Ayer 135 (3) 2024: 159-185
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2024
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/2416
© Rubén Pérez Trujillano
Recibido: 25-05-2022 | Aceptado: 01-02-2023 | Publicado on-line: 08-07-2024
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License
Los nacionalismos en el banquillo: la represión de los movimientos nacionalistas y autonomistas durante la Segunda República *
Rubén Pérez Trujillano
Instituto de História Contemporânea
Faculdade de Ciências Sociais e Humanas
Universidade Nova de Lisboa
rtrujillano@fcsh.unl.pt
Resumen: Este artículo analiza el discurso judicial que justificó la represión selectiva de ciertos movimientos regionalistas durante la Segunda República. Basándose en fuentes nuevas, estudia cómo la interpretación del derecho dio cobijo institucional a una versión autoritaria de la ideología nacionalista española. Esto tuvo efectos en el ejercicio de derechos constitucionales por algunos sectores de la ciudadanía, así como en la materialización de la autonomía regional prevista por la Constitución de 1931. El cuerpo judicial obstaculizó ambos aspectos, llegando a conformar un estatus criminológico, el de «separatista», que sufriría una persecución sin precedentes bajo la dictadura de Franco.
Palabras clave: Segunda República, poder judicial, autonomía, nacionalismo, regionalismo.
Abstract: This article analyses the judicial discourse that justified the selective repression of regionalist movements during the Second Republic. Using new sources, this paper studies how legal interpretation sheltered an authoritarian iteration of Spanish nationalism within the judiciary. This not only had consequences in the exercise of constitutional rights by part of society, but also in the realisation of the regional autonomy envisaged by the Constitution of 1931. Both of them were hindered by the judiciaries through different ways, including the building of a criminal subject, the «separatist», who underwent unprecedented persecution during the Francoist dictatorship.
Keywords: Second Republic, judicial power, autonomy, nationalism, regionalism.
Este trabajo analiza el discurso judicial de oposición a la autonomía regional entendida en una doble dimensión: como derecho colectivo de las regiones y como conjunto de derechos individuales de la ciudadanía en pro del ejercicio de aquel. Se propone indagar la represión de las corrientes políticas y sociales interesadas en el acceso a la autonomía, o bien en su desarrollo. Esto contribuirá a conocer de qué modo la vigencia de cierto nacionalismo español 1 dentro del aparato de Estado llevó a la criminalización de aquellos programas políticos en un contexto, incluso, de apertura constitucional y permisividad oficial, como fue el inaugurado por la Segunda República. Así, no se estará diseccionando solo el fenómeno de la persecución de nacionalismos periféricos en sí mismo —como se ha hecho, sobre todo, en referencia a la dictadura franquista— 2, sino que, principalmente, se estará dando noticia de un proceso simultáneo de obstaculización estatal a la distribución territorial del poder y al ejercicio de derechos y libertades amparados por la Constitución de 1931.
El repertorio represivo evolucionó al ritmo de los cambios políticos y sociales. Por eso, en primer lugar, examinaré la represión de los medios de expresión de las aspiraciones a algún grado de autogobierno territorial. En segundo término, analizaré cómo incidía el nacionalismo español en varios dispositivos penales de represión de ese universo político, lo que aconsejará distinguir entre los derroteros del bienio republicano-socialista y su radicalización a lo largo del bienio radical-cedista. Se enfatizarán los casos de Cataluña y País Vasco, por ser en estos territorios donde se concentró el grueso de las manifestaciones por la autonomía 3. En este sentido, la represión de los sucesos de octubre de 1934 ha sido ampliamente estudiada 4. Aunque no eludirá esa faceta procesal militar y constitucional, este análisis se centrará en la esfera penal, menos conocida hasta la fecha.
La animadversión españolista hacia los movimientos anticentralistas cristalizó no solo en cierta desconfianza hacia las autoridades regionales y las fuerzas catalanistas sino, a secas, en un temor a la autonomía. Distintos movimientos políticos y sociales fueron objeto de seguimiento, vigilancia y, llegado el caso, represión judicial, en menoscabo del pluralismo democrático y el horizonte territorial planteado por la Constitución.
En el primer bienio se desconfió especialmente del nacionalismo vasco, no solo por su implantación social, sino por su inclinación ideológica conservadora, que para entonces marcaba importantes distancias respecto al paradigma constitucional republicano 5. Jueces y fiscales persiguieron a la prensa nacionalista vasca bajo la acusación de excitación a la sedición o a la rebelión por publicar artículos de exaltación nacionalista 6, y también por delito contra la forma de gobierno durante la campaña contraria a los preceptos laicistas de la Constitución 7. Aunque finalmente se sobreseyeran muchas causas por falta de autorización parlamentaria para procesar al querellado o por entender que los hechos no eran constitutivos de delito, la operación siempre conseguía detener la circulación de las publicaciones y ocasionar perjuicios económicos a los implicados 8.
A inicios de 1932 se instalaron dos frentes represivos especialmente gravosos para el nacionalismo abertzale. El primero remite a la Ley de Defensa de la República (LDR) 9. Aunque parece algo esporádico, llegó a ser empleada contra catalanistas, lo que estos denunciaron como la sanción contra «quien no ha hecho otra cosa que usar derechos consignados [en la] Constitución» 10. La LDR es poco relevante a efectos de analizar el discurso judicial, ya que su aplicación correspondía a las autoridades gubernativas sin intervención de jueces o tribunales 11.
Más atención merece el segundo frente. La Sala de Gobierno del Tribunal Supremo montó un Juzgado instructor especial de Vascongadas y Navarra, al que encomendó la represión de la criminalidad política y social asociada a la causa nacionalista 12. Lo más destacable de su actividad no es la novedosa preocupación que encarnaba a propósito del movimiento abertzale y su encaje en el sistema político. La dictadura de Primo de Rivera se había cebado con el nacionalismo catalán, por republicano, dejando cierto espacio al vasco, por ultracatólico 13. Antes bien, urge anotar que el órgano fue clave para la supervivencia de un nacionalismo español de corte esencialista, preconstitucional y autoritario, aprovisionándole de una cobertura jurídico-positiva falsaria que respaldaba judicial y culturalmente una ideología contraria al constitucionalismo republicano.
Los escritos fiscales y las resoluciones judiciales —hasta del Tribunal Supremo— se referían a las conductas enjuiciadas —usualmente, artículos de prensa— como injuriosas para «la unidad de la Patria» 14 o como «conceptos subversivos que provocan a la rebeldía contra el poder de la Nación» 15. La persecución de «conceptos y expresiones contra la Unidad de la Patria, evidentemente delictivos», enfatizaba dos categorías de reprensión, la moral y la penal, a disposición de la magistratura 16. A veces simplemente se hablaba de «delito contra la unidad de la Patria» 17 o «delito contra la integridad de la Patria» 18, categorías que no existían en precepto legal alguno desde que la ley de jurisdicciones fue derogada en 1931, y que anticipaban las barbaridades del franquismo 19. Estas analogías penales alrededor del delito de rebelión reflejaban un estado de ánimo político y una cultura jurídica deudoras del régimen jurídico anterior a la República y resistentes al Estado constitucional. Era el espíritu de la ley de jurisdicciones 20. Es preciso remontarse a las resoluciones aplicativas de dicha ley de 1906 para hallar categorías como las que hemos observado en el Juzgado especial de 1932 21.
Todo indica que las autoridades estatales hicieron lo posible por restringir el ejercicio del derecho a la autonomía a Cataluña. La armonía característica del primer bienio entre el gobierno republicano-socialista de Madrid y el republicano-catalanista de Barcelona explica por qué la represión judicial del nacionalismo catalán fue residual durante la etapa 1931-1933 22. El objetivo de doblegar al nacionalismo vasco creó una coyuntura específica para la supervivencia de ciertos hábitos del pasado monárquico. Tal es el cuadro que auspició la militancia españolista del poder judicial mediante patrones interpretativos metahistóricos que suponían el sacrificio de los principios de imparcialidad e independencia cuando se trataba de lidiar con el nacionalismo abertzale. El problema no es, tan solo, que la República heredara una envejecida administración de justicia curtida en los valores de la Restauración, y troquelada al gusto de la dictadura de Primo a fuerza de depuraciones 23. Lo más grave es que aquella justicia, entregada durante más de un cuarto de siglo a la persecución de los nacionalismos subestatales, había desempeñado un papel activo en la construcción del nacionalismo español autoritario.
La estrategia de represión propiamente penal de los proyectos de autonomía territorial estaba diluida dentro de la represión del conjunto de crímenes connotados políticamente. No obstante, cabe estudiar los trazos singulares de la represión de los individuos y colectivos ligados a los nacionalismos periféricos a través de algunos delitos, como el desorden público.
Durante el primer bienio, las autoridades gubernativas de la República no consideraban subversivos los gritos «Gora Euskadi», «Visca Catalunya lliure», «Viva Galiza ceibe», etc., por sí solos. Como reflejan los informes de vigilancia, dicho carácter dependía del contexto, lo cual no deja de ser significativo, pues indican que el tipo penal demandaba un monitoreo policial de todas las situaciones y ambientes. El modo en que quedaran recogidas por los atestados policiales sería determinante 24. El tratamiento en contextos institucionales era tolerante, mas no así cuando se trataba de manifestaciones en la calle y cuando, a fin de cuentas, se ponía en disputa el dominio del espacio público 25.
En territorios con nacionalismos subestatales fuertes, expresar públicamente, tanto de manera oral como escrita, «Viva la República vasca», «Gora Euskadi askatuta», etc. era objeto de persecución por la fiscalía y tendía a ser castigado por los tribunales como delito de desorden público (artículos 268 y 243 del Código Penal de 1932 y artículos 273 y 248 del Código Penal de 1870). Las penas oscilaban de dos 26 a cuatro meses y un día de arresto mayor, si no concurría ninguna circunstancia atenuante 27; un mes y un día si se apreciaba alguna 28. Además de la privación de libertad, los tribunales imponían penas accesorias (suspensión del derecho de sufragio, inhabilitación para ejercer cargos públicos, etc.) y la obligación de asumir las costas judiciales. Paradójicamente, la brevedad de las penas por desorden público y la tardanza del procedimiento traían como consecuencias la obligada ejecución de aquellas y la elusión del fondo material del asunto por parte del Tribunal Supremo, que terminaba desestimando los recursos normalmente porque los reos los retiraban por motivos económicos.
La discrecionalidad judicial en la apreciación del delito hacía que la prohibición del lema fuera, de hecho, absoluta. Los dirigentes más destacados del PNV fueron perseguidos por ello, y solo la costumbre parlamentaria de denegar la autorización para su procesamiento pudo eximirles de rendir cuentas 29. Aunque el Tribunal Supremo siempre consideró subversivo el grito «viva el Rey» —con el argumento tradicional de que los gritos contra el régimen político constituido eran constitutivos de incitación a la rebelión o a la sedición y capaces, cuando menos, de causar alteraciones del orden público—, lo cierto es que la escasez de condenas y la generosa aplicación de circunstancias atenuantes sugieren una más que probable lenidad 30.
En este marco se dictaron muchas condenas en Euskadi, las cuales fueron confirmadas indefectiblemente por el Tribunal Supremo. Este, al situar en el corazón de sus preocupaciones la defensa de la unidad nacional, introdujo elementos antidemocráticos en el discurso sobre el orden público y la libertad de expresión. Lo primero que hizo el Supremo fue consolidar la doctrina tradicional sobre el tipo de desórdenes públicos para la nueva época constitucional. El 26 de junio de 1932, la Audiencia provincial de Vizcaya condenó a tres ciudadanos como autores de dicho delito por haber proferido gritos de «Gora Euzkadi Azkatuta». Los hechos transcurrieron en pleno proceso constituyente y la sentencia condenatoria se dictó medio año después de la entrada en vigor de la Constitución. Los recurrentes querían hacer recapacitar al Tribunal Supremo con base en una idea capital: debía acabarse con la tendencia histórica consistente en inferir una provocación a la rebelión, a la sedición o al desorden público del simple hecho de expresar lemas o entonar canciones abertzales, máxime cuando se había promulgado una Constitución democrática.
El Tribunal Supremo hizo caso omiso. Pronunció su sentencia el año siguiente, todavía en el primer bienio 31, con el firme propósito de consolidar la doctrina tradicional, como si los cambios producidos en el ordenamiento constitucional no importasen. Lo crucial era la discrecionalidad de la instancia judicial, ya que el «elemento esencial» del delito de desorden público era proferir gritos subversivos en lugares públicos y correspondía en exclusiva a los tribunales «la apreciación del valor punitivo» de las expresiones, en atención a factores gramaticales pero conjugados con «el lugar, ocasión, circunstancias y consecuencias».
De esta jurisprudencia se desprenden dos aspectos. Destaca, por un lado, que la concepción era congruente con una idea unitaria de la soberanía del Estado español, como poco después dejaría sentada la doctrina del Tribunal de Garantías Constitucionales (TGC). Solo el Estado, conforme a su propia voluntad, podía disponer acerca de la descentralización de sus funciones. Sobraba todo espacio de reivindicación o participación en la descentralización ajeno a los propios órganos soberanos del Estado. Por otro lado, la comprensión de la discrecionalidad judicial como un espacio libérrimo a disposición de los jueces, y no necesariamente vinculado al espíritu constitucional, propiciaba la criminalización de cualquier expresión nacionalista no españolista. En el ejemplo citado, el Tribunal Supremo consideró que lanzar «gritos representativos de una tendencia política, de la que no participaban muchos de los que lo escucharan», era de por sí constitutivo de delito 32. Detrás de la vis expansiva del delito de desorden público fluía la vis expansiva del delito de rebelión y sedición —de cuya provocación se trataba— conforme a patrones extrajurídicos. Al espíritu constitucional se le superponía el espíritu nacional.
El principio españolista informó la actividad jurisdiccional en otros territorios donde las reivindicaciones autonomistas contaban con menos respaldo, lo que nos avisa de su vigencia general y su componente sistémico en el engranaje represivo. La posibilidad de reprimir el grito «Viva Andalucía libre» fue abordada. La primera piedra la pusieron los militares que manejaron el sumario por sedición en el aeródromo de Tablada (Sevilla) entre 1931 y 1933, cuando la propaganda izquierdista y el descontento de la tropa suscitaron rumores —alimentados por autoridades gubernamentales— sobre un pronunciamiento militar en connivencia con los jornaleros anarquistas y los grupos andalucistas bajo el liderazgo del famoso aviador Ramón Franco. El lema había sido empleado en la campaña a Cortes Constituyentes por los integrantes de la Candidatura Republicana Revolucionaria Federalista Andaluza. Los interrogatorios incidieron en ese hecho con insistencia y, en consecuencia, también las estrategias de defensa 33. No era algo excepcional. En 1933 se procesó en Málaga a un soldado tras interceptársele unas cartas donde cavilaba sobre nociones como «patria grande» o «patria chica» 34.
Conviene recordar que la intervención de la Guardia civil en la gestión del orden público propiciaba la militarización del conflicto político en todas partes, pero allí donde el nacionalismo subestatal protagonizaba ciclos de movilización social importantes, como en País Vasco, la aparición de aquel instituto en los enfrentamientos entre partidarios y detractores de la autonomía regional abría las puertas a la jurisdicción castrense 35. Esta repuso en el primer bienio la práctica represiva de la ley de jurisdicciones, como si no se la hubiera derogado. La mirada a Andalucía, zona de nacionalismo débil, confirma que pudo tratarse de una tendencia general.
Un caso ventilado ante la Audiencia de San Sebastián sirve de bisagra entre el primero y el segundo bienio. El nacionalista Francisco Idiakez fue condenado en 1933 tras un juicio por jurado popular por haber matado a un republicano un año antes. Se supo pronto que los miembros del jurado no habían entendido todos los extremos de la causa porque desconocían el castellano, evidenciándose los vicios del proceso. El juicio se repetiría en 1934 con nuevos jurados. Con ello no solo se dejó entrever la carencia de derechos lingüísticos de la comunidad euskalduna ante la administración de justicia, sino que el modo de solucionar el entuerto en el caso particular reforzaba la discriminación lingüística con carácter general. Los jurados vascófonos fueron condenados por revelar el secreto que había permitido revisar el veredicto 36.
El compromiso con la autonomía catalana, inserto en el Pacto de San Sebastián, contribuyó a contener los paseos del espíritu de la ley de jurisdicciones por las salas de justicia. El cambio de ciclo conservador y centralista tras las elecciones de noviembre de 1933 y el avance de otros procesos autonómicos animaron al poder judicial a radicalizar su discurso españolista. Se comprueba en las prácticas de represión rutinaria, con ocasión del movimiento municipalista del verano de 1934 y, con mayor intensidad, tras la rebelión de la Generalidad catalana.
A principios de 1934, cuando se podría suponer que el nuevo régimen estaba afianzado, se endureció la doctrina sobre los desórdenes públicos. El grito «Viva Euskadi libre», debido al lugar, circunstancia y actitud con que fuera proferido, pero incluso dada «su significación gramatical» —lo que suponía generalizar el carácter criminoso de la expresión, al margen de disturbio alguno—, «tan solo puede estimarse como de tendencia provocativa a la rebelión y perturbación del orden público, ya que su expresión reveladora de un propósito o sentido genuinamente separatista constituye un ataque a la integridad del territorio español, y como tal, en pugna con los dictados de la ley fundamental del Estado» 37.
El castigo devenía ineludible. Si los gritos tenían lugar en contextos despolitizados podía tenerse la fortuna de que los hechos fueran calificados como falta en vez de como delito contra el orden público 38.
El Tribunal Supremo estableció con ello ciertos matices respecto al primer bienio, asignando una carga intrínsecamente criminal al nacionalismo subestatal, que pasaba a identificarse ahora con propósitos independentistas igualmente estigmatizados. La Audiencia de Barcelona no tardó en rebajar el umbral de punibilidad al hilo de algunas afirmaciones vertidas en La Nació Catalana, órgano del Partit Nacionalista de Catalunya (PNC):
«a más del espíritu de su total lectura, constan en él frases y conceptos como los de que “Cataluña llegará a sus aspiraciones y de un golpe se desprenderá del imperialismo español” y “todos en pie para la República Catalana», que integran la existencia de un delito de provocación a la rebelión”».
Pero había más. En concreto, había que condenar al director del periódico, Josep Aymà Sellarés, por «otro delito de injurias graves a clases determinadas del Estado», puesto que adjetivos como «chulos» o «colonizadores de buena presencia» se aplicaban a funcionarios públicos, haciendo «además un parangón entre estos funcionarios y los gitanos y demás gente indeseable» 39. Gradualmente, la magistratura iba avanzando en la restauración jurisprudencial del orden penal españolista.
También la propaganda comunista favorable al «derecho de autodeterminación de los pueblos oprimidos de Cataluña, Vasconia y Galicia», o directamente a su «separación», fue entendida por el Tribunal Supremo como provocación a la comisión del delito contra la forma de gobierno (artículos 167.1 y 559 del Código Penal), en contra de la indulgencia de algunos tribunales de urgencia. En ocasiones, estos optaban por absolver cuando apreciaban que la propaganda no había ocasionado ningún efecto práctico. En cambio, el Supremo interpretó que la mera exteriorización del mensaje en el espacio público constituía un llamamiento suficientemente influyente y digno de castigo 40. Se explica así que a lo largo de 1935 se incrementaran las condenas no ya por la redacción o el reparto, sino por la mera posesión de impresos que implicasen «ataques a la integridad de España». Así sucedió a un militante de las Juventudes Comunistas de Cataluña, condenado como autor del delito de provocación a la sedición (artículos 245.4 y 559 del Código Penal) porque guardaba en su casa copias de Alliberament que incluían expresiones a favor de «la liberación nacional y social», «por la instauración de la República Catalana», etc. 41
El recorrido vasco hacia la autonomía estuvo sometido a injerencias del poder central y a un control de la opinión pública con arreglo a manidas consideraciones sobre el orden público. Tras sucesivos retrasos, el referéndum tuvo lugar el 5 de noviembre de 1933, en el ocaso del bienio constituyente. El conflicto se agravó a partir de entonces. El Estatuto de autonomía no veía la luz y crecía el rechazo del ejecutivo central a que el error catalán se expandiera a medida que pasaba el año 1934 42.
Frente a esta situación, el PNV activó dos líneas de protesta 43. Por un lado, sus diputados abandonaron las Cortes en junio, en solidaridad con los de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), que habían hecho lo propio debido a la cuestión rabassaire. En múltiples ayuntamientos vascos se aprobaron mociones en defensa de la autonomía catalana. El TGC, se dijo en el de Bilbao, había «desviado» el «espíritu» de la Constitución y el Estatuto 44.
Por otra parte, las fuerzas del nacionalismo vasco ensayaron la fórmula de la promoción de la autonomía regional usando el poder institucional de que gozaban en los ayuntamientos y diputaciones. Pronto se conformó un movimiento municipalista transversal compuesto por nacionalistas, socialistas y republicanos de izquierda. El cálculo era consecuente con el marco constitucional: si la autonomía regional todavía era un proyecto para Euskadi y por esa vertiente podía negársele la garantía constitucional, nada impedía que pudiera hacerse de la autonomía municipal una plataforma de defensa del concierto económico y de impulso del Estatuto, pues dicha autonomía estaba en ejercicio y gozaba de protección constitucional 45. Esto les haría chocar con el Ministerio de la Gobernación, ocupado por un antiautonomista de la talla de Rafael Salazar Alonso.
Las diputaciones asumieron una dinámica centralista. Como respuesta, la mayoría de los ayuntamientos vascos formó una comisión intermunicipal, al margen de los cauces institucionales, para la defensa del concierto y la causa autonomista. Los gobernadores civiles de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya pasaron entonces a prohibir, de manera cautelar, todas las reuniones y los plenos municipales en los que fuera previsible el tratamiento de tales cuestiones de política general y, en concreto, el nombramiento de representantes para integrar la comisión. La fuerza pública ocupó numerosos consistorios para garantizar la medida. La respuesta de los alcaldes y concejales en agosto de 1934 fue doble: muchos dimitieron y otros adoptaron los acuerdos pertinentes ignorando las prohibiciones.
El cerco a los autonomistas y nacionalistas alcanzó a los diputados. Tembló la inmunidad parlamentaria, creando una irregular situación de excepción en las provincias vascas. Así lo denunció Manuel Irujo (PNV) hacia septiembre de 1934. La policía gubernativa llevaba tiempo molestando a los nacionalistas con pretexto de los desórdenes públicos en torno al pleito de los municipios, llegando incluso a arrestar a varios diputados. Irujo clamaba para que el fiscal general emprendiera acciones contra estos abusos, aspiración del todo inútil 46.
Tal contexto de represión gubernativa es el sustrato sobre el que se alimentó la praxis judicial. Sobre los ediles vascos arreciaron las condenas por desobediencia a ocho años y un día de inhabilitación especial, multa de 300 pesetas y abono de las costas judiciales. Aunque el artículo 374 del Código Penal no preveía la pena privativa de libertad, los jueces de instrucción tendieron a imponer la prisión provisional. Las multas no eran tan altas como permitía la ley, pero eso no restaba dureza al golpe asestado a los partidos y el movimiento autonomista y de oposición al gobierno central.
Unos y otros perdían de repente el poder institucional y, de cara al futuro, a importantes dirigentes y cuadros intermedios. El perjuicio al derecho de asociación era palmario a corto, medio y largo plazo. Por eso, muchas de estas sentencias fueron recurridas. Basado en las controversias suscitadas por el artículo 72 de la Ley de Orden Público (LOP) de 1933, el Tribunal Supremo se negó a admitir a trámite un buen número de recursos, por lo que declaró firmes bastantes sentencias sin sumergirse en el fondo del asunto 47. Cuando así lo hizo, ahondó en una doctrina manifiestamente autoritaria bajo pretexto españolista que fluyó con poco complejo tras los sucesos revolucionarios de octubre.
En primer lugar, el Supremo acometió una aparente suavización jurisprudencial del discurso abanderado por el gobierno a través del Ministerio fiscal. Este recurrió algunas sentencias dictadas por las audiencias provinciales apelando a un discurso españolista absolutamente carente de fundamentos jurídico-positivos. Fue el caso del Ayuntamiento de Marquina (Vizcaya). El alcalde y los concejales fueron absueltos por el tribunal de urgencia de Bilbao porque su dimisión, aunque no fuera admitida por la autoridad gubernativa, no implicó un perjuicio al interés público (requisito del artículo 381 del Código Penal) 48. El dato de que la sentencia pronunciada en casación por el Supremo reprodujera literalmente los argumentos esencialistas del fiscal no es irrelevante. Denota la asunción voluntaria de los planteamientos metajurídicos y de la técnica de criminalización colectiva sobre la que giraban. Según la fiscalía, las renuncias de estos cargos públicos fueron la «expresión del espíritu de rebeldía en que abierta y arrogantemente se colocaron» los ayuntamientos «contra el Gobierno de la República al conjuro de los dirigentes del Partido nacionalista (separatista) vasco, en estrecha relación con elementos marxistas y de la Esquerra catalana». El fiscal culminó el recurso postulando que el abandono colectivo y orquestado de los cargos era punible porque su fin era «debilitar al Gobierno, quebrantar el Poder central y atentar a algo más sagrado, como es la unidad de la Patria».
Podría haber resumido los motivos del recurso y ceñirse a los aspectos de enjundia jurídica, que realmente enlazasen con los elementos del tipo, pero no lo hizo. Si el Tribunal Supremo decidió transcribir aquellas palabras en los resultandos, sin depurarlas de los juicios de valor, es porque las estimaba afines al principio nacional a su parecer digno de tutela judicial. El Supremo compartía el discurso españolista, lo asumía como trasfondo para, por último, elevarlo al rango de doctrina en sus considerandos. Estos podían permitirse cierta parquedad y asepsia valorativa porque no había que añadir nada que no estuviera en los antecedentes de hechos probados.
El artículo 381 del Código Penal solo hablaba de renuncia no admitida por la autoridad que causara «daño» a la «causa pública». Sin embargo, el Tribunal Supremo amplió uno y otro concepto: había «daño evidente en la causa pública» cuando se ocasionaba «entorpecimiento, perjuicio, menoscabo o descrédito» a «los intereses morales y materiales de la organización del Estado español». El concepto de daño espiritual permitía proteger a la patria, pues no era preciso esperar a su materialización, sino que bastaba con que apareciera «moralmente» y afectara a «la organización social» 49. En suma, ofrecía una cobertura jurisprudencial a un concepto idealista de patria o nación española, desligada del régimen constitucional y aun del ordenamiento jurídico-estatal.
En segundo lugar, el Tribunal Supremo restringió el contenido de la autonomía municipal. Para ello, amplió el concepto de «actos contra el orden público» y echó mano de la antigua tendencia a la anticipación de consecuencias penales. En sus palabras, las autoridades democráticas locales estaban ligadas al gobernador civil de la provincia por «lazos de subordinación jerárquica». La defensa del concierto económico no era competencia de los ayuntamientos, por lo que era lícita la injerencia del gobernador al vetar el ejercicio del derecho de reunión de concejales y alcaldes. Por consiguiente, la inobservancia de estos incurría en el delito de desobediencia 50. Alguna sentencia llegó a explicitar la admisión de la presunción de culpabilidad del movimiento autonomista: «el propósito [criminal] se presume», llegó a decir la dictada contra el alcalde de Vitoria Teodoro González de Zárate (Izquierda Republicana, IR) y sus concejales 51.
Al condicionar la autonomía municipal a la política de orden público, el Tribunal Supremo establecía una relación que nada tenía que ver con el texto constitucional y sí con la historia de la administración gubernativa en España. En el fondo, supeditar la autonomía constitucionalmente reconocida a una noción trascendental de orden público suponía negar contenido imperativo a los preceptos constitucionales que disponían la autonomía como principio y derecho —a la participación democrática, cuando menos—. La Constitución cedía ante la ley municipal de 1877, el estatuto municipal de 1925, la ley provincial de 1882 y la LOP de 1933, desvirtuada esta última de su espíritu constitucional 52. La subordinación de la autonomía —y los derechos instrumentales: reunión, asociación, etc.— al criterio de oportunidad de las autoridades gubernativas entrañaba una transformación profunda del régimen político y de derechos en consonancia con una interpretación claramente anticonstitucional. Como sostenía el recurso de casación interpuesto por el alcalde de Bilbao (Ernesto Ercoreca, de IR), «en un régimen de autonomía no existe poder jerárquico, sino mero poder de control». Fue en balde 53.
Cuando la correlación de fuerzas se alteró en 1936 y el nuevo mapa de amistad política reunió a nacionalistas, socialistas y republicanos de izquierda, todos compartían la consciencia de que el gobierno y la magistratura les habían perseguido por cometer «el delito de defender el Concierto Económico y la autonomía municipal», como leemos en un acta del Ayuntamiento de Bilbao 54. La amnistía de febrero repuso en sus cargos a los alcaldes y concejales destituidos por mandamiento gubernativo o judicial. Se había «reconquistado la República perdida», manifestó Ercoreca 55.
Este modo de entender los derechos se fue consolidando a lo largo de 1935 y conoció una tentación fuertemente autoritaria. El estudio de la actividad de la Audiencia de Barcelona permite ver que, además de profundizarse la línea ya expuesta de restricción de las libertades de prensa y propaganda 56, se persiguieron las reuniones y manifestaciones a favor de la amnistía o la República catalana; especialmente, cuando se exhibía la «bandera separatista» 57. Es sabido que, desde octubre de 1934, se produjo una oleada de «acoso gubernamental» contra todo movimiento regionalista 58. Incluso tuvo un impacto penal que alcanzó a algunos grupos andalucistas, pese a su carácter minoritario y su desconexión de la huelga revolucionaria 59. Hay que añadir que la reducción competencial del jurado popular también facilitó esta acción represiva, pues eliminó un escollo que hasta entonces venía entorpeciendo muchos amagos de castigo 60.
El discurso judicial españolista encontró su forma más descarnada con la enunciación de un nuevo estatus procesal. La represión de los «extremistas» asturianos y los «separatistas» catalanes formaba parte de una misma «deriva ‘totalizadora’ de la seguridad pública» 61. Y esto tuvo una plasmación judicial. El fiscal la brindó cuando quiso que el Tribunal Supremo corrigiera a la Audiencia de San Sebastián, la cual, en una sentencia de 29 de octubre contra unos propagandistas nacionalistas, había impuesto una condena muy suave al hilo de la falta contra el orden público por turbaciones leves (artículo 565.4 de Código Penal). Los reos habían discutido con unos transeúntes que se les enfrentaron a cuentas del idioma en que estaban redactados los panfletos. En algún momento, gritaron «Muera España». Para el fiscal era inaudito que se les condenara a una simple multa y no conforme al delito de desorden público. Iba al grano: los tribunales debían comprender toda «frase provocativa para la Patria» dentro de dicho delito.
El Tribunal Supremo frenó el intento autoritario de la fiscalía. El razonamiento empleado para ello es importante. Recordó que la analogía penal para definir delitos o agravar penas estaba prohibida por el ordenamiento. La conducta de vejar a España no estaba incluida en la figura delictiva, que se refería a provocaciones a la rebelión o a la sedición. Pero el Supremo añadió una valoración moral e ideológica que puso en solfa su imparcialidad: las «frases ofensivas para España» poseían «indiscutible gravedad», a su juicio, «desde un punto de vista de justicia supralegal» 62.
Los argumentos que impidieron la deriva desmedidamente autoritaria afianzaron, con todo, una interpretación esencialista con veleidades iusnaturalistas. Semejante doctrina entrañaba una vuelta atrás en materia de libertades públicas. Por más que ocasionalmente pudiera camuflarse bajo la consiga de la defensa de la República, la interpretación españolista de los delitos de sedición, rebelión, etc. en perjuicio de los ciudadanos y grupos autonomistas o nacionalistas era idéntica a la que se había forjado para reprimir los movimientos anticolonialistas en los estertores del siglo xix 63 y que a comienzos del xx se volcó contra el nacionalismo periférico 64.
La negación de derechos individuales y colectivos era la condición sine qua non para la negación del derecho a la autonomía regional. A su vez, esta era la condición indispensable para la imposición institucional de una idea de patria poco compasiva con el principio democrático. Pues bien: el presupuesto de tales negaciones no era otro que la constitución jurisprudencial de un estatus criminológico. El estigma de «separatista» servía para limitar derechos civiles, políticos, sociales y culturales, despojando parcialmente de la condición de ciudadanía y subordinando al Estado a ingentes sectores sociales reprendidos por su inadecuación íntegra a un concepto autoritario y supraconstitucional de nación española. Para ello, los tribunales habían forjado una identificación entre separatismo y federalismo, cuando no entre separatismo y cualquier demanda de descentralización. La represión posterior a octubre ha dejado algunos destellos expresivos de dicha confusión: el delito de rebelión consistía en la proclamación del «Estat Catala [sic] como Entidad Nacional distinta, federada o no» 65.
No en vano, el estigma de «separatista» también era presentado como la cualidad de «antiespañol». Por estas razones, la represión del nacionalista periférico era similar a la represión del «extremista», pero no eran realidades penológicas idénticas debido a que la defensa de la sociedad de clases primaba sobre la defensa de la comunidad nacional. El hilo que trenzaba uno y otro grupo de enemigos del orden era el principio de autoridad sustraído a concepciones jurídico-constitucionales y la propia amalgama de elementos revolucionarios y nacionalistas existentes en algunos colectivos 66.
La represión de los implicados en el movimiento insurreccional catalán sacó a relucir la importancia que tenía el factor de la identidad nacional en el juicio de los hechos delictivos. El sentimiento de pertenencia de los acusados componía la vara de medir la perversidad de sus actos. La definición criminológica de este sujeto colectivo a reprimir permitía disolver las fronteras entre la responsabilidad individual por actos ejecutados, la responsabilidad individual por actos presuntos y la responsabilidad colectiva por actos no realizados. En otras palabras, permitía castigar a actores y meros espectadores de la acción insurreccional por razones políticas y sociales 67. Al juzgar a los miembros del gobierno catalán, el fiscal general de la República llegó a insinuar que el regionalismo era pernicioso para el «bien público», de ahí que aplaudiera a Anguera de Sojo por desertar de un partido regionalista catalán y, por ejemplo, que insinuara que Companys era un verdadero «fascista» 68.
Algunos ejemplos ilustrarán la trabazón de ideología nacionalista y autoritaria operativa en la actividad jurisdiccional. La atención al fuero castrense es obligada para entender la homogeneidad del discurso españolista tanto en sede ordinaria como militar. Aunque en esta instancia el lenguaje fuera más explícito, no se trataba de una dimensión distinta a la trazada por la judicatura togada en los procesos que llegaron a fallar contra implicados en el movimiento de octubre: por tenencia ilícita 69, conspiración para la rebelión 70, coacciones 71, rebelión 72 o, como sucedió al Ayuntamiento de Barcelona ya en 1936, por rebelión en grado de tentativa 73.
Un juez instructor militar sugirió un castigo duro por rebelión contra un comisario de policía porque estimaba probado que poseía «ideas disolventes, antiespañolas y antipatrióticas». La libertad de conciencia hallaba un límite en la sacralidad de la patria. Ahí el nacionalismo de Estado y su efecto pernicioso para los derechos constitucionales. La ideología contraria a la democracia, autoritaria y militarista se encuentra un poco más adelante, al sumar como pésimos antecedentes del encartado que «ha[bía] estado procesado por amenazas y en 1929 por adhesión a la rebelión del regimiento de artillería en Ciudad Real». La rebelión contra el orden constituido, aunque fuera el impuesto por un dictador que había violado la Constitución de 1876, era indicativo suplementario para identificar al enemigo. De otros policías se aseguraría que eran antiespañoles porque no habían realizado el servicio militar 74. El nacionalismo español, como uno de los rostros de la defensa social, produjo una ruptura interpretativa en perspectiva jurídica y política. Conviene recordar que la República premió al ponente de la sentencia dictada por el consejo de guerra por la rebelión de Ciudad Real, José de Ramón Laca, porque «no vaciló en jugarse la carrera» oponiéndose a las penas de muerte. Por esto mismo se le nombró consejero de Estado en el primer bienio 75. En el segundo, se pasó a buscar agravantes donde antes hubo recompensas, estableciendo deliberadamente una confusión entre los ataques al orden público bajo un régimen dictatorial y bajo un régimen democrático, por un lado, y una confusión no menor entre monarquía y patria, por otro lado.
Hay que recordar que la maquinaria judicial no inventó nada en el segundo bienio de la República 76. Entre otras razones, porque aquella lógica no desapareció en los primeros años republicanos. Persistió en los juicios contra delitos políticos y sociales —sobre todo en los militares— 77 y en el extraño aprecio mostrado por los tribunales ordinarios hacia las fuerzas armadas y, en concreto, la Guardia civil, aquella «institución militar benemérita» de la que hablaban muchas sentencias 78. Lo que se hizo en el segundo bienio es rescatar en su integridad la validez jurídica del discurso españolista.
Así pues, cuando los procesados eran militares, se esforzaban concienzudamente por hacer valer su hispanidad. Por eso, la defensa de algunos involucrados en la rebelión de la Generalidad comenzó y terminó sus alegatos condenando la vesania del «separatismo». La nación estaba por encima de la República y la Constitución. Según afirmaba el defensor de un teniente coronel «si lamentable es el ataque u ofensa a la República [...], se sale de los límites de lo razonable cuando este ataque se efectúa o se dirige para desmembrar una parte del territorio Nacional». Y tan deleznable fin era el de los «dirigentes del movimiento rebelde de la Generalidad», definidos por su cobardía. Perseguían la secesión, «aunque poco a poco fuese transformándose el ideal sustentado [...], hasta convertirlo en un estado dentro de España, pasando por todos los matices a medida que iban perdiendo las esperanzas del triunfo». El procesado siempre fue consciente de esto y nunca dejó que su «amor a España» palideciera, por lo que suplicaba por «conservar inmaculado su honor». Eso implicaba no solo diluir las «sospechas de concomitancias con esos elementos separatistas», sino tildarlos de «traidores a su patria».
El sesgo de clase de dicho nacionalismo también era subrayado frecuentemente. Así, la defensa también mostró interés en acreditar que el procesado, por encima de todo, se preocupó de mantener el orden público en aquellos momentos en los que, más allá del desafío catalanista, encaró la amenaza de la Alianza Obrera. El consejo de guerra había de valorar que el acusado actuó «como le mandaba la situación, el orden y los intereses del Ejército que son los de la patria» 79. Argumentos similares se oyeron ante el TGC de boca de los abogados Luis Jiménez de Asúa y Ángel Ossorio: los gobernantes de Cataluña afrontaron el dilema de proclamar una República federal —y, dentro de ella, el Estado catalán— o dejarse aplastar por una revolución proletaria 80.
Para el discurso españolista el orden constitucional era lo de menos. Lo era en la defensa en buena medida porque así lo era en la acusación, en el conjunto del proceso. Si nos fijamos en el juicio contra los comandantes Enrique Pérez Farrás y Ricardo Salas Ginestá y los capitanes Francisco López Gatell y Federico Escofet Alsina, la fiscalía orientó los actos como «alzamiento en armas contra las Instituciones estatales», eludiendo toda referencia al marco constitucional e impidiendo que el debate se inclinase hacia el discurso de la defensa política del mismo 81. Frente a ello, no quedó otra al comandante en jefe de los Mozos de Escuadra, Pérez Farrás, que poner el acento en la amenaza anarquista. Solo así podría justificar sus «medidas de resistencia» contra las fuerzas militares. Según declaró, su propósito no era otro que «proclamar la República Federal, invitando a las demás regiones a que se uniesen para defenderla», en el entendido de que Cataluña era «el más fuerte puntal de la República Española» ante tantos peligros «extremistas» y «reaccionarios» como la asolaban. El capitán Escofet también se escudó en términos de defensa social: predominaba «la idea de que el movimiento era un movimiento nacional más que regional con el objeto de consolidar el régimen republicano», sobre todo frente a los rumores «confidenciales» de que los anarquistas iban a desatar «una verdadera revolución» 82. El argumento persiste en unos procesos tras otros 83.
La teoría del daño moral a la patria, la presunción de propósitos criminales, las restricciones preventivas de derechos políticos según el criterio gubernativo, la colectivización de la culpa por los sucesos revolucionarios acaecidos en otros puntos de la República, el reconocimiento de un área de justicia superior al derecho positivo a la que el Tribunal Supremo tenía acceso, la construcción discursiva de un enemigo nacional, etc. formaban parte de la jurisprudencia españolista y autoritaria del Tribunal Supremo y, como tal, integraban la estrategia «desconstitucionalizadora» llevada a cabo durante el segundo bienio 84.
El flujo discursivo entre el fuero ordinario y el castrense merece un último apunte. La mirada hacia las causas abiertas antes y después del 14 de abril sugiere que, pese a las diferencias de grado y léxico, existía un longevo tronco ideológico en el que leyes comunes y jueces castrenses se entremezclaban con leyes especiales y jueces ordinarios; una doctrina de españolismo institucional en la que el nacionalismo «rudo», integrista, guerrero y decididamente partidario de los militares se alternaba y a veces se solapaba con el nacionalismo «elegante», algo más desapasionado, relamido y retóricamente equidistante de los fiscales y jueces de carrera. Esta realidad rivalizó con el constitucionalismo vigente desde 1931.
Las restricciones a los derechos y libertades que se han estudiado tuvieron por fin la restricción del derecho a la autonomía regional. La constatación de cierto núcleo discursivo permite vislumbrar que la ideología nacionalista española fue uno de los componentes esenciales del aparato judicial que más disputaron con las reglas y valores constitucionales cuando de veras se intentó hacer de la Constitución la norma jurídica suprema. De hecho, permite trazar en el plano judicial una línea de continuidad no solo entre la dictadura de Primo y la de Franco 85, sino entre ambos regímenes y la República.
El estigma de «separatista» o «antiespañol» aquejó a sectores de la ciudadanía por razones ideológicas, mermando sus derechos en medida análoga a como lo ocasionaba el estigma de «extremista». El miedo a la expansión del bolchevismo, pues, tuvo su correlativo en el miedo a la desmembración territorial de España. Anatematizando al titular, se invalidaba el derecho. El miedo a la disolución de la unidad nacional justificaba el boicot jurisdiccional a la autonomía, a veces con el beneplácito y otras contra el criterio gubernamental y parlamentario. La obstinación por zafarse del estigma de «extremista» de quienes sufrían el de «separatista» indica hasta qué punto la construcción criminológica del enemigo por vía jurisprudencial abrigaba jerarquizaciones de valores en cuanto al régimen social, económico, político... y, en consecuencia, gradaciones en la respuesta punitiva.
El arco del estigma de «antiespañol» se fue tensando paulatinamente durante los años republicanos hasta que la dictadura fundada con una guerra acometió la gran estigmatización. Entonces no sucedió tanto que el poso hermenéutico nacionalista se filtrara por enésima vez como que una exacerbación del mismo irrumpió desenfrenada y envilecida. El acto y el pensamiento proclives a cualquier cota de autogobierno territorial devinieron punibles. Lo «antiespañol» conoció denominaciones judiciales variopintas y a la vez reveladoras, como «rojo-separatista» 86. Y así fueron posibles sentencias como la que condujo a la ejecución de Companys, entre otros motivos, por haber fundado ERC 87, o la que cuatro años después de su asesinato condenó a Blas Infante por intentar organizar un «partido andalucista o regionalista andaluz» 88. El nacionalismo togado fue una constante a lo largo de este trayecto a la dictadura.
* Trabajo incardinado en el proyecto «Interwar Constitutionalism, Labour Market and Justice: Continuities and Ruptures between Social Movements and Bureaucracy», acogido por el Instituto de História Contemporânea y financiado por la Fundação para a Ciência e a Tecnologia (UIDB/04209/2020).
1 Como punto de partida, se entenderá por nacionalismo español la ideología que postula que España monopoliza el rango nacional y la soberanía al margen de lo que pueda establecer la Constitución o consenso cívico alguno y con exclusión, por principio, a la segregación de cualquier parte de su territorio. Xosé Manoel Núñez Seixas: Suspiros de España. El nacionalismo español, 1808-2018, Barcelona, Crítica, 2018, pp. 15-16.
2 Iñaki Lasagabaster Herrarte: «La represión de los nacionalismos históricos», en Federico Fernández-Crehuet y António Manuel Hespanha (eds.): Franquismus und Salazarismus: Legitimation durch Diktatur?, Frankfurt am Main, Klostermann, 2008, pp. 121-146; Francisco Espinosa Maestre: «Sobre la represión franquista en el País Vasco», Historia Social, 63 (2009), pp. 58-76; Julio Prada Rodríguez: «A resguardo de lo que pueda venir. Nacionalismo gallego y represión franquista. Algunas claves interpretativas», Studia Histórica, 31 (2013), pp. 139-166, y Rubén Pérez Trujillano: «El andalucismo republicano fallido: historia de una cultura constitucional y un movimiento político», en Jaume Claret y Joan Fuster-Sobrepere (coords.): El regionalismo bien entendido: ambigüedades y límites del regionalismo en la España franquista, Granada, Comares, 2021, pp. 77-105.
3 Justo Beramendi González: «Nacionalismos, regionalismos y autonomía en la Segunda República», Pasado y Memoria, 2 (2003), pp. 53-82, esp. p. 33.
4 José Luis de la Granja Sainz: Nacionalismo y II República en el País Vasco. Estatutos de autonomía, partidos y elecciones, Madrid, Siglo XXI, 2008, pp. 522-540; Manel López Esteve: Els fets d’octubre de 1934, Barcelona, Base, 2013; Alejandro Nieto: La rebelión militar de la Generalitat de Cataluña contra la República, Madrid, Marcial Pons, 2014, y Enric Fossas: Companys, ¿golpista o salvador de la República? El juicio por los hechos del 6 de octubre de 1934 en Cataluña, Madrid, Marcial Pons, 2019.
5 Carmelo Landa Montenegro: «Violencia política y represión en la II República: el nacionalismo vasco», Cuadernos de Alzate, 27 (2002), pp. 89-119, y José Luis de la Granja Sainz: Nacionalismo..., pp. 263-270.
6 Por «La patria sigue en peligro», «Belicosidad e ineptitud» y «Bajo un régimen democrático», en Bizkaitarra, 5 de septiembre de 1931, de los que se declaró autor el diputado Manuel Eguileor Orueta. Archivo Histórico Nacional (AHN), Fondos Contemporáneos (Contemp.), leg. 79, exp. 1.807/1931, sumario 441/1931.
7 Contra Eguileor por «Sectarismo hispano», Euzkadi, 18 de octubre de 1931, y AHN, Contemp., leg. 79, exp. 1.804/1931, sumario 378/1931.
8 Contra el diputado jeltzale Manuel Robles por «Páginas Históricas», Euzkadi, 25 de octubre de 1931, y AHN, Contemp., leg. 71/2, exp. 1.805/1931, sumario 391/1931, rollo 1.805.
9 El Sol (Madrid), 22 de enero de 1932, p. 5.
10 Telegrama del Centro Catalanista Republicano de Tarragona (28 de abril de 1932), AHN, Fondo Ministerio de Gobernación (MG), serie A, leg. 18/2, exp. 12, núm. 15.
11 Rubén Pérez Trujillano: Creación de Constitución, destrucción de Estado: la defensa extraordinaria de la II República española (1931-1936), Madrid, Dykinson, 2018, pp. 106-107 y 113-115, http://hdl.handle.net/10016/27108.
12 Un acuerdo de la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo (22 de enero de 1932) designó juez especial al de primera instancia de Hellín, Antonio Domínguez Gómez. Más información en un sumario por delito de imprenta, Archivo General de la Administración (AGA), Fondo Justicia (Just.), caja 41/8449, causa 1848/1932, p. 12. Otro ejemplo de su funcionamiento, por desorden público y tenencia ilícita de armas, en la Sentencia de la Audiencia Provincial de Bilbao (SAPBil) 14 de julio de 1932, AHN, Contemp., leg. 69/1, exp. 55.899/1932.
13 Alejandro Quiroga Fernández de Soto: Haciendo españoles. La nacionalización de las masas en la Dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), Madrid, CEPC, 2008, pp. 94, 243-247 y 256.
14 Auto del Tribunal Supremo (ATS) de 27 de mayo de 1932 sobre el artículo «Elocuencia de los datos estadísticos», Euzkadi, 23 de enero de 1932, del que se declaró autor el diputado Jesús María Leizaola (PNV), AGA, Just., caja 41/8449, causa 1845/1932.
15 Tan rimbombante crimen no era otro que el de inducción a la rebelión (artículo 248.3 del Código Penal de 1870). Véase el ATS de 17 de noviembre de 1932, contra los diputados Aguirre y Eguileor por varios artículos publicados en Mendigoxale (18 de mayo de 1932), AGA, Just., caja 41/8449, sumario 138/1932, causa 1887/1932.
16 ATS de 7 de octubre de 1932, contra Leizaola, AGA, Just., caja 41/8450, causa 1890/1932.
17 Por inducción a la rebelión, AGA, Just., caja 41/8449, sumario 71/1932 del Juzgado especial y causa 1851/1932 del Tribunal Supremo.
18 Por «provocación por medio de la imprenta a cometer un delito contra la integridad de la patria», subsumido con aparente naturalidad en los artículos 248 y 582 del Código Penal de 1870, ATS de 25 de agosto de 1932, AGA, Just., caja 41/8449, causa 1881/1932.
19 Sobre el castigo penal de todo nacionalismo alternativo al españolismo autoritario, Francisco J. Bastida: Jueces y franquismo. El pensamiento político del Tribunal Supremo en la Dictadura, Barcelona, Ariel, 1986, pp. 80-84.
20 Sobre esta regulación, Miguel Pino Abad: «Los delitos contra la Patria en el primer tercio del siglo xx», Ámbitos, 43 (2020), pp. 23-34.
21 Un ejemplo de la Audiencia Provincial de Barcelona, sentencia (SAPBar) de 11 de enero de 1923, Archivo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (ACTSJC), Libro de sentencias, sig. 117. Sobre la intensificación de esta normativa durante la dictadura de Primo, Alejandro Quiroga Fernández de Soto: Haciendo españoles..., pp. 92-93 y 116-117.
22 Solo encontramos en Barcelona las SSAPBar de 17 de septiembre y 26 de noviembre de 1932, ACTSJC, Libro de sentencias, sigs. 156-157.
23 Rubén Pérez Trujillano: «Cuando la República llegó, la justicia ya estaba allí. Notas para el estudio del poder judicial en la España contemporánea», Jueces para la Democracia, 97 (2020), pp. 90-108, y María Julia Solla Sastre: «Servidores del partido mismo. Sintonías y desencuentros entre lo político y lo judicial en el constitucionalismo español», Revista de Estudios Políticos, 198 (2022), pp. 23-67.
24 Sobre el «viaje triangular» de nacionalistas catalanes, gallegos y vascos en 1933: telegrama del gobernador civil de Barcelona (5 de agosto de 1933), AHN, MG, serie A, leg. 52/2, exp. 20, núm. 3.
25 Para una manifestación nacionalista en Bilbao, telegrama del gobernador civil (27 de mayo de 1933), AHN, MG, serie A, leg. 52/2, exp. 20, núm. 11.
26 En Guecho, SAPBil de 21 de noviembre de 1933, AHN, Contemp., leg. 117/1, exp. 37/1934.
27 En Bilbao, AHN, Contemp., leg. 69/1, exp. 55.899/1932.
28 Por embriaguez, SAPBil de 25 de noviembre de 1931, AHN, Contemp., leg. 70/1, exp. 55.272/1931.
29 AHN, Contemp., leg. 86/2, exp. 1.809/1931.
30 Una de las pocas condenas del segundo bienio, Sentencia del Tribunal Supremo (STS) de 14 de noviembre de 1934. Una absolución, con argumentación opaca, Sentencia de la Audiencia de Sevilla (SAPSev) de 28 de octubre de 1935. Ejemplos de atenuantes por embriaguez, SSAPSev de 30 de octubre de 1932 y 5 de abril de 1935, Archivo Histórico Provincial de Sevilla (AHPS), Libro de sentencias, sigs. L-3202 y L-3197.
31 STS de 11 de mayo de 1933.
32 Considerando único.
33 Archivo Histórico del Tribunal Militar Territorial Segundo (AHTMTS), Fondo República (Rep.), leg. 63, núm. 1807, sumario 26/1931, pp. 113, 130, 163-164, 230-234 y 289-290. Para contextualizar, Manuel Ruiz Romero: El bulo sobre el complot de Tablada. Sevilla (1931), Córdoba, Almuzara, 2019.
34 AHTMTS, Rep., leg. 116, núm. 1051, causa 222/1933, pp. 28v y 33.
35 En Santa Cruz de Campezo (Álava), telegrama del gobernador civil (1 de noviembre de 1933), AHN, MG, serie A, leg. 52/2, exp. 20, núm. 2.
36 José Luis de la Granja Sainz: Nacionalismo..., pp. 341-342, y María Rosario Roquero Ussía: «El caso Idiakez. Lengua, prensa y política en la II República», Boletín de Estudios Históricos sobre San Sebastián, 46 (2013), pp. 479-527.
37 STS de 14 de febrero de 1934.
38 SAPBar de 22 de mayo de 1935, ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 172.
39 SAPBar de 24 de julio de 1934, ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 167. Sobre este juicio, José Fernando Mota Muñoz: ¡Viva Cataluña española! Historia de la extrema derecha en la Barcelona republicana (1931-1936), Valencia, PUV, 2020, pp. 230 y ss.
40 La fiscalía impugnó algunas sentencias que absolvían a los repartidores de panfletos. El Alto Tribunal asumiría su discurso. Por ejemplo, STS de 10 de octubre de 1934.
41 SAPBar de 12 de julio de 1935, ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 173.
42 Bartolomé Clavero: Manual de historia constitucional de España, Madrid, Alianza Editorial, 1989, pp. 189-190, y Eduardo González Calleja et al.: La Segunda República española, Madrid, Pasado & Presente, 2015, pp. 296-311 y 626-627.
43 José Luis de la Granja Sainz: Nacionalismo..., pp. 500-516.
44 Moción del 13 de junio de 1934, Archivo Municipal de Bilbao (AMB), ref. ES 48020 AMB-BUA 385728.
45 Joaquín Varela Suanzes-Carpegna: Historia constitucional de España. Normas, instituciones, doctrinas, Madrid, Marcial Pons, 2020, p. 491.
46 «Carta abierta del diputado nacionalista vasco don Manuel de Iruxo al fiscal de la República», Euzkadi (Bilbao), 6 de octubre de 1934.
47 Sobre el alcalde de Itsasondo (Guipúzcoa), AGA, Just., caja 41/8198, recurso de casación 424/1934.
48 SAPBil de 19 de octubre de 1934.
49 STS de 8 de diciembre de 1934.
50 SSTS de 3 de diciembre (para el Ayuntamiento de Oteo), 12 de diciembre (para Berrobi) y 19 de diciembre de 1934 (para Pasajes).
51 STS de 10 de enero de 1935.
52 Rubén Pérez Trujillano: Creación..., pp. 198-237.
53 STS de 3 de marzo de 1935.
54 Moción de 1 de abril de 1936, AMB, ref. ES 48020 BUA-AMB 411750.
55 Acuerdo de 23 de febrero de 1936, AMB, ref. ES 48020 AMB-BUA 411288.
56 Por delito de provocación a la rebelión contra un joven que pegó pasquines de Nosaltres Sols: SAPBar de 17 de junio de 1935. Por delitos contra la forma de gobierno y de provocación a la sedición debido a la colocación de propaganda de Joventuts d’Esquerra Republicana-Estat Català: SSAPBar de 18 y 25 de junio de 1935, ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 172.
57 Para un mitin de la Unió Socialista de Catalunya, SAPBar de 2 de enero de 1935, y para una manifestación en la Rambla barcelonesa, de donde tomo la cita, SAPBar de 28 de abril de 1935, ACTSJC, Libro de sentencias, sigs. 170 y 172.
58 La expresión, referida al galleguismo, en Justo Beramendi González: «Nacionalismos...», p. 58. Para el andalucismo, Raquel Almodóvar Anaya: 4 de Noviembre. Una historia (des)narrada de la Guerra Civil en Zufre, Huelva, s. e., 2019, pp. 168-169.
59 Trece miembros del centro andalucista de La Campana (Sevilla) pasaron meses en prisión provisional acusados de sedición. Fueron absueltos porque el fiscal retiró la acusación. SAPSev de 9 de mayo de 1935, AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3202.
60 Un ejemplo, SAPBar de 11 de diciembre de 1933, ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 163.
61 Eduardo González Calleja: En nombre de la autoridad. La defensa del orden público durante la Segunda República Española (1931-1936), Granada, Comares, 2014, p. 241.
62 STS de 19 de diciembre de 1935.
63 Sobre las exclamaciones «Viva Cuba libre» y «Viva Puerto Rico libre», STS de 24 de abril de 1893. Sobre prensa favorable a la independencia cubana, STS de 14 de mayo de 1895.
64 Josep M. Figueres: Procés militar a Prat de la Riba. Les actes del Consell de Guerra de 1902, Barcelona, Índex, 1996.
65 SAPBar de 30 de septiembre de 1935, ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 174.
66 La consideración de un ateneo catalanista como «asociación extremista» en STS de 19 de febrero de 1934.
67 Manel López Esteve: Els fets..., p. 401.
68 Lorenzo Gallardo González: Memoria elevada al Gobierno de la República con motivo de la solemne apertura de los tribunales el día 16 de septiembre de 1935, Madrid, Reus, 1935, pp. CVI y CXII-CXIII.
69 SAPBar de 15 de noviembre de 1934 sobre militantes del PNC, ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 168.
70 SAPBar de 6 de marzo de 1935 contra quienes mediaron para la venta de 30.000 fusiles a la Generalidad en verano de 1934, ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 171.
71 SAPBar de 20 de marzo de 1935 para un piquete sindical en Torrellas de Foix, ACTSJC, Libro de sentencias.
72 En Barcelona solo se dictaron dos sentencias por rebelión ordinaria, siempre en relación con somatenistas y previa inhibición de la jurisdicción militar. SSAPBar de 30 de septiembre y 3 de diciembre de 1935, ACTSJC, Libro de sentencias, sigs. 174-175.
73 SAPBar de 17 de febrero de 1936, ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 176. Los ediles fueron condenados en grado de tentativa «en razón a no haber podido llevar a efecto lo que acordaron ni ultimar los actos precisos para la comisión de tal delito».
74 Archivo Central del Tribunal Supremo (ACTS), Fondo Sala Sexta, leg. 35.894, núm. 122, causa 319/1934.
75 Palabras de Alcalá Zamora (sesión de 29 de abril de 1931). Archivo del Consejo de Estado, Libro de Actas Comisión Permanente, 1930-1932, pp. 105-106.
76 Esta retórica salta a la vista en procesos militares desarrollados bajo la dictadura primorriverista, AHTMTS, Fondo Alfonso XIII, leg. 114, núm. 972, causa 457/1924, pp. 49-51, y leg. 127, núm. 1125, causa 317/1925, pp. 62-63v.
77 Sobre el alzamiento anarcosindicalista de Bujalance (1933), AHTMS, Fondo 8000, leg. 87, núm. 2222, causa 295/1933, pp. 1492v-1497v.
78 SAPSev de 11 de enero de 1933, AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3198.
79 AHN, Contemp., Procesos especiales (Proc. esp.), exp. 23/1, carp. 2, exp. de indulto 2/1934, p. 37.
80 Albert Balcells: El problema agrario en Cataluña. La cuestión Rabassaire (1890-1936), Madrid, Ministerio de Agricultura, 1980, pp. 281-283.
81 AHN, Contemp., Proc. esp., exp. 23/1, carp. 3, exp. de indulto 2bis/1934, pp. 20-21.
82 Ibid., pp. 10v-11 y 15v-16v.
83 ACTS, Sala Sexta, leg. 35.575, causa 387/1934, y AHN, Contemp., Proc. esp., exp. 23/1, carp. 3, exp. de indulto 2bis/1934.
84 Rubén Pérez Trujillano: Creación..., pp. 250-297.
85 Como comprobó Sebastián Martín: «Criminalidad política y peligrosidad social en la España contemporánea (1870-1970)», Quaderni fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno, 38 (2009), pp. 861-951, esp. p. 890.
86 Sentencia del Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas (STRP) de Pamplona de 7 de enero de 1942, contra el alcalde de Itsasondo (Guipúzcoa), Archivo Real y General de Navarra, Fondo Judicial, ref. ES/NA/AGN/F363/TRP_SENTENCIAS, Lb. 3, N. 1398.
87 Sentencia del Consejo de Guerra de Barcelona de 14 de octubre de 1940, Marc-Aureli Vila: Dictamen referent a la sentència de mort del President de la Generalitat de Catalunya Lluís Companys i Jover, Caracas, Terra Ferma, 1970, pp. 3-5.
88 STRP de Sevilla de 4 de mayo de 1940, José Luis Ortiz de Lanzagorta: Blas Infante. Vida y muerte de un hombre andaluz, Sevilla, Fundación Blas Infante, 1979, p. 361.