del gobierno, donde transitaban militares de carrera imbuidos de ideas ilustradas 12. El aumento de la población y la diseminación de parroquias en las áreas rurales —donde los sacerdotes gobernaban bastante más que las almas— 13 promovieron la demanda de un número creciente de sujetos que cumplían funciones de mediación, gobierno, justicia, hacienda y policía en superficies cada vez más recortadas, que fueron definidas de manera progresiva con mayor precisión. Tanto la capitanía de Cuba como la gobernación del Río de la Plata experimentaron durante este periodo modificaciones institucionales que tuvieron una fuerte incidencia en el modo de concebir la territorialidad en sus jurisdicciones, dado que la gran mayoría de las poblaciones vivía fuera de las ciudades 14.

Los cabildos, sede del gobierno y la justicia, consideraban las extensiones de su jurisdicción más allá de los términos de la ciudad con categorías que regionalmente recibían nombres diferentes —pagos, partidos, campos—, pero que doctrinariamente eran calibradas con claridad en lo que la tradición alfonsina denominó el gobierno de los «yermos y despoblados». Aunque algunos autores señalan que las ciudades americanas de las monarquías ibéricas dibujaban un espacio más o menos continuo entre lo rural y lo urbano, lo que se definía como los primeros distritos periféricos de las ciudades que compartían los problemas de la ciudad y del campo, lo cierto es que desde el propio cabildo se hacía una distinción muy clara entre quienes gobernaban en la ciudad y quienes lo hacían en el campo, y este es el dato que nos permite distinguir cuáles eran, para los propios agentes, las «áreas rurales». Por otra parte, la Real Ordenanza de Intendentes, instrumento muy puntilloso en lo concerniente a la organización del gobierno de los grandes territorios, en el control sobre altos funcionarios y en materia de control de las haciendas, «dejó en cambio a los cabildos y a los vecinos las manos libres para proponer sus propios modos de organizar el gobierno de los campos» 15.

Por último, estos problemas eran concebidos al modo ilustrado, que no disociaba la fortaleza interior de los problemas de defensa exterior. En Cuba, la defensa por plazas fuertes dotadas de pequeñas guarniciones fue reemplazada por una concepción total, robusteciendo las milicias territoriales 16. Ya en 1763, el gobernador y capitán general de la isla, el conde de Ricla, sugería que orden interior y defensa exterior se concebían a un tiempo 17. En el Río de la Plata, como ha subrayado Pablo Birolo, la reforma de la defensa respondía tanto a la amenaza costera inglesa, francesa y holandesa como a la frontera con los portugueses, donde las bandeiras hacían sistemáticas y gravosas entradas, profundamente sentidas por los campesinos del litoral 18. Aunque existía en Buenos Aires una compañía fija desde 1718, hasta 1765 no se aumentó de forma considerable el reclutamiento allí donde las milicias habían sido escasas e improvisadas, como en la mayor parte de las provincias americanas de la monarquía. A finales de 1765, Cevallos, todavía como gobernador 19 y sin echar mano de la población que estaba esparcida por las áreas rurales inmediatas, cuadruplicó el número de hombres organizados como «milicias provinciales» 20. En algunos partidos localizados en zonas específicamente dinámicas, había una coincidencia casi exacta entre el número de pobladores varones y el número de soldados 21. La militarización del territorio no se redujo a la ciudad de Buenos Aires o a la previsión de riesgos externos: se la vinculó también con la expansión de la frontera con el indio y con la triple frontera que la monarquía tenía en la región de los pueblos guaraníes con los nativos, los jesuitas y el imperio portugués 22. En lo que concierne a las grandes extensiones interiores, en frontera con el indio, los modelos de negociación para la obtención de agua, sal, informaciones y de la «pacificación» para la extensión de la frontera pecuaria —en esto hay una diferencia radical entre los dos espacios que analizamos— pasaba claramente por las comandancias militares, que se constituían en verdaderos dispositivos de negociación y gobierno en un circuito de comerciantes de ganado, indios y cristianos, que unían por tierra las costas del Atlántico con los Andes y más allá 23. Además, coincidiendo en el tiempo, aunque no en las formas, con lo sucedido en Cuba, comenzaron a nombrarse jueces comisionados rurales de manera sistemática para atender cuestiones que no eran alcanzadas por los alcaldes de la hermandad: primero como comisionados, más tarde como jueces pedáneos 24.

Resulta claro que la mirada monárquica hacia el continente americano estaba cambiando. A la visión tradicional de los reinos como territorios replicados, organizados institucionalmente a partir del derecho castellano, que —a través de las peticiones criollas— había permitido desarrollar la excepcionalidad americana, fue imponiéndose otra que los ubicaba como patrimonio de la monarquía, como riquezas para reforzar su posición frente a otras potencias europeas. Manuel Lucena Giraldo considera que hasta después de 1750 no puede hablarse de una verdadera «política fronteriza española» 25, mientras que Carlos Garriga ha calificado esta visión de «propiamente imperial», ya que, además de pensar la conservación al servicio o en beneficio de la monarquía española, planteaba la defensa, tanto hacia el interior como hacia el exterior, desde el punto de vista de las relaciones con otras potencias 26.

Esta visión tuvo consecuencias importantes en la reorganización de las relaciones económicas entre Castilla y Ultramar, en el envío de misiones científicas para el estudio patrimonial de los territorios, en una política de nombramientos desfavorable hacia el elemento criollo —encarnada en políticas relativas al clero, la alta justicia y la oficialidad de la Real Hacienda— 27 y también en la política de plazas fuertes y la actuación de la Junta de Fortificaciones y Defensa creada en 1790 28. Vamos a considerar ahora, conjunta y comparativamente, los aspectos normativos y políticos de la implementación de dos figuras de justicia y gobierno que fueron claves en la reforma de la organización del gobierno de las campañas en Cuba y en el Río de la Plata entre 1759 y 1808.

Al oficio por el adjetivo. Semejanzas y diferencias en el alcance de sus funciones

«PEDÁNEO (adj.). Que se aplica al juez o alcalde de las aldeas, ó lugares cortos, que tienen limitada su jurisdicción» (Diccionario de Autoridades, 1737).

Según la descripción de las instituciones de justicia de Castilla la Vieja que Lorenzo Guardiola y Saez realizó en El corregidor perfecto (1796) 29, existían en la península jueces o alcaldes calificados de «pedáneos» a cuyo cargo quedaba una justicia oral y cotidiana, una actividad de mediación en los conflictos entre vecinos muy parecida a la que administraba la mayoría de los alcaldes de pueblos. A diferencia de los alcaldes ordinarios y de los de la hermandad, trataban solo faltas de carácter leve, cuyas penas no podían exceder los treinta reales o los tres días de prisión, pero podían instruir las primeras sumarias en caso de delitos más graves.

Los jueces o alcaldes pedáneos constituían una de esas figuras de la jurisdicción inferior que muchos tratadistas ni siquiera consideraban: en la Práctica forense, de Elizondo, por ejemplo, no aparecían más que los alcaldes pedáneos del rastro de Madrid, ciudad donde los alcaldes de barrio eran también jueces «pedáneos» 30. En los campos de Castilla, cada comunidad tenía por lo menos un alcalde y un regimiento desde tiempos inmemoriales 31. En este caso representaban la justicia comunal, característica de las aldeas, y se encontraban fuertemente definidos por una relación estrecha con una dimensión del territorio inscrita en su nombre, «que es lo mismo que alcalde de a pie» 32.

A este respecto, algunos estudios etimológicos vinculan el nombre de esta judicatura con la última voz de esa fórmula —«pie»— sugiriendo que se trataba de aquellos magistrados que corrían andando las jurisdicciones inmediatas de los concejos castellanos, cuya dimensión máxima no podía superar las cinco leguas a la redonda, ya que linealmente cinco leguas era la distancia que podía ser cubierta a pie en un día. Otros apuntan a la voz latina oppidanus, que designaba en la Roma antigua a las urbes secundarias, sujetas a ella o a otra más importante 33. En ambos casos, las aproximaciones etimológicas coinciden en que este juez se desplazaba en función de una relación entre un centro y distritos cuya relación periférica era de cercanía, y que jurisdiccionalmente siempre se encontraba sujeto a otro superior. Por este motivo la expresión «jueces pedáneos» gozó también de un amplio uso genérico como sinónimo de juez territorial de campaña 34.

Mientras que en el Río de la Plata el adjetivo pedáneo se aplicó a jueces o alcaldes, en Cuba, donde también sobrevivió al sustantivo, se utilizó de manera alternativa e intercambiable para caracterizar el alcance jurisdiccional de capitanes y jueces. En la isla caribeña, la implantación de una economía azucarera produjo inmensas riquezas gracias al uso masivo e intenso de esclavos negros, lo cual estimuló la conformación de un tipo de control excepcionalmente militarizado que, como se dijo, apuntaba a la defensa frente a otras potencias tanto como a conseguir el orden interior 35. El gobernador y capitán general de Cuba, el conde de Ricla, promovió la organización de la milicia en la isla, ejecutada por el general O’Reilly, que permitió añadir 7.500 hombres adaptados al terreno y directamente interesados a la defensa a los 3.500 de la dotación fija, incluidos los 2.000 que habían viajado con él desde España 36. Pero esta nueva constitución militar del territorio tuvo profundas implicaciones sociales en la segunda gran innovación institucional del conde de Ricla: la introducción de los capitanes pedáneos.

En 1765, con el objeto de que los capitanes de milicias pudieran dedicarse exclusivamente a los ejercicios y a la disciplina militar 37, Ricla transformó una figura existente —la de los «capitanes a guerra»— en «capitanes de partido o jueces pedáneos». Estos pedáneos tendrían a su cargo la tranquilidad de las abundantes comunidades locales que existían por fuera de los doce pueblos con municipio. La creación de este oficio se implementó en el occidente de la isla, terreno donde se desarrolló el sistema de ingenios esclavistas, que se extendieron sobre la base de la quema de bosques. Este proceso, caracterizado por continuas evasiones de negros cimarrones, proporcionó uno de los sujetos-objeto de persecución preferidos del Reglamento de 1765. Siempre según esta fuente, los capitanes pedáneos debían evitar las riñas, en especial entre personas oriundas de lugares diferentes y propensas a mofarse de las diferencias de «nación»; hacer respetar los bandos de prohibición de los juegos; perseguir a los desertores y a los esclavos huidos, que debían ser remitidos a la capitanía general, así como los vagabundos. Allí no eran los únicos oficiales y, aunque acumularan las funciones judiciales con las de gobierno, compartían la función de autoridad local con los capitanes de las milicias creadas y buena parte de su trabajo consistía en mantener la paz entre la gente de milicias y los que no formaban parte de estas. En 1786, otro capitán general, José Manuel de Ezpeleta, reunía en un nuevo reglamento —más largo— el primero de 1765 y las diversas circulares cursadas a los pedáneos durante veinte años. En ese nuevo documento detallaba sus funciones y preveía disposiciones para intensificar su control sobre el cumplimiento del mismo 38.

Las designaciones de «alcaldes» o «jueces pedáneos» que encontramos en el Río de la Plata quedan casi siempre comprendidas en el periodo virreinal. Esto es decisivo porque la unidad política creada en 1776 —dividida más tarde (1782) en intendencias—, además de significar para Buenos Aires el ascenso de cabecera de gobernación a capital virreinal y luego sede de Audiencia (1785), incluyó en el nuevo conjunto territorios que hasta entonces no habían pertenecido a la gobernación porteña, con el consiguiente abono de un utillaje político que aportó heterogeneidad y un cierto exotismo al menos al vocabulario institucional 39.

En esta región, el proceso de miniaturización continua y sostenida del territorio comenzó antes de que las diversas provincias fueran reunidas bajo el virreinato, pero se intensificó en particular después del año 1780. Los cabildos de Tucumán y de Santiago del Estero los designaron desde 1770 40. En 1773, el cabildo de Mendoza nombró tres alcaldes de barrio para el gobierno de los «barrios de extramuros», fuera de la ciudad 41; el número de agentes ascendió a cuatro en 1774 y se duplicó a ocho en 1779. Y los citamos aquí porque pocos años después estos mismos alcaldes de barrio fueron llamados «jueces pedáneos» 42. El cabildo de San Juan comenzó a nombrar jueces pedáneos para las villas y sus alrededores cuando estas pasaron a su jurisdicción por la supresión del corregimiento. En Córdoba, los alcaldes de la hermandad fueron elegidos por los regidores salientes a partir de 1593 43. Hasta el gobierno del marqués de Sobremonte (designado en 1783) la justicia de campaña estuvo confiada a esos dos únicos alcaldes de la hermandad, aunque con la asistencia de jueces pedáneos, nombrados desde mediados del siglo xviii 44. Pero desde la llegada de Sobremonte, el número de pedáneos creció de forma exponencial: mientras que en 1775 existían dieciocho, en 1785 los nombramientos vigentes habían ascendido a veinticuatro y en 1806 eran ya ochenta y cuatro 45.

En Buenos Aires, el proceso se hizo sentir con fuerza desde finales de 1784: el gobernador-intendente Francisco de Paula Sanz, argumentando la intención de reducir la delincuencia en los caminos y las campañas, ordenó al cabildo de Buenos Aires que designara nueve alcaldes de la hermandad —para los partidos de Arrecifes, Baradero, San Nicolás, Pergamino, San Pedro, Morón, Quilmes, San Vicente y Exaltación de la Cruz—. Hacia el final de 1785, la campaña bonaerense estaba dividida en trece partidos, pero —a diferencia de en casi todas las otras jurisdicciones— no se apeló allí a la figura del pedáneo. Los alcaldes de la hermandad tuvieron tenientes de alcalde a su cargo como ayudantes, pero no se generó un nuevo tipo de funcionario para los «partidos», que seguían estando a cargo de sus alcaldes. Las diferencias aparecieron dentro de la misma intendencia: en una ciudad sufragánea como Santa Fe, las divisiones territoriales de los pagos —a cargo de alcaldes de la hermandad (el último creado fue el de Coronda en 1784)— resultaron a partir de 1789 en la delimitación de territorios más pequeños, llamados inicialmente distritos, aunque también se les aplicó, en ocasiones, el nombre genérico de partido, a cuyo frente se designaron jueces pedáneos.

Mientras que los jueces pedáneos rioplatenses fueron en todos los casos el escalón más bajo en la jerarquía de los jueces-gobernadores y rara vez tuvieron ayudantes, salvo vecinos que podían improvisarse como auxiliares en comisiones específicas, los capitanes pedáneos cubanos tenían gente a su cargo: Ezpeleta les adjuntó formalmente tenientes a los que dejaban el partido cuando tenían que ir a la capital, pero siempre y solo con licencia previa del capitán general, dejándoles asimismo el reglamento. Los pedáneos cordobeses comenzaron a parecérseles, pero después de la Revolución 46.

Resumiendo, por una parte, la denominación de jueces o alcaldes «pedáneos» no se encuentra en todas las provincias que después de 1782 compusieron el virreinato rioplatense como intendencias; por la otra, si bien denotaban funciones similares, un examen particularizado muestra que no se trataba de figuras idénticas; por último, la capilarización del gobierno territorial en las campañas se dio de todas maneras allí donde no se designaron pedáneos, manteniendo a los alcaldes de la hermandad con sus ayudantes como el hilo más fino del tejido —es el caso de las jurisdicciones de los cabildos de Luján y Buenos Aires— o utilizando la figura de alcalde de barrio —en Mendoza, en Catamarca o en Jujuy, donde se agregan jueces menores con atribuciones específicas, como los alcaldes de aguas o los alcaldes de minas— 47.

La dimensión territorial de la designación de los pedáneos: los distritos

En Santa Fe del Río de la Plata, los nuevos jueces fueron nombrados en 1789 de la mano de la creación de tres nuevos «distritos» (Carcarañá, Arroyo Monje y Chañares) 48 que, administrativamente, dividían la jurisdicción del «partido» de Coronda, al cuidado de un alcalde de la hermandad desde 1784. La operación subdividía un partido en distritos, que seguían formando parte del mismo. El cabildo describió sus contornos con toda la precisión posible: según una práctica ordinaria, los límites se emplazaban en las variables más visibles de cada geografía, que en este caso eran los ríos y los arroyos. Nótese que casi todos los nombres de pueblos y lugares de la época están asociados con algún curso de agua. El río Paraná, que funcionaba como la banda este de toda la jurisdicción (de hecho, las tierras al oriente del río se denominaron siempre desde Santa Fe «la otra banda»), sirvió para recortar el distrito de Carcarañá entre la ribera norte del río homónimo 49 hasta la banda sur del Arroyo Monje; desde este mismo (por su orilla norte) hasta el arroyo Colastiné (incluyendo el «lugar de Resquín») se extendía el nuevo distrito de Arroyo de Monje. Por último, Chañares quedaba delimitado entre el paso de Santo Tomé (vado del río Salado al sur de Santa Fe) hasta los fines de esta jurisdicción (poco más de una legua al oeste de la ciudad de Santa Fe) 50. Su superficie es difícil de precisar, pero sí puede afirmarse que se alargaban ocho leguas sobre el curso del río Paraná, tomando en cuenta además la silueta que duplicaba el recorrido de dicho río, por tierra, el camino de noventa leguas que unía por entonces las ciudades de Santa Fe y Buenos Aires.

En el afán de exactitud se percibirá que «el oeste» —tierra de fronteras con el indio y de superposición con las jurisdicciones de Córdoba y de Santiago del Estero— era una asignatura pendiente. Y lo fue hasta bien entrado el siglo xix. En materia de concepción geométrica del territorio, la sanción de bandas de referencia con las costas de los ríos y los arroyos (el paraje de Chañares casi nunca es descrito porque resulta inmemorialmente «por todos conocido», expresión característica de la geografía política local del antiguo régimen), la designación del hombre con capacidad delegada para administrar justicia todavía era bastante preeminente frente a la preocupación (presente, pero secundaria) por determinar el contorno preciso del territorio bajo su jurisdicción.

Sin embargo, esta creación de distritos a cargo de jueces pedáneos en 1789 fue la primera medida en la que la preocupación por designar los contornos físicos del alcance territorial de la vara alcanzaba cierta precisión en Santa Fe y, según una hipótesis que venimos sosteniendo, se condice perfectamente con el paso del paradigma de la comisión —que manifiesta una preocupación política por judicializar el hecho ocurrido— hacia el de la jurisdicción —que prevé una preocupación por lo que «pudiera ocurrir» dentro de un territorio— 51.

Tan original como interesante es la vertiente por la cual transita la designación de jueces rurales en Mendoza, donde la figura de los comisionados se utilizó casi siempre para cuestiones específicas, la del pedáneo muy rara vez, y el instituto elegido para administrar justicia en los campos fue el «alcalde de barrio» 52, de nítidas connotaciones citadinas para otras ciudades de la monarquía como Madrid, Buenos Aires o la misma Santa Fe.

A diferencia de lo que sucedió en Santa Fe, en Tucumán «los nombramientos eran irregulares en cuanto a frecuencia y duración y sin jurisdicciones fijas, actuaban como comisionados» 53. Por último, es importante señalar que tanto en Córdoba como en Tucumán la dimensión territorial de la jurisdicción de los pedáneos se montó sobre la territorialidad de una jurisdicción eclesiástica preexistente y practicada: los curatos 54. Esto no es insignificante: como ha demostrado Miriam Moriconi, el impacto de la organización territorial de las jurisdicciones diocesanas se hizo sentir fuerte y de manera extensa en aquellos territorios donde el gobierno de las almas, a partir de configuraciones parroquiales, fue también y sobre todo un gobierno de los cuerpos 55.

En el caso cubano, una de las primeras y principales actividades que se requería a los capitanes pedáneos era el amojonamiento de sus partidos. Esto exigía «saber la situación y figura del terreno, tomar razón de los colindantes o vecinos y de las haciendas de entidad». Se buscaba así evitar conflictos jurisdiccionales y que las zonas grises territoriales se convirtieran en intersticios legales, en un tiempo en que los numerosos y espesos bosques constituían un lugar de refugio privilegiado para los esclavos cimarrones. Al principio se les asignaron jurisdicciones que podían tener hasta quince y veinte leguas de radio, dimensiones muy superiores a la media peninsular, aunque no diferían demasiado de las asignadas en el Río de la Plata; pero rápidamente los cambios económicos y demográficos de la región de La Habana —que pasó de tener apenas 100.000 habitantes en 1774 a superar los 150.000 en 1792— exigieron adaptaciones y divisiones 56. En 1786, se dictaron normas para la subdivisión de las pedanías, según las cuales los pedáneos que pretendían esa división debían presentar una propuesta concreta, con el número de partidos resultantes, mapa levantado y certificado por agrimensor público. La propuesta era examinada por el asesor del gobernador y podía desembocar en un decreto de división, en el cual se precisaban las dimensiones de cada nuevo partido, sus límites, haciendas que contenía y nombre del nuevo capitán 57. Los mapas que resultaron de esa actividad permiten observar muy bien la miniaturización del territorio 58.

Más allá de esta norma, había mucha flexibilidad y aparentemente poco miedo al choque jurisdiccional. En el occidente de la isla, espacio al cual se limita la implantación de los pedáneos hasta el mandato del capitán general Someruelos (1799-1812), solo había once cabildos. Además, no todos tenían alcaldes de la hermandad. La geografía particular de Cuba volvía relativa tanto la dimensión media de las pedanías como su deslinde (la manigua, formación prácticamente impenetrable, donde amojonar planteaba problemas que resultaron insalvables por lo menos hasta la deforestación del occidente).

Claro que ni el afán por la delimitación ni la flexibilidad derivada de las dificultades impidieron que los conflictos finalmente se produjeran: en Cuba se registran roces sobre todo entre los capitanes pedáneos y los alcaldes de la hermandad, lo cual es comprensible dado que había superposición de misiones en el mismo territorio —por ejemplo, la persecución de los esclavos escapados—, pero también con los cabildos como cuerpo, ya que a veces olvidaban la cadena de delegaciones y trataban a los capitanes como subordinados suyos 59. En esto hay una gran diferencia con los jueces pedáneos rioplatenses: aunque tenían un diálogo fluido con los gobernadores y sus delegados, de quienes dependió en un principio su creación y siempre su nombramiento o confirmación, claramente se había articulado que debían estar por debajo de los alcaldes de la hermandad, miembro de los cabildos 60. Por tanto, mientras que en la isla los conflictos terminaban por lo general con una sentencia del gobernador-capitán general favorable al pedáneo, en los territorios rioplatenses —apoyamos la afirmación en diferentes trabajos sobre Córdoba, Tucumán, Santa Fe y Mendoza— los conflictos se dirimieron a favor de los alcaldes de la hermandad sobre los jueces pedáneos o partidarios.

Esa proximidad y familiaridad del pedáneo con su territorio, comprobable desde los archivos y desde la práctica de cada uno de los cabildos, aparece también en la dimensión doctrinal: enmarcaba la lista de los deberes enumerados en los tratados de policía que se estaban difundiendo al mismo tiempo en España y sin lugar a dudas circulaban también en América. Así, el control del abastecimiento en aguas limpias para el vecindario requería un reconocimiento sistemático de las fuentes del partido, el nombramiento de los vecinos encargados de conservarlas en buen estado y la organización de su aprovechamiento. El control de las pesas, tradicionalmente encargado a los alcaldes en España, se doblaba también de la verificación mensual de la calidad del pan y de la carne que se vendían. El reglamento cubano mandaba a los pedáneos evitar casamientos «desordenados» o escandalosos (por ejemplo, debido a la desigualdad entre los cónyuges), facultándolos para suspender los oficios de los curas o vicarios y hasta remitir informe a la superioridad. Una circular girada a los pedáneos de Córdoba el 27 de febrero de 1807 prácticamente calca la primera parte del instituto insular, recordando que «no deberán permitirse los matrimonios de aquellas personas entre quienes haya la desigualdad, de que siendo una de ellas de limpio origen, sea la otra notoriamente de la clase de mulato o negros» 61. Debían, asimismo, remitir cada año un informe «de los forasteros realmente casados o con sospecha de serlo en otras partes».

Una jurisdicción no excluyente

Tanto en la península como en Cuba y en el Río de la Plata, los pedáneos fueron jueces de equidad con márgenes de autonomía muy delimitados. Se les permitía formar las primeras sumarias en casos de delitos graves para pasarlas luego a sus jueces ordinarios más cercanos. En muchos casos previstos por el reglamento cubano de 1786, los pedáneos debían remitir a los contraventores a la capitanía general, acompañados por un informe: esto regía para los individuos culpables de comercio ilícito, los contraventores a la prohibición de llevar machete en reuniones públicas o los que se negaban a acudir a las órdenes del pedáneo para arreglar caminos —o si se negaban a pagar a sustitutos— 62.

Pero un aspecto verdaderamente importante de las designaciones que se hicieron bajo este significante es su carácter no excluyente: aunque delimitara terrenos de acción, el nombramiento de jueces pedáneos rioplateses jamás recortaba el alcance territorial de la jurisdicción de la hermandad, no «sustraía» territorio a otro juez. Los alcaldes de la hermandad —y en ocasiones los provinciales— podían contar con los pedáneos como auxiliares conservando jurisdicción sobre los mismos espacios políticos, solicitando su colaboración en causas que involucraban montos un poco más altos de los que tenían fijados como techo los pedáneos (por ejemplo, es recurrente la cifra entre veintiséis y cincuenta pesos), y retenían el derecho a nombrar cuadrilleros, que no eran propiamente jueces, sino una suerte de «apoyo armado» que debía facilitarles la imposición de su autoridad y hacer cumplir medidas o realizar detenciones.

Para el caso de Santa Fe, el primer punto se deja leer con claridad en un nombramiento de 1797, cuando los pedáneos fueron designados como «jueces auxiliares o pedáneos de los alcaldes de la hermandad» 63. Estos últimos, además, eran influyentes en la elección de los pedáneos, puesto que eran los encargados de proponer al cabildo las ternas e incluso fueron consultados por el cabildo o por el virrey, ya que en ocasiones se les pidió que informaran sobre la conveniencia del nombramiento de uno u otro sujeto para el oficio 64. Aunque la sugerencia del alcalde de la hermandad estaba sujeta a la aprobación del cabildo (primero) y del gobernador o el virrey (después), es evidente que componían las ternas con hombres de su confianza. Esto fue en alguna ocasión motivo de objeciones. Cuando en 1800 el alcalde de la hermandad de Paraná, Francisco del Valle Herrero, sugirió que algunos vecinos eran más convenientes que otros para el puesto y solicitaba sus designaciones en nuevos distritos, el informe que el cabildo envió al virrey llevaba para el alcalde una de cal y otra de arena: consideró muchos de los puntos propuestos por Valle, pero le cambió uno de los jueces sugeridos, además de negarle la designación de otro, que consideró «innecesario», aprovechando la oportunidad para decirle que visitara su partido «como es su obligación» 65. En Córdoba —un laboratorio especialmente interesante— eran propuestos por los curas, figuras preeminentes como se comprende del gobierno del curato. Del mismo modo que en el caso santafesino, el cabildo resultaba finalmente un lugar de paso, puesto que, aunque la terna de candidatos pasaba por el cuerpo municipal, quien al final debía realizar la designación, casi siempre coincidiendo con la que enviaba la ciudad, era el gobernador.

En Cuba, quien nombraba a los capitanes pedáneos era el capitán general, con frecuencia a partir de una terna. En realidad, hubo durante el periodo que nos interesa dos grandes olas de nombramientos. La primera fue con la creación de la figura, al mismo tiempo que se organizaba la milicia, a partir de 1763 y se puede suponer que el conocimiento de los hombres susceptibles de ser útiles para la función corrió a cargo de los comandantes militares locales, asesorados sin duda por la red de los hacendados de la parte occidental de la isla. La segunda ola ocurrió con el mandato del capitán general Ezpeleta, que renovó en pocos años las dos terceras partes de los cargos, en buena medida porque muchos estaban ya viejos y cansados, ya que ejercían esa función desde hacía veinte años 66.

Entre el momento de creación de la figura y la generación siguiente, las condiciones cambiaron. La capitanía general podía disponer de más información sobre los candidatos potenciales, muchas veces propuestos por los mismos pedáneos aspirantes al retiro o deseosos de dividir su partido. La escasa densidad de municipios y la intensificación del control militar sobre la isla, que multiplicaba los tenientes de gobernador en el territorio, dibujaban unos canales de designación que eludían a los pocos jueces ordinarios existentes. Los elegidos para pedáneos resultaban propietarios medianos, lo que se puede comprobar con facilidad cuando los propios pedáneos mandaban la lista de propietarios de su partido con el detalle de sus propiedades. En cuanto a los tenientes, eran propuestos por los mismos pedáneos y su nombramiento debía recibir el aval del capitán general o de sus tenientes de gobernador.

La producción de la información y la dirección de su circulación

En relación con el territorio y sus recursos, el reglamento prescribía a los pedáneos cubanos mandar cada año un informe a la capitanía general con el detalle de todas las haciendas y habitaciones, carros, caballos, bueyes, etc. No solo se corregía así un extraño error de redacción de la primera instrucción de 1765, sino que se incluía esta obligación en los informes mensuales de los capitanes.

En realidad, sus misiones convertían a los capitanes de partido en responsables avant la lettre de un «estado civil» y de un conocimiento estadístico del país que permitía convertir en actos las intenciones de la citada Real Orden de 1776 que prescribía a los virreyes y gobernadores de Indias y Filipinas confeccionar «exactos padrones con la debida distinción de clases, estados y castas de todas las personas de ambos sexos, sin excluir los párvulos» y hacerlo anualmente. A este tipo de información, el reglamento añadía el recuento de «iglesias, fábricas de trabajo y demás remarcables que haya en su territorio», como quedaba recordado en un segundo formulario 67. Esa gran novedad iba más allá del establecimiento de un padrón para el reclutamiento en la milicia pedido a los intendentes en varios textos legales de Carlos III y Carlos IV, porque traducía precisamente la política de defensa de las tierras americanas y daba cuerpo a la búsqueda de una buena constitución militar 68. Proporcionando para su aplicación en Cuba el cuerpo de los capitanes pedáneos y reuniendo su prescripción con otras convergentes, daba luz en el mismo momento a una policía y a una administración regular, lo que en aquel momento venía a significar lo mismo.

A partir de una justificación de defensa, pero también fiscal, se desplegaba entonces un dispositivo de conocimiento preciso del territorio que pudiera incrementar la capacidad de controlarlo. Esos informes estadísticos anuales se debían redoblar con una encuesta en abril y otra en octubre sobre «lo copioso o escaso de las lluvias» y «lo corto o abundante de las cosechas», fundamentándose en «encargos particulares del Soberano» que, sin embargo, no remitían expresamente a ningún texto normativo. Precisaba también un registro de matrimonios, nacimientos y defunciones, y unas reflexiones sobre las causas del aumento o disminución de la población, reportadas en un cuaderno aparte. El reglamento advertía además que los obispos, el intendente y el general de marina habían recibido el encargo de pedir a sus dependientes que ayudaran a los pedáneos en su cometido. Para terminar, sobre temas de herencias, y en contraste con prescripciones a los alcaldes de la península que solo apuntaban a precisar su jurisdicción en función del fuero al que pertenecía el difunto, la instrucción a los pedáneos cubanos era muy concreta y precisa sobre los procedimientos a seguir.

Sin embargo, la función del pedáneo guardaba estrecha relación con la política de defensa que la Junta de Fortificación quiso sistematizar a partir de 1790: aparecía en el artículo 38 como un verdadero inspector que, además de conocer a su población y sus recursos para poder movilizarlos, hacía reinar una disciplina mediante inspecciones. Inmediatamente después venía el penúltimo artículo del reglamento, que precisaba rápidamente las reglas a observar en caso de guerra y donde se insistía en el control de extranjeros, la fluidez de las comunicaciones y la capacidad de movilización de los vecinos, más allá de la milicia. Los pedáneos aparecen así como parte de un dispositivo castrense que tenía por horizonte el abarcar a toda la población.

Funcionarios de tipo antiguo... y ad honorem

Cumplían una función y su oficio, finalmente, era honorario. Esta condición es común a casi todos los jueces legos de la monarquía. La situación no necesitaba aclaración. Sin embargo, Ezpeleta creyó necesario elaborar un argumento: en el último artículo del reglamento de 1786 escribió o hizo escribir que, dado el mal estado de la hacienda pública, era imposible que se consignara a los pedáneos un salario «por razón del derecho que pueden tomar por sus ocupaciones, ya como jueces pedáneos, ya como ministros ejecutores de la capitanía general».

Esto pone blanco sobre negro lo que sucedía —a lo largo y ancho de los territorios hispánicos— y lo que seguiría sucediendo después de que estos territorios se desvincularan de la metrópolis: no tenían remuneración, pero vivían —más o menos bien, según la zona— de las asistencias y licencias concedidas a los pobladores, los cuales en algunos casos (como en Cuba) estaban regulados y en otros (como en el Río de la Plata) eran materia de casuística negociación.

Existen todavía bastantes incógnitas sobre la vida económica real de los pedáneos, pero hay algunas cosas obvias: no podían ser al mismo tiempo milicianos —aunque existen casos que van en contra de la regla desde finales del siglo xviii— y la función, claramente, no podía interesar a los miembros de las familias de hacendados. En Cuba, los casi cincuenta cargos de pedáneos fueron ocupados por hombres con buenas conexiones locales —y a veces un hermano cura o teniente—, con una edad media de cuarenta y cinco años y una hacienda mediana. Solían permanecer mucho tiempo en su puesto —entre veinte y treinta años— e incluso pedir al final un «despacho de retiro» y la conservación de algunos privilegios honoríficos 69. En Santa Fe del Río de la Plata (no hay estudios prosopográficos para todo), nuestro propio estudio en curso indica que algunos sí eran milicianos —o habían tenido milicias a su cargo—, la edad media era menor (por debajo de los cuarenta años), sus haciendas eran medianas y pequeñas, permanecían poco tiempo en su puesto —entre tres y cinco años; solo un caso alcanzó los siete— y más que privilegios lo que acusan son constantes problemas y quejas por el tiempo que dejaban de dedicar a sus propias haciendas. El «reglamento» de los pedáneos santafesinos tiene un origen diferente al cubano de 1765 o al de Ezpeleta de 1786.

Con ocasión del nombramiento de los primeros jueces pedáneos santafesinos, el alcalde ordinario de primer voto (José Arias Troncoso), sin mencionar su fuente de inspiración, dispuso «las facultades que les corresponden por virtud de sus nombramientos» 70. La lista de obligaciones que se asignaba a los pedáneos no difiere mucho de otros textos más formales —como la Instrucción para los jueces de campo de Santiago del Estero (1791)— 71 ni de los tópicos de los bandos de buen gobierno que se daban hacía varias décadas 72 ni de la agenda intendencial de la «causa de policía» o la que apenas unos años después se instaló como la más ilustrada de «arreglo de los campos» 73. Se trataba del despliegue de la cuestión de policía en su más ancho sentido antiguorregimental, pero no incluía la cuestión de «contar a los pobladores», que —se verá enseguida— siguió siendo parte de comisiones particulares y no de una práctica sistemática.

Los circuitos de la designación

Pero mucho más interesante que los argumentos esgrimidos para designarlos son los circuitos que recorrieron los procesos de toma de decisión. En Cuba, aunque la designación venía claramente desde arriba, los vecinos en general —o personajes tan importantes como los curas— podían intervenir para repudiar a tal candidato o proponer tal otro en su lugar, mandando petitorios y recogiendo firmas, dejando a veces al capitán general elegir entre verdaderos bandos 74. En 1788, unos vecinos importantes de la villa de Güines, elevada a este estatuto una docena de años antes por el capitán general marqués de la Torre, pero carente todavía de ayuntamiento y jueces ordinarios, aprovechaban una falta de su pedáneo Nicolás Rodrigo del Pino para reclamar a Ezpeleta su destitución, así como «un juez amante de la población», «verificando la mente de Su Majestad y las mercedes que nos viene ofrecidas en la erección de Villa» 75. El capitán general sustituyó entonces al titular de la pedanía por su teniente José Álvarez, en un contexto de mucha tensión por la transición violenta entre el cultivo del café y el del azúcar 76.

En Santa Fe la iniciativa fue tomada por los vecinos de un poblado. El 13 de febrero de 1789, el virrey Loreto ordenó al comandante de armas de Santa Fe que le remitiera «el expediente promovido por los vecinos de Coronda» 77, en el cual solicitaban tierras y pedían el establecimiento de milicias. El virrey manifestaba que, en caso de «adoptarse los establecimientos propuestos» en el citado expediente, quería conocer cuáles serían los medios más adecuados para el «mayor fomento de las poblaciones». En función de esta providencia, el cabildo santafesino comisionó al alcalde de la hermandad de Coronda para formar una lista con los vecinos del partido de Coronda que espontáneamente habían ofrecido carruajes y ganados para expulsar a «los perjudiciales» e instalarlos en un fuerte muchas leguas la norte. Esta oferta —que disfrazaba en realidad un pedido— y la disposición del virrey configuran el contexto en que el cabildo de Santa Fe dispuso por vez primera el nombramiento de jueces pedáneos sin cesar el nombramiento del alcalde de la hermandad. El movimiento fue claramente desde «abajo» hacia «arriba», ya que fueron los vecinos quienes solicitaron la creación de las pedanías. En adelante, el virrey confirmó esas nuevas judicaturas toda vez que el cabildo santafesino remitía un informe avalando el pedido. Algo similar ocurrió en Tucumán: Gabriela Tío Vallejo afirma que los primeros nombramientos de «jueces pedáneos o jueces territoriales [...] respondieron a peticiones de los vecinos de parajes rurales» 78. Para la autora, lo que ofició como acicate para resolver el tema del orden en la campaña fue el temor a la extensión del movimiento tupamarista de 1781 a la intendencia del Tucumán.

Conclusiones

En toda la monarquía, los argumentos para designar jueces, alcaldes o capitanes pedáneos fueron muy similares a los que precedían a cualquier nombramiento de una magistratura rural. Se diagnosticaba que los campos, asolados por ladrones, salteadores y bandidos, estaban desordenados y se designaban nuevos jueces para morigerar el accionar de dicha gente perniciosa. Dichos nombramientos no estaban orientados por la apetencia de hacer llegar justicia a las comunidades más alejadas, sino que revelan un genuino interés, por parte de los pequeños y medianos propietarios locales, por asumir en primera persona la vigilancia y persecución de delincuentes en campos abiertos y caminos. La negativa de algunos a asumir tal responsabilidad configura la otra cara de la moneda, porque, así como el nombramiento facultaba al interesado para solucionar algún problema puntual, también suponía gastos y desvío de energías que afectaban a su propia hacienda.

En Cuba, la institución de los pedáneos desde 1765 soporta la hipótesis de la aparición de una ambición por parte del gobierno de la isla por tener un registro de la población para controlar la población y el territorio. Esa ambición aparece más claramente retratada en el reglamento de 1786: a los veinte años de existencia, las prescripciones de José de Ezpeleta manifiestan una voluntad de saber y de controlar por parte del centro político que no tiene su correspondiente en España. En Cuba, el amojonamiento de los distritos era exigido por el reglamento desde el inicio, y en las diversas regiones que integraron el virreinato del Río de la Plata, aunque no se prescribió tal cosa respecto de los mojones, sí se percibe un esfuerzo muy claro a la hora de asociar estas judicaturas menores con un territorio muy preciso. De esta manera, todas las regulaciones —las expresadas en un reglamento y las expresadas en la actividad del nombramiento— demuestran un claro esfuerzo por definir el espacio político con mayor precisión y en una escala cada vez más «humana», en el sentido de asociar el partido con una extensión que pudiera atenderse en la práctica de la función.

A finales del siglo xviii, todos los cabildos del Tucumán y del Río de la Plata presentaban este patrón común: frente al estímulo que supuso la presencia de una población rural más numerosa y de composición más compleja, reaccionaron designando más jueces territoriales vinculados con las economías y las poblaciones sobre los cuales se les asignaba jurisdicción pedánea.

Por tanto, una de las vinculaciones clave de nuestro tema con una historia de la administración y del orden público está relacionada claramente con este fenómeno: entre la intención de las reformas y las prácticas de gobierno propuestas por los súbditos-vecinos rurales de la monarquía en estos territorios, fueron las capacidades espaciales de estos últimos las que delimitaron la textura de un espacio político cada vez más recortado y, lo que finalmente debe subrayarse como novedad, ya no vinculando el nombramiento con el cumplimiento de una tarea —como sucedía con los comisionados—, sino vinculando función y territorio.

Como ha escrito António Hespanha, la simple aparición del problema de la subdivisión del espacio político «a finales del siglo xviii es, por tanto, síntoma del advenimiento de una nueva lectura política del espacio, proveniente, en último término, de una nueva matriz básica de reflexión y práctica políticas» 79. Cuba y el Río de la Plata son escenarios de una historia conjunta de la aparición de estos problemas y del ensayo de soluciones en dos distantes provincias americanas de la monarquía.


* Nuestra comunicación se encuadra entre los objetivos de un proyecto ECOS: «Orden público y organización del territorio: Francia, España, Cuba y el Río de la Plata (siglos xviii-xix)» y del PIP 0326 (CONICET). Agradecemos las lecturas y comentarios vertidos sobre versiones previas a esta por Alina Castellanos Rubio y Germán Soprano.

1 Brigitte Marin: «L’alcalde de barrio à Madrid. De la création de la charge à l’amorce d’une professionnalisation (1768-1801)», en Jean-Marc Berlière et al. (dirs.): Métiers de police. Être policier en Europe xviiie-xxe siècles, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2008, pp. 165-176; íd.: «Los alcaldes de barrio en Madrid y otras ciudades de España en el siglo xviii: funciones de policía y territorialidades», Antropología, 94 (2012), pp. 19-31, y Arnaud Exbalin: L’ordre urbain à Mexico (1692-1794). Acteurs, réglements et réformes de police, tesis doctoral, Aix-Marseille Université, 2013, entre otros.

2 Ausente incluso en excelentes trabajos colectivos que abordaron las figuras de la administración y de los administradores de las monarquías ibéricas. Véase, por ejemplo, Robert Descimon, Jean-Frédéric Schaub y Bernard Vincent (dirs.): Les Figures de l’administrateur. Institutions, réseaux, pouvoirs en Espagne, en France at au Portugal. 16è-19è siècle, París, Éditions de l’ÉHESS, 1997.

3 Casi todas las historias clásicas de la policía llegan a los jueces rurales y a los oficiales del orden urbano del primer periodo colonial. Cfr. Francisco Romay: Historia de la policía federal argentina, t. I, 1580-1820, Buenos Aires, Biblioteca Policial, 1963, y Jorge Galvani: Historia de la policía de la provincia de Santa Fe, El Turia, Santa Fe, 1993.

4 Sería erróneo considerar esta institución como primera encarnación de la policía por una razón muy simple: la policía (institución) y su objeto se fueron constituyendo recíprocamente. Produjeron efectos, hábitos e imágenes que fueron esenciales en la evolución de la concepción misma de la «policía». Las producciones recientes en el caso inglés critican la versión whig de la historia de la policía, encarnada en la figura del Bobby protector y servicial, como manifestación de un progreso que conduce al modelo político liberal de las democracias occidentales. Véase Clive Emsley: Crime, Police, and Penal Policy. European Experiences, 1750-1940, Oxford, Oxford University Press, 2007.

5 Nos referimos a los trabajos de Julián A. Velasco Pedraza (Colombia), Pauline Bilot (Chile) o Inés Sanjurjo y Eugenia Molina sobre Cuyo (Argentina). Además de los nuestros sobre el litoral, pueden consultarse los de Juan Carlos Garavaglia y Carlos Birocco sobre Buenos Aires.

6 António M. Hespanha: «Paradigmes de légitimation, aires de gouvernement, traitement administratif et agents de l’administration», en Robert Descimon, Jean-Frédéric Schaub y Bernard Vincent (dirs.): Les Figures de l’administrateur. Institutions, réseaux, pouvoirs en Espagne, en France at au Portugal. 16è-19è siècle, París, Éditions de l’ÉHESS, 1997, pp. 19-28.

7 Señalado hace tiempo por António M. Hespanha: Vísperas del Leviatán, Madrid, Taurus, 1989, p. 376.

8 El primer asentamiento permanente en el archipiélago fue francés y se consolidó con la toma de posesión del 5 de abril de 1764, ratificada por Luis XVI el 12 de septiembre de ese año. Byron invadió la isla Trinidad a comienzos de 1765 y entre enero y diciembre de 1766 los ingleses usurparon otros puntos de la isla, por entonces bajo gobierno de la dinastía borbónica: el 25 de febrero de 1768, una real orden de Carlos III mandaba al gobernador de Buenos Aires la expulsión de los ingleses de sus dominios.

9 Eduardo Martiré: Las Audiencias y la Administración de la Justicia en las Indias. Del iudex perfectus al iudex solutus, Buenos Aires, Perrot, 2009, y Fernando de Armas Medina: «La audiencia de Puerto Príncipe (1775-1853)», Anuario de Estudios Americanos, 15 (1958), pp. 273-370.

10 Motivo por el cual algunos autores ubican este momento como «una vuelta de tuerca hacia la estatalización del régimen». Véase Josep María Fradera: Colonias para después de un imperio, Barcelona, Bellaterra, 2005.

11 Darío G. Barriera: «Justicias rurales: el oficio de alcalde de la hermandad entre el derecho, la historia y la historiografía (Santa Fe, Gobernación del Río de la Plata, siglo xvii a xix)», Andes, 24 (2013), pp. 17-61, y Juan Bosco Amores Carredano: Cuba en la época de Ezpeleta (1785-1790), Pamplona, Eunsa, 2000.

12 Richard Herr: La hacienda real y los cambios rurales en la España de finales del Antiguo Régimen, Madrid, Ministerio de Economía y Hacienda, 1991.

13 María Elena Barral: De sotanas por la Pampa. Religión y sociedad en el Buenos Aires rural tardocolonial, Buenos Aires, Prometeo, 2007; Miriam S. Moriconi: Configuraciones eclesiásticas del territorio santafesino en el siglo xviii, tesis de doctorado, Universidad Nacional de Rosario, 2014, y María Elena Barral y Miriam Moriconi: «Los otros jueces. Vicarios eclesiásticos en las parroquias de la diócesis de Buenos Aires durante el periodo colonial», en Elisa Caselli (coord.): Justicias, agentes y jurisdicciones. De la Monarquía Hispánica a los Estados Nacionales (España y América, siglos xvi-xix), Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2016, pp. 345-372. Para Cuba, la diócesis de La Habana se erigió en 1789 y fue la base de la ampliación de la red parroquial impulsada sobre todo a partir de la gestión del obispo Díaz de Espada. Véase Consolación Fernández Mellén: Iglesia y poder en La Habana. Juan José Díaz de Espada, un obispo ilustrado (1802-1832), Bilbao, Servicio Editorial Universidad del País Vasco, 2014.

14 En Cuba, a pesar de la macrocefalia habanera, la consideración de los censos de 1774 y 1792 daría una proporción de dos tercios en el campo, en sensible aumento durante ese periodo. Véase Ramón de la Sagra: Historia económico-política y estadística de la Isla de Cuba, Habana, Imprenta de las Viudas de Arazona y Soler, 1831. En el caso del Río de la Plata, los estudios basados en el censo de 1778 dan una proporción similar. Véase Jorge Comadrán Ruiz: Evolución demográfica argentina durante el periodo hispano (1535-1810), Buenos Aires, EUDEBA, 1969. No obstante, ese censo no tiene las cifras para el litoral, cuya consideración elevaría la proporción por encima del 70 por 100 para el virreinato.

15 Darío G. Barriera: «Instituciones, justicias de proximidad y derecho local en un contexto reformista: designación y regulación de jueces de campo en Santa Fe (Gobernación-Intendencia de Buenos Aires) a fines del siglo xviii», Revista de Historia del Derecho, 44 (2012), pp. 1-27.

16 Josep María Fradera: Colonias..., p. 23.

17 Allan J. Kuethe: Cuba (1753-1815). Crown, Military and Society, Knoxville, University of Tenessee Press, 1986.

18 Pablo Birolo: Militarización y política en el Río de la Plata colonial, Buenos Aires, Prometeo, 2015, p. 31, y Raúl Fradkin: «Tradiciones militares coloniales. El Río de la Plata antes de la revolución», en Flavio Heinz (coord.): Experiencias nacionais, temas transversais: subsídios para una história comparada da América Latina, São Leopoldo, Editora Oikos, 2009, pp. 74-126.

19 Véase Juan Beverina: El virreinato de las provincias del Río de la Plata. Su organización militar, Buenos Aires, Círculo Militar, 1935.

20 José Andrés Gallego: Derecho y justicia en España y la América prerrevolucionarias, Madrid, Mapfre, 2005, p. 48. Para respuestas regionales véase Pablo Birolo: Militarización y política...

21 Por ejemplo, en Coronda, jurisdicción rural al sur de Santa Fe. Véase Darío G. Barriera y Raúl Fradkin (coords.): Gobierno, justicias y milicias. La frontera entre Buenos Aires y Santa Fe (1720-1830), La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 2014. Sobre la particular situación de Corrientes véase Pablo Birolo: Militarización y política..., cap. 6.

22 Víctor Tau Anzoátegui y Eduardo Martiré: Manual de Historia de las Instituciones Argentinas, Buenos Aires, Librería Histórica, 1981, p. 172.

23 Raúl Mandrini y Andrea Reguera (coords.): Huellas en la tierra. Indios, agricultores y hacendados en la pampa bonaerense, Tandil, Instituto de Estudios Histórico-Sociales, 1993. Más recientemente, los trabajos de Griselda Tarragó, María Eugenia Alemano, Florencia Carlón, Sebastián Alioto, Juan F. Jiménez y Martín Gentinetta, entre otros.

24 Darío G. Barriera: «Instituciones, justicias de proximidad...».

25 Manuel Lucena Giraldo: «La delimitación hispano-portuguesa y la frontera regional quiteña, 1777-1804», Procesos, 4 (1993), pp. 21-39.

26 Carlos Garriga: «Patrias criollas, plazas militares: sobre la América de Carlos IV», en Eduardo Martiré (coord.): La América de Carlos IV, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 2006, pp. 35-130.

27 Existen buenos estudios al respecto sobre diversos tipos de altos oficios. Véanse Mark Burkholder y Dewitt Chandler: De la impotencia a la autoridad: la Corona española y las reales audiencias en América, 1687-1808, México, Fondo de Cultura Económica, 1984; Michel Bertrand: Grandeur et Misère de l’Office: Les officiers de finances de Nouvelle-Espagne, xviie-xviiie siècles, París, Publications de la Sorbonne, 1999, y Rodolfo Aguirre: Carrera, linaje y patronazgo. Clérigos y juristas en Nueva España, Chile y Perú (siglos xvi-xviii), México, Universidad Autónoma de México, 2004.

28 Carlos Garriga: «Patrias criollas...», p. 57.

29 Lorenzo Guardiola y Sáez: El corregidor perfecto, Madrid, Imprenta Real, 1796.

30 Francisco Antonio de Elizondo: Práctica universal forense de los tribunales de España y de las Indias, t. V, Madrid, Imprenta de Joaquín Ibarra, 1785.

31 Jesús Izquierdo Martín: «La política como controversia: crisis constitucional y respuesta subalterna en los albores del liberalismo», en Miguel Ángel Cabrera y Juan Pro (coords.): La creación de las culturas políticas modernas (1808-1833), vol. I, Madrid-Zaragoza, Marcial Pons-Prensas de la Universidad de Zaragoza, pp. 251-270.

32 Véase el Diccionario de autoridades (1726) y también Vicente Vizcaíno Pérez, Tratado de la jurisdicción ordinaria para dirección y guía de los alcaldes de España, Madrid, Joachin Ibarra [1781], pp. 10-12.

33 Pedro Labernia y Esteller: Diccionario manual de la lengua latina con la correspondencia castellana, Barcelona, Imprenta del Porvenir, 1853.

34 Uso que también se registra en Tucumán cuando se llaman pedáneos a los alcaldes de la santa hermandad designados después de 1796. Cfr. Gabriela Tío Vallejo: Antiguo Régimen y liberalismo. Tucumán, 1780-1830, Tucumán, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán, 2001, y Darío G. Barriera: «Instituciones, justicias de proximidad...».

35 Allan J. Kuethe: Cuba (1753-1815)..., y Manuel Moreno Fraginals: Cuba/España, España/Cuba. Historia común, Barcelona, Crítica, 1995.

36 Allan J. Kuethe: Cuba (1753-1815)..., estima que las cifras se alcanzaron solo en 1778, fecha en la que considera la milicia como operacional.

37 Primera razón esgrimida en el reglamento de 1765, Instrucción que observará cada uno de los capitanes de partido de la jurisdicción de La Habana, de cuyo exacto cumplimiento serán en sus personas y bienes siempre responsables al capitán general de esta isla, La Habana, 1765, en Misceláneas Morales, t. 159, Biblioteca Nacional José Martí, Sala cubana.

38 Instrucción general para los capitanes y tenientes de partido, La Habana, 1786. Véase Juan Bosco Amores Carredano: «Ordenanzas de gobierno local en la isla de Cuba (1765-1786)», Revista Complutense de Historia de América, 30 (2004), pp. 95-109.

39 Nos referimos a las gobernaciones del Paraguay (por tradición la más próxima a Buenos Aires), la de Tucumán y Charcas (más cercanas a la administración virreinal limeña) y la provincia de Cuyo, hasta entonces dependiente de la capitanía general de Chile.

40 Gabriela Tío Vallejo: Antiguo Régimen y liberalismo..., p. 120.

41 Inés E. Sanjurjo: Muy Ilustre Cabildo, Justicia y regimiento. El cabildo de Mendoza en el siglo xviii. Estudio institucional, Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1995, p. 206.

42 Eugenia Molina: «Justicia y poder en tiempos revolucionarios: las modificaciones en las instituciones judiciales subalternas de Mendoza (1810-1820)», Revista de Historia del Derecho, 35 (2007), pp. 269-296.

43 Ricardo Zorraquín Becú: La justicia capitular durante la dominación española, Buenos Aires, Instituto de Historia del Derecho Argentino, 1947, p. 34.

44 Silvia Romano: «Instituciones coloniales en contextos republicanos. Los jueces de la campaña cordobesa en las primeras décadas postrevolucionarias», en Fabián Herrero (coord.): Revolución. Política e ideas en el Río de la Plata durante la década de 1810, 2.ª ed., Rosario, Prohistoria, 2010, pp. 153-185.

45 Ana Inés Punta: Córdoba borbónica. Persistencias coloniales en tiempo de reformas (1750-1800), Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1997, p. 256.

46 Roberto Peña: «Los jueces pedáneos en la provincia de Córdoba (1810-1856)», Revista de Historia del Derecho, 2 (1974), pp. 121-148.

47 Para citar un ejemplo, Dolores Estruch, Lorena Rodríguez y María Florencia Becerra: «Jurisdicciones mineras en tensión. El impacto de la minería en la puna jujeña y en el valle de Yocavil durante el periodo colonial (siglos xvii y xviii)», Histórica, 35, 2 (2011), pp. 69-100.

48 Archivo General de la Provincia de Santa Fe (en adelante, AGSF), Actas de Cabildo (en adelante, AC), tomo XV B, fols. 352v-354.

49 La del sur correspondía al inicio del pago de los Arroyos, o «del Rosario», que se extendía desde allí hasta el Arroyo del Medio.

50 AGSF, AC, tomo XV B, fol. 353v.

51 Darío G. Barriera: «Instituciones, justicias de proximidad...».

52 Inés E. Sanjurjo: «Las continuidades en el gobierno de la campaña mendocina en el siglo xix», Revista de Estudios Histórico-Jurídicos, 26 (2004), pp. 445-468.

53 Gabriela Tío Vallejo: Antiguo Régimen y liberalismo..., p. 120.

54 Silvia Romano: «Instituciones coloniales en contextos republicanos...». Para Buenos Aires, cfr. Raúl Fradkin y María E. Barral: «Los pueblos y la construcción de las estructuras de poder institucional en la campaña bonaerense (1785-1836)», Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio Ravignani», Tercera Serie, 27 (2005), pp. 7-48.

55 Miriam Moriconi: «El curato de naturales en Santa Fe del Río de la Plata: siglos xvii-xviii», Hispania Sacra, 63, 128 (2011), pp. 433-467.

56 Datos estadísticos siempre aproximativos que descansaban en parte en el trabajo de los pedáneos. Véase Ramón de la Sagra: Historia económico-política..., pp. 3-4. El capitán del partido de Batabanó desde 1764, Jossef Nicolas Duartel, se queja en carta al capitán general del 8 de abril de 1786 de la dimensión de su partido, que tiene cuarenta y seis leguas de circunferencia, y propone dividirlo en dos o tres. Véase Archivo General de Indias (en adelante, AGI), Cuba, 1406.

57 Juan Bosco Amores Carredano: Cuba en la época de Ezpeleta..., p. 331.

58 Cfr. François Godicheau: «La continuidad territorial de Cuba entre política tradicional, constitución militar y gobierno administrativo», en Coloquio Internacional jurisdicciones, soberanías, administraciones: la configuración de los espacios políticos en la construcción de los estados nacionales en Iberoamérica, São Paulo, 12-14 de junio de 2016.

59 En 1767, en el partido de Álvarez, surge un conflicto de competencias entre un pedáneo, Francisco Ramos, y el alcalde de la hermandad de Arroyo Arenas, José Flores. El conflicto tiene que ver con la preparación de tierras para instalar nuevos cañaverales y, en este caso, puede resultar sintomático: un mayoral, que pretendía tumbar palmeras de unas tierras pertenecientes a la madre de un oficial de caballería, es recibido a machetazos, detenido por el capitán de partido, pero defendido, pistola en mano, por el alcalde de la hermandad, «socio» del mayoral según el capitán. Véase AGI, Cuba, 1093.

60 Es cierto que bajo diferentes formas. En Córdoba la dependencia del gobernador-intendente que los creó, el marqués de Sobremonte, fue muy marcada.

61 Citado por Roberto Peña: «Los jueces pedáneos...», p. 22.

62 Instrucción general para los capitanes y tenientes de partido...

63 AGSF, AC, tomo XVI B, XVI, fol. 435.

64 AGSF, AC, tomo XVI A, fols. 176-177.

65 AGSF, AC, Expedientes Civiles, tomo CIL, fols. 47v-49v.

66 Juan Bosco Amores Carredano: «Ordenanzas de gobierno...», p. 107.

67 Se hizo otro padrón importante en 1792. Véase María Dolores González Ripoll: Cuba, la isla de los ensayos. Cultura y sociedad, 1790-1815, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2000.

68 Situados en la Novísima recopilación, libro VI, título VI.

69 Cfr. Juan Bosco Amores Carredano: Cuba en la época de Ezpeleta..., pp. 318-322.

70 Hemos transcripto este reglamento en Darío G. Barriera: «Instituciones, justicias de proximidad...», pp. 19-21.

71 Archivo General de la Nación (en adelante, AGN), IX-31-6-2, exp. 870, citado por Carlos Storni: Investigaciones sobre la historia del derecho rural argentino, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 1997, p. 109.

72 Por ejemplo el «Bando del lugarteniente de gobernador, justicia mayor y capitán a guerra de la ciudad de San Juan de Vera de las Corrientes, don Juan García de Cossio», del 3 de agosto de 1771, publicado por Víctor Tau Anzoátegui: Los bandos de buen gobierno en el Río de la Plata, Tucumán y Cuyo, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 2004, p. 278.

73 Sobre su operatividad para los hacendados, así como para su expresión en el derecho local, véase también el trabajo de Fernando Jumar y Javier Kraselsky: «Las esferas del poder. Hacendados y comerciantes de Buenos Aires ante los cambios de la segunda mitad del siglo xviii», Anuario del Instituto de Historia Argentina, 7 (2007), pp. 31-58.

74 Véase Juan Bosco Amores Carredano: «Ordenanzas de gobierno...», p. 106, nota 33, el caso del cura del partido de Río Blanco en 1787.

75 AGI, Cuba, 1406.

76 Manuel Moreno Fraginals: El Ingenio. El complejo económico social cubano del azúcar, t. 1, 1760-1860, La Habana, UNESCO, 1964, pp. 55-59. Entre 1784 y 1798, los precios de las tierras de Güines fueron multiplicados por quince por la presión de los intereses azucareros, expulsando a los pequeños cultivadores de tabaco, llegándose incluso a quemar las vegas en 1792.

77 AGSF, Notas y Otras Comunicaciones, II, fol. 210.

78 Gabriela Tío Vallejo: Antiguo Régimen y liberalismo..., p. 120.

79 António M. Hespanha: Vísperas..., p. 85.