Ayer 118/2020 (2): 135-163
Sección: Dosier
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2020
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/118-2020-06
© Diego Mauro
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License
Recibido: 10-04-2018 | Aceptado: 11-01-2019

La democracia cristiana en Argentina. Formaciones políticas, partidos y vínculos transnacionales (1912-1967) *

Diego Mauro

CONICET
Universidad Nacional de Rosario (Argentina)
diegomauro@conicet.gov.ar

Resumen: El artículo estudia las diferentes formaciones electorales de la democracia cristiana en Argentina desde las primeras décadas del siglo xx hasta los años sesenta. Se analizan las transformaciones programáticas, las influencias ideológicas, los vínculos transnacionales y las estructuras organizativas. Se sostiene el argumento de que tras las diferentes agrupaciones se fueron perfilando dos modelos distintos: uno de naturaleza «confesional», basado en los lineamientos del catolicismo social y proclive a buscar la convergencia con las estructuras eclesiásticas y las asociaciones católicas, y otro más secularizado, caracterizado por un mayor grado de diferenciación con la Iglesia y la aceptación de la democracia parlamentaria como régimen político.

Palabras clave: catolicismo político, partidos católicos, partido popular, humanismo, corporativismo.

Abstract: The article explores the political history of Christian Democracy in Argentina from the beginning of the twentieth century until the 1960s. It analyses ideological transformations, transnational relations, and different organizational structures. The central argument is that there were two different models. The first was a «confessional» model that promoted social Catholicism and advocated a convergence with ecclesiastical structures and Catholic associations. The other was a «secularized» model, which maintained its distance from the Church and accepted the political regime of parliamentary democracy.

Keywords: political Catholicism, Catholic parties, Popular Party, humanism, corporatism.

El artículo propone un estudio de las diferentes formaciones electorales de la democracia cristiana en Argentina desde las primeras décadas del siglo xx —en el contexto de la reforma política de 1912— hasta los años sesenta, cuando el Partido Demócrata Cristiano (en adelante PDC) logró sus mejores resultados electorales. Si bien el concepto de democracia cristiana fue definido de diferentes maneras a lo largo del periodo y dio pie a proyectos a veces muy distintos, existieron también fuertes hilos conductores que justifican la pertinencia de un estudio de conjunto como el que se pretende llevar a cabo en estas páginas 1. Para empezar, compartieron el debate sobre la naturaleza de los vínculos con la Iglesia y las instituciones católicas que se reflejó en sus formas de hacer política y en los diferentes tipos de agrupación que impulsaron. Por otro lado, convergieron en la pretensión de superar lo que calificaban como extremismos de izquierda y derecha e intentaron conformar una tercera posición 2. En este sentido, más allá de las diferentes maneras en que se le dio forma, la búsqueda de una vía del medio constituyó un rasgo constante de las principales agrupaciones, desde la Unión Democrática Cristina (en adelante UDC) y la Unión Democrática Argentina (en adelante UDA) en las décadas de 1910 y 1920, hasta el PDC en los cincuenta y sesenta, pasando por el Partido Popular en los treinta.

En el trabajo se argumenta que tras estas diferentes formaciones se perfilaron dos modelos distintos de democracia cristiana: uno de impronta «confesional», dominante hasta finales de la década de 1920, basado en la búsqueda de la convergencia con la Iglesia y sus asociaciones, y proclive a adoptar una visión «accidentalista» sobre el régimen político (es decir, indiferente a la forma de gobierno, en sintonía con los postulados «corporativistas» del catolicismo social), y otro más «secularizado», basado en un mayor grado de diferenciación entre Iglesia, organizaciones católicas y partidos democristianos, caracterizado además por un compromiso más estrecho con la democracia parlamentaria. En este segundo modelo desem­peñaron un papel clave las concepciones teológicas y políticas de Jacques Maritain y Luigi Sturzo en el plano internacional y los ­vínculos que tejieron con sectores del catolicismo argentino durante la década de 1930 3. Estas vinculaciones transnacionales, no exentas de altibajos, se hicieron más firmes tras la segunda posguerra, alimentadas por el propio giro del Vaticano, el fortalecimiento de las redes católicas antifascistas desde Estados Unidos y el auge de los partidos democristianos en Europa y América Latina 4. En Argentina, sin embargo, el fortalecimiento de la democracia cristiana no fue lo bastante sólido como para dar pie al surgimiento de una fuerza electoral capaz de desempeñar un papel políticamente significativo (como ocurrió, por ejemplo, en Italia, Alemania, Chile o Venezuela). De hecho, con excepción de los resultados obtenidos en la primera mitad de los años sesenta, el PDC no logró dejar de ser una fuerza marginal.

Una parte de la historiografía (en especial, la partidaria) atribuyó los problemas atravesados a la oposición de la jerarquía de la Iglesia argentina 5, que, en líneas generales, al menos desde los años veinte impulsó otras formas de intervención política como la Acción Católica, la movilización en las calles y la penetración de las Fuerzas Armadas 6. Asimismo, otros trabajos pusieron el acento en la importancia de las corrientes nacional-católicas durante las décadas de 1930 y 1940, en franca oposición a iniciativas democristianas como la del Partido Popular y en muchos casos de neto signo integrista 7.

No obstante, circunstancias semejantes no impidieron que agrupaciones democristianas lograran disputar el poder en otros países en determinadas coyunturas, sobre todo en los años cincuenta y sesenta. Por otro lado, como el propio dirigente José Pagés reconoció en sus memorias de 1956, las posiciones de los obispos no fueron siempre totalmente críticas y, de hecho, no faltaron voces a favor de la formación de ligas, uniones y partidos en algunos momentos 8. Vale la pena entonces volver a interrogarse sobre la cuestión y alejar la mirada de los democristianos sobre su propio pasado para tomar en consideración un conjunto más amplio de variables. En primer lugar, las características del sistema político argentino, dominado por dos movimientos populares —el radicalismo y el peronismo— que dejaron muy pocos espacios para la incorporación de nuevos actores y que contaban con programas en muchos sentidos cercanos a los de la democracia cristiana, proclives, además, a defender los privilegios constitucionales de la religión. En segundo lugar, la propia inestabilidad política, signada por constantes golpes de estado, que influyó en coyunturas clave para la consolidación de los demócratas cristianos (como la de 1943, cuando la «revolución» frenó los intentos de convergencia en torno a la agrupación People & Freedom, o la de 1966, cuando un nuevo golpe de Estado puso punto final al periodo electoralmente más auspicioso del PDC). Por último, el difuso contenido de la reforma social católica —donde se hibridaban las ideas corporativistas del catolicismo social, el humanismo de Maritain, el antifascismo de Sturzo y el comunitarismo de Louis-Joseph Lebret—, que dio pie a repetidos debates y conflictos que estuvieron en la base de los naufragios de muchos de los intentos de convergencia 9.

Mientras en la Europa de la segunda posguerra, como señalan Gehler y Kaiser, los democristianos se reconciliaban con algunos aspectos del liberalismo económico y se acercaban a las lógicas de mercado, relegando a un segundo plano parte de la agenda tradicional del catolicismo social, en Argentina las diferentes posiciones siguieron confrontando en su seno 10. A comienzos de los cuarenta, la lucha contra el fascismo —devenida antiperonismo después— les permitió encapsular algunos de estos conflictos y alimentar las ilusiones de una futura confluencia, pero tras el golpe de Estado de 1955, tal como había ocurrido entre 1944 y 1948 cuando los intentos de unidad fracasaron, las tensiones volvieron a irrumpir con virulencia. Las diferencias condujeron a la ruptura y los grupos más identificados con el liberalismo económico abandonaron el partido a comienzos de los años sesenta. Se inició por entonces una breve «edad de oro», en la que el PDC tuvo un protagonismo inédito en la política argentina, hasta la desarticulación y crisis que sobrevino tras el golpe de Estado de 1966 11.

Las primeras formaciones electorales: la Unión Demócrata Cristiana y la Unión Democrática Argentina (1912-1925)

A comienzos del siglo xx, los sectores reformistas del llamado «orden conservador» impulsaron nuevas leyes electorales con el propósito de ampliar la participación y contener el conflicto social. En ese contexto de cambios, los católicos —que debatían el tema desde las décadas finales del siglo xix— comenzaron a plantearse más seriamente la posibilidad de impulsar ligas y partidos propios. En la ciudad de Buenos Aires, los debates dieron paso a hechos concretos y se pusieron en marcha dos agrupaciones: el Partido Constitucional (1913), afirmado sobre la labor de los Círculos de Obreros, y la Unión Democrática Cristiana (1912), formada sobre la base de la Unión Democrática, la Liga Democrático Cristiana —creada a comienzos de siglo— y sectores provenientes de las asociaciones de exalumnos de las escuelas salesianas 12. Si bien Roma apostaba por circunscribir la democracia cristiana al plano social, tal como se especificaba en la encíclica Graves de Communi, la UDC adoptó la forma de una agrupación política y montó una pujante red de centros en Buenos Aires —y poco después en Rosario—, basados en las circunscripciones parroquiales e instalados en los templos y en las instituciones católicas. El partido lanzó además varios periódicos y revistas, como El Demócrata, Acción Democrática, Democracia y Acción Social, y realizó de manera periódica ciclos de conferencias, en un intento por plegarse a las nuevas formas de hacer política.

En 1913 volvió a discutirse la orientación de la agrupación y si bien se la definió en primer término como «social», dirigida a la elevación moral y económica de la clase obrera según los lineamientos de la Rerum Novarum, se aclaró también, en segundo lugar, que los comicios eran el «medio definitivo» para avanzar con el programa y que se constituían como partido (posición controvertida que se tradujo, poco después, en el alejamiento del presbítero Gustavo Franceschi) 13. Se limitaba, no obstante, la vía de las alianzas —en una apuesta por diferenciarse de la desprestigiada política del «acuerdo» que había caracterizado a los Gobiernos conservadores anteriores— y se subrayó la autonomía de la UDC. El congreso sistematizó además un programa basado en los debates del catolicismo social de finales del siglo xix y en los de la Liga Democrático Cristiana. A través de la «organización profesional», que incluía la formación de sindicatos y la sanción de leyes sociales, los democristianos esperaban superar el conflicto social y establecer una «alianza» de clases 14. Entre las medidas que proponían sobresalían el aliento al cooperativismo y el mutualismo, así como la creación de una cartera de trabajo, consejos profesionales y gremiales, y tribunales de arbitraje. En términos ideológicos, en sintonía con la posición de León XIII, las medidas se presentaban como una vía intermedia, pero al mismo tiempo superadora del liberalismo —al que responsabilizaban por el conflicto social— y de las salidas «anticristianas» de los socialistas que atentaban contra instituciones «naturales» de la sociedad como la Iglesia, la propiedad o la familia. Si bien su objetivo era participar electoralmente con listas propias, a partir de 1914 la UDC apoyó en varias ocasiones a candidatos de la Unión Cívica Radical y, sobre todo, del Partido Constitucional, la opción que las jerarquías de Buenos Aires consideraban más apropiada.

A partir de 1916, no obstante, agudizó sus críticas a los constitucionales, vistos como demasiado conservadores, y optó por volver al ruedo electoral tras los congresos internos de 1916 y 1917. Los diferentes centros en Buenos Aires y Rosario se reactivaron y se llevó adelante una intensa campaña con actos públicos y conferencias, hasta que en 1918, en pleno auge, el arzobispado de Buenos Aires encabezado por monseñor Espinosa precipitó la crisis del partido al negarle la «autorización» solicitada y ordenar su disolución. Si bien las razones de la «censura» siguen siendo motivo de debate, está claro que, al margen de las rencillas internas y las intrigas palaciegas, la decisión respondía en parte a tendencias que iban más allá de la Iglesia argentina. Por un lado, desde Roma se comenzaba a alentar la conformación de organizaciones verticalizadas, basadas en la separación entre acción social y acción política, en línea con la Unión Popular propuesta por Benedicto XV (y poco después la Acción Católica de Pío XI) 15, un modelo de organización que no contemplaba la creación de agrupaciones políticas al estilo de la UDC. Además, la crisis interna de los principales partidos católicos europeos (el belga, el alemán y el italiano) y la efímera aparición del partido social cristiano español tampoco contribuían a generar condiciones favorables para nuevos experimentos de esa índole. Por otro lado, desde una perspectiva local, los obispos miraban con incertidumbre el proceso de democratización iniciado en 1912, y si bien no tenían una postura homogénea sobre la participación política de los católicos, temían que de la mano de la UDC se profundizaran los enfrentamientos internos, tal como ya se habían insinuado entre democristianos y constitucionales en la ciudad de Buenos Aires, y coincidían de forma mayoritaria en no precipitarse hasta tanto se aclarara el panorama 16.

Para la UDC el comunicado produjo un verdadero terremoto y, de hecho, precipitó en breve su disolución (incluidos los centros de Rosario, a pesar de que contaban con el apoyo del obispo Agustín Boneo, que no compartía la postura de Espinosa). La crisis afectó además a muchos otros emprendimientos, como las cooperativas de consumo que algunos dirigentes habían organizado desde los centros del partido, y dinamitó la estrategia electoral basada en la articulación con las estructuras eclesiásticas y las organizaciones católicas.

Tras la disolución, la parálisis de los democristianos duró relativamente poco y al año siguiente, José Pagés, al frente del centro León XIII, inició un proceso de reorganización del que participaron los principales dirigentes democristianos y que derivó en la creación de la Unión Democrática Argentina (en adelante UDA) 17. El grupo de Rosario apoyó la iniciativa, pero, en el contexto convulsionado que se vivía en Santa Fe a raíz de la sanción de una constitución laica, optó por mantenerse al margen e impulsó un proyecto propio denominado «Comités de Acción Católica» (que si bien contemplaba a futuro la creación de un partido local, buscaba sobre todo frenar la laicización del Estado provincial) 18.

Aunque el nuevo nombre adoptado en Buenos Aires marcaba distancias con la Iglesia, no pasó desapercibido al arzobispado que, en los hechos, la UDA mantenía el diseño y la estrategia política de la UDC. Monseñor Duprat dirigió entonces un memorando a los dirigentes en el que si bien aceptaba los contenidos programáticos en el plano económico y sindical, donde se recuperaban los principios del catolicismo social, objetaba los lineamientos políticos. Según Duprat, el partido, aun cuando hubiera cambiado de nombre, debía abstenerse de solicitar la cooperación de las entidades y asociaciones católicas o de participar en las celebraciones religiosas 19. A cambio, el arzobispado se comprometía a interceder para suavizar las críticas de algunos sectores cercanos a la curia. La UDA discutió la cuestión en el congreso partidario que se realizó en Buenos Aires en 1921, donde si bien los congresistas buscaron la conciliación con el arzobispado, no modificaron los lineamientos políticos de fondo. Según las resoluciones del congreso, la UDA participaría en política como «medio para lograr» que «el programa social» se concretara. Se aclaraba que no se pensaba la política como un «fin esencial» y que solo se participaría en el plano municipal (que para muchos juristas no era propiamente una esfera política, sino administrativa), pero, al mismo tiempo, pedían modificar el sistema electoral según criterios de mayor proporcionalidad para participar también a nivel provincial y nacional 20.

De momento, el arzobispado no emitió nuevos comunicados, preocupado ante todo por el desenvolvimiento del conflicto en Santa Fe, y los dirigentes de la UDA pudieron respirar aliviados. Además, el apoyo recibido por los Comités de Acción Católica santafesinos, tanto del obispo Boneo como en general de la prensa católica —incluido el diario El Pueblo—, entusiasmó al consejo directivo de la UDA, que comenzó a evaluar la posibilidad de pedir un nuevo aval eclesiástico para las elecciones municipales de 1924. Las posiciones estaban repartidas, pero finalmente se impusieron quienes consideraban que estaban dadas las condiciones para obtener la aprobación. Se tomaron de todas maneras algunos recaudos y, para marcar diferencias explícitas con la UDC, evitaron utilizar el término «autorización». En su lugar solicitaban solo un «reconocimiento» de que la entidad defendía un programa socialcristiano y, sobre todo, de que no contravenía ninguna directiva eclesiástica (de manera tal que se despejaran las dudas que todavía pesaban sobre el grupo). Para el dirigente Pedro Tiesi, un comunicado de esas características era fundamental para poder militar desde las parroquias y en los medios católicos —en especial en los Círculos de Obreros—, donde esperaban hallar una sólida base electoral.

El arzobispado, sin embargo, no cambió su postura y en un contexto por demás agitado debido a la frustrada candidatura de monseñor De Andrea al arzobispado de Buenos Aires, lejos de diferenciar ambos casos, emitió un breve comunicado donde volvió a desautorizar la participación política de las «entidades católicas» 21. La resolución cayó como un baldazo de agua helada y la estrategia delineada por la dirigencia se derrumbó como un castillo de naipes. Sin el apoyo de la curia, la militancia de la UDA en las parroquias y en los medios católicos tenía muy pocas posibilidades de éxito y, de continuar, se corría el riesgo de desatar un conflicto mayor. Desconcertados, los principales referentes intentaron mantener la cohesión y sostuvieron algunas de las actividades en el corto plazo, pero pronto el desánimo se hizo sentir y el partido, sin un horizonte claro, se fue sumiendo en una parálisis cada vez más generalizada 22. El nombramiento de monseñor Boneo como administrador apostólico en el arzobispado de Buenos Aires volvió a generar expectativas, dada su actuación en Santa Fe y su buena sintonía con los demócratas cristianos de Rosario, pero para entonces la UDA ya agonizaba sin remedio.

La emergencia de un nuevo modelo organizativo y político: el Partido Popular (1927-1945)

Tampoco en esta oportunidad, tras la disolución de la UDA, la inactividad de los democristianos duró demasiado y de nuevo José Pagés, acompañado por otros referentes como el presbítero Sebastián Monteverde —activo en la Liga Democrático Cristiana a principios de siglo y en la UDC—, Lorenzo Degregori, Enrique Valdez y Félix Luchía Puig, retomaron la actividad organizativa con el lanzamiento en 1927 de una nueva agrupación a la que llamaron Partido Popular (en alusión al por entonces extinto partido creado por Sturzo). A diferencia de las formaciones anteriores, el Partido Popular (en adelante PP) exhibió desde el comienzo un mayor compromiso con las leyes electorales y el régimen político existente. No se abandonaba el accidentalismo característico del catolicismo social del periodo previo, que subordinaba las instituciones políticas a los objetivos sociales y económicos, pero se le acotaba al ensayar una línea programática que reivindicaba la constitución nacional y postulaba la compatibilidad entre las reformas de orientación corporativista propuestas por la UDC y la UDA, y las instituciones parlamentarias y el voto popular asociados a la «democracia liberal» que combatían. En este sentido, aunque con nuevos ingredientes, volvían a reivindicar una suerte de tercera posición, concebida ideológicamente como una doble «vía del medio»: superadora de los extremos ideológicos (el capitalismo y los «totalitarismos» comunista y fascista) y de las disputas dentro del campo católico (entre las orientaciones «nacionalistas», que ganaban fuerza, y las «liberal-conservadoras»). El partido innovaba también en términos organizativos, puesto que ensayaba un modelo mucho más secularizado de militancia que aspiraba a desarrollar por primera vez una estructura propia de comités, prescindiendo de las instituciones eclesiásticas y de las asociaciones católicas (tal como el arzobispado de Buenos Aires le había exigido a Pedro Tiesi en 1921).

Todavía frescos los recuerdos de la crisis de la UDA, el PP dio sus primeros pasos en medio de rumores sobre una posible condena, pero esta vez, dada la nueva configuración partidaria, las jerarquías no intervinieron. Poco a poco, el temor a una sanción se fue disipando y si bien no faltaron artículos periodísticos en contra del partido, la relación con la curia porteña se encarriló. Los populares descubrieron entonces que, tal como les sucedía en paralelo a los católicos sociales de Rosario al frente de la Unión Popular, el desafío electoral era un hueso bastante más duro de roer de lo que habían pensado 23.

Tras varios años de absoluta marginalidad, el optimismo creció en 1932 con la llegada de Pagés al Concejo Deliberante de Buenos Aires, gracias a una reforma electoral que disminuyó el cociente y les permitió alcanzar representación con apenas cuatro mil votos (en el marco, además, de la abstención a escala nacional del Partido Radical tras el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen en 1930) 24. Por entonces, si bien la Iglesia apostaba ya, tras algunos vaivenes en los años veinte, por la Acción Católica (en adelante ACA) como el modelo de organización para el laicado, el pequeño logro del PP no pasó desapercibido. El diario El Pueblo celebró la elección de Pagés y, en igual sentido, el presbítero Antonio Caggiano —principal arquitecto de la ACA y por entonces en vías de convertirse en la cabeza de la nueva diócesis de Rosario— se mostró satisfecho 25. También el nuncio Felipe Cortesi consideró positivo el accionar del partido y lamentó la disolución de la UDC en la década anterior 26.

Con Pagés en el Concejo, el PP relanzó su plataforma y renovó sus tareas de propaganda. En contraste con las primeras experiencias electorales, la campaña de 1934 se preparó con una cuota mayor de ambición: se imprimieron numerosos panfletos y volantes, se contrató por primera vez propaganda aérea y se realizaron una decena de actos en las calles 27. En términos programáticos se recogieron algunas de las demandas de las asociaciones vecinales —relacionadas con el desarrollo de la infraestructura urbana— y se precisaron los alcances del corporativismo católico, que, a diferencia del de índole fascista, abogaba, según Pagés, por el «sindicato libre dentro de la profesión organizada». El objetivo de fondo era reunir a las diferentes «corporaciones» en «Consejos Superiores» con voz en las legislaturas, como forma de llevar al Gobierno los intereses profesionales.

Los votos crecieron de manera considerable y duplicaron los alcanzados en 1932, pero una nueva modificación de la ley electoral —que elevó el cociente a treinta mil sufragios— los despojó de la banca. Al año siguiente, la candidatura de Pagés a la legislatura nacional obtuvo menos votos que en 1934 y las tensiones afloraron. El debate latente desde la fundación entre quienes defendían la autonomía con respecto a la Iglesia (la postura mayoritaria encabezada por Pagés y sobre la que se había construido el PP) y la de quienes, como Roberto Meisegeier, pretendían buscar el apoyo de las instituciones católicas según el modelo previo de democracia cristiana, incluso a costa de forzar un enfrentamiento con las jerarquías, se reavivó 28. Por otro lado, la confianza de algunos dirigentes en la democracia electoral mermó. Briancesco, por ejemplo, proveniente de los Círculos de Obreros y candidato al Concejo, se refirió de forma despectiva a la «capacidad de la muchedumbre» que no había sabido reconocer la labor de Pagés 29. Asimismo, el retroceso electoral les enajenó el apoyo moderado de sectores que, sin estar convencidos de la conveniencia de un partido, lo habían secundado ante la posibilidad de que deviniera una fuerza con alguna capacidad de acción en la ciudad.

La crisis minó la confianza de la que gozaba la dirigencia y aceleró un cierto recambio generacional que se tradujo en el alejamiento de varios referentes de la «vieja guardia», proveniente de la UDC y la UDA, y el ascenso de la denominada Juventud Popular encabezada por Miguel Guglielmino (elegido secretario general en 1936). En cualquier caso, el recambio no supuso una ruptura con la generación fundadora. Guglielmino reivindicaba a Pagés y compartía su visión de un partido de inspiración democristiana separado de la Iglesia —en línea con lo propuesto por Sturzo—, aunque consideraba que era preciso imprimirle un mayor dinamismo. Criticaba la falta de un periódico desde donde participar en el debate político, indispensable para marcar diferencias con el fascismo, y cuestionaba la inactividad de las juntas y los comités. Si bien la creación del periódico se demoró varios años, en breve Guglielmino logró lanzar un rudimentario sello editorial (la Editorial Popular) que, a pesar de su precariedad, alcanzó cierta repercusión al conseguir la autorización de Sturzo —con quien mantenía un ­vínculo epistolar— para editar en el país un opúsculo suyo sobre el totalitarismo. La influencia sturziana se hizo sentir también poco después, cuando el PP ingresó al Comité argentino por la paz civil y religiosa en España, constituyéndose en una de las pocas voces críticas de las corrientes «nacionalistas católicas», hegemónicas en la Iglesia argentina del momento, alineadas con el bando franquista y opuestas a la democracia cristiana.

En el terreno electoral, no obstante, se hicieron pocos avances a pesar de que, según Guglielmino, la crisis del sistema político signado por el fraude delineaba un escenario propicio. Entre 1938 y 1940, consciente de que la pata organizativa seguía siendo la más débil, el consejo directivo lanzó un plan «político» para revitalizar la maquinaria partidaria, de la mano del cual se crearon algunos nuevos comités y se lanzó finalmente un modesto periódico mensual llamado Tiempos Nuevos. El programa partidario mantuvo los lineamientos de los tiempos de Pagés y los principios de la UDC, basados en la «elevación moral y material del pueblo» por medio de la educación, la redistribución de la riqueza, el combate al latifundio y el reconocimiento jurídico de los sindicatos, y, dado el contexto, se subrayaron en especial las diferencias con el corporativismo «fascista» que «suprimía la libertad sindical» y atentaba contra los derechos universales de la «persona». Se presentaban así, de nuevo, como una superación del liberalismo económico que representaba el pasado y las soluciones estatistas que se insinuaban hacia el futuro: el comunismo, el nazismo y el fascismo. Lo que, en otras palabras, definían como un modelo «sensato y equilibrado de la teoría intervencionista», que no contrariaba la «forma representativa republicana» ni exigía la «supresión del Parlamento político» 30.

Con toda probabilidad, la campaña fue, junto a la de 1934, la más intensa desarrollada por el partido 31. Tiempos Nuevos, el periódico recién lanzado, dio cuenta de decenas de actos y conferencias que, de todas maneras, estuvieron lejos del despliegue de las principales fuerzas (el radicalismo y el socialismo, pero también el comunismo y otras agrupaciones comunales). El resultado electoral volvió a ser extremadamente pobre, peor incluso que los de mediados de la década 32. Al año siguiente, en este contexto, el decreto del presidente Castillo que disolvió el Concejo Deliberante de Buenos Aires y puso punto final a las aspiraciones electorales de la agrupación en la ciudad fue recibido, hasta cierto punto, con alivio por una dirigencia acorralada por las derrotas.

Sin posibilidades de volver al ruedo electoral, las energías se pusieron entonces en estrechar relaciones con otros grupos de demócratas cristianos, en especial los de Uruguay y Chile, y a partir de 1942 en el lanzamiento local de People & Freedom, una organización antifascista que Sturzo había impulsado en Londres y por entonces alentaba desde Estados Unidos. Durante buena parte de ese año y hasta principios de 1943 se negociaron lineamientos de convergencia, en especial con el grupo nucleado en torno a la revista Orden Cristiano, referenciado en Maritain y de importante gravitación desde 1941, y con los Pregoneros Social Cristianos, editores de Orientación Social (una de las pocas tribunas que habían cobijado a los populares desde finales de los años treinta). Tenían en común la crítica al llamado «nacionalismo exagerado» —de simpatías fascistas— y la reivindicación de la noción de «persona», según las tesis de Maritain y Mounier. Compartían también la idea de que era fundamental impulsar, como pedía Sturzo, una sociedad de naciones que evitara en el futuro nuevas conflagraciones bélicas. Diferían, sin embargo, a la hora de fijar el programa socialcristiano en el terreno económico, donde los populares alentaban (como los «falangistas» chilenos y los democristianos uruguayos) un «corporativismo» que Orden Cristiano y Orientación Social miraban con recelo.

Por otro lado, se diferenciaban también en el tono del discurso político, que en el caso de los sturzianos apelaba con insistencia a la noción de pueblo y alentaba un antielitismo que los católicos de Orden Cristiano consideraban rasgos propios de los grupos «nacionalistas católicos» que denostaban. A eso se sumaban, además, barreras clasistas que terminaron por empantanar de forma irremediable las negociaciones. Según el presbítero Silvio Braschi, cercano a Guglielmino en la editorial del partido, el problema de fondo era que los seguidores de Maritain en Argentina se movían en círculos «demasiado altos» y formaban parte de las elites que, en realidad, había que combatir para hacer realidad la «democracia cristiana» 33. En este marco, tras meses de marchas y contramarchas, el golpe de Estado de 1943, que fortaleció a los nacionalistas católicos opuestos a la democracia cristiana, suspendió la actividad partidaria y dio por terminado, de ese modo, el accidentado experimento de unidad. Tiempos Nuevos siguió saliendo con intermitencias hasta 1945, pero People & Freedom y el PP dejaron de existir poco tiempo después.

De la constelación democristiana a la unidad: el surgimiento de Partido Demócrata Cristiano (1945-1955)

El ocaso del PP coincidió con la reactivación de la discusión política en el interior de la revista Orden Cristiano. Hasta entonces, sus principales referentes se habían inclinado por el debate intelectual y las intervenciones en el mundo de la cultura y habían dejado en un segundo plano la organización de una agrupación. El interés por formar un partido creció tras el giro del Vaticano en 1944 y, sobre todo, con el ascenso del peronismo, al que consideraban una versión criolla del fascismo europeo. Se reactivaron los debates y los encuentros entre los diferentes grupos dispersos en Rosario (Acción Social Democrática), Córdoba (Unión Democrática), Santa Fe, Santiago del Estero, Bahía Blanca, Tucumán y Buenos Aires. Si bien no lograron converger en una estructura unificada, prepararon un controvertido documento de apoyo a la Unión Democrática en 1946. Allí explicaban que, a pesar de estar en ­desacuerdo con varios puntos del programa, como la sanción de una ley de enseñanza laica, apoyaban el frente con la esperanza de detener el avance del fascismo 34.

Tras la campaña y el shock producido por el triunfo de Perón, los grupos democristianos retomaron las negociaciones y llevaron a cabo una serie de reuniones donde, entre otras cosas, acordaron el envío de una delegación encabezada por Manuel Ordóñez al encuentro internacional de Montevideo en 1947. En sintonía con lo que ocurría a escala global con la democracia cristiana, la reunión marcó un hito a nivel regional y, de hecho, sentó las bases para la conformación de una organización latinoamericana. En la realidad argentina, sin embargo, lejos de contribuir a la convergencia, agudizó las tensiones existentes. La declaración final, preparada sobre todo por las delegaciones chilena y uruguaya, instaba a suprimir el capitalismo para transitar al humanismo económico, una postura a la que se oponían varios de los referentes porteños (entre ellos el propio Ordoñez, que de manera inesperada suscribió el documento). Apenas conocido el texto en Buenos Aires, visiblemente irritados, los sectores más liberales, que en sintonía con las tendencias que se afianzaban en la democracia cristiana europea —en especial la alemana— se mostraban cada vez más distantes de las ideas corporativistas de la Rerum Novarum, lo rechazaron de forma taxativa. De hecho, algunos exponentes de dicha vertiente como Carlos Coll Benegas —vinculado a los Pregoneros Social Cristianos— se adscribían a las renovadas escuelas «liberales» que alentaban una total desregulación de los mercados, defendían a ultranza la libertad de empresa y asociaban intervención estatal y totalitarismo.

Una de las propuestas más cuestionadas por Coll Benegas fue precisamente el proyecto de reemplazar el salario por el reparto de utilidades como primer paso hacia el desarrollo de una organización «comunitaria» y «humanista» de la economía. Una aspiración que no había sido ajena a los planteamientos de los católicos sociales desde comienzos de siglo, pero que en las formulaciones teóricas de Louis-Joseph Lebret devenía la médula del sistema económico y social. Para los sectores «neoliberales», dichas propuestas no solo entrañaban el peligro fascista, sino que se basaban en visiones románticas de la sociedad que negaban las «leyes» de la economía y que, por tanto, estaban condenadas a fracasar. Los intercambios en Orden Cristiano se prolongaron varios números y terminaron por precipitar el final de la revista, que dejó de salir en 1948, agotada ante la imposibilidad de convertirse en vehículo de la unidad partidaria. En 1949, en el marco de la creación de la Organización Democrático Cristiana de América Latina (en adelante ODCAL), se volvió a defender en Uruguay el programa de Lebret y los debates volvieron a atravesar los diferentes agrupamientos, sobre todo en Buenos Aires, Córdoba y Rosario.

Por otra parte, aunque el antiperonismo seguía siendo una fuerza centrípeta importante, comenzó a revestirse de matices diferenciados según las tendencias. Para Salvador Busacca, por ejemplo, si bien el peronismo era de naturaleza «fraudulenta» porque se basaba en un impulso netamente «materialista», reconocía aspectos positivos como la realización de grandes obras de infraestructura, las políticas de vivienda y la redistribución del ingreso. Consideraba además que la industrialización y el fortalecimiento político de la clase obrera habían sido decisiones acertadas, aunque cuestionaba la falta de planificación y la debilidad de la «reforma» agraria emprendida. En su opinión, se trataba de un proceso de transformación inspirado en algunos principios socialcristianos, pero que se había quedado en los «umbrales» de una verdadera revolución extraviado en una «ola de rencores» 35. En sentido contrario, para otros como Ordóñez, Romero Carranza y, en general, para los Pregoneros Social Cristianos (Oscar Puiggrós, Coll Benegas y Rodolfo Martínez) no había lugar para los matices y alentaban un antiperonismo monolítico. A diferencia de lo que pensaba Busacca, para ellos no había nada que completar o trascender, sino todo lo contrario: había que retornar al punto de partida y tomar otra dirección. No obstante, a pesar de que las diferencias se profundizaban, la polarización política y el aumento de las tensiones sociales contribuyeron a que de momento se las dejara en segundo plano.

En ese marco, la llamada a la unidad lanzada desde la revista Polémica encontró buena recepción entre los referentes del recién creado Partido Republicano de Córdoba —de orientación democristiana—, la dirigencia de Rosario y el Movimiento Social Democrático de Buenos Aires, quienes acordaron realizar un encuentro —finalmente concretado en Rosario— del que surgió una junta nacional para la promoción y formación de la democracia cristiana integrada por Horacio Sueldo, José Allende (Córdoba), Juan Lewis (Rosario), Salvador Busacca y Manuel Ordoñez (Buenos Aires) 36. Poco después, el inesperado conflicto frontal que estalló entre Perón y la Iglesia católica volvió a impulsar la confluencia, que se tradujo en la firma colectiva de una carta abierta dirigida al Gobierno advirtiendo sobre la violencia creciente. A estas alturas se había acordado también el tipo de agrupación a conformar: «un movimiento político» articulado sobre una «filosofía temporal entroncada con el cristianismo», pero, como aclaraban Ordoñez y Busacca, autónomo de la Iglesia. De igual manera, Lewis, desde la revista Comunidad, coincidía en que la democracia cristiana, como siempre había subrayado Sturzo, actuaba en la vida cívica y no en el «campo religioso», porque no se trataba de una «profesión de fe», sino de una «doctrina social, económica y política» 37.

El avance de las negociaciones pareció mantener un buen ritmo tras la caída de Perón y a finales de 1955 se logró aprobar por primera vez en Córdoba una declaración de principios, una carta orgánica y un programa basado en la resistida declaración de Montevideo y en la plataforma del Partido Republicano de 1954, que en líneas generales reivindicaba la economía humanista. Se alentaba en esa dirección la intervención «supletoria» del Estado, en vistas del «insuficiente desarrollo» del país, y la progresiva superación del «régimen de salariado» en beneficio de lógicas comunitarias 38. Se subrayaba también la defensa de un conjunto de derechos «naturales», entre los que se contaban los de expresión, asociación y libertad sindical, política y religiosa, y por primera vez se colocó en el centro del programa el objetivo de avanzar hacia la integración con América Latina. Como reflexionaba Jaime Potenze, era hora de comenzar a revertir la tendencia cultural a poner siempre «los ojos en Europa» para comenzar a gestar, tal como argumentaba Guido Di Tella, una «solidaridad» real a nivel latinoamericano que diera paso a la construcción de un «mercado» lo bastante grande como para sostener la industrialización de Argentina y Brasil 39.

Se creó además una junta directiva en la que, más allá de la orientación del programa, se buscó representar a las distintas tendencias internas: por un lado, la que encabezaban Ordóñez y Romero Carranza, críticos del humanismo económico de Lebret y de los principios comunitaristas en política (y decididos a moderar en lo posible el programa sancionado); por otro, la de Busacca, García Venturini, Horacio Peña y Lucas Ayarragaray en representación de los grupos que, más allá de sus matices, se mostraban consustanciados con el programa socialcristiano, en la línea de lo definido en Uruguay en 1947 y —tal como se hacía eje en la revista Comunidad— preocupados por la posible desviación «neoliberal» del PDC 40. Esta segunda tendencia se diferenciaba además de la primera en la evaluación más matizada que hacían del peronismo y en su ambición de intentar acercarse a los trabajadores que seguían identificándose con el Gobierno derrocado (postura que los distanciaba a su vez de otros sectores afines en materia de reformas sociales, pero más visceralmente antiperonistas, entre los que se contaban algunos de los antiguos militantes del PP y de la fallida experiencia de People & Freedom).

De momento, las diferencias no impidieron avanzar por primera vez en una organización nacional con pretensiones de desempeñar un papel de peso en la Argentina posperonista. Ordóñez, de hecho, recibió la aprobación del partido para integrar junto a Martínez, primero, y a Allende, después, la Junta Consultiva constituida durante el Gobierno de facto del general Aramburu, de la que, sin embargo, se apartarían con rapidez en desacuerdo con varias de las medidas tomadas 41. Tras su salida, el PDC intensificó las tareas de organización y realizó varias decenas de mítines, incluida una convención en Santiago del Estero. Se lograron poner en marcha nuevos centros y se envió una delegación al Congreso Internacional de San Pablo. Electoralmente los resultados no eran buenos, pero, vistos a la luz del desempeño previo de las diferentes formaciones y, en especial, del raquítico historial del PP, podían considerarse alentadores. En las elecciones que llevaron a Arturo Frondizi a la presidencia en 1958 —proscrito el peronismo—, el PDC obtuvo alrededor de 300.000 votos y en legislaturas provinciales logró doce diputaciones, dos concejales en la ciudad de Buenos Aires y algunas intendencias, un número de representantes inédito 42.

Los delicados equilibrios internos, no obstante, poco a poco comenzaron a resquebrajarse y las disputas se hicieron fuertes, sobre todo con el triunfo de la vertiente encabezada por Horacio Sueldo en las elecciones internas de 1957. El desbalance se profundizó al año siguiente con una nueva derrota de los partidarios de Ordoñez y la elección de José Allende al frente del Comité Nacional y la creciente gravitación de Sueldo. En ese marco, el plan de «estabilización económica» del Gobierno apoyado por el FMI y la llegada del neoliberal Álvaro Alsogaray al Ministerio de Economía puso el interior del PDC al rojo vivo 43. Comunidad publicó una dura editorial y llamó a que el PDC se pusiera al frente de una resistencia «nacional y popular» 44. Allende, por su parte, hizo pública su decepción por las medidas del Gobierno y aprovechó para reivindicar las ideas de Lebret en contra de las políticas de ajuste y, en un claro tiro por elevación, de las ideas defendidas por la fracción ordoñista.

Los enfrentamientos eran también cada vez más evidentes en términos políticos, donde, en una suerte de revival de la discusión que se había dado en el interior de People & Freedom entre 1942 y 1943, volvió a ponerse en cuestión la categoría «pueblo». Mientras Sueldo la defendía y, en sintonía con el PP, acentuaba los rasgos antielitistas de su discurso, Ordóñez afirmaba que la base electoral del PDC eran todos los «ciudadanos», en la línea defendida por Orden Cristiano en 1943. Otros grupos, a mitad de camino, buscaban fórmulas de transacción. Para Lewis, por ejemplo, el PDC tenía que representar al pueblo en su doble faz: ciudadana y proletaria 45.

Las escaramuzas internas crecieron en las convenciones de Alta Gracia y Bahía Blanca e hicieron insostenible la convivencia, hasta que al final muchos de los militantes del grupo neoliberal, entre ellos Coll Benegas y Oscar Puiggrós, optaron por dejar el partido. Ordóñez no renunció, pero dio un paso a un lado y abandonó, de momento, los lugares preminentes.

En ese contexto, la campaña electoral de 1960 se caracterizó por la agudización de las críticas al Gobierno y por un discurso más anticapitalista, que para muchos significaba, por primera vez, un cierto alejamiento de la idea de tercera vía (en sintonía con la radicalización política que vivía América Latina y el propio desarrollo de un «catolicismo liberacionista»). Si bien los principales dirigentes negaron que tal viraje se estuviera produciendo, comenzaba a hacerse evidente la incomodidad que experimentaban algunos de ellos con las filiaciones «terceristas» 46. Floreal Forni, por ejemplo, se preguntó por entonces de forma irónica cuál era la tan mentada vía intermedia propuesta por Busacca, y los seguidores de Sueldo, más sutiles, consideraron que, tal vez, era el momento dejar de lado dicho debate para avanzar hacia una «síntesis histórica» capaz de superar los modelos europeos y norteamericanos, iluministas y racionalistas, para expresar la «realidad» de América Latina y los desafíos concretos del «pueblo» 47.

La edad de oro: del partido a la búsqueda de un frente popular (1960-1966)

Saldado de momento el debate programático con la salida de los «neoliberales», el eje de las discusiones internas se desvió en lo sucesivo a la estrategia electoral que debía seguirse. Si a comienzos del siglo xx, la obsesión de los democristianos había sido encontrar la fórmula para aprovechar las estructuras de la Iglesia, en donde creían contar con una base electoral firme, a comienzos de los sesenta la línea de Sueldo buscaba por todos los medios acercarse a los votantes peronistas en «disponibilidad» (en el contexto de la proscripción que pesaba sobre el partido). En su opinión, la mejor manera de lograrlo era convocando a un gran frente nacional socialcristiano encabezado por el PDC y compuesto por diferentes organizaciones y partidos «neoperonistas». En un primer momento la estrategia frentista no contó con muchos apoyos, pero, tras ser aprobada en el congreso de Rosario de 1961, comenzó a instrumentarse en varias provincias (Chaco, Formosa, Tucumán y La Rioja). En Jujuy la fórmula democristiana logró la gobernación, aunque el triunfo no llegó a consumarse debido a la anulación general de las elecciones en todo el país (como respuesta al triunfo peronista en Buenos Aires), en un contexto de creciente inestabilidad. La situación política se deterioró con rapidez y poco después el presidente Frondizi presentó su renuncia en medio del enfrentamiento de las diferentes facciones del Ejército.

Al año siguiente, tras la convención partidaria, la profundización de la política aperturista se tradujo por primera vez en el intento de articular en todo el país un «Frente Nacional y Popular» con sectores del peronismo —encabezados por Raúl Matera—, bajo la consigna de lograr la «participación plena de los trabajadores» en el «poder político, económico y social» y avanzar hacia la integración latinoamericana. Las negociaciones fueron difíciles y si bien finalmente naufragaron —debido a la proscripción de algunos de los candidatos peronistas que precipitaron la renuncia de Matera—, fueron una llamada de atención tanto para las Fuerzas Armadas como para el propio peronismo (que cuestionó el acuerdo ante el peligro de que su base electoral comenzara a ser disputada por los democristianos).

El PDC reflotó su fórmula original encabezada por Sueldo y Francisco Cerro —referente de Santiago del Estero— y concurrió a los comicios obteniendo unos cuatrocientos mil sufragios. Era un resultado alejado de las expectativas, pero que logró una cantidad de cargos inédita: siete diputados y dos senadores nacionales, treinta y siete diputados y doce senadores provinciales, más de doscientos concejales y doce intendencias. En Tucumán, incluso, el candidato del PDC fue el más votado y estuvo muy cerca de lograr la gobernación (lo que condujo a un acuerdo del resto de las fuerzas en el Colegio Electoral para impedirlo) 48.

La presencia del PDC crecía y, aun con ciertos vaivenes, la estrategia de Sueldo mostraba resultados. Se acordó, por tanto, seguir la misma línea y se apoyó el plan de lucha de la Confederación General del Trabajo. Al mismo tiempo, en términos organizativos, aprovechando el clima favorable del Gobierno radical de Arturo Illia, los democristianos intentaron expandir su estructura de comités y afianzar la militancia de base y por ambientes. Se buscó avanzar además a través de la creación de una instancia de coordinación a nivel nacional para aunar fuerzas en las diferentes legislaturas provinciales 49.

Las buenas expectativas se ensombrecieron, sin embargo, al año siguiente, con la vuelta al ruedo electoral del peronismo (comicios en los que el PDC perdió tres de sus legisladores). La estrategia de Sueldo dejó al descubierto sus debilidades y la discusión sobre la conveniencia de sostener la línea aperturista dividió una vez más al partido. La unidad crujió y Allende reemplazó a Sueldo en la presidencia, aunque se mantuvo la política frentista. En cualquier caso, los resultados de la nueva apuesta del PDC no llegaron a conocerse. En 1966, un nuevo golpe de Estado de las Fuerzas Armadas puso punto final al periodo más auspicioso y prometedor del partido como fuerza electoral y volvió a sumergirlo en una ola inagotable de conflictos internos.

Conclusiones

En las últimas décadas se subrayó la naturaleza «facciosa» de buena parte de los conflictos que caracterizaron la vida de las diferentes fuerzas políticas argentinas, desde el conservadurismo y el radicalismo hasta la democracia progresista y el partido socialista. El caso de la democracia cristiana que hemos analizado en estas páginas parece ir, sin embargo, a contramano, desde que las principales tensiones y rupturas expresaron diferencias ideológicas profundas sobre el programa de reformas que debía impulsarse. Si bien todos reivindicaron una suerte de «tercera vía o vía del medio» —concebida en general más como una superación de posiciones antagónicas que como un centro—, construyeron diagnósticos políticos distintos y en materia económica propusieron programas muy diferentes y en varios puntos totalmente opuestos. En este marco, como se analizó, las disputas sobre las especificidades y los alcances del «corporativismo católico», primero, y las del «humanismo económico», después, en sintonía con los debates que se daban en el catolicismo europeo y norteamericano, signaron la vida de la democracia cristiana durante largas décadas.

También las diferentes concepciones de partido fueron motivo de debate. Como señalamos, existieron al menos dos modelos: uno de índole más «confesional», basado en la convergencia con las estructuras eclesiásticas y las asociaciones católicas —tales son los casos de la UDC y la UDA en las primeras décadas del siglo xx—, y otro más «secularizado», que tras la creación del PP en 1927 se asentó en un mayor grado de diferenciación con la Iglesia y las asociaciones religiosas y propuso, por primera vez, el desarrollo de una estructura de base propia. En este giro influyeron tanto los lineamientos de Sturzo en el plano internacional como, a nivel local, la oposición del arzobispado porteño a avalar el modelo «confesional» (lo que terminaría contribuyendo a forzar el cambio de estrategia política y el proceso de secularización entre los democristianos). En paralelo, como se vio, dichos cambios alentaron también una cierta revisión de las posturas accidentalistas, características del catolicismo social de principios de siglo y de las primeras formaciones electorales. En la década de 1930, al menos entre los militantes del PP, el abandono del accidentalismo se profundizó ante la popularidad del fascismo en las filas católicas, el auge de las tendencias nacionalistas y la necesidad de trazar un camino político propio. En ese contexto, las tradicionales críticas a la democracia se atenuaron y si bien siguieron combatiendo su rostro «liberal», revalorizaron con más firmeza sus principales pilares: el parlamento, el sistema de partidos y el voto popular. A partir de entonces, en un giro que en cierto modo recordaba al del partido socialista argentino tras la Revolución rusa, Pagés y Guglielmino defendieron la participación electoral y la acción parlamentaria como el vehículo más apropiado para el desarrollo del programa socialcristiano.

Con el final de la Segunda Guerra Mundial, en consonancia con la orientación seguida por el Vaticano y el auge de los partidos democristianos, el modelo «secularizado» ganó fuerzas, aunque la tan mentada unidad no se alcanzó. Los conflictos que ya habían impedido la convergencia en 1943 en torno a People & Freedom se recrudecieron y, a pesar de la fuerza centrípeta del antiperonismo de los diferentes grupos, la creación de un partido nacional permaneció en la columna del haber. La falta de apoyo de las jerarquías locales —que, en contraste con el giro de Pío XII, seguían mirando con recelo la formación de un partido y apostaban por el peronismo— contribuyó sin duda a dificultar la unidad, pero es preciso no exagerar su importancia en este proceso. Por un lado, porque las tensiones ideológicas marcaban clivajes al interior de la constelación democristiana, que no era sencillo superar más allá de la postura de los obispos, y, además, porque el partido que imaginaban, basado en el modelo secularizado de finales de los veinte, no requería ya del acuerdo con la Iglesia (aunque obviamente su apoyo hubiera allanado el camino).

En este sentido, más allá de las diferencias ideológicas entre las tendencias y la tirante relación con las jerarquías, si se mira en perspectiva el proceso sobresalen, como se señaló al comienzo, las propias limitaciones estructurales impuestas por el sistema político. El peso electoral y la popularidad del radicalismo en sus diferentes manifestaciones y la irrupción del peronismo en los años cuarenta —en el marco de sistemas representativos poco proporcionales— saturaron el sistema de partidos e hicieron muy dificultoso el desarrollo de nuevas agrupaciones con posibilidades ciertas de disputar el poder. El derrotero de la democracia cristiana no fue en este punto demasiado diferente al del socialismo o al de la democracia progresista (salvando las distancias en cuanto a resultados electorales y definiciones programáticas), así como al de otros partidos menores. De hecho, el PDC logró proyectarse con ciertas expectativas en la década de 1960, cuando intentó acercarse a las bases electorales de un peronismo proscrito y dividido, para volver a fragmentarse y perder peso como partido tras el golpe de Estado de 1966.

En relación con este último punto, hay que tener en cuenta también la incidencia de la inestabilidad política originada en los constantes golpes de Estado y la asfixiante presión pretoriana de las Fuerzas Armadas a partir de 1955 (apoyadas por buena parte de las jerarquías de la Iglesia y los sectores integristas del catolicismo). Esa inestabilidad interfirió en el intento de convergencia de 1943 y dinamitó la ardua «unidad» lograda durante la primera mitad de los sesenta (tras la salida de los sectores «neoliberales» y el robustecimiento de la maquinaria partidaria, gracias a los puestos obtenidos en el Estado). El golpe de 1966 frenó este proceso de crecimiento y consolidación e impidió continuar la construcción de frentes «populares y nacionales» en alianza con sectores del peronismo (estrategia que por primera vez parecía posicionarlos en un lugar de relevancia). La oclusión del horizonte electoral, además, aumentó las tensiones y contribuyó a debilitar la cohesión interna. Muchos militantes y dirigentes optaron por colaborar con la dictadura y pasaron a ocupar ministerios, secretarías y departamentos (como ilustra con particular claridad el caso tucumano). El partido se fragmentó horizontal y verticalmente y se volvió más parecido a la constelación de grupos de las primeras décadas del siglo xx que a la pujante maquinaria de los tempranos sesenta. La convención de 1967 en Río Ceballos, que criticó el plan económico de la dictadura y llamó a no «colaborar», se propuso recobrar la unidad perdida, pero su autoridad resultó en los hechos bastante limitada. De igual manera, tras el Cordobazo en 1969, en el marco de la radicalización política que vivía el catolicismo latinoamericano y la sociedad argentina, los intentos por propiciar de nuevo la vía partidaria resultaron infructuosos. En la década siguiente, las heridas siguieron abiertas y las diferentes tendencias ya no volvieron a converger en una única agrupación.


* La investigación ha contado con financiación de la ANPCyT (PICT 0843-2013). En 2017 discutí los argumentos del artículo en diferentes instancias: el Seminario de Historia Política y Cultural de la UNL (Santa Fe), el XVIII Congreso de la AHILA (Universidad de Valencia) y el Seminario del TEIAA (Universidad de Barcelona). Agradezco los comentarios y sugerencias recibidas.

1 En sentido contrario, suelen estudiarse por separado las tempranas experiencias del siglo xx y las de la segunda posguerra. Tal el caso de la influyente propuesta de Scott Mainwaring y Timothy Scully (eds.): La democracia cristiana en América Latina. Conflictos y competencia electoral, México, Fondo de Cultura Económica, 2003. De igual manera, Kaiser ancla su perspectiva en la segunda posguerra, aunque aporta valiosas hipótesis para pensar en los procesos previos. Véase Wolfram Kaiser: «Co-Operation of European Catholic Politicians in Exile in Britain and the USA during the Second World War», Journal of Contemporary History, 35, 3 (2000), pp. 439-465. En una perspectiva de mediana duración véase para el caso argentino Martín Castro: «Catolicismo y secularización en la Argentina de la primera mitad del siglo xx desde una perspectiva comparada», Boletín de la Biblioteca del Congreso de la Nación, 129 (2015), pp. 101-112. Asimismo, se cuenta con trabajos sobre la coyuntura de 1955 y, más recientemente, sobre las décadas de 1970 y 1980. Entre ellos véanse César Tcach: Sabatinismo y peronismo. Partidos políticos en Córdoba (1943-1955), Buenos Aires, Biblos, 2006; Marcela Ferrari: «Democracia Cristiana, Partido Justicialista y política de frentes. El FREJUDEPA en perspectiva histórica», Boletín de Historia Argentina y Americana Emilio Ravignani, 48 (2018), pp. 121-153; íd.: «La democracia cristiana argentina durante la dictadura cívico-militar y la transición temprana», Historia, 50 (2017), pp. 49-77, y Mariano Fabris: «La democracia cristiana y la iglesia durante la última dictadura. Catolicismo, política y derechos humanos», Estudios Sociales, 53 (2018), pp. 143-168.

2 Sobre este aspecto véanse Martin Conway: Catholic Politics in Europe, 1918-1945, Londres, Routledge, 1997; Stathis Kalyvas: «From Pulpit to Party: Party Formation and the Christian Democratic Phenomenon», Comparative Politics, 30, 3 (1998), pp. 293-312, y Stathis Kalyvas y Kees van Kersbergen: «Christian Democracy», Annual Review of Political Science, 13 (2010), pp. 183-209.

3 Sobre el «humanismo cristiano» de Maritain véase José Zanca: Cristianos antifascistas. Conflictos en la cultura católica argentina, 1936-1959, Buenos Aires, Siglo XXI, 2013. Una aproximación a la influencia de Sturzo en Diego Mauro: «I popolari en la Argentina. Luigi Sturzo y el antifascismo católico de entreguerras», Anuario IEHS, 29-30 (2015), pp. 267-288, e íd.: «Católicos antifascistas en Argentina (1936-1943). Luigi Sturzo y las tramas locales de People & Freedom Group», Itinerantes, 7 (2017), pp. 9-31.

4 Al respecto véanse John Pollard: The Papacy in the Age of Totalitarianism, 1914-1958, Oxford, Oxford University Press, 2014, y José Ramón Rodríguez Lago: «En español y desde Washington DC para Latinoamérica y España. El origen de la agencia Noticias Católicas (1941-1946)», en Carlos Aguasaco (ed.): Transatlantic Gazes: Studies on the Historical Links between Spain and North America, Alcalá de Henares, Instituto Benjamin Franklin-UAH, 2018.

5 En esta línea véanse Néstor Auza: Aciertos y fracasos sociales del catolicismo argentino. Grote y la estrategia social, Buenos Aires, Don Bosco-Guadalupe, 1987; Enrique Ghirardi: La Democracia Cristiana, Buenos Aires, CEAL, 1983, y Ricardo Parera: Democracia Cristiana en la Argentina: los hechos y las ideas, Buenos Aires, Nahuel, 1967.

6 Miranda Lida y Diego Mauro (coords.): Catolicismo y sociedad de masas en Argentina, 1900-1950, Rosario, Prohistoria, 2009; Miranda Lida: Historia del catolicismo en la Argentina, entre el siglo xix y el xx, Buenos Aires, Siglo XXI, 2015, y Roberto di Stefano y Diego Mauro: «Our Lady of Luján. National Identity and Mass Mobilization in Argentina», en Roberto di Stefano y Francisco Ramón Solans (coords.): Marian Devotions, Political Mobilization and Nationalism in Europe and America, Londres, Palgrave Macmillan, 2016, pp. 279-312.

7 Al respecto véanse Loris Zanata: Del Estado liberal a la Nación católica. Iglesia y Ejército en los orígenes del peronismo (1930-1943), Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1996, y Roberto di Stefano y Loris Zanatta: Historia de la Iglesia argentina, Buenos Aires, Mondadori, 2000.

8 Durante el primer tercio del siglo xx, los obispos argentinos adoptaron una lógica de prueba y error. En ese marco, lo que finalmente inclinó la balanza en contra de los democristianos —en el contexto de lanzamiento de la Acción Católica a escala global— fueron los malos resultados electorales obtenidos. Dichos reveses convencieron a los obispos (como a muchos militantes) de que la vía partidaria no era transitable en el país. Aun así, a la hora de desalentar la formación de partidos, las jerarquías optaron por no apelar a argumentos teológicos o doctrinarios, evitando de esa manera tomar una postura definitiva. Al respecto véase Rudolf Lill: Il potere dei papi. Dall’etá moderna a oggi, Roma, Laterza, 2010. Para el caso argentino véase José Ramón Rodríguez Lago: «La clave Cortesi. La política vaticana en la República Argentina (1926-1936)», Historia Contemporánea, 55 (2017), pp. 517-546.

9 Al respecto véanse José Zanca: Los intelectuales católicos y el fin de la cristiandad, 1955-1966, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005; José Nállim: «Debates hacia adentro: las ideas económicas del frente antifascista liberal en Argentina, 1939-1943», Sociohistórica, 30 (2012), pp. 35-65, y Martín Vicente: «Orden cristiano, entre las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y los inicios del peronismo: lecturas ante el mapa político de la posguerra», Anuario IEHS, ­29-30 (2015), pp. 207-228.

10 Michael Gehler y Wolfram Kaiser: «Transnationalism and Early European Integration: The Nouvelles Equipes Internationales and the Geneva Circle, 1947-1957», The Historical Journal, 44, 3 (2001), pp. 773-798. Más allá de la aceptación general de las lógicas de mercado, los debates sobre el nivel de intervención estatal y las características de la «economía social de mercado» continuaron en las décadas siguientes. Al respecto véase Wolfram Kaiser: Christian Democracy and the Origins of the European Union, Cambridge, Cambridge University Press, 2007, pp. 176-178.

11 A partir de entonces la alternativa de concurrir o no a formar un frente con el peronismo —que ya había causado tensiones en los sesenta— motivó la escisión en 1972 entre el Partido Popular Cristiano y el Partido Revolucionario Cristiano. Pese a que se logró una reunificación en 1981 fue clara la escisión en tres líneas internas. Sobre la participación en diferentes frentes y coaliciones véase Marcela Ferrari: «Democracia Cristiana...», pp. 49-77.

12 Sobre el Partido Constitucional véanse Martín Castro: El ocaso de la República oligárquica: poder, política y reforma electoral, 1898-1912, Buenos Aires, Edhasa, 2012, e íd.: «Clericalismo político o concentración conservadora: peregrinos/militantes, caudillos y notables en la formación del Partido Constitucional (1913-1916)», en Pablo Pérez Branda (coord.): Partido y micropolítica. Investigaciones históricas sobre partidos políticos en la Argentina del siglo xx, Mar del Plata, Ediciones Suárez, 2011.

13 María Pía Martín: Iglesia católica, cuestión social y ciudadanía. Rosario-­Buenos Aires, 1892-1930, tesis doctoral, Universidad Nacional de Rosario, 2012, y Miranda Lida: Historia del catolicismo en la Argentina..., pp. 61-84.

14 Néstor Auza: Aciertos y fracasos sociales del catolicismo argentino..., p. 293.

15 Rudolf Lill: Il potere dei papi..., pp. 112-147; Emma Fattorini: Diplomazia senza eserciti. La relazioni internazionali della Chiesa di Pio XI, Roma, Carocci, 2013, y Alfonso Botti, Feliciano Montero y Alejandro Quiroga (eds.): Católicos y patriotas. Religión y nación en la Europa de entreguerras, Madrid, Silex, 2013.

16 Carlos Conci: «Memoria de Don Carlos Conci», inédita, copia mecanografiada, p. 20, Archivo Conci, Archivo Central Salesiano (en adelante ACS).

17 Entre ellos, Pedro Tiesi, Lorenzo Degregori, Liborio Vaudagnotto, Pedro Tilli, Eduardo Ferrari y los presbíteros Guillermo Etchevertz y Sebastián Monteverde. Véase Néstor Auza: Aciertos y fracasos sociales del catolicismo argentino..., pp. 284 y 286.

18 Sobre el conflicto en Santa Fe véase Diego Mauro: De los templos a las calles. Catolicismo, sociedad y política, 1900-1937, Rosario, Prohistoria, 2018, e íd.: Reformismo liberal y política de masas. Demócratas progresistas y radicales en Santa Fe, 1921-1937, Rosario, Prohistoria, 2013.

19 Ricardo Parera: Democracia Cristiana en la Argentina..., pp. 41 y 42.

20 El sistema electoral argentino, tras la ley electoral de 1912, repartía la representación entre mayoría y primera minoría (otorgando 2/3 y 1/3 de los cargos en disputa, respectivamente).

21 Sobre la frustrada elección de De Andrea véase Miranda Lida: Monseñor De Andrea. Obispo y hombre de mundo, Buenos Aires, Edhasa, 2013.

22 Panfletos y afiches de propaganda de la UDA en 1924, Archivio Segreto Vaticano (en adelante ASV), Nunz. 437, fols. 28, 29 y 30.

23 Sobre la Unión Popular véase Diego Mauro: De los templos a las calles..., pp. 78-99.

24 Leandro Losada: Política y vida pública. Argentina (1930-1943), Buenos Aires, Imago Mundi, 2017.

25 El Pueblo, 9 y 22 de enero de 1932.

26 Carta de Felipe Cortesi a Eugenio Pacelli, ASV, AAEESS, Pos. 313 P.O., fasc. 70, fol. 41.

27 El Pueblo, 28 de noviembre de 1931, y 2 y 4 de marzo de 1934.

28 Roberto Meisegeier: «Con palabras solamente no venceremos el socialismo», El Pueblo, 15 de noviembre de 1931, y «Un deber de conciencia cívica», El Pueblo, 3 de noviembre de 1931.

29 El Pueblo, 19 y 20 de marzo de 1934.

30 «Estímulo de un régimen representativo republicano de corporativismo», borradores mecanografiados, s.d., Archivo Carlos Conci, caja 1, y «Haga un gesto de independencia. Vote por un partido de renovación integral», Tiempos Nuevos, 9 de marzo de 1940.

31 Allí estuvieron presentes las principales figuras, entre ellas, el propio Guglielmino, Domingo Galati, Enrique Valdés, Arturo Salas Moyano, Tomas Doyle y Héctor Uccello.

32 Resultados electorales por secciones en El Pueblo, 4, 6, 8 y 15 de abril de 1940.

33 Véase Diego Mauro y Martín Vicente: «Un camino resbaladizo. Los católicos antifascistas ante la cuestión social en Argentina: los casos de I popolari y Orden Cristiano en las décadas de 1930 y 1940», en María Mercedes Tenti (coord.): Iglesias y religiosidades: de la colonia al siglo xx, Rosario, Prohistoria, 2017, pp. 191-207.

34 Firmantes del manifiesto en Ricardo Parera: Democracia Cristiana en la Argentina..., p. 63.

35 Sobre Busacca véase José Zanca: Cristianos antifascistas..., pp. 206-207.

36 Ricardo Parera: Democracia Cristiana en la Argentina..., p. 80.

37 «Reportaje al Dr. Juan T. Lewis sobre la Democracia Cristiana Argentina», Comunidad, noviembre de 1955, pp. 3-7.

38 Louis-Joseph Lebret: «Comunicación a los políticos cristianos de buena voluntad», Comunidad, enero de 1956, pp. 59-64.

39 Jaime Potenze: «Meditación Sudamericana», Comunidad, enero de 1956, pp. 2-7.

40 Guido di Tella: «Problemas de la integración latinoamericana», Comunidad, agosto de 1958.

41 Ricardo Parera: Democracia Cristiana en la Argentina..., p. 98.

42 Enrique Ghirardi: La Democracia Cristiana, p. 102.

43 Carlos Coll Benegas: «El temor a la libertad», Comunidad, agosto de 1956.

44 «Editorial», Comunidad, marzo de 1959.

45 «Reportaje al Dr. Juan T. Lewis...».

46 Ricardo Parera: Democracia Cristiana en la Argentina..., p. 123.

47 Floreal Forni: «La democracia cristiana en busca del país», Comunidad, agosto de 1958, pp. 33-34.

48 Germán Azcoaga: «La Democracia Cristiana frente al régimen de Onganía. Un abordaje desde el caso tucumano», Estudios Sociales, 42 (2012), pp. 119-142, esp. p. 127.

49 Ricardo Parera: Democracia Cristiana en la Argentina..., p. 270.