Ayer 108/2017 (4): 305-335
Sección: Debate
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2017
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/108-2017-13
© Txema Portillo
© Marta Lorente
© Clément Thibaud
© Marcela Echeverri
© Rodrigo Moreno
Recibido: 19-6-2017 | Aceptado: 7-9-2017
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License

La crisis imperial como una experiencia compleja, 1808-1825

Resumen: En esta conversación a cuatro voces Marta Lorente, Clément Thibaud, Marcela Echeverri y Rodrigo Moreno hacen balance de la producción historiográfica en torno a las independencias y el primer constitucionalismo en el mundo hispano y proponen nuevas vías de investigación.

Palabras clave: historiografía, independencias, constitucionalismo, liberalismo.

Abstract: Four historians —Marta Lorente, Rodrigo Moreno, Clément Thibaud, and Marcela Echeverri— review historiographical approaches to Latin American independence and the origins of constitutionalism and liberalism in the Hispanic world. They also pose new historiographical questions that mark an agenda for future research.

Keywords: Historiography, Latin American Independence, Constitutionalism, Liberalism.

Hace apenas un lustro que estábamos en plena celebración de los bicentenarios tanto de la constitución de Cádiz como de los inicios de los movimientos emancipadores en Iberoamérica. Desde finales de la centuria anterior, la historiografía venía produciendo una intensa renovación metodológica, conceptual e interpretativa que eclosionó en torno a dichas celebraciones. Conviene ahora hacer balance y apuntar los caminos que debería explorar la historiografía en los próximos años. Para ello Ayer ha reunido en una conversación a dos historiadores que protagonizaron aquella renovación historiográfica desde los años finales del siglo xx, Marta Lorente y Clément Thibaud, y a dos historiadores jóvenes que culminaban sus tesis en torno al momento de los bicentenarios y que hoy son ya referencias historiográficas, Marcela Echeverri y Rodrigo Moreno. Marta Lorente es profesora de la Universidad Autónoma de Madrid (marta.lorente@uam.es), Clément Thibaud es director de estudios en la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París (clement.thibaud@ehess.fr), Marcela Echeverri es profesora de la Universidad de Yale (marcela.echeverri@yale.edu) y Rodrigo Moreno es profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México (rodrigo.moreno@unam.mx). A todos ellos queda Ayer sumamente agradecida, con un especial agradecimiento al profesor Thibaud que hizo el esfuerzo de expresarse directamente en la lengua de Cervantes con una encomiable precisión.

Ayer: Aunque aún nos quedan fechas muy señaladas que conmemorar en los años venideros que coinciden con el Trienio Liberal en España y el final de la presencia española en la América continental, el grueso de las celebraciones ya se ha producido. En torno a esos años, pero comenzando a finales del pasado siglo, se produjo un profundo replanteamiento historiográfico sobre lo que Marta llamó el «momento gaditano». Es una expresión que abarca el periodo que va desde los proyectos imperializadores de la monarquía española a finales del siglo xviii hasta los años veinte del xix. Fijemos un extremo en la publicación de Modernidad e independencias, de Guerra (1992), o en el volumen coordinado por Annino, Castro Leiva y Guerra en 1994 (De los imperios a las naciones) y lleguemos hasta las obras colectivas que se han publicado al filo de los bicentenarios [el mismo Momento gaditano dirigido por Marta Lorente y José M. Portillo (2011) o el de Las declaraciones de independencia coordinado por Alfredo Ávila, Érika Pani y Jordana Dym (2010)]. Entre ambos momentos se ha producido no solamente un notable incremento en nuestro conocimiento de ese momento, sino también un profundo cambio historiográfico que me gustaría que valorarais desde vuestras respectivas experiencias como historiadores.

Rodrigo Moreno: Para el ámbito de estudio de las independencias hispanoamericanas y el primer constitucionalismo no parece errado ubicar el surgimiento de impulsos historiográficos renovadores en la última década del siglo pasado. Transcurridos veinticinco años el balance se antoja necesario pero sumamente complejo, habida cuenta no solo de la ingente producción, sino su patente dispersión temática. Como ya lo han señalado algunos de los recuentos historiográficos previos, esos impulsos renovaron la mirada sobre el periodo revolucionario del primer cuarto del siglo xix en términos de lo que podríamos llamar el advenimiento de la modernidad política.

Con el afán de valorar el alud historiográfico de estos últimos cinco lustros quisiera subrayar, entre muchísimas otras convergencias y discordancias, cuatro elementos. En primer lugar, el consenso que prima entre los especialistas de que este proceso tiene necesariamente que ser explicado en una perspectiva hispánica. Si bien las conmemoraciones patrióticas incitaron las miradas nacionalistas, considero generalizada la conciencia de que las transformaciones ocurridas en el periodo de estudio competen a un ámbito político más amplio que el de las entidades políticas resultantes (los estados nacionales). No obstante, dicho consenso ha pasado dificultades para integrarse al sentido de las investigaciones particulares y no extraña, por tanto, que sean tan pocos los esfuerzos de síntesis integradoras y realmente propositivas con que contamos de los años noventa a esta parte.

En segundo lugar, aparecida muchas décadas antes de la renovación historiográfica a la que aquí nos referimos, pero desarrollada y expandida considerablemente hasta entonces, la noción de autonomía creada historiográficamente para referirse a una opción política distinta al independentismo rupturista o al fidelismo realista parece, en nuestros días, haberse convertido en una tautología. Si en un principio permitió traer a escena a una serie de actores y posturas que no habían cabido en la historiografía tradicional, ahora (salvo excepciones) parece aludir a una corriente política uniforme, coherente e integrada y casi historiable en sus propios términos. Creo necesario, entonces, evaluar el fenómeno historiográfico del autonomismo para medir sus aportaciones, sus alcances y su probable agotamiento.

En tercer lugar, una nueva manera de entender la historia constitucional y jurídica se asentó en estos últimos lustros. De la historia genealógica y dogmática de los ordenamientos prescriptivos y las regulaciones de la vida colectiva, la incorporación de la perspectiva de lo político ha ampliado considerablemente el espectro de los problemas de estudio en el tránsito del xviii al xix y la construcción del nuevo orden. El rigor de los estudiosos del mundo jurídico con genuina perspectiva histórica ha irrigado beneficiosamente a la historiografía de las independencias. La constitución ha pasado a interpretarse como fundamento institucional y político de una sociedad, y se ha asimilado con buena fortuna la interpretación de la crisis política de la monarquía como una crisis constitucional que, en esa medida, engendró multiplicidad de (trastabillantes, erráticas, fugaces) respuestas constitucionales en todo el mundo hispánico. Es de señalar el protagonismo historiográfico cobrado por el constitucionalismo gaditano que de algún modo eclipsó la diversidad experimental del proceso hispánico en su conjunto.

Finalmente, el enfoque de la «ruralización» de la política ha resultado sumamente prolífico. Aunque el término ya lo había utilizado Tulio Halperin Donghi en Revolución y guerra, fue con Annick Lempérière y más aún con Antonio Annino que comenzó a echar raíces (y fronda) en el estudio de las independencias y el primer constitucionalismo. Como se sabe, la interpretación propone que en la fase gaditana de la crisis imperial, y más concretamente con la aplicación de la Constitución de Cádiz en la América española, se desplazó el asiento de la toma de decisiones de las ciudades a las áreas rurales. En ese contexto, el surgimiento de ayuntamientos constitucionales —sea por caso— materializó la nueva cultura política. Pues bien, dicho desplazamiento ha dado motivo a una nutrida historiografía que, atenta a las legitimidades y las prácticas políticas, ha ampliado el espectro cronológico y temático de las revoluciones independentistas para estudiar los reacomodos del poder en ámbitos locales. Cristalizada en investigaciones individuales y colectivas, en artículos y sobre todo en libros colectivos, esta corriente ha permitido entender las implicaciones regionales de la desarticulación del antiguo régimen.

Clément Thibaud: Hace veinticinco años, cuando se produce el vuelco historiográfico vinculado a la obra de François Xavier Guerra, el gran relato de las independencias sigue apoyándose en dos ideas claves que muy pocos historiadores ponen en duda en aquel entonces. Primero, las reformas borbónicas describieron una «segunda conquista» de América (J. Lynch) gracias a la construcción de un estado moderno, centralizador. Este éxito contiene dialécticamente el ocaso de la monarquía hispana, ya que la centralización, al producir descontento entre las elites criollas, prepara el terreno de la emancipación. Segundo, el marco de análisis para estudiar y comprender las independencias es la nación. La resistencia a la reformas de los Borbones estimula un patriotismo local que aprovechará la crisis de la monarquía en 1808 para llevar a cabo un proyecto político de construcción nacional diseñado desde hace tiempo.

La ruptura con este modelo se produce con Modernidad e Independencias en 1992, una obra que sigue inspirando la historiografía actual por los tres giros fundamentales que representa: giro político, giro «gaditano» y giro «imperial». El éxito de la propuesta radica en su crítica radical de los sesgos teleológicos de la historiografía anterior, recordando que los actores no tienen recuerdos del futuro. En esta perspectiva, las naciones no son la causa, sino las consecuencias de la independencia, y los historiadores anteriores han confundido el punto de partida con el punto de llegada. Una idea igualmente válida tanto para los «reinos» de ultramar como para la metrópoli: la España peninsular y Portugal empezaron el proceso de construcción nacional después de 1808, no antes.

Este nuevo modelo causal se basa en una historia cultural de lo político que no se fija en la gesta de los prohombres y que se aleja también de los presupuestos de la historia tradicional de las ideas. Si rehabilita el acontecimiento y su capacidad para crear un antes y un después, Modernidad e independencias explica también el desliz hacia el liberalismo gaditano entre 1808 y 1810 mediante la «mutación cultural» de las elites, que se produce a través de la emergencia de «sociabilidades modernas» que estimulan la creación de una esfera pública y del triunfo correlativo de la opinión. Se nota aquí la influencia de la obra de Tocqueville (y de F. Furet). Esta nueva mirada entraña un «giro gaditano» en la comprensión de las independencias, ya que supone que las nuevas repúblicas hispanoamericanas no se construyeron contra la monarquía hispana, sino más bien en el marco de su transformación revolucionaria en régimen constitucional fundado en la soberanía de la nación.

El énfasis puesto en el proceso revolucionario español supone también un giro «imperial» y «atlántico», por lo menos al nivel hispánico y, acaso, ibérico. Después de la publicación de esta obra se volvió imposible explicar la emergencia de diez repúblicas sin remitirla al ocaso de una monarquía que abarcaba las dos orillas del océano (como mínimo). Pero hay más. La crítica del sesgo teleológico y del marco de análisis nacional (y estatal) llevó a poner en tela de juicio las jerarquías de la modernidad (incluso contra lo que escribía Guerra en 1992, por ejemplo, en la introducción del citado Modernidad e independencias). La lógica de esta crítica llevaba a cuestionar el recurso a comparaciones explícitas o implícitas entre el mundo hispano y los grandes modelos noratlánticos (Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos), comparaciones que funcionaban a la vez como paradigmas de interpretación y como marcos normativos para valorar y descalificar las revoluciones hispánicas en tanto que movimientos fallidos. De ahí el interés posterior de dicha historia política por corrientes historiográficas como Hicoes o Iberconceptos que tratan de pensar las instituciones, el gobierno y los valores desde dentro 1.

La ironía de esta renovación historiográfica es que hoy en día la independencia puede parecer difícil de explicar. Si, como lo muestra Jaime Rodríguez, por ejemplo, la constitución de Cádiz tuvo tanto calado en América, uno puede preguntarse por qué la independencia terminó siendo la solución escogida por todos los antiguos reinos americanos de España. Lo mismo puede decirse de la forma republicana que todos los estados nuevos adoptaron (con la fugaz excepción de México). Esta paradoja plantea nuevas preguntas sobre la cuestión de los orígenes. Si la centralidad del proceso constitucional de Cádiz no debe ser cuestionada, a mi entender, no puede explicar por sí sola la magnitud de los cambios políticos y sociales en la América hispana tanto desde el punto de vista de las culturas y lenguajes políticos como también de las instituciones y de los grupos sociales. El gaditanocentrismo debe aceptar ciertos límites. En realidad, me parece difícil aislar (y reificar, de alguna manera) un Atlántico hispánico que no tendría nada que ver con los «otros» Atlánticos. De ahí el interés de los enfoques transnacionales, o transimperiales, más allá de la moda de este tipo de historiografía. Creo que nuestra comprensión de las revoluciones hispánicas debe tomar en cuenta las ricas conexiones (comerciales, intelectuales, humanas) entre distintos ámbitos imperiales y nacionales. Los especialistas del Caribe estudian desde hace años estos vínculos que permiten comprender las circulaciones de las ideas y de los actores del momento revolucionario de los años 1790 y 1800 a partir de la experiencia de Saint-Domingue/Haití. El cariz peculiar de las revoluciones de Tierra Firme, por ejemplo, no se entiende si se soslayan las circulaciones de toda índole entre esta región y los espacios revolucionados del Caribe francés y holandés. No se trata de revivir la vieja historiografía liberal del siglo xix, que veía una relación transitiva entre la Revolución francesa y las independencias hispanoamericanas. Pero me parece que no se puede pasar por alto la importancia de dichas revoluciones del Caribe y la cronología anterior a 1808, por lo menos en el espacio bolivariano para decirlo así. La declaración precoz de la independencia y en la opción republicana en esta región, como la politización de los libres de color, están vinculados con el Caribe revolucionario del noventa.

Marcela Echeverri: Aparte de la posición generacional en la historiografía que me da un lugar en este debate, respondo a esta pregunta desde la perspectiva que tengo como historiadora en Estados Unidos.

El debate que despertó Guerra llegó a Estados Unidos como parte de la conversación más amplia con Jaime Rodríguez. Ambos estudiaron los mecanismos que conforman el proceso del cambio político latinoamericano del siglo xix temprano. Relativizaron la narrativa nacionalista enmarcando las independencias latinoamericanas y la guerra de independencia española contra Francia en las dimensiones imperial y atlántica. También había diferencias entre las narrativas que produjeron estos autores, entre otras, que mientras Guerra ofreció una visión teórica y que tiene raíces en la historiografía sobre la revolución francesa, Rodríguez reinterpretó la revolución hispánica enfatizando el escenario americano.

Para mencionar solo unas respuestas que estos temas inspiraron en Estados Unidos, empezaría con la manera en que se potenció la conversación entre historiadores de América Latina, España y Francia. Estos han logrado darle cuerpo y vida al Atlántico hispánico en la historiografía de la «era de las revoluciones». Así como sucedió con la integración de Haití al paradigma de Palmer pocos años antes, incluir, reconocer y aprender del caso hispánico ha transformado los límites cronológicos, geográficos y conceptuales de la historia de la era de las revoluciones.

Otra respuesta que se dio también en la historiografía en América Latina se desarrolló por la necesidad de ampliar las conclusiones que se habían ofrecido desde el caso mexicano, trabajado originalmente por Guerra y Annino, para entender a la vez la multiplicidad y la unidad gaditana desde otras perspectivas. Conversaciones muy interesantes, además de proyectos de colaboración entre los historiadores especialistas en los distintos virreinatos, han permitido tener un verdadero panorama hispánico durante la crisis de la monarquía y el periodo de Cádiz como ejes de cambio.

Es interesante que también se dinamizó la historiografía llamada colonial. Se desestabilizó la frontera del «periodo colonial» cuando la coyuntura alrededor de Cádiz apareció no como un límite, sino como un proceso de magnitudes imperiales. Este proceso articuló tensiones sociales con raíces profundas; también durante él se irradió energía creativa entre las regiones del territorio hispánico. Por otra parte, los territorios americanos han cobrado un protagonismo en los debates sobre liberalismo y republicanismo en el espacio atlántico.

Con respecto a Rodríguez se planteó que reivindica la perspectiva hispánica por encima de otras, con riesgo de colonizar o reimperializar las nociones de memoria y política para el periodo de las independencias. Volver a una historia más americana en los trabajos de algunos autores implica descentrar a Cádiz como el motor de la transformación hacia el liberalismo y mirar fuentes locales o vernaculares que hayan impuesto nuevos términos de reflexión y prácticas alrededor de la soberanía. Por ejemplo, discutir la crisis andina de fines del siglo xviii como un fenómeno que tuvo un impacto también atlántico. En ese sentido la historiografía se plantea revisar la periodización que impuso la visión de momento gaditano.

Una manera de plantear lo más importante que sucedió historiográficamente durante los años que estamos considerando es que la Constitución de Cádiz ha funcionado y funciona como un lente caleidoscópico que permite ver varios planos a la vez, mirar hacia delante y hacia atrás. Cádiz constituye una conversación que refleja la multiplicidad de voces y de relaciones que conformaban al mundo hispánico en esa coyuntura. La producción, desigual implementación y múltiples interpretaciones de Cádiz, todas hablan de la lucha de fuerzas que nos interesa conocer para entender las sociedades que vivieron, produjeron y habitaron la revolución.

Marta Lorente: La historiografía de los últimos veinticinco años se ha tomado en serio la siguiente máxima: Nación y Estado son objetos y no sujetos de historia, aunque bien es verdad que resulta más fácil identificar pulsiones nacionalistas que las estatalistas correspondientes a la hora de hacer historia. La desaparición de estos actores de la escena ha obligado a buscar otros protagonistas de un drama que ha hecho suyas problemáticas religiosas, culturales, institucionales o constitucionales, así como de concretos grupos humanos entre los cuales destacan muchos de los que antaño fueron privados de voz por una historiografía esencialmente nacionalista a la que cualquier heterogeneidad le resultaba, como poco, molesta. Una vez abierto el abanico de posibilidades, sin embargo, todo indica que la multiplicación de actores no ha hecho sino empezar. Con independencia de que no sea posible avanzar sin cambiar, creo que el proceso de diversificación progresiva en el que estamos inmersos no solo genera cierta inseguridad a la hora de justificar el objeto de estudio, sino que, sobre todo, permite e incluso fomenta la incomunicación, ya que el número de relatos resulta a todas luces inmanejable.

En segundo lugar, la historia política se ha ganado limpiamente el derecho a ocupar un sitio propio en el cielo, toda vez que ha demostrado su capacidad explicativa respecto tanto de la quiebra de la monarquía como de la naturaleza del primer constitucionalismo hispánico, entendido como resultado de las revoluciones que trajeron causa de dicha quiebra (y no al revés). El sensato abandono de antiguas estrategias, como fue la de meter historia propia en moldes revolucionarios ajenos, ha obligado a transformar de plano el alcance y dirección de la mirada del historiador, lo cual le ha permitido, por ejemplo, hacer una lectura de la participación política —elecciones, peticiones, pronunciamientos, etc.— muy diferente a la que se podría deducir del socorrido recurso al militarismo o al caudillaje que todo lo explican. Mas como quiera que caudillos hubo, y muchos, creo que la tentación de normalizar la historia de las revoluciones hispánicas, incluida por supuesto la estrictamente peninsular, puede alcanzar la condición de amenaza real por lo que de distorsionante tiene para esa nueva historiografía centrada en el análisis de lo político.

Por otro lado, la emergencia y consolidación de la historia política ha conllevado la rehabilitación de la historia jurídica o, cuando menos, de una determinada historiografía jurídica situada en aquellas coordenadas antinacionalistas y antiestatalistas a las que antes hice referencia. Sin duda, los avances en este campo han sido verdaderamente notables, toda vez que la gran mayoría de los historiadores vienen tomándose en serio lo que constituciones, normas y, en general, documentación jurídica, significan para el periodo.

Diría finalmente que si para algo ha servido la notable abundancia y extraordinaria calidad de la historiografía acumulada en estos últimos veinticinco años ha sido para incluir el mundo hispánico en ese mapa revolucionario en origen y constitucional por naturaleza que se fue dibujando desde finales del siglo xviii en lo que se vino a denominar Occidente por algunos. En este punto solo cabe añadir que la sombra de la disputa del Nuevo Mundo sigue siendo muy alargada, como bien puede comprobarse en la relativamente escasa atención que algunos conocidos, y por otro lado excelentes, cultivadores de la historia global le vienen dedicando al mundo hispánico. Algo parecido, pero mucho más escandaloso, sucede en el campo de la historia constitucional comparada, en la cual el muy católico constitucionalismo hispano ni ha logrado hacerse un hueco hasta la fecha, ni parece que lo vaya a conseguir en un futuro cercano. Además, mucho me temo que el nuevo panorama geoestratégico que comienza a diseñarse contribuya a reponer al mundo hispánico en ese lugar degradado en origen, y, en consecuencia, insignificante para la historia de la humanidad, que tan magistralmente analizó Gerbi en su día.

Ayer: Os habéis referido a un cambio que es bien notable en la historiografía desde finales del siglo pasado: el convencimiento de que el estudio de todo el proceso de crisis de la monarquía imperial española y la conformación de nuevos espacios nacionales no puede interpretarse correctamente desde una perspectiva cerradamente nacional. Dicho de otro modo, parece ser que esa historia es de naturaleza atlántica. Sin embargo, si repasamos la mayoría de las obras colectivas que hemos dedicado al análisis conjunto, atlántico, de este momento entre colegas de todos los rincones de esa enorme geografía ¿no acaban reproduciendo la perspectiva nacional en el sentido de que sistemáticamente incluyen un capítulo tras otro sobre experiencias nacionales? ¿Es posible una historia atlántica de este momento?

Marcela Echeverri: La transición hacia una perspectiva atlántica de las independencias latinoamericanas no es un proyecto terminado. Pero no se debe subestimar el trayecto recorrido ni la dirección en la que vamos avanzando. Como balance general creo que el potencial de la historia atlántica tal como se ha desplegado ampliamente en los estudios sobre las independencias sí ha desestabilizado definitivamente las historias nacionales.

Se trata de un proyecto colectivo en el cual hay que enfrentar varios retos. No me refiero al problema conceptual planteado y debatido acerca del carácter extranjero o impuesto del marco atlántico. Es la naturaleza de los procesos de investigación lo que dificulta a los historiadores llevar a cabo proyectos de verdadera raigambre atlántico o hispánico. Quiero decir: las fuentes de financiación; la capacidad de hacer investigación de archivo en múltiples sitios; en algunos casos el no manejar varios idiomas para trabajar en archivos de lugares que podrían conectarse productivamente a través del lente atlántico. Estas son algunas de las condiciones prácticas que deben cumplirse para emprender investigaciones de dimensiones atlánticas, transimperiales y transnacionales. Y, aun así, hasta este momento las conversaciones que se han desarrollado entre historiadores del atlántico hispano e incluso ibérico ya han dado forma a una manera de comprender los procesos, los agentes y los territorios que es enteramente nueva.

A la vez, en cuanto a las escalas que exige la perspectiva atlántica el problema no solamente radica en la necesidad de reconstruir el contexto más amplio posible. La perspectiva atlántica depende de la capacidad efectiva que tengamos de comprender y extrapolar realidades locales. A través de la combinación de ambas dimensiones en la investigación y en el análisis, lo particular nos habla de lo más general o «atlántico». Un ejemplo puede ser la categoría de indio, que sirve para pensar la fuerza de un concepto normativo (legal, fiscal) cuya historia se encuentra arraigada simultáneamente en la dimensión discursiva (vinculada por supuesto a visiones coloniales) y en el elemento específico, material y político de las comunidades, que le daban formas particulares a lo largo y ancho del territorio. Lo que se busca es reconstruir la manera en que lo atlántico se produce en lo local. Y esto implica que hay todavía mucho por hacer para repensar la escala local con preguntas que podemos llamar «atlánticas».

Para ilustrar la manera en que los estudios atlánticos se han nutrido de la historia del mundo hispánico encuentro varios ejemplos de trabajos recientes. Desde la perspectiva hispánica, estos han resultado en la redefinición del concepto de «lo atlántico». Por cuestiones de espacio, y para resaltar puntos específicos, voy a referirme a cuatro:

A través del estudio de la historia de la esclavitud desde sus comienzos en el siglo xvi hasta el final en el siglo xix, Christopher ­Schmidt-Nowara demostró hace unos años que no se puede entender el proceso de construcción de los imperios atlánticos sin poner la esclavitud africana en el centro del análisis. Más importante aún, no se puede pensar en tal proceso si no se reconoce que fueron las dos monarquías ibéricas las que abrieron el campo en ese mercado y desarrollaron las primeras economías esclavistas americanas. Por supuesto esto no es algo que se dice con «orgullo», pero es evidente que tiene implicaciones para la comprensión histórica del atlántico.

En el trabajo de Jeremy Adelman, por otra parte, encontramos un buen ejemplo de lo que se puede lograr al unificar el atlántico en su dimensión ibérica. Adelman estudia las experiencias en el imperio español y portugués para examinarlas comparativamente. Con mucha atención a las coyunturas específicas, muestra en qué medida se pueden diferenciar. También encuentra que hay conexiones relevantes como el origen de la crisis constitucional atlántica que sufren ambos imperios. En las investigaciones de Adelman, la mirada al tema de la soberanía ofrece un eje de análisis que resalta la contingencia y la variabilidad en la construcción de las naciones en Iberoamérica.

Por otra parte, Gabriel Paquette ha puesto la historiografía sobre el liberalismo hispánico en diálogo con visiones más tradicionales del mundo atlántico que hasta hace poco lo habían excluido. Es decir, en conjunto con otros historiadores, Paquette ha demostrado que el liberalismo hispánico tiene una historia propia y, al reconocerla, ha obligado a ampliar el campo de estudios del liberalismo que asumía que este debía entenderse como una ideología singular.

Y en ese sentido el trabajo de José M. Portillo para el siglo xix es un punto de partida ideal para asumir que hablar de la dimensión atlántica no implica buscar unidad. Portillo pone el mundo peninsular y el mundo americano en un espacio hispánico, es decir, en un mismo plano. Pero su trabajo revela profundas diferencias que nos remiten a la realidad colonial y a cómo tal realidad marca y determina la política liberal emergente en el siglo xix. Las lógicas de la revolución producen inversión en la capacidad de los americanos de experimentar con ideas e instituciones liberales.

Por todo esto, creo que no es necesario rechazar o resistir el marco atlántico, sobre todo cuando este se puede —digamos— moldear con perspectivas hispánicas, eliminando cualquier tendencia anglocéntrica o culturalmente excluyente que hubiera en sus orígenes historiográficos.

Clement Thibaud: En mi opinión se trata, en primer lugar, de un asunto de escalas. Los fenómenos históricos locales cobran (más) sentido si se estudian al nivel macro. Es, además, una propuesta metodológica. Ya no se trata de comparar espacios, sino de mostrar las articulaciones que los unen a través del concepto hoy muy de moda de circulación.

En tercer lugar, es una perspectiva cultural. Cruzándose con los enfoques subalternistas y poscoloniales, muchos estudios atlánticos han logrado relativizar las jerarquías civilizacionales que la reflexión comparatista, a menudo organizada en torno a la dupla modelo/difusión, no siempre logra eliminar, sobre todo en los campos de la historia política, cultural o intelectual. Junto a ello, la historia atlántica radica en un presupuesto no siempre explícito, y muy discutible, de que este espacio oceánico tiene un carácter excepcional. Dicho carácter se debería al papel singular que desempeñó en la forja de la modernidad económica y política, para «bien» (revoluciones «democráticas» y/o republicanas, abolicionismo) o para «mal» (comercio de esclavos, imperialismo, etc.). Finalmente contiene una propuesta temática y cronológica.

Si retomamos cada uno de estos puntos para examinar su aporte a la comprensión de las revoluciones hispanoamericanas, creo que permiten plantear preguntas importantes. En otros términos, si el enfoque atlántico no lo explica todo ni tampoco constituye una panacea historiográfica para salir de los callejones sin salida de la historia patria, me parece que su uso pragmático permite plantear nuevas preguntas e identificar nuevos terrenos de investigación útiles para el entendimiento global del momento revolucionario hispanoamericano. Cabe reconocer, sin embargo, que hasta la fecha, los avances más importantes se han dado gracias a la historia imperial, y todavía existen muy pocas obras que retoman las propuestas de la Atlantic History para pensar el objeto «independencias» fuera del enfoque comparatista que constituye, creo, un extravío de su ambición inicial.

A pesar de estas limitaciones, su mayor utilidad consiste en que nos da la posibilidad de criticar a fundamentis tres aspectos desafor­tunados cuando se trata de abordar tanto la historia de cada nación hispánica como el conjunto «imperial» que formaron: la esencialización, el excepcionalismo y la desviación culturalista.

Por otra parte, entre los problemas historiográficos que la historia atlántica de ayer ha contribuido a identificar y que los «atlanticistas» de hoy y de mañana permitirán iluminar —seamos optimistas— veo tres campos particularmente interesantes.

Primero, en la línea de los autores del giro republicano norteamericano, y, más recientemente, del programa Iberconceptos, pienso que todavía la historia intelectual del liberalismo y del republicanismo en el siglo xix puede seguir pistas promisorias y novedosas. En segundo lugar, podría pensarse el momento revolucionario atlántico como secuencia y no como totalidad ni como conjunto de experiencias comparables. Se trataría de mirar cuáles son los actores, acontecimientos, ideas, instituciones, que permiten articular los tiempos de dicha secuencia (norteamericana, francesa, haitiana, hispánica, entre otros). Finalmente, los grupos transnacionales que vinculan momentos claves de la «era de las revoluciones» hasta las emancipaciones hispanoamericanas.

Marta Lorente: El salto de las historias nacionales a la historia global, pasando por supuesto por la famosa historia atlántica primero, amenaza con convertirse en el mantra historiográfico dominante. Sin embargo, resulta muy difícil (es más, diría que casi imposible) restar méritos a lo que ha supuesto la consolidación de un campo de estudios que, con todas sus intrínsecas fragilidades, no solo ha servido para transformar por completo la mirada de los historiadores, sino también, y sobre todo, para hacer emerger objetos de estudio despreciados previamente (esclavitud, migraciones y comercio, con su correlato de tratas y desplazamientos humanos, constituyen ejemplos altamente significativos). En mi opinión, más que posible, es recomendable mantener una perspectiva atlántica a la hora de hacer historia del periodo, siempre y cuando, eso sí, evitemos que algunos árboles muy característicos de la historiografía atlantista nos impidan analizar lo que de específico tuvo el bosque de las revoluciones hispánicas.

Creo que en algunas ocasiones la historiografía atlanticista descubre Mediterráneos para ocultarlos de inmediato bajo el manto proporcionado por una muy confusa terminología.

«Tal vez el proceso más trascendental y a la vez peor comprendido en la historia moderna es la larga transición de un mundo integrado por imperios a un mundo compuesto por Estados», ha afirmado con razón David Armitage 2. A estas alturas, no obstante, pocos o ninguno son los que niegan la dimensión atlántica de una(s) crisis que propiciaron la ruptura con la(s) metrópoli(s) correspondientes tanto de las colonias británicas como de las (que serán) repúblicas caribeñas y latinoamericanas: en este específico sentido, y para lo que atañe al mundo hispánico, no hay vuelta atrás respecto de la Crisis Atlántica de Portillo 3. Con todo, la acumulación de publicaciones en las últimas décadas, animada sin duda por la celebración de aniversarios, ha respondido en numerosas ocasiones más a estrategias académicas de todo tipo que a altruistas intereses científicos, si es que se puede llamar ciencia a eso que tratamos de hacer los historiadores profesionales con bastante dificultad. Es por ello que a nadie puede extrañar que unos y otros se esmeren en la tarea de reformular, utilizando para ello títulos e introducciones à la page, antiguas percepciones o, incluso, antiguas investigaciones (en este concreto capítulo cabe subrayar el enorme papel que vienen jugando las publicaciones colectivas que, surgidas de congresos, seminarios o de simples iniciativas editoriales, prometen explicar en portada lo que no se encuentra en las páginas que le siguen).

Como ya he sugerido, no las tengo todas conmigo a la hora de hablar de la dimensión atlántica de la construcción del Estado/Nación en Latinoamérica. Es más, creo que puede resultar un artefacto un tanto incómodo o, incluso, indigesto. Aquí, creo, solo cabe insistir en el uso de la comparación o, si se quiere, en la identificación de problemas comunes en todas las nuevas Repúblicas, lo que a su vez supone tener muy en cuenta las también comunes raíces: el (des)control del territorio y su progresivo reparto (individual) y delimitación (estatal); la persistencia de la vieja categoría de persona(s) en un universo con elecciones y supuestos derechos políticos; el (re)sometimiento de la humanidad indígena y, por supuesto, la esclavitud, el (neo)municipalismo y el (des)gobierno; la ¿reforma? de la justicia, y, en fin, la reproducción decimonónica de una cultura católica que fue más allá de la mera prohibición de otros cultos.

En todo caso, y como quiera que el proceso ¿estatalizador? desen­cadenado por la crisis atlántica en la América hispana merece ser objeto de historia en sí mismo, solo cabe referirse a él o bien en términos globales, y, por tanto, excesivamente generales, o bien en particular, siempre y cuando, eso sí, ni se oculten temáticas ni se extrapolen modelos (mal construidos) o teorías legitimadoras (también, por regla general, mal construidas). Y es que solo una buena historia del Estado, o, si se quiere, de la construcción de las comunidades políticas, puede dejar el camino despejado para convertir la Nación en un razonable objeto de historia.

Rodrigo Moreno: Hace cosa de seis años Roberto Breña publicó como parte de su libro El imperio de las circunstancias un razonado alegato en contra de la adopción del enfoque atlántico para la explicación de las revoluciones hispánicas 4. Entre otros resquemores, la principal reticencia aducida por Breña consistía en el riesgo de perder la profundidad y especificidad necesarias en toda sólida interpretación historiográfica cuando se buscan comparaciones y genealogías entre las revoluciones hispánicas y las que tradicionalmente han constituido el llamado ciclo revolucionario atlántico: la norteamericana, la francesa y la haitiana. Recuperando el origen de dicha perspectiva (Palmer y Godechot) y algunos de sus productos más recientes (Klooster), Breña subrayaba los nada deseables efectos de analogías superficiales o afirmaciones generales en los que usualmente recaía la incorporación forzada de las independencias iberoamericanas al marco de análisis atlántico.

Considero que el desafío de la adopción del enfoque atlántico no solo depende de la destreza y de los conocimientos del historiador, sino que, para efectos de una genuina renovación historiográfica, se vuelve irrelevante si solo se traduce en el traslado de los marcos, preocupaciones y perspectivas nacionales al mundo atlántico (o hispánico). En cambio, si la lente atlántica o hispánica está llamada a mostrar utilidad ello se debe a su potencial para hacer visibles problemas históricos que de otro modo se hacen escurridizos o francamente imperceptibles. Creo que intereses característicos de la historia atlántica 5 y que tienen que ver con redes, con articulación de mercados y con circulación de bienes (y textos), por solo citar tres ejes, muestran con claridad posibilidades que todavía no han sido desarrolladas con amplitud y con solvencia para el caso de las revoluciones iberoamericanas.

En otras palabras, no encuentro tan relevante la puesta en práctica de tal o cual perspectiva de estudio o la delimitación de tal o cual conjunto, sino lo que se busca en ambos casos. Las deficiencias, las teleologías y los anacronismos podrían reproducirse (como lo han hecho) lo mismo en análisis con pretensiones globales que nacionales, regionales o locales. Dudo que se abandone el enfoque nacional para la narración de las revoluciones hispanoamericanas en ámbitos como la docencia y la difusión, pero creo que la conciencia generalizada de la necesidad de considerar la perspectiva hispánica de la que hablamos en la ronda anterior aún no ha logrado desmantelar los supuestos sobre los que la historiografía nacionalista se ha estructurado. Y no me parece que se trate de una tara de perspectivas, sino de supuestos, como ya lo dejaba ver Marta Lorente. También evoco a Elías Palti para sugerir que si el enfoque atlántico (o la búsqueda de rupturas y continuidades y de tradiciones y modernidades) solo viene a introducir las desigualdades históricas de «modelos» preestablecidos (sea por caso el liberalismo o la democracia), poco aporta a la comprensión de las revoluciones hispanoamericanas; si, al contrario, ayuda a explicar lo que en términos de Palti consiste en la radical contingencia de los orígenes y fundamentos de esos supuestos modelos, tenemos, entonces, mucho camino por recorrer 6.

Ayer: Una de las paradojas del momento al que nos estamos ­refiriendo podría formularse de este modo: se trató, por un lado —como habéis señalado—, de un momento que por su propia naturaleza exige una mirada atlántica para interpretarse correctamente; por otro, sin embargo, aquellos protagonistas si de algo hablaron sin parar fue de naciones (soberanía nacional, emancipación nacional, cumplimiento de un designio histórico nacional...). Mirando un poco más allá —al siglo xix después de 1830— ¿consideráis que ese transvase entre lo nacional y lo atlántico (lo hispano en este caso o lo ibérico para ciertos asuntos) puede seguir rindiendo frutos o, por el contrario, consideráis que efectivamente la eclosión de las naciones primero y del principio de nacionalidad luego invalidó definitivamente esa otra dimensión?

Clément Thibaud: Es innegable que los actores revolucionarios hicieron de la nación uno de sus conceptos favoritos. En la primera prosa constitucional de las repúblicas de Tierra Firme, por ejemplo, si en 1811 se hace énfasis en los derechos del hombre y del ciudadano y en la soberanía del pueblo —y de los pueblos—, después de 1821 no cabe duda para nadie de que la soberanía radica en la nación. Un concepto que parecía obvio hace veinte años resulta ahora problemático. Un primer acercamiento a ese problema sería reparar en la sedimentación histórica de la idea de nación, en la perspectiva de una historia de los conceptos. Nos damos cuenta de que, a principios del siglo xix, «nación» no tenía el mismo sentido que hoy, con su escaso significado identitario. Nada que ver, en una palabra, con ese «espíritu de nacionalidad» que cubrieron de sangre los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial y, mucho menos, con la noción de «estado-nación». Las comunidades políticas hispanoamericanas del siglo xix no eran naciones ni estados si nos referimos a las comprensiones contemporáneas de dichos conceptos (weberianas por ejemplo).

Pero esta primera respuesta no elimina el problema porque, si bien las primeras repúblicas hispánicas no se independizaron de la monarquía española como estados-naciones (modernos), es igualmente innegable que terminaron transformándose en algo muy parecido hacia finales del siglo xix o tal vez al principio del siglo xx. Podríamos seguir aquí la lección de Benedict Anderson, que veía en el mundo hispanoamericano una región clave para comprender el surgimiento del nacionalismo en tanto artefacto cultural, propiciado por la nueva cultura impresa propia del capitalismo mercantil (print capitalism). Si la propuesta de Anderson parece hoy teleológica y discutible, creo que la comprensión de lo que significó el término «nación» durante buena parte del siglo xix atañe en efecto a una historia cultural de lo político, atenta a las representaciones. Diferenciando tres acepciones de la nación —en tanto identidad, comunidad y gobierno o principio soberano—, vemos que el concepto que manejaban los actores de las independencias fue más bien el último. La nación representaba un principio de legitimación constitucional, identificando una comunidad de ciudadanos, con escaso contenido concreto.

Si nos ponemos de acuerdo sobre este punto, el problema se simplifica, resumiéndose en la evaluación del alcance de estas abstracciones en las sociedades hispanas del siglo xix. No conviene olvidar que el gran problema «nacional» de los Estados surgidos de la crisis de 1808 no fue tanto la construcción de una identidad común como la articulación de las jurisdicciones territoriales en un conjunto gobernable, como lo señala Marta Lorente con mucho tino. Esto sugiere que dichas «naciones» se definieron, durante buena parte del siglo xix, como gobiernos compuestos que intentaron articular comunidades territoriales que reclamaban frecuentemente su «derecho natural» a la soberanía. Esta fragmentación de las piezas de la monarquía que surgieron de la crisis de 1808 describe uno de los mayores problemas de las «repúblicas nacientes». Por eso creo, con algunos otros, que la noción de estado-nación entorpece la comprensión de las primeras décadas republicanas. Pero el problema sigue sin resolver, ya que la nación moderna termina ganando.

Esta «victoria» tardía (y cuestionable) de la nación plantea otro problema al que apunta la pregunta y que formularía yo de manera siguiente: ¿cuándo termina la «historia atlántica»? Se trata de una cuestión difícil que todavía permanece abierta 7. Uno podría tener la tentación de vincular el cierre del momento atlántico de la historia hispanoamericana con el ocaso de algunas instituciones claves para la construcción de un sistema atlántico compartido entre Europa, África y América: imperios «coloniales», esclavitud racializada, exclusivo colonial. Pero entonces, ¿debemos escoger 1830, que pone fin al proceso de independencia de las «colonias» americanas del norte y del sur? ¿1898, con la guerra hispano-americana y la independencia de Cuba? ¿La prohibición de la trata negrera o las aboliciones de la esclavitud que corren hasta 1888? Si todas estas fechas me parecen buenas candidatas para cerrar la Atlantic History, no creo, sin embargo, que signifiquen el paso de un periodo imperial (y) atlántico a otro que significaría el repliegue sobre la nación «triunfante», aunque todo el siglo xix describe, a mi modo de ver, una secuencia histórica irreductible tanto al antiguo régimen «colonial» como a la era del estado-nación.

Rodrigo Moreno: Bien lo dijo Clément, no se trata de comparar espacios, sino de mostrar (con un espíritu genuinamente pragmático) las articulaciones que los unen. Por otro lado, la ambiciosa agenda señalada por Marta (control territorial, gobierno representativo, integración y sometimiento de comunidades indígenas, abolicionismo, municipalismo, administración de justicia y reproducción de la cultura católica), a la que podríamos agregar militarización, caudillismo, violencia, partidos, identidades, intereses extranjeros, comercio, deudas, entre un larguísimo etcétera, deja ver algunos de los problemas históricos que vertebran el siglo xix hispanoamericano y que demandan (o sería deseable que demandaran) miradas desnacionalizadas o, digamos, desfronterizadas. Como hemos dicho, parte del desafío consiste en dominar las ingentes, prolíficas, pero a menudo excepcionalistas y siempre fragmentadas tradiciones historiográficas nacionales y ofrecer productos lo suficientemente fundamentados que superen el tono de manual latinoamericanista.

Tomar en serio la perspectiva atlántica también tendría que traducirse en la integración provechosa y práctica —útil— de los ámbitos no hispanoamericanos (Estados Unidos, Inglaterra y Francia, pero también Portugal, Brasil, el Caribe...) en función de los problemas ya aludidos y con la intención de superar el fácil particularismo a través de la correcta y complejísima articulación de escalas.

Investigaciones de esta índole precisan un público lector que probablemente haya que crear (incluso entre los historiadores académicos) no solo por la cultura historiográfica y la erudición necesarias, sino, sobre todo, por una deseable sensibilidad que no eche de menos (al menos no demasiado) las singularidades nacionales y sea capaz de encauzar sus esfuerzos interpretativos a la solución de problemas y no a la construcción de genealogías o altares. Creo yo que en épocas en las que parecen desempolvarse e incluso galvanizarse los pruritos nacionalistas que fertilizan por todas partes tendencias excluyentes, unificadoras y casi purificantes, un tipo de historia como la arriba descrita se vuelve imperiosa.

Marta Lorente: Antes de tratar de contestar a las preguntas, creo que no está de más hacer una reflexión sobre la «paradoja» —por supuesto historiográfica— a la que se refieren. Y es que, en mi opinión, no existe tal paradoja siempre y cuando entendamos que naciones y nacionalismos constituyen un capital objeto de estudio para la historia de los últimos dos siglos. En este exacto sentido, y reconociendo que la mirada atlántica resulta sin duda enriquecedora, no creo que lo sea más que cualquier reflexión general sobre el fenómeno de la irrupción del(os) nacionalismo(s) en la(s) cultura(s) de la modernidad, que es, por otra parte, lo que hacen todos aquellos que se dedican a historiar la construcción de naciones y nacionalismos hispánicos. No obstante, hay que reconocer que la mayoría de los (más reconocidos) teóricos del nacionalismo y, por tanto, necesariamente estudiosos de su historia, o evitan totalmente o pasan de puntillas sobre el mundo hispánico a la hora de hacer sus análisis. Y es que la aparente uniformidad cultural de este último (a la que solo se le pueden contraponer las culturas indígenas que hasta el día de hoy no se han incorporado a la uniforme y muy occidental carrera en pos de la exclusividad propia del estado-nación) resulta un punto de partida bastante correoso para quienes tratan de explicar y comprender la multiplicidad americana surgida de las independencias.

En todo caso, que el «despertar» de las naciones dormidas no tuviera nada que ver con las revoluciones hispánicas no implica en absoluto que en el seno de estas últimas no se hablara intensamente de ellas, hasta el punto de que todo parece apuntar que su (re)creación fuera uno de los objetivos principales de un importante sector de aquellos que fueron protagonistas de las independencias.

Con todo, tengo para mí que quienes se han preocupado o preocupan por la comprensión que de los usos del término nación o derivados se hiciera desde 1808 en adelante a ambos lados del Atlántico hispánico suelen toparse con un importante obstáculo, a saber: que como quiera que dichos usos son innumerables, se impone la descripción de comprensiones que son contradictorias en la mayoría de las ocasiones. Es por ello que la acumulación de estudios sobre esta cuestión ha acabado resultando un tanto estéril, cuando no simplemente reiterativa, con independencia del valor y calidad de muchas de las investigaciones de las que a día de hoy disponemos.

Llegados a este punto, no puedo evitar recordar una tan conocida como contundente afirmación de Gellner, quien en su momento advirtió que la emergencia de los Estados no necesitó en absoluto de la contribución de nación alguna habida cuenta que lo que sucedió fue más bien todo lo contrario. No pretendo abrir aquí un espacio para la polémica, sino que simplemente tengo en mente a Gellner a la hora de llamar la atención sobre otra afirmación, con la que por cierto estoy por completo de acuerdo, que tiene una naturaleza solo aparentemente cronológica: me refiero a la propuesta de Portillo sobre situar en el último tercio del ochocientos la emergencia del Estado en Latinoamérica. Pues bien, este décalage cronológico dice mucho de la más que difícil, imposible, asimilación del State building iberoamericano a cualesquiera otros nacidos de y por las revoluciones atlánticas.

Y ya para finalizar. Creo que Rodrigo tiene razón cuando hace hincapié en una afirmación de Clément: no se trata de comparar espacios, sino de mostrar (con un espíritu explícitamente pragmático) las articulaciones que los unen, pero también creo que hay que conocer de qué espacios estamos hablando, esto es, de cuándo, cómo y porqué se han constituido o, en todo caso, reconstituido.

Marcela Echeverri: Es un punto interesante, mas no creo que sea una paradoja que dependamos de la perspectiva atlántica para estudiar la emergencia de las naciones. Por una parte, el lente atlántico es esencial, como lo ha demostrado la historiografía que hemos estado discutiendo, para comprender el marco amplio y común de las relaciones entre los imperios y aquellas regiones que eventualmente se constituyeron en naciones, antes y durante el contexto revolucionario. Por otro lado, el lenguaje de las naciones resultó también ser una herramienta común en la construcción de los nuevos marcos políticos tal como en el caso hispánico, por ejemplo, tuvo una dimensión justamente nacional-imperial.

Quiero decir que las naciones no son fenómenos que en su origen o en su concepción tengan necesariamente un carácter fragmentador. Pudo haberlo sido o parecido en el discurso, pero en la práctica las relaciones —las conexiones— que demarcaron y determinaron los procesos políticos del siglo xix siguieron teniendo proporciones atlánticas, lo cual amerita la mirada atlántica para comprenderlas.

Varios fenómenos son relevantes para ilustrar esta cuestión.

El plano económico dentro del que se tejió el surgimiento de las naciones latinoamericanas estuvo especialmente vinculado con Gran Bretaña y, como menciona Thibaud al final de su comentario, con tendencias globalizantes.

El aspecto político de construcción de las repúblicas que, visto en una perspectiva hemisférica en relación con Estados Unidos y en paralelo con Haití, sugiere que los casos hispanoamericanos enfrentaron problemas de identidad nacional únicos. Estos resultan ser muy relevantes para comprender el nacionalismo en cuanto trasfondo de la búsqueda de formas políticas y constitucionales que se ajustaran a realidades sociales complejas. Esa particularidad socio-política, sin embargo, no fue un elemento que determinó la marginación de las repúblicas latinoamericanas como casos excepcionales e irrelevantes, sino que más bien en el mismo siglo xix afectó la percepción teórica o normativa de las posibles articulaciones del republicanismo y la nación desde las perspectivas española (incluyendo Cuba) y en Estados Unidos. Y, asimismo, tales experiencias de construcción nacional republicana estaban en diálogo, justamente como contraste, con las monarquías europeas.

La abolición de la esclavitud desde 1810 hasta 1890 también es un proceso que tuvo dimensiones atlánticas y los protagonistas las entendieron como tales. En ese sentido, su estudio requiere una combinación de las perspectivas atlánticas y nacionales para descubrir en qué medida los intercambios de ideas (por ejemplo, legales) o las relaciones diplomáticas fueron el fundamento de esas grandes transformaciones en las economías latinoamericanas que acompañaron la formación de estados nacionales.

Me interesa mucho, en todo caso, reflexionar sobre el estado de nuestras investigaciones en la historiografía sobre las naciones. Porque parece preocupante que el impulso atlántico y la lucha en contra de las narrativas nacionalistas resultó en un abandono de lo nacional como problema de estudio, y en este momento hay mucho por hacer para actualizar la mirada sobre el tema.

Un par de puntos que creo sería urgente revisar en este momento son: en primer lugar, mirando el proceso «hacia dentro», las concepciones de integración, igualdad, uniformidad y homogeneidad que coexistieron en los proyectos de formación de naciones con respecto a los diferentes grupos que las conformaron, y, en segundo lugar, mirando «hacia fuera», las relaciones entre las naciones emergentes, particularmente aquellas que estuvieron vinculadas íntimamente en el contexto hispano-imperial; relaciones que sufrieron transformaciones visibles en el proceso del establecimiento de fronteras tanto físicas como imaginarias.

Ayer: Hasta ahora hemos estado tratando de la relación entre historia atlántica e historias nacionales, así como sobre la posible extensión de esa perspectiva hacia el largo siglo xix latinoamericano. En ese mismo tono propositivo de mostrar caminos para poder seguir desarrollando estos estudios historiográficos, ¿consideráis imperativo que esa historia incluya no solamente una perspectiva global en términos geográficos, sino también que atienda simultáneamente a diferentes aspectos de aquellas sociedades? En el espacio que nos manejamos la vieja cuestión de hasta qué punto la historia política debe ser historia social de la política adquiere una complejidad notable por la misma complejidad social de esos espacios (etnia, raza, género, esclavismo...). ¿Cómo consideráis que debemos afrontar ese reto de escribir relatos complejos de la política en el momento de la crisis imperial y de las independencias?

Rodrigo Moreno: El reto se debe afrontar con creatividad y con solidez, como en todos los casos. Quiero decir que la conjugación de objetos de estudio y perspectivas metodológicas no necesariamente se traduce en investigaciones que nos ayuden a comprender mejor esa complejidad de una sociedad revolucionada. Pero sí es verdad que la conciencia histórica de que los fenómenos locales o regionales tienen sentido en una amplia geopolítica y en una diversidad de planos sociales inextricablemente imbricados potencia interpretaciones más sensibles y menos anacrónicas.

Las posibilidades son amplísimas. Si bien perspectivas como la cultura política o la historia conceptual ya han rendido notables y cuantiosos frutos, sus principios pueden apuntalar consideraciones efectivamente más sociales de lo político. No parece del todo ­inadecuado recordar a Rosanvallon: «Al hablar sustantivamente de lo político, califico también de esta manera una modalidad de existencia de la vida comunitaria y una forma de la acción colectiva que se diferencia implícitamente del ejercicio de la política» 8. Podríamos suponer que, siguiendo el hilo de Rosanvallon, problemas históricos ubicables en el tiempo de las independencias como la fragua de las estructuras estatales o las múltiples manifestaciones y canales de la ciudadanía han sido mejor explorados que, por ejemplo, la administración de justicia o la militarización de ciertos ámbitos de las instituciones republicanas, de la acción política y de la vida comunitaria. Justicia y milicia emergen como espacios profundamente trastocados por la revolución y, por ello mismo, previsiblemente integradores de los distintos planos sociales que el antiguo régimen de la monarquía española se empeñaba (al menos en términos jurídicos) en mantener disociados.

Entonces, parecería que estamos en condiciones de plantear estudios no tanto o no solo comparativos, sino genuinamente integradores y capaces de ubicar problemas históricos susceptibles de ser analizados y explicados en una diversidad de espacios geográficos, verbigracia la institucionalización de la justicia o la militarización de las jurisdicciones provinciales. El objetivo en última instancia no sería averiguar qué ocurrió con el aparato judicial o miliciano en este y en aquel pueblo, sino cómo el problema concreto de la justicia o de la milicia en el colapso de la monarquía española fue asumido y resuelto en dos contextos distintos pero a partir de una cultura política compartida. En ese sentido, lo que podríamos llamar socialización de la política (o lo político) adquiere gran relevancia porque tiende a poner el acento en los grupos sociales en pugna y no tanto en las estructuras formales del Estado.

A estas alturas podría parecer algo demodé romper lanzas por la «historia desde abajo», pero creo que enfoques culturalistas (con todas las sanas reservas que se puedan tener al respecto), como el ensayado por Eric Van Young para el estudio de las insurgencias novohispanas, podrían aportar planteamientos y principios de investigación interesantes para reconstruir e historiar esos núcleos fundamentales de la vida comunitaria que se reconstituyeron tras el colapso del conglomerado imperial. La novedad estribaría en arribar a estas preocupaciones genuinamente sociales pero a partir del andamiaje de lo político y, según sea el caso, desde la historia global o atlántica o simplemente supranacional.

Marta Lorente: Creo que no está de más advertir que la «perspectiva global en términos geográficos» a la que se refiere la pregunta puede entenderse de dos maneras diferentes, a saber, la de una historia global stricto sensu o la de una historia regional más o menos circunscrita a Iberoamérica. Dicho de otro modo: o el reciente Osterhammel o el clásico Halperin Donghi (ambos, por supuesto, entre otros). Claro está que de referirnos al primero de los casos nos situaríamos en una problemática historiográfica sustancialmente distinta, toda vez que desborda con creces el panorama latinoamericano. En todo caso, me interesa subrayar tres aspectos del mismo, por cuanto que conectan directamente con lo que aquí nos viene interesando.

El primero tiene que ver con la necesidad, y no solo conveniencia, de que la historia global atienda a la «buena historiografía». Ello, como poco, pasa por atender a las fechas de publicación de los materiales utilizados (cuestión que, en mi opinión, soluciona concisa pero de manera solvente Osterhammel), lo que no siempre suele ocurrir por más que sea evidente. El segundo, sin embargo, tiene una lógica inversa, por cuanto que afecta al elenco de temas que los historiadores globales proponen que deberían ser tomados muy en cuenta en una historia (global) iberoamericana: por seguir con el ejemplo, las que proporciona el historiador alemán son sin duda muy sugerentes, en especial el capítulo dedicado a las fronteras. Y, finalmente, el tercero entra de lleno en el proceloso universo de los ejercicios comparativos que facilita la historia global, entendidos no tanto en sí mismos cuanto como instrumentos impres­cindibles para entender en profundidad y, por tanto, calificar y clasificar cualesquiera campos u objetos específicos de investigación ya estrictamente iberoamericanos.

Tengo para mí que complejizar socialmente los relatos de la política no resulta ser precisamente una característica específica de la historia latinoamericana, a pesar de que esta última esté marcada a fuego por la insufrible presencia de las múltiples variantes decimonónicas de la tradicional división en castas de la población latinoamericana, cuyas consecuencias en la imaginación, formación y desarrollo de las comunidades políticas vienen siendo objeto preferido de estudio entre los investigadores más jóvenes desde hace ya bastante tiempo, lo cual, en mi opinión, constituye un fenómeno que bien merece una reflexión. En efecto, la no integración (fuera esta como fuera) de una inmensa humanidad en aquellas comunidades políticas surgidas tan dificultosamente luego de las independencias constituye una, quizás la primera, de las características esenciales de la historia política latinoamericana.

Ahora bien, y por poner un conocido ejemplo europeo, algo similar, aunque por supuesto no idéntico, se podría decir ya no solo de los siervos tan dificultosa y tardíamente liberados, sino de los rutenos, judíos, eslavos de todo tipo y condición... resistentes muchas veces, más por imposición que por voluntad propia, a la germanización o magiarización en la monarquía austro-húngara. Podría pensarse que a pesar de pertenecer al mismo género, la problemática decimonónica de las nacionalidades difiere del racismo estructural de la plurisecular política latinoamericana, pero mucho me temo que la problemática historiográfica resulta ser más o menos la misma en ambos continentes.

Habría, en fin, que señalar algunas prevenciones. La primera es muy obvia: en ningún caso debería ser posible tomar la parte por el todo. Y es que una vez derrotada la nación por la historiografía, otros relatos pretenden ocupar el espacio vacante, por más que muchos de sus artífices no lo reconozcan abiertamente. Así, por ejemplo, el éxito de la historia política del cual nos estamos ocupando ha corrido parejo al declinar de la antaño omnipresente historia económica, siendo así que no creo que el olvido de esta última (sea cual sea) haya contribuido mucho a una mejor comprensión del pasado. La segunda tiene que ver con la siempre compleja tematización, que moviéndose una y otra vez por razón de los sucesivos, y cada vez más rápidos, cambios de moda historiográficos, destruye alegremente campos sin construir con solidez los que supuestamente son la alternativa. Y ya para finalizar: no hay que perder de vista el muy gastado lema de que la historia debe servir para entender las sociedades actuales sin que ello suponga caer en el abismo del presentismo. El presente latinoamericano sigue escribiéndose con tinta bastante negra, sobre todo en los tiempos más recientes, por lo que la «normalización» de su historia político-jurídica, a la que por cierto tanto hemos contribuido algunos, no parece que haya servido para mucho.

Marcela Echeverri: Mi respuesta a la pregunta es positiva. Efectivamente, como he sugerido en mis comentarios anteriores, el tema de lo social es fundamental para reconstruir lo que serían los procesos de las independencias y las transformaciones en el mundo atlántico al menos en dos sentidos. Vistos desde una perspectiva local, los cambios políticos tuvieron lugar tanto sobre como a través de contextos sociales. Sobre ellos porque tanto las nuevas concepciones del poder como las asociaciones entre diferentes grupos y clases o el rechazo y la adopción de identidades implicaron una reconceptualización de la sociedad y de las relaciones sociales. También fueron cambios a través de las formas sociales, pues, como se ha discutido ampliamente, las ideas o los conceptos se encarnaron en mundos ya estructurados y fue dentro —a través— de ellos que se gestaron nuevas relaciones que dieron lugar eventualmente a nuevas formas.

Un ejemplo que permite apreciar la importancia de comprender esta dimensión social es el tema del liberalismo hispánico, que ha sido abordado desde múltiples ángulos en la última década y que ha permitido a los historiadores tanto del mundo hispánico como del atlántico en general reconocer que hubo un liberalismo peculiar al contexto hispánico. La particularidad no solamente se encuentra en la tradición filosófica hispánica. Hay un elemento social que tiene que ver con la propia manera en que se concebía la monarquía y lo que implicó que fuera aquella concepción, en la práctica, el punto de partida del diseño e institucionalización de un proyecto liberal.

Lo que interesa entonces es explorar de qué manera una visión política transformadora se produjo no necesariamente en contra, sino dentro de ese mundo corporativo. En qué medida la interpretación de las aspiraciones de integración, de representación o de participación estuvieron moldeadas en algunos casos por el interés y en otros por la necesidad de reconocer categorías sociales preexistentes. Es en este sentido que no se puede pensar lo político sin partir de una comprensión de las maneras en que reorganizar o redistribuir el poder (redefinir la soberanía) era a la vez un proyecto de reinvención social.

Vale la pena aclarar que la perspectiva social tiene otra implicación crucial y es la necesidad de considerar que tanto las perspectivas sobre el cambio político como las transformaciones efectivas que se dieron en el siglo xix no tuvieron una interpretación única, sino múltiple. Esto porque las identidades sociales no se producen solo prescriptivamente, sino que tienen además un componente subjetivo, creativo, desde el cual tanto individuos como grupos les dan sentido. En términos de la política entonces esto deriva en la importante premisa interpretativa desde la cual se aprecia cómo los grupos étnicos en las Américas, por ejemplo los indígenas, establecieron marcos para la negociación de sus derechos. Esta dimensión cultural de la política también suponía dar forma a sus propias identidades colectivas en relación con el proyecto nacional. Es decir, aun cuando el proyecto nacional se suponga como homogenizador y unificador, las fisuras y las tensiones en su interior no deben verse como obstáculos a su consolidación, sino más bien como vehículos, condiciones de posibilidad para la emergencia de las naciones históricas en América Latina.

Clément Thibaud: Podría contentarme con un rotundo sí. Me parece evidente que si olvidamos lo social, cualquiera que sea la definición que le damos a esta palabra, no podremos entender nada en las complejas temáticas que abordamos aquí. La comprensión de la crisis de la monarquía y la comprensión de la construcción de las repúblicas hispanoamericanas no pueden prescindir, a mi parecer, de un enfoque sociopolítico. Ahora bien, esto plantea, como bien lo dice Marta Lorente, un sinnúmero de preguntas. Primero, ¿cómo debemos entender la articulación entre política y sociedad, tanto por lo que respecta al análisis histórico como en la mente de los actores que no distinguían ambos registros? La imbricación de lo social, lo político, pero también lo religioso y lo económico, como bien es sabido, era una característica de las sociedades prerrevolucionarias y, en este sentido, sería preciso empezar con una reflexión sobre el uso de categorías del presente para describir un pasado que no se pensaba en estos términos.

Sin embargo, Rodrigo Moreno, citando a Rosanvallon, sugiere una solución para ahorrarnos tiempo e ir al grano. En este pasaje, Rosanvallon retoma la distinción de Lefort 9 entre lo político y la política, y agrega que esta «tensión cobra todo su relieve en las sociedades democráticas, en las cuales las condiciones de la vida en común no se definen a priori fijadas por una tradición o impuestas por una autoridad» 10.

Puede discutirse si las sociedades hispanoamericanas del siglo xix fueron democráticas, pero no cabe duda de que tuvieron que afrontar el problema fundamental del paso de un orden sociopolítico heterónomo, difícil de cuestionar porque refleja la divinidad y la tradición, a otro que es preciso construir de manera consciente. Este cambio drástico en la concepción de lo político como autoinstitución de la sociedad abre un abismo en las construcciones tradicionales de la legitimidad. En este sentido, las independencias, en tanto revoluciones, inauguran un trabajo titánico de las sociedades hispanoamericanas para superar este vacío.

Este enfoque permite insertar en una secuencia entendible algunos fenómenos políticos que los culturalistas de antaño entendían como enfermedades políticas propias de unos incapaces libertatis: caudillismo, pronunciamientos, guerras civiles. Con las independencias, creo que la mutación de lo político constituye una suerte de motor escondido de las transformaciones de la articulación entre política y sociedad, en una historia de larga duración que cubre, como mínimo, todo el siglo xix.

Podemos tratar de identificar la originalidad de la América hispana en el siglo xix en una historia global de la «política moderna». Creo que su originalidad remite, como bien lo dice Marcela Echeverri, a un proceso revolucionario que empieza con un extraordinario deseo de integrar a todos los ciudadanos en una comunidad republicana sin fisuras, y que conoce, con el correr del tiempo, dificultades, retrocesos y nuevas formas de exclusión. Para historiar este proceso no lineal de transformación sociopolítica me parece que dos tópicos encarnan socialmente los cambios traídos por la autoinstitución.

Primero, aunque parezca una obviedad, las transformaciones de la naturaleza y de los contornos de la ciudadanía constituyen un observatorio particularmente sugerente si la pensamos en todas sus dimensiones (familiares, morales, económicas, étnicas, «raciales») y si dejamos de lado sus definiciones constitucionales «modernas». Otra pista clásica, pero todavía fecunda: la historia social de las guerras civiles. Si los conflictos civiles describen un escenario donde las elites nacionales se opusieron, tuvieron a veces efectos paradójicos en las jerarquías sociales y en las instituciones. De esta manera, plebeyos, artesanos, indios, esclavos, inmigrantes, desterrados, pudieron ganar espacios de libertad, y estas dinámicas sociales dieron golpes importantes a ciertas instituciones estructurales, como la esclavitud.

Finalmente, si se trata de entender la conexión entre lo local y los procesos de globalización en una perspectiva más económica, creo que la historia del consumo, todavía incipiente para el siglo xix, representa una pista estimulante.


1 Hicoes es el acrónimo del grupo Historia Constitucional de España y América dirigido desde las universidades de Sevilla y Autónoma de Madrid (http://grupo.us.es/hcicea/). Iberconceptos es una red de Historia Conceptual Comparada del Mundo Iberoamericano con sede en la Universidad del País Vasco (http://www.iberconceptos.net).

2 David Armitage: «La primera crisis atlántica: la Revolución americana», 20/10. El mundo atlántico y la modernidad iberoamericana, 1750-1850, 1 (2012), pp. 9-33, disponible en https://dash.harvard.edu/bitstream/handle/1/10718366/la%20primera.pdf?sequence=1.

3 José María Portillo Valdés: Crisis atlántica. Autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispana, Madrid, Marcial Pons, 2006.

4 Roberto Breña: «Las revoluciones hispánicas y el enfoque atlántico», en El imperio de las circunstancias. Las independencias hispanoamericanas y la revolución liberal española, Madrid, Marcial Pons-El Colegio de México, 2012, pp. 177-196.

5 Por solo citar un ejemplo emblemático me remito a Bernard Bailyn: Atlantic History. Concept and Contours, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 2005.

6 Elías Palti: «¿De la tradición a la modernidad? Revisionismo e historia político-conceptual de las revoluciones de independencia», en Gustavo Leyva et al. (coords.): Independencia y revolución: pasado, presente y futuro, México, Fondo de Cultura Económica-Universidad Autónoma Metropolitana, 2010, pp. 174-190.

7 Véase, por ejemplo, Emma Rotschild: «Late-Atlantic History», en Nicholas Canny y Philip Morgan (eds.): The Oxford Handbook of the Atlantic World, 1450-1850, Oxford, Oxford University Press, 2011, pp. 634-648.

8 Pierre Rosanvallon: Por una historia conceptual de lo político, traducción de Marcos Mayer, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 19-20.

9 Claude Lefort: Essais sur le politique (19e-20e siècles), París, Seuil, 1986.

10 Pierre Rosanvallón: Pour une histoire..., pp. 14-15 (la cursiva es nuestra).