Ayer 108/2017 (4): 49-78
Sección: Dosier
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2017
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/108-2017-03
© Pedro M. Guibovich Pérez
Recibido: 09-07-2016 | Aceptado: 27-04-2017
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License

Los años finales de la Inquisición en el virreinato peruano (1813-1820)

Pedro M. Guibovich Pérez

Pontificia Universidad Católica del Perú
pguibovich@pucp.edu.pe

Resumen: Este ensayo ofrece una interpretación sobre la etapa final de la Inquisición en Perú, analiza la supresión ordenada por las Cortes de Cádiz y muestra la importancia de la difusión de la literatura antiinquisitorial durante el gobierno del virrey Fernando de Abascal. El autor sostiene que el tribunal limeño se mantuvo activo durante la crisis, pero no fue capaz de contrarrestar el gran legado de esta etapa: la leyenda negra construida sobre la propia Inquisición española.

Palabras clave: Inquisición, Cortes de Cádiz, Inquisición de Lima, José de Abascal, Restauración, leyenda negra.

Abstract: This essay analyzes the final phase of the Inquisition in Peru. It discusses the suppression ordered by the Cortes de Cádiz and shows the importance of the dissemination of anti-inquisitorial literature during the government of Viceroy Abascal. Although the Tribunal of Lima stayed active during the crisis of the Monarchy, it was unable to face the challenge of what would prove to be the great legacy of the period: the Black Legend of the Spanish Inquisition.

Keywords: Inquisition, Cadiz Cortes, Inquisition of Lima, José de Abascal, Restoration, Black Legend.

Entre 1823 y 1824, el agente financiero británico Robert Proctor recorrió el Perú. Había llegado con la misión de informar a sus connacionales acerca de las condiciones económicas, políticas y sociales de la joven república. Tratándose de un hombre culto, no extraña que se interesara por la historia peruana y que, durante su estancia en Lima, visitase el local que había albergado una de las instituciones más emblemáticas del periodo colonial: la Inquisición. Observó que el edificio había desmejorado mucho y que no era notable excepto por sus enormes puertas macizas y «una inscripción en ellas para justificar la propagación del cristianismo a filo de espada». Inspeccionó los calabozos y cámaras interiores, donde se exhibían «instrumentos de tortura y argollas y cadenas con que los criminales eran atados a las paredes» 1. No tuvo curiosidad por la historia de la Inquisición, sino tan solo por destacar su carácter sanguinario y sórdido. Otro contemporáneo de Proctor, William Bennet Stevenson, testigo presencial del saqueo del tribunal en 1813, al reseñar su historia recordó los alcances de la censura de libros y las sanciones que recaían sobre los infractores de sus mandatos 2. Más allá de la verosimilitud de los escritos de nuestros viajeros, no cabe duda de que la Inquisición seguía proyectando una imagen de poder y autoridad años después de su definitiva extinción, ocurrida en 1820. ¿Cómo entender la pervivencia de esa imagen en la memoria? ¿Es que acaso la actividad del tribunal en los últimos años de su funcionamiento fue de tal magnitud que hizo que su recuerdo se mantuviera vivo en el tiempo?

Este ensayo estudia la historia de la Inquisición peruana entre 1813 y 1820. Se trata de un periodo enmarcado por dos crisis: las de sus dos aboliciones dictadas por los gobiernos liberales establecidos en España. Dicho periodo no ha sido lo suficientemente estudiado acaso por considerársele de escasa relevancia, dado que se estima que la actividad del tribunal fue escasa 3. Nada más equivocado. Ciertamente, el número de procesados por el tribunal entre 1815, año de su restablecimiento, y 1820, fue mucho menor que en años anteriores, pero ello no significó que los inquisidores permanecieran inactivos. Por el contrario, los documentos revelan que hicieron acopio de información en torno a infractores de los mandatos inquisitoriales, seguramente con la esperanza de mejores tiempos para encausarlos.

Pero ¿por qué empezar nuestro estudio en 1813? Antes que nada, una explicación. Un intenso debate en torno a la existencia de la Inquisición en el marco del nuevo orden político liberal en España precedió al decreto de abolición promulgado por las Cortes, y luego de que este fuera aplicado, se produjo una abundante literatura crítica acerca del tribunal de Lima. Antes de 1813, el Santo Oficio nunca había sido objeto de escarnio. La crisis de su primera abolición, como se verá, condicionó decisivamente el accionar de los inquisidores entre 1815 y 1820.

La historia decimonónica del Santo Oficio no es fácil de ser reconstruida debido a la carencia de fuentes documentales 4. No obstante, algo se puede decir al respecto. El estudio del funcionamiento de la Inquisición en ese periodo permite reexaminar la situación de «decadencia» que usualmente cierta historiografía ha atribuido al Santo Oficio en las postrimerías del régimen colonial, entender las pugnas de los inquisidores con las autoridades políticas con el propósito de recomponer su poder y determinar los alcances de su actividad procesal.

La Inquisición peruana a inicios del siglo xix

En 1813, la autoridad del tribunal de Lima se extendía sobre buena parte de la América del Sur española, y ello a pesar de la considerable reducción de su distrito (o territorio jurisdiccional) a inicios del siglo xvii. En 1610, el Consejo de la Suprema había dividido dicho distrito para fundar un nuevo tribunal con sede en la ciudad de Cartagena de Indias. Desde entonces, la acción de los inquisidores establecidos en el Perú alcanzaba, por el norte, al obispado de Quito, y por el sur, al de Buenos Aires.

En ese extenso ámbito geográfico, los miembros del tribunal se repartían de desigual manera. La mayoría de ministros asalariados y no asalariados residía en Lima, la capital del virreinato. En la cúspide del primer grupo se situaban dos o tres inquisidores, quienes debían ser sacerdotes y graduados, preferentemente en leyes, pues tenían que actuar como jueces. El tribunal estaba presidido en 1813 por Francisco Abarca en condición de inquisidor decano, Pedro de Zalduegui era el inquisidor segundo y José Ruiz Sobrino, el fiscal. El oficio de inquisidor daba prestigio, ya que detentaba honores y preeminencias, los cuales hacían de él una figura de peso en la corte virreinal 5. El cargo, además, conllevaba un poder muy amplio, que en ciertos ámbitos situaba a su titular por encima de las máximas autoridades eclesiásticas o reales, y su ejercicio lo solía colocar al margen del control de las mismas. A su autoridad como juez en las causas de fe se sumaba su condición de administrador del patrimonio de la institución. El inquisidor era un personaje temido y respetado, no pocas veces rodeado de aduladores, pero también controvertido 6. Los intentos por ampliar la esfera de poder personal dentro y fuera del tribunal fueron causas de conflictos entre los inquisidores desde el siglo xvi. Las alianzas entre estos y otros oficiales del tribunal llevaba a que se hablara de «partidos» dentro del Santo Oficio, lo que sin duda mellaba la imagen de quienes se suponía debían ser modelos de rectitud y ecuanimidad.

En el plantel inquisitorial a inicios del siglo xix también había un alguacil mayor, encargado de los arrestos, y varios secretarios del Archivo del Secreto, llamados así porque trabajaban en ese despacho, tomaban las declaraciones de los reos, manejaban la correspondencia y mantenían el orden del archivo. Además, existían un secretario del secuestro, que tenía a su cargo el registro de los bienes embargados; un receptor o administrador de las finanzas; un contador, responsable de llevar las cuentas; el abogado y el procurador del Real Fisco, quienes representaban a la Inquisición en todas las causas en las que se viera involucrado su patrimonio; un médico, y varios oficiales menores (nuncio, portero, alcaide, entre otros).

El segundo grupo de oficiales era el de los no asalariados: calificadores, consultores, comisarios y familiares. Los calificadores evaluaban doctrinalmente las declaraciones de los reos, mientras que los consultores asesoraban al tribunal en asuntos legales. La mayoría de los integrantes de ambos grupos residía en Lima. Por el contrario, los comisarios habitaban en las principales ciudades del virreinato y eran la cara visible del Santo Oficio en el distrito inquisitorial. La documentación sobre los comisarios existente no permite estudiar en detalle su accionar, pero se sabe que a fin de cubrir todas las plazas vacantes, a fines del siglo xviii los inquisidores exoneraron de las informaciones de limpieza de sangre a los pretendientes a comisarías. Ello explica que en 1811 todos los puestos estuviesen asignados 7. Finalmente estaban los familiares, que debían alentar y colaborar en la delación, y solían residir en Lima y otras poblaciones del virreinato.

La situación antes descrita explica por qué en la capital el tribunal fue particularmente activo. Pero, al igual que muchos otros aspectos de su historia institucional, su labor procesal no es fácil de reconstruir, como ya se dijo, por la insuficiencia de las fuentes documentales. Entre 1808 y 1813, el número de procesados es realmente reducido (ocho), pero ello no significa que el tribunal peruano permaneciera inactivo. Aun cuando la persecución del criptojudaísmo era cosa del pasado, en la mira de los inquisidores siguieron estando presentes hechiceros, bígamos, blasfemos, solicitantes, impostores y masones, y contra muchos de ellos se recibieron delaciones. Aunque no representan un número considerable, los lectores de libros prohibidos también fueron denunciados e investigados, mas ninguno de ellos fue procesado 8. Sin embargo, han dejado un amplio rastro documental, lo que pone en evidencia que, al igual que sus similares de la Península y la Nueva España, el tribunal de Lima se convirtió en una suerte de policía ideológica y su labor se proyectó hacia el territorio del consumo cultural 9.

Durante el siglo xviii, el Santo Oficio limeño se financiaba con los ingresos procedentes principalmente de los censos y canonjías, y, en menor proporción, de las multas, las condenaciones, las confiscaciones y otras rentas. René Millar Carvacho observa que para el periodo comprendido entre 1799 y 1808, la curva de los ingresos por censos registra una ligera alza que viene a ser la continuación de una tendencia que se inicia en 1778. Las imposiciones de censos son superiores a las redenciones en más del 60 por 100 10. El segundo gran ingreso era el de las rentas procedentes de canonjías. Desde 1636, por concesión real, el tribunal percibía las rentas de una canonjía suprimida en las catedrales de Trujillo, Quito, Arequipa, Cuzco, La Plata, La Paz y Santiago de Chile. Entre 1782 y finales del siglo xviii, los ingresos se estabilizan entre los 14.700 y 16.000 pesos de promedio anual, para luego aumentar considerablemente. En 1808 el balance de ingresos y gastos daba un superávit de poco más de 60.000 pesos. Sin embargo, esta bonanza fue efímera, ya que los movimientos revolucionarios iniciados en 1810 afectaron dicha renta 11. No obstante, en 1813, en la caja de la receptoría se hallaron 68.527 pesos en numerario 12.

En resumen, en 1813 el tribunal de Lima distaba de ser una institución en decadencia. Si bien, por un lado, su actividad procesal se había reducido sensiblemente; por otro, sus finanzas hacían de la Inquisición una institución realmente atractiva para la Real Hacienda, siempre necesitada de recursos, sobre todo a partir de 1810. Por medio de sus ministros tenía una presencia a lo largo y ancho del distrito de su jurisdicción. Y como en épocas anteriores, unos hacían su trabajo con entrega y dedicación, y otros no; también unos se involucraban en pleitos por cuestiones de competencia, rentas y preeminencia, mientras que otros se mantenían al margen. En cualquier caso, para muchos de ellos el futuro de la institución debía presentarse incierto dadas las noticias procedentes de la península.

La primera abolición (1813)

Aunque en el siglo xviii la Inquisición había sido objeto de propuestas para reformarla y algunas de sus competencias fueron recortadas, nunca se había planteado su desaparición. Pero la invasión de las tropas francesas a España en 1808 redundará en la progresiva crisis del tribunal, soslayado definitivamente por un poder civil cada vez más laicizado en sus fundamentos doctrinales y poco partidario, en consecuencia, de mantener un tribunal religioso para el control de una sociedad a la que se intentaba definir desde criterios exclusivamente seculares 13. Napoleón decretó a finales de 1808 su abolición. La precaria situación económica de la España ocupada aconsejaba servirse de los bienes eclesiásticos y, por tanto, la Inquisición se convirtió en uno de los primeros objetivos de tal política 14.

De otro lado, el clima político era adverso. La libertad de imprenta decretada por la Cortes de Cádiz en noviembre de 1810 permitió la aparición de una abundante literatura que cuestionaba el rol censorio de la Inquisición. En la sesión de las Cortes del 8 de diciembre de 1812 se presentó un proyecto, compuesto de dos capítulos, sobre los tribunales eclesiásticos protectores de la religión, los cuales reemplazarían a la Inquisición. En el capítulo I se restablecía la autoridad de los obispos y sus vicarios «para conocer en las causas de fe, con arreglo a los sagrados cánones y derecho común», y la de los jueces seculares para declarar e imponer a los herejes las penas que señalaren las leyes 15. El capítulo II trataba de la prohibición de los escritos contrarios a la religión, así como de la participación del rey, los obispos y los jueces seculares en la confiscación y censura de dichos textos 16. El texto de este proyecto se convirtió en el cuerpo del decreto de abolición del tribunal promulgado el 22 de febrero de 1813 17.

Acaso con el propósito de acallar las posibles críticas, ese mismo día las Cortes emitieron un Manifiesto a la nación española que exponía las razones para la supresión de la Inquisición. Señalaba que las Cortes tenían la obligación de proteger la religión católica mediante leyes sabias y justas. Se reconocía a la religión como el más seguro apoyo de las virtudes privadas y sociales, de la fidelidad a las leyes y al monarca, y del amor justo a la libertad y la patria, «amor que, esculpido por la religión en los corazones españoles, los ha impelido a combatir con las feroces huestes del usurpador» 18.

La dación del Manifiesto estuvo acompañada de otros tres decretos, todos fechados el día 22 de febrero de 1813. El primero ordenaba la lectura del decreto de abolición y del Manifiesto durante tres domingos consecutivos en las parroquias 19. El segundo se refería a la necesidad de acabar con la costumbre inquisitorial de perpetuar la infamia mediante una serie de sanciones y símbolos: «Ninguna pena que se imponga por cualquier delito que sea ha de ser trascendental a la familia del que la sufre, sino que tendrá todo su efecto sobre el que la mereció». En consecuencia, debían borrarse y retirarse de conventos e iglesias o de «cualquier otro parage de la monarquía» las «pinturas e inscripciones en que están consignados los castigos y penas compuestos por la Inquisición» y destruirse en el plazo de tres días contados a partir del recibo de dicho decreto 20.

Un tercer decreto establecía que los bienes del extinto tribunal eran de la nación. Ordenaba a los intendentes o, donde no los hubiere, a los empleados principales de la hacienda pública tomar posesión de dicho patrimonio. Los intendentes encargados de la ocupación de los edificios inquisitoriales, con la intervención de las diputaciones provinciales, «recogerán por inventario los libros de cuentas y razón, de cualquiera clase que sean, pertenecientes a la administración» del tribunal. También debían recolectar por inventario y poner en custodia segura «todas las escrituras, documentos y demás papeles pertenecientes a los bienes». Por último, se instruía a que si alguno de los edificios que habían pertenecido a la Inquisición fuera apropiado para el establecimiento de «alguna institución pública y nacional de reconocida utilidad y conveniencia para el Estado», podría el gobierno destinarlo a ese objetivo informando de ello a las Cortes 21.

La noticia de la abolición del tribunal por las Cortes llegó a conocimiento de muchos en Lima debido a que el periódico El Investigador la dio a conocer en su edición de 17 de julio de 1813. Pero fue tan solo diez días después, el 27, mediante la publicación de un bando del virrey Fernando de Abascal, cuando dicha orden se hizo oficial. El bando disponía la lectura del Manifiesto y del decreto de las Cortes que establecía la creación de los tribunales protectores de la fe —que reemplazarían a la Inquisición— durante tres domingos consecutivos en las parroquias de todos los pueblos del virreinato 22. Abascal informó a los inquisidores acerca del procedimiento a seguir en la confiscación de los bienes del extinto tribunal y dispuso, de acuerdo con lo ordenado por las Cortes, que se retiraran de las iglesias los sambenitos y otros objetos que recordaran a los penitenciados.

El intendente Juan Manuel de Gálvez y el diputado provincial Francisco Moreyra y Matute fueron comisionados por el virrey para hacer el registro de los objetos de plata y los procesos de fe. Estos últimos fueron depositados en un archivo bajo tres llaves a fin de evitar que su «publicidad avergonzase a sus relacionados». Los expedientes de causas civiles fueron encargados a Francisco de Echavarría, secretario de secuestros del tribunal. La labor de los comisionados creó en el vecindario de Lima expectativa y alguna preocupación debido al temor de que la documentación inquisitorial se pudiera difundir. De acuerdo con Víctor Peralta, las familias nobles españolas y criollas empezaron a actuar a fin de evitar la publicidad de aquella información que cuestionaba sus linajes. A su vez, El Investigador y el Cabildo de la ciudad se encargaron, en parte, de fomentar un estado de opinión adverso al tribunal 23.

Luego de que el virrey publicara el decreto de abolición de la Inquisición, El Investigador acentuó su campaña en contra del tribunal. Así, un anónimo lector cuyas iniciales eran «J. P.» envió una carta al editor de ese periódico Guillermo del Río con el propósito de solicitar su consejo acerca de la posibilidad de establecer un teatro en la ciudad de Trujillo. El remitente escribió: «Hallándose extinguida la Inquisición, ¿será conveniente que en lo venidero se representen en él piezas de magia que nos recuerden aquellos dolorosos tiempos en que este bárbaro tribunal se entretenía en el examen de brujerías y hechicerías fabulosas?» 24. Dos días más tarde, el 31 de julio, el mismo periódico publicó un «Artículo comunicado» en el que otro anónimo autor le preguntaba al editor: «¿Quién en estos últimos siglos ha causado más daños: el tribunal de la difunta Inquisición o los temblores?». La duda, proseguía el mismo autor, le había surgido a raíz de la lectura de las intervenciones de José María Lequerica y Antonio José Ruiz de Padrón, diputados en las Cortes, acerca del carácter político y el número de víctimas del tribunal 25.

Durante el mes de agosto, los textos referidos a la Inquisición se vuelven más hostiles y violentos. Así, el día 2 otro «Artículo comunicado» suscrito por «C. O.», en tono irónico, le increpaba al editor ser un poco más moderado en el uso del lenguaje, ya que en el número 29 de El Investigador había tratado tan solo de «bárbaro» al tribunal, cuando en verdad debió calificarlo de «despótico, cruel y sanguinario». Días después un lector, supuestamente un visitante recién llegado de España, le manifestaba su extrañeza al no encontrar en Lima una plaza dedicada a la promulgación de la Constitución de 1812. Proponía que en la plaza de la Inquisición se colocase una placa conmemorativa «en que se explique este simpar laudable acontecimiento, primer signo de nuestra santa libertad e independencia». Con ello, proseguía, se conseguirían dos cosas: cumplir lo ordenado por la ley y extinguir un nombre que de otra forma duraría eternamente, el que recordaba a «un tribunal opuesto a nuestras constituciones (...) y según nuestros sabios escritores, causa de nuestra ignorancia y de consiguiente de todas nuestras desgracias y miserias» 26.

Un tema inaugurado en las páginas de El Investigador, también en los primeros días de agosto de 1813, fue cuál debía ser el destino del local del extinto tribunal. Un escrito firmado por «U. P.» proponía la instalación de un «establecimiento patriótico», esto es, un colegio para mujeres, en el extenso edificio. Sustentaba su proyecto en los artículos 335 y 17 de la Constitución y el decreto de abolición. Recordaba que el primero de tales artículos facultaba a las diputaciones provinciales la ejecución de obras públicas sin necesidad de esperar la resolución de las Cortes, mientras que el segundo de los artículos permitía dedicar los locales de la Inquisición a «algún establecimiento público y nacional de reconocida utilidad y conveniencia para el Estado». Al tiempo que elogiaba las cualidades intelectuales y morales de las mujeres peruanas, el anónimo autor se lamentaba de que sus principales ocupaciones fueran las modas, las diversiones y los paseos, ocupaciones frívolas y nocivas de las destinadas a ser madres y esposas. «¿Cómo formarán ciudadanos de provecho y buenas madres de familia las que no pueden dar a sus hijos las nobles ideas y sentimientos que no adquirieron ellas mismas?», se preguntaba. La instrucción pública debía suplir tal carencia y el ayuntamiento constitucional tenía que ser el encargado de llevar a cabo dicha tarea 27. No pasó mucho tiempo para que se volviese a tratar el tema del destino del local del tribunal de Lima. Hubo quien propuso instalar una biblioteca, porque «nada conduce tanto a la pública instrucción como el tener una biblioteca bien surtida y nutrida». Su fondo debía constituirse con algunos libros pertenecientes a la Universidad de San Marcos y con donativos de particulares 28. Nunca llegaron a materializarse ambos proyectos, ya que el local fue destinado a cárceles por el virrey Abascal y, más tarde, a museo en tiempos republicanos.

La preocupación por borrar de la memoria los elementos tangibles que recordaran el accionar de la Inquisición es evidente en el anterior comunicado firmado por «U. P.» y en otros aparecidos en El Investigador. El 9 de agosto de 1813 otro artículo, siempre de autor anónimo, recordaba que, luego de haberse conocido en Lima la noticia de la caída de Manuel Godoy, el «príncipe de las tinieblas», un grupo de exaltados acudió a la iglesia de Santo Domingo de donde extrajeron el retrato del ministro caído y lo destruyeron. En consecuencia, se preguntaba si debían borrarse los retratos de los «monstruos inquisitoriales que se miran hoy con desprecio en su capilla o intentan guardarlos para escaveche» 29. Asimismo, hubo quien reclamó por un pronunciamiento de la universidad a raíz de la abolición: «Si la Inquisición ha sido causa, según dicen, de que las ciencias se hallen tan atrasadas en España, ¿cómo no ha dado la Universidad de San Marcos las gracias a las Cortes por su extinción? ¡Estupendo descuido!» 30. El pronunciamiento se conocería en septiembre y en las mismas páginas del periódico, como se verá más adelante.

Persistente en su campaña de demolición, El Investigador, en sus ediciones de los días 10 al 14 de agosto, reprodujo el texto titulado «Banderilla de fuego al Filósofo Rancio», escrito por Francisco de Paula Martínez de la Rosa con el pseudónimo de «Ingenuo Tostado» y aparecido originalmente en Cádiz en 1812. El texto, en tono bastante acre, respondía a una afirmación del «Filósofo Rancio», que no era otro sino el dominico Francisco Alvarado, quien había sostenido:

«Si algún tribunal en este mundo ha sabido reunir la misericordia con la justicia, el interés común de la sociedad con el particular del culpado, el remedio del pecado con la salvación del pecador, y la pública seguridad con el verdadero interés y justa libertad de quien la turba, es seguramente el de la Inquisición» 31.

Uno a uno son cuestionados los argumentos del «Filósofo Rancio» por su oponente. Así, por ejemplo, en cuanto a la «misericordia» practicada por el tribunal, «Ingenuo Tostado» recordaba que esa era «la virtud que más brillaba» en la institución, porque el acusado era sacado de su casa sin decirle el motivo y encerrado en un calabozo, donde nadie volvía a saber de él y quedaba sepultado en vida. Es cierto —prosigue en tono irónico— que el Santo Oficio «usaba de los apremios y tormentos para arrancar suavemente la confesión del delito, y que exprimieran los huesos del paciente hasta la última gota del humor herético». En esto consistía la «misericordia», porque con ella se encaminaba la conversión del reo y se procuraba la salvación de su alma 32.

El 19 de agosto de 1813, el citado periódico publicó un ar­tículo cuyo autor demandaba al Cabildo que no era suficiente haber agradecido a las Cortes por la abolición del tribunal, sino que debía solicitar al virrey Abascal «que por su autoridad gubernativa se tomen cuatro medidas conducentes a perseguir las reliquias de aquel poder anonadado». La primera era abrir las puertas del local del Santo Oficio para que la población «admire todo el mundo de la artificiosa fábrica de este laberinto, prodigio del arte de hacer penar», y que luego se procediera a su pública demolición, para que su «ruina material les acuerde con transporte la caída formal de este soberbio coloso, erigido con la ofensa manifiesta de la razón y los derechos del hombre, y que para hollarlos sin medida, amenazaba eternizarse». La segunda era la destrucción de los «injuriosos instrumentos de martirio, medios tan impotentes como crueles que se ponían en obra para arrancar la forzada declaración de una simple opinión o un pensamiento secreto». La tercera debía consistir en la extracción de los archivos para la quema pública de todos los procesos, «en cuya organización eran desconocidas esas fórmulas protectoras que otorga la justicia en defensa del hombre que padece». La cuarta acción era la incineración de los cuadros o «ignominiosas pinturas que la profanación más sacrílega tenía colgadas en el templo del Dios de la paz». La realización de todas estas acciones debía proporcionar a la ciudad de Lima «agradables espectáculos, dándole días tan placenteros como festivos», como lo fue el de la publicación del decreto de supresión del tribunal. Y el autor concluía afirmando que dichas acciones constituían justas represalias «por los gemidos de dolor con que el extinguido Oficio ha hecho exhalar en todos tiempos los corazones, las lágrimas que ha hecho derramar a familias y pueblos enteros, el sosiego que siempre ha robado, y los mortales pesares que ha dado a todo género de estados y de personas» 33.

El Cabildo se sumó a los que pedían intervenir el local del tribunal. En un oficio dirigido al virrey fechado el 31 de agosto de 1813, y parafraseando lo propuesto días atrás por un anónimo autor en El Investigador, le pedía —en beneficio de la seguridad, lustre y decoro del generoso vecindario de la ciudad— «perseguir las reliquias ofensivas a los derechos comunes» mediante la extracción de los archivos inquisitoriales de todos los libros y papeles «que puedan manchar la estimación de cualesquiera familias o ciudadanos», tales como «el libro llamado verde, el intitulado Tisón de España y todos los procesos de esta especie que se hallen fenecidos». Los cabildantes solicitaban que, mientras llegaba una resolución de España acerca de qué hacer con todos ellos, «se sepulten (...) en un lóbrego aposento» con una sola puerta de tres llaves de las que debía conservar una el virrey, otra el arzobispo y la tercera el ayuntamiento 34.

Abascal acogió los reclamos. A fines de agosto autorizó al intendente Gálvez a permitir que un grupo de personas visitara el local del tribunal durante el tiempo que los comisionados estaban inventariando los bienes. Pero la ansiedad del vecindario aumentó con la decisión de los comisionados de no destruir los papeles, y esto sería la causa fundamental, según Peralta, del saqueo del Santo Oficio 35. Los testimonios del nuncio Eustaquio de Gardeazával y del alcaide de las cárceles Juan Bautista Barrenechea permiten reconstruir, con cierto detalle, lo sucedido 36. El 3 de septiembre, según Gardeazával, el intendente y el diputado provincial se retiraron antes del mediodía y le encomendaron cerrar las puertas del local una vez que los vecinos autorizados para visitar sus salas y cárceles lo hubiesen abandonado. Con el auxilio de Barrenechea, el alcaide intentó despejar el lugar, pero uno de los visitantes, Manuel García Plata, adujo que el permiso para estar en el tribunal concluía a las seis de la tarde. La discusión entre Gardeazával y el visitante se volvió más acalorada cuando en ella intervino el librero Tadeo López, quien desafió al nuncio exigiendo que se pudieran visitar los recintos que seguían cerrados, entre ellos la Saleta y el Archivo del Secreto. El alcaide adujo que no podía hacerlo porque allí existía documentación que los comisionados no habían concluido de inventariar, y dicho esto el nuncio se apartó y se dirigió a las cárceles secretas para continuar con el desalojo. Fue en tales circunstancias que los visitantes, con el concurso de López y García Plata, rompieron la puerta de la Saleta e irrumpieron en su interior. Con no poco esfuerzo, Gardeazával, Barrenechea y un esclavo del inquisidor Abarca lograron echar a los vecinos del tribunal. La tranquilidad volvió, mas no por mucho tiempo.

El segundo asalto comenzó a las tres y treinta de la tarde, y culminó pasadas las cinco, cuando los intrusos huyeron al saber que la patrulla enviada por el virrey se dirigía a la Inquisición. De acuerdo con Barrenechea, los asaltantes «habían forzado la pieza llamada Cámara del Secreto y la otra en que estaba su Archivo de causas de Fe e informaciones de donde destrozaron y sustrajeron todos los papeles que pudieron y robaron porción de pañuelos, piezas de indiana y libros que se hallaban allí depositados por estar prohibidos» 37.

El saqueo del local del tribunal no pasó desapercibido para los contemporáneos, algunos de ellos claramente identificados con el espíritu reformista de entonces. El clérigo Francisco Javier de Luna Pizarro en una carta dirigida a su cuñado Felipe Antonio de la Torre y Campos, suscrita en Lima el 19 de septiembre de 1813, relata lo sucedido:

«En Lima no hay novedad sino el saque del archivo secreto de la Inquisición, en que este pueblo manifestó su barbarie. Cualquiera hubiera creído que después de hablarse tanto contra el empeño de depositar en el palacio episcopal el sinfín de causas no solo inútiles, sino perjudiciales a la sociedad, que se enserraban en aquel tártaro, la operación fuese dirigida a quemar o inutilizar los papeles. Pero no fue así, pues el objeto fue saciar la curiosidad y también robar. Resultando que a consecuencia de una excomunión fulminada por el prelado, muchos entregaron los papeles y demás especies y frioleras que habían tomado, para que se custodien ad perpetuam rei ignominiam» 38.

En efecto, en respuesta a estos acontecimientos, el arzobispo de Lima promulgó un edicto de excomunión contra todos aquellos que tuvieran u ocultaran objetos sustraídos del tribunal. La amenaza resultó efectiva, ya que patrullas de infantería y caballería recolectaron en las calles gran cantidad de materiales, y en la catedral aparecieron otros que fueron entregados al arzobispo y luego enviados al palacio virreinal. El 10 de septiembre de 1813, Abascal ordenó el traslado de los papeles al local de la Inquisición y conminó a los comisionados Gálvez y Moreyra a determinar las pérdidas documentales. Estos afirmaron que nada de interés se había extraviado. Pero lo cierto es que en poder del arzobispo quedaron libros y numerosos expedientes del Archivo del Secreto. Estos fueron depositados en una habitación debajo de la cocina del palacio arzobispal. El destino de aquellos libros y expedientes no pudo ser más trágico. En una carta dirigida a la Suprema, suscrita a inicios de 1815, los inquisidores decían que a fines de 1813 «huvo la desgracia de que este [pavimento] con los fogones encendidos se desplomase y cayese sobre los papeles, y como para evitar el incendio fue necesario acudir con agua, considérese Vuestra Alteza el estado en que quedarían los papeles» 39. No mucho tiempo después, el arzobispo Las Heras solicitó a la Suprema permiso para incinerar la documentación inquisitorial 40.

Del restablecimiento de la Inquisición a su segunda y definitiva abolición (1815-1820)

Una vez repuesto en el trono, Fernando VII restableció el Consejo de la Suprema y los tribunales de distrito por decreto de 21 de julio de 1814. En la parte final del decreto real se indicaban como tareas de la institución: la persecución de la disidencia ideológica y la censura y prohibición de libros. Asimismo se señalaba que para que el Santo Oficio llevara a cabo su tarea debían reunirse dos miembros del Consejo de la Inquisición con otros dos del Consejo Real, todos nombrados por el monarca, y que si ellos «hallasen cosa que no sea contra el bien de mis vasallos y la recta administración de justicia, o que se deba variar, me lo propongan y consulten para que acuerde yo lo que convenga» 41. Como lo habían hecho sus antecesores Carlos III y Carlos IV, Fernando VII persistía en mantener, ahora con mayor firmeza, el control sobre el cuerpo directivo del sistema inquisitorial. Otro decreto posterior, fechado el 3 de septiembre de aquel año, ordenaba la devolución al Santo Oficio de todas las propiedades y efectos que le habían pertenecido.

El decreto de restitución llegó a Lima a fines de septiembre de 1814, pero su puesta en práctica no fue tarea fácil para los inquisidores debido a diversas circunstancias. De un lado, el enfrentamiento que tenían con el virrey Abascal; de otro, la merma y el deterioro del patrimonio del tribunal. El virrey había destinado las cárceles inquisitoriales para encerrar a insurgentes procedentes de diversas partes de Sudamérica y empleado parte del dinero confiscado en 1813 en el sostenimiento del ejército real. El 30 de diciembre de 1814, los inquisidores Abarca, Zalduegui y Sobrino enviaron un oficio al virrey para exigirle el cumplimiento de la orden de restitución de los bienes y rentas del tribunal. Sin embargo, Abascal, el 18 de enero de 1815, trasladó esa responsabilidad a la comisión interventora que había presidido el intendente Gálvez y optó por mantener una actitud distante con los inquisidores 42. La demora del intendente en restituir los bienes al Santo Oficio, así como la negativa del virrey a indemnizarlo económicamente por las piezas de plata que habían sido fundidas en la tesorería real, hicieron que las relaciones entre los inquisidores y Abascal se deterioraran aún más 43.

Los inquisidores expresaron su malestar por el comportamiento del virrey en una carta al Consejo el 14 de junio de 1815. Sostenían que Abascal se había propuesto no cumplir la orden de Fernando VII. Más aún, aducían que, dado que el virrey carecía de valor para hacer explícita su oposición al tribunal, procuraba hacerlo de modo indirecto, lo que se había puesto de manifiesto al tardar dieciocho días en contestar un oficio de los inquisidores, demorar la circulación del real decreto de restablecimiento y negar la pronta devolución «en todo y en parte del dinero y alhajas, que de su orden se pasaron a las reales cajas». La carencia de recursos, señalaban, impedía el normal funcionamiento del Santo Oficio, ya que no podían encarcelar a los reos, pagar los salarios de los oficiales y reparar el edificio 44.

Abascal en dos cartas manifestó su poco favorable opinión de los inquisidores. La primera, dirigida al secretario de Indias y suscrita en Lima el 29 de marzo de 1815, contenía una evaluación bastante crítica de la Inquisición. Escribió que había procedido a restablecer el tribunal de acuerdo con el decreto de 21 de julio de 1814 por haberse enterado por la Gaceta de esa disposición y no por conducto de alguno de los ministros. No dudaba de que la intención del rey era favorecer «tan útil establecimiento», como también restablecer el crédito y buena opinión de sus ministros, «vulnerados por las nombradas Cortes y plumas venales encargadas de destruir su reputación por papeles públicos que se ha cuidado de esparcir por toda la tierra» 45. Llevado por el «bien público» y el «servicio del rey», informaba sobre el estado del tribunal. Este era, según sus palabras, desde tiempo inmemorial «la piedra de escándalo» en el ámbito del extenso distrito inquisitorial no solo por el abusivo manejo de sus facultades en materia de intereses, sino por el espíritu de partido existente entre sus miembros, quienes se «devoran mutuamente» haciendo públicos los defectos o los vicios que les atribuyen. Todo ello había producido el descrédito del tribunal. No proponía la extinción de la Inquisición, pero para que su accionar fuera el ideal era necesaria su reforma, en particular el nombramiento de ministros que «sean aptos para el desempeño de tan alto ministerio», que «por su piedad, virtud y ejemplo se hagan dignos de la consideración, amor y respeto del público», y que, sobre todo, «por su sagacidad y prudencia concilien los extremos de la dignidad del tribunal de la fe con las singulares prerrogativas del empleo de virrey». Manifestaba que el Santo Oficio estaba controlado por el fiscal Ruiz Sobrino, con la anuencia del inquisidor decano Zalduegui. Señalaba que en el interior del tribunal había quienes eran partidarios de la separación de Zalduegui, ya que de esa manera Abarca podría controlar a Ruiz Sobrino. Abascal propuso la destitución de este último por el «bien de la religión, del estado y causa pública», ya que le parecían incompatibles su dedicación a los negocios agrícolas y su ejercicio de ministro con salario encargado de la administración de justicia 46.

En una segunda carta también dirigida al secretario de Indias, suscrita en Lima el 29 de marzo de 1815, Abascal solicitaba la destitución de los inquisidores y su reemplazo por otros «de virtud, lenidad, prudencia y letras» 47. Se quejaba no contra lo que llamaba injusta reclamación que ellos hacían de unos bienes invertidos en la defensa y seguridad de los dominios, sino por el irreverente modo con que habían «intentado atropellar la autoridad del empleo en que estoy constituido». El virrey señalaba que había dado cumplimiento al decreto de 3 de septiembre de 1814, excepto en lo que tocaba a las alhajas y caudales, que, ingresados a las cajas reales, se habían consumido en gastos militares. En tono amargo decía que no le quedaba sino esperar que la Real Hacienda pudiera hacer frente a los pagos, pero que los inquisidores «redoblaron con injusticia sus desatentadas instancias, pidiéndome lo que sabían no era posible otorgarles». En su extensa carta, Abascal sostuvo que eran públicos en Lima los enconos de los miembros del tribunal contra los pobladores de la capital que habían agradecido a las Cortes la abolición de esa institución. Y añadió: «Yo debo prever y precaver por mi ministerio las funestas consecuencias que pueden nacer del abuso que hagan los inquisidores del triunfo de su restablecimiento, pues lo contrario no sería respetar su instituto, sino acomodarse y favorecer sus caprichos» 48.

El pedido de reforma del tribunal hecho por el virrey no encontró eco. En consecuencia, decidió acatar la orden de restituirle los bienes. El intendente Gálvez hizo entrega formal del edificio, así como la administración del patronato y de las obras pías, a los inquisidores el 2 de junio de 1815. Poco tiempo atrás, el arzobispo había devuelto a la Inquisición los registros, los libros prohibidos y lo que quedaba del Archivo del Secreto. En el oficio de traspaso, Gálvez recordó la defensa que había hecho de los bienes del tribunal durante el tiempo que estuvieron a su cargo y su oposición al proyecto de demoler las cárceles, así como su proceder cuando se produjo el saqueo del local del Santo Oficio 49.

Ante la negativa de Abascal de conceder una indemnización al tribunal, los inquisidores acudieron al Consejo de la Suprema. En un oficio suscrito el 14 de junio de 1815 culparon al virrey por la destrucción de las instalaciones y archivos de la Inquisición. Estimaban que era el responsable de que la población creyera que el Santo Oficio no había sido restituido. De otra manera no encontraban explicación a la negativa de las autoridades fiscales de Quito, Arequipa y Trujillo de entregarles los intereses de las canonjías supresas mientras no recibieran una orden oficial y al rechazo de algunos particulares a pagar los intereses de los censos en favor del tribunal. Sindicaban a Joaquín Bonet, oficial de Hacienda, de ser el cerebro de la operación llevada a cabo por el virrey de no reconocer las cantidades adeudadas, cuyo fin último era producir que el colapso económico del tribunal condujera a su extinción. Como bien señala Peralta, se desconoce si la Suprema prestó oídos al reclamo de los inquisidores de Lima. Lo cierto es que Abascal autorizó a los intendentes a recaudar los intereses de las canonjías supresas, con lo cual hubo dinero para pagar los sueldos del personal. Progresivamente, los patronatos y censos también volvieron a generar ingresos para beneplácito de los solícitos inquisidores 50.

Abascal dejó el mando en 1816 y le sucedió Joaquín de la Pezuela. No consta que con este último la Inquisición tuviera conflictos. Con seguridad, las preocupaciones del nuevo gobernante eran otras: los éxitos de las fuerzas militares patriotas en la región del Río de la Plata y su inminente avance sobre Chile. En paz con el poder político y con las finanzas saneadas, los inquisidores volvieron a desarrollar sus actividades. Su afán de revancha contra aquellos que celebraron la extinción del tribunal en 1813 marcó la tónica de sus primeros actos, en consonancia con las disposiciones emanadas del Consejo de la Suprema. El 7 de abril de 1815, el Consejo ordenó al tribunal de Lima no aceptar ni mantener en los cargos de ministros del Santo Oficio a todos los que hubieran gestionado o aprobado su abolición. En su respuesta, suscrita el 18 de octubre de ese año, los inquisidores de Lima informaban que para cumplir debidamente la orden del Consejo habían convocado a José Urreta, bedel de la Universidad de San Marcos, para ser interrogado acerca de los doctores que habían suscrito la carta de agradecimiento a las Cortes. Urreta declaró que sí tenía conocimiento de ellos y que entregaría una relación de los mismos, pero pedía que su testimonio se tuviese en reserva para no poner en peligro su puesto. Los inquisidores informaron que entre los catedráticos había dos que eran calificadores: Juan José Flores, cura de la parroquia de Santa, en Lima, y el agustino José Recalde, contra quienes se procedería de acuerdo con la orden superior. También estaba incurso en falta el doctor José Joaquín de Larriva, a quien el Consejo de Regencia había concedido la gracia de ministro del tribunal, pero que no había tomado posesión del cargo. Y para mayor información del Consejo adjuntaron a la carta la relación de los catedráticos de la universidad elaborada por Urreta 51.

A fines de octubre de 1816, los inquisidores consultaron al Consejo sobre la manera de proceder con los que «incursos en semejante delito» —esto es, celebrar la abolición del tribunal— obtuvieron licencia para leer libros prohibidos, y plantearon el caso de Hipólito Unanue, que había logrado una del Consejo:

«Dudamos —afirman en la carta— si los que ocultándole [el delito] consiguen algunas gracias de V. E. Y. serán o no comprehendidos. Por tanto, hemos dado el pase a las licencias para leer libros prohibidos que V. E. Y. ha concedido al doctor Ypólito Unanue, médico de esta ciudad, que firmó la carta de las gracias que dio esta Universidad para nuestra extinsión, queriendo en caso de duda obedecer antes que replicar. Pero nos es indispensable ponerlo en su noticia para que se digne comunicarnos si las abremos de recojer y cómo deberemos portarnos con los que consiguen esta gracia y otras» 52.

Los inquisidores eran contrarios a la concesión de licencias a aquellos que aprobaron la supresión del tribunal, en particular a los doctores de la universidad, que «firmaron con tal entusiasmo que quisieron formar causa a los sensatos que resistieron dicha suscripción» 53.

La respuesta del Consejo, suscrita el 25 de abril de 1817, fue tajante:

«Dígase al Tribunal que están comprendidos en el acuerdo del Consejo todos los que hayan obtenido y obtengan en lo subcesivo qualesquiera gracias que sea de la clase que fuere, ocultando haber felicitado a las Cortes por la abolición del Santo Oficio; y, por consiguiente, que recojan todas a las que hayan dado curso y detengan las que se les presenten» 54.

Dada la lentitud de las comunicaciones es comprensible que persistieran las dudas en torno a dar curso a las licencias para leer libros prohibidos. En febrero de 1817, los inquisidores consultaron el caso de Francisco Javier de Luna Pizarro, prebendado de la catedral de Lima, a quien el Consejo había concedido licencia. Los inquisidores lo calificaban en términos muy duros: «Es uno de los que con más ardor han obrado contra este Tribunal». Decían que estaba denunciado de tener y prestar libros prohibidos, y que no les parecía «uno de aquellos sujetos timoratos y sabios que usaran de las noticias que adquieran en las obras prohibidas para el solo bien de la Iglesia». Y concluían con una severa advertencia: «La experiencia nos ha acreditado que los sugetos que carecen de semejantes qualidades en estos países, abusan de la referida gracia, pues hemos visto a unos de ellos denunciados, a otros entre los primeros ynsurgentes». La respuesta del Consejo, fechada el 1 de septiembre de 1817, fue lacónica y contundente: «Reténgase» 55.

Algo de la actividad del tribunal en sus últimos años se puede conocer a partir de los expedientes conservados en el Archivo Histórico Nacional de Madrid y de una fuente literaria: los Anales de la Inquisición, de Ricardo Palma 56. Entre 1815 y 1817 recibió diversas solicitudes de pretendientes a los cargos de inquisidor, comisario, fiscal y ministro desde diferentes puntos del virreinato. Es claro que en las postrimerías del periodo colonial todavía había quienes creían en la función del tribunal. Más aun, el hecho de que los inquisidores de Lima dieran trámite a las solicitudes remitiéndolas al Consejo de la Suprema para su evaluación manifiesta la voluntad de mantener activa la administración del tribunal 57. En ese contexto también se explica que mandaran reimprimir en 1818, para su distribución, la Instrucción y orden que comúnmente han de guardar los comisarios y notarios del Santo Oficio 58.

En busca de materiales para sus relatos ficcionales del periodo colonial, Palma consultó documentación inquisitorial. La lectura de la misma le llevó a concluir que el tribunal, en sus últimos años, «más que afianzar la fe, se preocupó de combatir la propaganda de ideas liberales. En el archivo que extractamos hay abundancia de edictos prohibiendo la circulación y lectura de periódicos europeos y panfletos políticos» 59. Palma también tuvo entre manos el «Índice de registros que contiene los denunciados desde el año 1780», cuyas apuntaciones llegaban hasta 1820, lo que muestra que los inquisidores se mantuvieron activos hasta el final de sus días. El «Índice» contenía el nombre del denunciado, su ocupación, su raza y nacionalidad; el delito; la ciudad o poblado de donde procedía la denuncia; el año, y un espacio para anotaciones, tales como si la acusación había sido espontánea. La lista de delitos era muy variada: bigamia, solicitación, proposiciones heréticas y hechicería 60.

El número de causas —de acuerdo con Palma— seguidas entre 1815 y 1820 fue muy reducido: una por bigamia, otra por celebrar misa sin estar ordenado y cinco por enseñar doctrinas atentatorias a la majestad real. En cambio, fueron muchos los denunciados por leer libros prohibidos: abogados, catedráticos, frailes, comerciantes, marinos, empleados y monjas, entre otros. De tiempo en tiempo, tales libros iban a parar a manos de los inquisidores, pues eran confiscados o sus propietarios los entregaban de propia voluntad como resultado de las prohibiciones dictadas por el tribunal.

La noche del 29 de julio de 1820 se realizó una quema de libros prohibidos. Era una práctica muy antigua que se hacía regularmente para eliminar el material bibliográfico considerado inútil y peligroso. Aquella noche el fuego de la hoguera no pudo ser controlado y se extendió al edificio del tribunal, produciendo la destrucción de una de sus habitaciones y dejando heridos a dos vecinos que acudieron a apagar el fuego 61. Nada hacía presagiar que esa quema sería la última y que el fin del Santo Oficio se hallaba próximo. Una vez más, los acontecimientos políticos sucedidos en España marcarían el destino del tribunal.

En enero de 1820, en Cádiz, las tropas destinadas a combatir la insurgencia patriota en América del Sur se amotinaron y obligaron a Fernando VII a restablecer la Constitución de 1812. En consonancia con esta última, el 9 de marzo de 1820 el rey decretó la supresión de la Inquisición y el Consejo de la Suprema. Asimismo, se ordenó poner en libertad a todos los presos del tribunal y que sus causas se enviaran a los obispos para que estos las dictaminaran. Las noticias llegaron a Lima a inicios de septiembre de 1820. El 9 de ese mes, el virrey ordenó dar cumplimiento al decreto de abolición e informar de él a los obispos y arzobispos. Sin embargo, tan solo se hizo público en la Gaceta del Gobierno del 19 de septiembre 62. Este retraso pudo deberse a un meditado cálculo político de Pezuela. El día 15 se había procedido a la jura del texto constitucional en Lima, con lo cual el decreto de abolición quedaba plenamente justificado con mayor fuerza legal dentro del nuevo ordenamiento político 63. El 27 de septiembre se dio cumplimiento a una real orden que anulaba el cobro de derechos aduaneros en beneficio de la Inquisición 64. Y, como corolario, el 20 de octubre, en una junta de las autoridades virreinales, se dispuso la venta de las propiedades del extinto Santo Oficio para sufragar los gastos militares 65. En medio de la confusión y el desconcierto que reinaban en la capital ante la noticia del desembarco del ejército patriota comandado por el general José de San Martín en la costa peruana y su inminente avance en dirección a Lima, la extinción del otrora temido tribunal sin duda debió pasar desapercibida. Sin embargo, que dejara de existir en los hechos no significó que lo fuera en la imaginación.

El legado del periodo: la forja de una leyenda

La promulgación del decreto de libertad de imprenta dado por las Cortes de Cádiz el 10 de noviembre de 1810 inauguró una nueva etapa en la historia de la cultura política del imperio español, ya que la censura previa quedó abolida. El decreto entró en vigor en el virreinato peruano en abril de 1811 y permitió la aparición en Lima de catorce periódicos. A pesar de que meses atrás se había introducido en la agenda de los parlamentarios la cuestión de la existencia de la Inquisición, el debate entre opositores y defensores de dicha institución no tuvo eco en los periódicos de la capital del virreinato del Perú. En Lima, a diferencia de lo ocurrido en España o en México, no hubo voces en defensa del Santo Oficio. La prensa peruana fue unánime en su condenación mediante la reimpresión y glosa de textos gaditanos. Así, por ejemplo, El Satélite del Peruano, en su edición de 1 de marzo de 1812, reprodujo la «Incompatibilidad de la libertad española con el restablecimiento de la Inquisición», del ya mencionado «Ingenuo Tostado» 66. Por su parte, El Peruano, el 14 de abril de 1812, publicó un relato ficcional que buscaba ilustrar el peligro que representaba para la libertad de imprenta el regreso de la Inquisición. Un personaje llega un día a la casa de un artesano y encuentra que él, su familia y otras personas oían la lectura de diversos periódicos e impresos en los que se impugnaba el restablecimiento de la Inquisición: «Había de ver (...) con qué atención estaban todos; qué reflexiones se hacían al volver de cada hoja; cómo se irritaban al oír que se les iba a acabar el privilegio de la libertad de imprenta (...); cómo se escandalizaban al ver el uso que los déspotas de todos los siglos, y sin ir más lejos, el infame Godoy, había[n] hecho de este Tribunal». Los concurrentes coincidían en que fueran los obispos, y no los inquisidores, los que velaran por la religión. Se podía prescindir de los últimos, porque con ellos se habían experimentado demasiados males 67. El mismo El Peruano, en su edición de 28 de abril de 1812, se hizo eco del expediente que estaba en consulta en la Comisión de las Cortes encargada de informar sobre el restablecimiento del tribunal. El anónimo autor del artículo proponía que esta última cuestión debía resolverse teniendo en cuenta varios factores: si la opinión pública estaba a su favor; si era absolutamente necesario habiendo obispos; si debía tratarse en un concilio o en las Cortes; si ocasionaría o no la «muerte» de la libertad de imprenta, y, finalmente, si «será o no conforme a los principios de una justa ilustración». El autor anónimo pedía a los diputados de Cádiz «que no se dexen alucinar, sino que escuchen la opinión pública que anda en los cafés, en las calles, en las plazas y se dexa oír hasta en los sordos por medio de la imprenta». Y concluye diciendo que «ella les enseñará el camino que deben seguir si es [que] quieren obrar conforme a la voluntad del pueblo que los ha elegido» 68. Tan solo cuando a fines de julio de 1813 llegaron de manera extraoficial las noticias de la abolición formal del tribunal se empezó a dar publicidad a las críticas de los autores locales. ¿Cómo entender ese cambio de la prensa? Estimo que a pesar de todo lo que se ha escrito acerca de la «decadencia» institucional del tribunal, este hasta 1813 seguía gravitando en la sociedad colonial y me atrevería a afirmar que era respetado.

El cambio en la percepción local hacia el tribunal es manifiesto en el texto «Llantos de una vieja por la muy sensible extinción de la Inquisición»:

«¿Qué esto que en Lima
Hoy ha sucedido
Que advierto que todos
Están confundidos?
¿Que la Inquisición
Dicen se ha extinguido
De la fe el baluarte
Refugio y presidio?

Llórenlo las viejas,
Llórenlo los niños.

¡Oh necias costumbres!
¡Oh bárbaros siglos!
¡Siglos de ignorancia
En los que vivimos!
Un auto de fe
(Con dolor lo digo)
Era para muchos
Un día festivo» 69.

El mismo día que el virrey Abascal dio a conocer por bando el decreto de abolición, El Investigador publicó estos versos:

«Con limpio corazón
Querer a un hombre arruinar
So color de religión,
Solo lo puede intentar
Quien quiera la Inquisición» 70.

Otro autor, días después, compuso un «Epitafio puesto en el sepulcro de la Inquisición»:

«En aqueste sarcófago se encierra
Un fantasma que al mundo tuvo en poco;
Fue el espantajo, el malandrín, el coco;
Y tus cuitas, y las lágrimas destierra.

Ha muerto impenitente (según dicen)
Por lo que es justo que la hoguera enciendan,
Y con sus huesos la candela aticen.

¡Mas oh dolor! mis voces no la ofendan;
En su aplauso otras plumas se eternicen,
Y su causa, las Cortes la defiendan» 71.

Los versos se hacían eco de los principales cargos contra el tribunal expuestos en el Manifiesto a la nación española de 1813: el atraso cultural en el que había sumido a la sociedad, la perpetuación de la infamia en los encausados y sus familias, la práctica de desvirtuar la religión, y la arbitrariedad y abuso de poder por parte de los inquisidores. Los perfiles del monstruo inquisitorial a mediados de 1813 se hallaban perfectamente delineados cuando se revisan los escritos de sus detractores.

El tópico del oscurantismo causado por el fanatismo inquisitorial también está presente en la carta del claustro de la Universidad de San Marcos de septiembre de 1813, mediante la cual se agradeció a los diputados por haber liberado a la nación española del «cruel yugo de la tiranía en que desgraciadamente gemía». La Inquisición había impuesto un silencio a los «discursos» de la población, al tiempo que prescribía «los límites del saber». Las mentes se hallaban aterrorizadas debido a las «amenazas de un furor fanático» que «arredraba los conocimientos hasta obligarlos a capitular con la ignorancia». Bajo este régimen opresivo, al hombre no le quedaba sino «abrazar el partido del disimulo, o la mentira e hipocresía, para evitar su propio sacrificio» 72.

El siniestro interior del local inquisitorial quedó plasmado en la prensa limeña. Aun cuando, como se ha visto, El Investigador acogió en sus páginas numerosos artículos sobre el Santo Oficio, no fue sino hasta septiembre de 1814 que publicó uno dando cuenta del asalto sucedido un año antes. Lo curioso es que se trataba de la reimpresión de un artículo aparecido en el periódico gaditano El Universal. El narrador indica que el gobierno autorizó a algunos pobladores la visita del local. Ellos recorrieron las habitaciones y las cámaras de tormento, pero su curiosidad y ansiedad los llevó a entrar «en el archivo del depósito de los procesos, registraron varios de estos, y al leerlos, notaron que [de] tres partes de la población de Lima (...) estaban encausadas las dos. Agarran cada uno [un] proceso baxo el brazo y continúan el registro». Prosigue que «entre todos los objetos de irrisión y de escándalo, ninguno más ridículo que el cruxifijo puesto en la sala de declaraciones», cuya cabeza era accionada manualmente para dar a entender al procesado si era sentenciado o absuelto. «Lo cierto es que esta mojiganga, los procesos con las causas de tantos frailes ancianos y mozos, y todo lo demás que puso el desorden en manos del pueblo, son otros tantos testimonios con que nos dan en cara estas gentes del barbarismo español», sentencia 73.

En 1820 fue abolida la Inquisición y se inició la guerra de la Independencia. Luego de la partida del virrey José de la Serna a la sierra central y del establecimiento del régimen del protectorado del general San Martín, la publicidad de la literatura patriota se vio favorecida por la expansión de la industria tipográfica. La retórica patriota, heredera del liberalismo español, interpretó el régimen colonial en términos negativos. Así, por ejemplo, leemos en los considerandos del decreto de fundación de la Biblioteca Nacional, fechado el 28 de agosto de 1821, que el régimen colonial había hecho de la ignorancia una de las columnas más sólidas del despotismo, ya que «puso las más fuertes trabas a la ilustración del Americano manteniendo su pensamiento encadenado para impedir que adquiriese el conocimiento de su dignidad». Por ello, el establecimiento de la biblioteca era visto como el medio más eficaz para lograr que los hombres acrecentaran el «caudal de sus luces» y el fomento de la civilización 74. Con mayor o menor fortuna, la leyenda negra sobre el tribunal se ha mantenido viva, principalmente en la literatura histórica, a lo largo de los siglos xix y xx.

A modo de conclusión

Entre 1813 y 1820 transcurre el último capítulo de la historia del Santo Oficio en territorio peruano. Una historia que se inició en 1570, cuando en una solemne ceremonia el tribunal fue formalmente establecido. Sus últimos años estuvieron enmarcados por dos crisis: las de sus dos aboliciones dictadas por los gobiernos liberales establecidos en España. Se trata de un periodo breve, pero —como se ha visto— fascinante de estudiar. De un lado, porque contrariamente a la imagen de una institución en decadencia, la documentación revela que si bien el número de procesados fue mucho menor que en años anteriores, ello no significó que los inquisidores permanecieran inactivos. Estos hicieron acopio de abundante información en torno a infractores de los mandatos inquisitoriales con la esperanza de mejores tiempos para encausar a algunos de ellos. De otro, el enfrentamiento con la autoridad y la sed de venganza de los inquisidores fue objeto de cuestionamiento por parte de la primera y terminó creando una imagen de intolerancia y arbitrariedad, imagen que habría de subsistir en la memoria una vez que el tribunal dejó de funcionar en 1820. En suma, el Santo Oficio creó sus propios fantasmas, los cuales, a pesar del tiempo transcurrido, lo siguen acechando y no pocas veces afectan a una correcta lectura de su accionar en el contexto colonial.


1 Estuardo Núñez: Colección documental de la independencia del Perú, t. XXVII, Relaciones de viajeros, vol. 2, Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1971, p. 196.

2 Ibid., vol. 3, p. 105.

3 Véase Víctor Peralta: En defensa de la autoridad. Política y cultura bajo el gobierno del virrey Abascal, Perú, 1806-1816, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2002, pp. 69-103.

4 Pedro Guibovich Pérez: «Fortunas y adversidades del archivo de la Inquisición de Lima», en Carlos Aguirre y Javier Villa Flores (eds.): From the Ashes of History. Loss and Recovery of Archives and Libraries in Modern Latin America, Raleigh, Contracorriente, 2015, pp. 39-59.

5 René Millar Carvacho: La Inquisición de Lima, t. III, 1697-1820, Madrid, Deimos, 1998, pp. 22-23.

6 Ibid., p. 23. Sigo a Millar Carvacho para la descripción de la composición de los miembros del tribunal.

7 Ibid., p. 65.

8 Pedro Guibovich Pérez: Lecturas prohibidas. La censura inquisitorial en el Perú tardío colonial, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2013.

9 Ricardo García Cárcel y Doris Moreno: Inquisición. Historia crítica, Madrid, Temas de Hoy, 2000, p. 88. Véase también Gabriel Torres Puga: Los últimos años de la Inquisición en la Nueva España, México, Conaculta-INAH, 2004.

10 René Millar Carvacho: La Inquisición..., p. 193.

11 Ibid., p. 246.

12 José Fernando de Abascal y Sousa: Memoria de gobierno, edición de Vicente Rodríguez Casado y José Antonio Calderón Quijano, Sevilla, Editorial Católica Española, 1944, p. 89.

13 Miguel Jiménez Monteserín: «La abolición del tribunal (1808-1834)», en Joaquín Pérez Villanueva y Bartolomé Escandell Bonet (dirs.): Historia de la Inquisición en España y América, vol. I, El conocimiento científico y el proceso histórico (1478-1834), Madrid Biblioteca de Autores Cristianos e Instituto de Estudios Inquisitoriales, 1984, pp. 1424-1486, esp. p. 1459.

14 Ibid., p. 1463.

15 Diario de Sesiones. Cortes de Cádiz, 24 de septiembre de 1810 a 20 de septiembre de 1813, Madrid, Congreso de los Diputados, CD II.

16 Ibid.

17 Colección de decretos y órdenes de las Cortes de Cádiz, t. II, Madrid, Cortes Generales, 1987, pp. 763-765.

18 Diario de sesiones. Cortes de Cádiz..., CD II.

19 Colección de decretos y órdenes..., t. II, pp. 765-766.

20 Ibid., pp. 766-767.

21 Ibid., pp. 767-771.

22 Latin American Pamphlet Collection, Sterling Memorial Library, Yale ­University.

23 Víctor Peralta: En defensa de la autoridad..., pp. 83-84.

24 El Investigador, núm. 29, 29 de julio de 1813, p. 111.

25 El Investigador, núm. 31, 31 de julio de 1813, pp. 123-124.

26 Citado en José Toribio Medina: Historia del Tribunal de la Inquisición de Lima (1569-1820), t. II, Santiago de Chile, Fondo Histórico y Bibliográfico J. T. Medina, 1956, pp. 505-506.

27 Ibid., pp. 506-508.

28 Ibid., pp. 519-520.

29 El Investigador, núm. 40, 9 de agosto de 1813, p. 160.

30 Ibid.

31 El Investigador, núm. 41, 10 de agosto de 1813, p. 163.

32 Ibid., p. 164.

33 El Investigador, núm. 50, 19 de agosto de 1813, pp. 201-204.

34 José Toribio Medina: Historia del Tribunal..., t. II, p. 494.

35 Víctor Peralta: En defensa de la autoridad..., p. 88.

36 En la narración del saqueo del tribunal sigo a Víctor Peralta: En defensa de la autoridad..., pp. 89-90.

37 Ibid., p. 90.

38 Francisco Javier de Luna Pizarro: Justicia sin crueldad. Cartas inéditas (1813-1854) de Francisco Javier de Luna Pizarro, fundador de la república, Lima, Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2006, pp. 70-71.

39 Ibid., pp. 93-94.

40 Víctor Peralta: En defensa de la autoridad..., p. 94.

41 José Toribio Medina: Historia del Tribunal..., t. II, pp. 347-348.

42 Víctor Peralta: En defensa de la autoridad..., pp. 94-95.

43 Ibid., p. 95.

44 José Toribio Medina: Historia del Tribunal..., t. II, pp. 348-349.

45 Guillermo Lohmann Villena (comp.): Documentación oficial española, vol. I, Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1972, pp. 366-367.

46 Ibid., pp. 368-370.

47 Ibid., p. 371.

48 Ibid., p. 373.

49 Víctor Peralta: En defensa de la autoridad..., p. 96.

50 Ibid., pp. 97-98.

51 Archivo Histórico Nacional (en adelante, AHN), Inquisición, leg. 1655, cuaderno 3. La carta del claustro de San Marcos en José Toribio Medina: Historia del Tribunal..., t. II, pp. 495-498.

52 AHN, Inquisición, leg. 1655, cuaderno 3.

53 Ibid.

54 Ibid.

55 Ibid. Parte del expediente de Luna Pizarro ha sido reproducido en Carlos Milla Batres: «La Iglesia y el libro durante el siglo xix», Nueva Corónica, 1 (1963), pp. 204-205.

56 El Archivo Histórico del convento de Santo Domingo, en Lima, conserva diversos expedientes del Santo Oficio, entre ellos algunas calificaciones de libros redactadas a principios del siglo xix.

57 AHN, Inquisición, leg. 1655.

58 Rubén Vargas Ugarte: Impresos peruanos (1809-1825), Lima, Tipografía Peruana, 1957, p. 7.

59 Ricardo Palma: Tradiciones peruanas, t. VI, Madrid, Espasa-Calpe, 1936, p. 313.

60 El «Índice» al parecer se perdió en el incendio de la Biblioteca Nacional en 1943.

61 Gaceta del Gobierno de Lima, núm. 46, 3 de agosto de 1820, pp. 387-388. Debo a Roberto Niada el conocimiento de este dato.

62 Gaceta Extraordinaria del Gobierno de Lima, 19 de septiembre de 1820. Véase el decreto en Colección de decretos y órdenes..., t. II, p. 819.

63 Joaquín de la Pezuela: Memoria de gobierno, edición de Vicente Rodríguez Casado y Guillermo Lohmann Villena, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1947, pp. 754 y 763.

64 Gaceta del Gobierno de Lima, núm. 62, 7 de octubre de 1820, p. 528.

65 Joaquín de la Pezuela: Memoria..., p. 782.

66 El Satélite del Peruano, núm. 1, 1 de marzo de 1812.

67 Carmen Villanueva (ed.): Colección documental de la independencia del Perú, t. XXIII, Periódicos, vol. 3, El Peruano, Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia, 1973, pp. 309-310.

68 Ibid., pp. 342-343.

69 El Investigador, núm. 21, 21 de julio de 1813, pp. 63-64.

70 El Investigador, núm. 27, 27 de julio de 1813, p. 108.

71 El Investigador, núm. 34, 3 de agosto de 1813, p. 135.

72 José Toribio Medina: Historia del Tribunal..., t. II, p. 495.

73 El Investigador, núm. 72, 10 de septiembre de 1814.

74 José Agustín de la Puente Candamo: Colección documental de la independencia del Perú, t. XIII, Obra de gobierno y epistolario de San Martín, vol. 1, Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario, 1971, pp. 294-295.