Ayer 108/2017 (4): 203-230
Sección: Estudios
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2017
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/108-2017-09
© David San Narciso Martín
Recibido: 18-5-2016 | Aceptado: 22-9-2016
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License

Viejos ropajes para una nueva monarquía.Género y nación en la refundación simbólica de la Corona de Isabel II (1858-1866)*

David San Narciso Martín

Universidad Complutense de Madrid
davsanna@ucm.es

Resumen: La monarquía sobrevivió al siglo de las revoluciones por su gran capacidad de adaptación a los cambios políticos, sociales y culturales. Especialmente importante fue su vertiente de representación política en términos nacionales, algo respaldado desde la teoría por su habilidad de unificar social, territorial y culturalmente a la nación. Este artículo analiza cómo utilizó la monarquía la moda para representar en un sentido integrador un Estado multinacional, asumiendo la función política que el liberalismo decimonónico le encomendó. Igualmente definió su posición en el sistema político y cultural posrevolucionario pensando su figura entre la excepcionalidad y cotidianeidad y en un discurso de género de un alcance progresivamente mayor. De esta forma, demostraremos que la monarquía participó activamente en el juego político y cultural a través del control de unos mecanismos de definición, de unos espacios de representación y de unos símbolos de identidad.

Palabras clave: nacionalismo, liberalismo, género, monarquía, moda.

Abstract: The monarchy survived a century of revolutions because of its enormous capacity to adapt to political, social and cultural changes. Especially important was its role as the political representative of the nation, and its ability to unify the territory both culturally and politically. This article analyses how the monarchy used fashion to represent an integrated multinational state. By so doing, it performed the political function that liberalism had entrusted to it in the nineteenth century. Similarly, the Monarchy succeeded in defining itself in a post-revolutionary cultural and political context by portraying itself somewhere between an exceptional and a quotidian institution. It did this by increasingly employing a discourse of gender. To be sure, the Monarchy participated actively in the political and cultural arena by controlling mechanisms of definition, spaces of representation and symbols of identity.

Keywords: Nationalism, Liberalism, Gender, Monarchy, Fashion.

Los ropajes del poder

En 1830, el novelista francés Honoré de Balzac —convertido entonces en articulista— definió el vestido como «el más enérgico de todos los símbolos» sociales, otorgándole una capacidad semiótica tal que permitía mostrar al «hombre con el texto de su existencia; al hombre hecho jeroglífico» 1. En esa línea animaba al investigador del futuro a estudiarlo con el fin de conseguir hacer «la historia más pintoresca y más nacionalmente verdadera». De esta forma, la moda reflejaba no solo al individuo, sino a toda la sociedad, entendida siempre en términos nacionales, pues, argüía, era a través de la vestimenta donde se expresaba y reflejaba el carácter de una nación. Estas apreciaciones del hombre de letras francés se enmarcan dentro de un interés etnográfico, heredero del siglo xviii, que entendía la vestimenta como el reflejo de una época, como espíritu de un tiempo concreto 2. Esta aproximación descriptiva a la moda, que entendía de forma tautológica una correlación entre unas tipologías de formas y un tiempo, ha sido la seguida por una parte importante de la historiografía 3. Unas series de inventarios cronológicos de piezas museísticas, profusamente descritas en lo formal, pero sin apenas interpretaciones, que explicarían la evolución y los cambios en la moda con base en fenómenos exteriores, esencialmente políticos 4. A esto cabría sumarse toda una serie de connotaciones negativas, derivadas de su supuesta frivolidad, banalidad y superficialidad, que harían a los estudios sobre la moda quedarse relegados a un segundo lugar.

Sin embargo, existe una potente literatura académica que ha logrado deshacerse de dichos prejuicios para proponer reflexiones y problemáticas profundas, para desencriptar los significados y los significantes de dicho jeroglífico que es el hombre. Y es que la moda es un complejo fenómeno social vinculado con procesos de creación artística y de identidad tanto individual como colectiva. Es, en definitiva, un «hecho social total» según la conocida fórmula enunciada por Marcel Mauss 5. Los pioneros en acercarse a su análisis fueron investigadores cercanos a la filosofía y la sociología. En relación con el primero, la estética ha realizado una aproximación a la moda subrayando su vinculación con la modernidad, especialmente con el desarrollo del individualismo 6. De esta forma, y siguiendo la estela propuesta por George Simmel, la moda sería la expresión de la dialéctica identitaria entre la igualdad/diferenciación del individuo, pues sirve tanto para integrar al hombre en la sociedad como para distinguirlo de la misma 7. Por tanto, la moda se relaciona con elementos internos y externos, evidenciando unas prácticas sociales estrechamente vinculadas con el nivel sociocultural, la forma de pensar e, incluso, con las emociones. En ese sentido, desde la sociología han formulado distintas teorías acerca de la dimensión social de la moda, sistematizando las conductas humanas en busca de una lógica al comportamiento social 8. Una de las más exitosas es aquella que une la moda con la clase social, constituyendo una estrategia simbólica y económica de diferenciación 9. Esta transmisión vertical, de arriba hacia abajo, traería parejo un intento de emulación desde las bases hacia la cúspide social, legitimando la posición social de las clases dominantes. Como demostró en los años ochenta Pierre Bourdieu, la moda es una producción simbólica inherente al habitus, a las formas de vida, que es frecuentemente utilizada como instrumento de dominación simbólica 10.

A partir de estos cambios interpretativos, y en el contexto del giro cultural y lingüístico, la historiografía de los años ochenta sobre la moda comenzó a deshacerse de esa traza positivista incorporando las reflexiones propuestas desde las ciencias sociales y sugiriendo nuevas interpretaciones muy sugerentes. Para el caso concreto del siglo xix es entonces cuando se revisaron los presupuestos de historia económica acerca de los materiales y las formas de producción textil 11, así como de las formas de consumo 12. Más interesante aún, en esos años se introdujeron análisis socioculturales de la moda que llevaron a interpretarla como un objeto de inversión material y simbólica 13, entre otras razones por su capacidad de representación. En este punto huelga destacar las aportaciones realizadas desde la semiótica a partir de las tesis iniciales de Barthes aplicadas a la vestimenta 14. Para él la moda forma un sistema de significación constituido por tres estructuras —la tecnológica, la verbal y la plástica o icónica— que transitarían a partir del vestido real hacia el lenguaje. De esta forma, mediante la descripción —por ejemplo, en escritos periodísticos— se transforma un objeto significante, el vestido, en la moda al dotarle de significados relacionados con el mundo.

Retomando todas estas aportaciones teóricas, en este artículo proponemos relacionar la capacidad de representación de la moda con una variante nacionalizadora a través de un agente como la monarquía. Unir las variables de la moda y el fenómeno de la nacionalización se ha realizado en diversos trabajos donde se ha resaltado la intención de crear una moda nacional con el objetivo de unificar visualmente a la nación y construir una identidad nacional, fundamentalmente desde la alteridad 15. Igualmente, y aunque en menor medida, se ha abordado la relación entre los monarcas y la moda no solo como un símbolo de poder y estatus, sino como un instrumento político fundamental. Un hecho especialmente significativo en sistemas multinacionales —como el imperio austro-húngaro— donde cada nacionalismo conformó a lo largo del siglo xix una identidad y, por ende, un traje «tradicional» con el que el jefe del Estado —en este caso el emperador— jugó en un intento de representar una nación integradora en sentido cultural 16. Nuestra propuesta es analizar el uso que la monarquía isabelina hizo de la moda con motivo del desplazamiento de la familia real por la geografía nacional en diversos viajes entre 1858 y 1865. Un momento de especial visibilidad y exposición pública, aprovechado por una monarquía cada vez más falta de legitimidad popular, en el que sus contemporáneos fueron volcando toda su subjetividad sobre los trajes de la familia real dotándolos de sentido al inscribirlos en unos discursos nacionales y de género que estaban formándose.

El viaje real: un fenómeno moderno, un hecho nacionalizador

Los desplazamientos de los reyes por el territorio han sido una práctica repetida, con mayor o menor frecuencia, durante toda la historia. En ellos, el monarca y su corte se movían por el reino difundiendo una imagen de la institución, siendo igualmente un potente arma de propaganda monárquica y de contacto con las elites locales. Sin embargo, con la construcción y el ensayo progresivo del liberalismo político y cultural y la paulatina definición de identidades como el nacionalismo, el viaje real adquirió un componente moderno de popularización de la monarquía. Máxime si tenemos en cuenta la compleja situación que atravesaba la persona de Isabel II y la institución monárquica que ella encarnaba. A la altura de los años cincuenta del siglo xix, el capital simbólico con el que la reina había comenzado su vida estaba seriamente esquilmado. La intervención en la vida pública fue tal que el Parlamento acabó desnaturalizado por la práctica política, convirtiendo a la reina en el árbitro final de las situaciones. La tensión entre la Corona y el Parlamento parecía que iba decantándose por el primero, emprendiendo Isabel una política personal, bastante reaccionaria, que llevó a las fuerzas liberales a unirse por la salvaguarda del régimen político. En 1854, con la revolución de Vicálvaro, Isabel II no cayó pero sí sintió bajo sus pies tambalearse el trono de España. Sobrevivió así la forma monárquica con una titular amplia y públicamente denostada, bastante alejada tanto de los ideales burgueses que paulatinamente iban imponiéndose en la sociedad como de las formas reaccionarias, procedentes del Antiguo Régimen, donde la moral cristiana regía los comportamientos públicos y privados.

En este contexto de franca deslegitimación política y simbólica, de conformación de los roles de género y una labor nacionalizadora cada vez mayor, los viajes reales superan el mero carácter anecdótico para instalarse en el dominio de la historia cultural de la política 17. De esta forma, a partir de 1858 se aprecia un incremento cuantitativo y, sobre todo, cualitativo en el vetusto viaje real. Unos viajes, por otra parte, muy ligados al ensayo de política personal de la reina, cuyo objetivo era medir y recabar el grado de apoyo popular a la monarquía y cuyo desarrollo se vio, probablemente, muy influenciado por los que Napoleón III llevaba realizando en Francia desde 1851 con enorme éxito 18. Esta nueva filosofía de viaje —centrada en la popularización de la monarquía— llevaría a reforzar su vertiente de promotor económico y cultural, vinculando la tradición inherente a la monarquía con su dimensión de progreso proyectada hacia el futuro. Para ello, desde el Palacio Real se organizaron perfectamente las jornadas dividiéndolas, generalmente, en dos cesuras temporales. Las tardes estaban destinadas a visitar las instituciones religiosas, culturales y económicas públicas y privadas de la ciudad. De tal forma que, además de los conventos, iglesias y hospicios de la Iglesia, la reina visitó instituciones civiles —como hospitales—, culturales —como la universidad— y, sobre todo, fábricas industriales en ese intento de vincular el progreso con la institución monárquica. Y es que, además de la fuerte impronta de promoción social, la visita real tenía un fuerte vínculo de promoción económica plasmado en las muchas inauguraciones y en la proyección de nuevas obras públicas. Por el contrario, las noches quedaban reservadas a las diversiones populares, favoreciendo el contacto directo con el común de la gente.

Además, estos viajes pusieron en marcha una publicística muy potente que encontró en las instituciones —ayuntamientos y diputaciones— y en las jerarquías sociales, culturales y económicas locales sus principales promotores 19. Todo ello nos habla de la fluida interacción que se estableció entre la corte y las elites locales rectoras, hecho producido en las numerosas reuniones privadas, comidas, besamanos y fiestas que se sucedieron en todas las localidades. De esta forma, se realizaron composiciones, himnos, poesías y canciones por parte de unos «publicistas», más o menos anónimos, que fueron impresas en un elevado número y en una amplia gama de formatos y que fueron distribuidas en la calle cubriendo las paredes o como hojas volantes. A esto cabe añadir la amplísima cobertura periodística, desarrollándose secciones específicas en periódicos de tirada nacional y regional —sobre todo de un espectro político conservador— e, incluso, copando la mayoría de las páginas. Así, la mayoría de los diarios españoles dieron cuenta más o menos detallada de los viajes, subrayando especialmente las positivas reacciones populares. Todo ello nos habla de los esfuerzos y, probablemente, del éxito que esta campaña publicitaria de popularización y difusión de la imagen monárquica tuvo, no difiriendo en lo esencial los periódicos en cuanto a los discursos y las representaciones expresadas en sus páginas. Es justamente a partir de sus comentarios, junto con las crónicas oficiales de los viajes, lo que constituye el corpus documental para analizar la moda como mecanismo de nacionalización. Y es que a través de las descripciones del vestuario de la familia real, los hombres y mujeres del pasado fueron volcando toda su subjetividad para aprehender y comprender su mundo, para interiorizar la narración de nación que la jefatura del Estado les proporcionaba.

Si partimos de la base de que el monarca era el representante de la nación —sobre todo para el discurso liberal progresista y con menor énfasis en el moderado—, la institución monárquica transmitía una idea, una narración, unas metáforas y unas imágenes de nación. Es más, el monarca corporeizaba, personificaba, una idea tan abstracta como el Estado o la nación, creando una relación mucho más personal con la gente. De esta forma, con motivo de estos viajes se fueron creando en torno a la monarquía verdaderas «comunidades imaginadas» que permitían trazar fronteras de una comunidad nacional —más o menos cerrada— en torno al soberano, representante y personificación última de la nación 20. En esa idea de nación transmitida por la monarquía, uno de los vértices articuladores del discurso identitario fue la relación entre lo local y lo nacional, entendido por la historiografía durante mucho tiempo como una oposición dicotómica 21. Sin embargo, la construcción nacional recurrió en ocasiones a la difusión de la identidad nacional sobre la base de la afirmación territorial local o regional 22. Se trataría, según el modelo formulado para el caso francés por Anne-Marie Thiesse, de una especie de «pequeña patria» mediante la cual se construiría la «gran patria» española, una matriz nacional matizada en la diversidad 23. Esto se justificaría en la interpretación del discurso histórico en las representaciones asociadas con la monarquía, en la natural integración de esta dentro de las lenguas locales y en la mezcolanza de símbolos regionales, locales y nacionales. De esta forma, la nación era pensada y aprehendida desde la variedad regional tanto política como, sobre todo, cultural: la nación española era un agregado de territorios y culturas 24. En ese sentido, la mezcla de lugares de memoria, de personajes históricos, de fechas relevantes... locales se integraban dentro de una lectura nacional. Desconocemos las reacciones de los miembros de la corte o de la misma familia real durante estos viajes ante las variedades dialectales, los símbolos o los personajes locales —quizás más aprehensibles desde la estructura de Antiguo Régimen— 25, pero es muy sintomático que la lectura de las decoraciones, de los poemas, de los hechos históricos, de los lugares de memoria... por los que se pasaba vincule siempre la monarquía con la asimilación nacional de las tradiciones locales, y relacione la región con la defensa de la causa nacional y monárquica. Por ello, el estudio de la monarquía como agente nacionalizador vuelve más complejo el esquema tradicional que escindía, grosso modo, la crítica moderada a los «patriotismos provinciales» y la defensa progresista de lo local y municipal 26. Y es que a través de la monarquía vemos una nación esencialmente católica y monárquica, identidades innegables y diferenciadoras de España, en la que la cultura local era asumida y naturalizada. Atisbamos una forma ideológicamente conservadora de entender la nación alejada, por lo menos en el plano cultural, del centralismo atribuido al moderantismo: una imagen quizá reaccionaria, moderna y antimoderna al mismo tiempo. Para transmitir esa idea de nación, además de los clásicos mecanismos culturales de nacionalización —visibles en las banderas, los himnos, los escudos o la nomenclatura de plazas, calles y embarcaciones que inundaron la región—, fue fundamental el uso de la ropa, del traje regional. Es justamente este instrumento nacionalizador el que analizamos aquí, enmarcándolo dentro del contexto de relegitimación simbólica que caracterizó el final de la monarquía isabelina.

Vistiendo a la familia real

En 1867, el politólogo inglés Walter Bagehot formuló en su obra clásica y muy influyente la división del poder entre el que denominaba solemne o dignificado y el operativo o eficiente 27. Entre ellos, a la monarquía le correspondería producir y conservar respeto, adquiriendo la autoridad necesaria para que el gobierno ejerciera sus funciones ejecutivas. Para conseguirlo la Corona debía valerse fundamentalmente de dos mecanismos: los elementos teatrales —«la pura apariencia» que toca directamente a la imaginación y fascina a la multitud porque apela al sentimiento de distinción— y los morales —personificando los valores de la nación y pudiendo «llevar los rayos de la soberanía hasta las profundidades de la vida en común»—. Este hecho implicaría, en relación con lo moral, el viraje representativo de la monarquía desde unas vetustas formas aristocráticas hacia la fórmula narrativa esencialmente burguesa de la domesticidad 28. De esta forma, la monarquía se erigiría no solo en la cabeza de la sociedad, sino en el nexo de unión que garantizaría la adhesión de las masas. Por todo ello, como expresó Bagehot, «una familia en el trono es una idea interesante». En esta argumentación atisbamos dos procesos acaecidos en la cronología que aquí manejamos: el paulatino aburguesamiento de la institución monárquica y la tensión interna del monarca entre la excepcionalidad y la normalidad de su figura. A ello cabe añadir su capacidad de representatividad en términos nacionales, un hecho refrendado desde la teoría política por su capacidad de unificar social, territorial y culturalmente a la nación. Tres hilos que se hilvanan en los trajes de la familia real española, tres hebras que se entretejen en la capacidad semiótica de la institución cuya función simbólica era la representación del Estado.

Esta familia ambigua, a caballo entre lo excepcional y lo cotidiano, que aspiraba a representar un modelo de familia —siempre en liza entre las distintas culturas políticas— 29, estuvo representada en el espacio público solo por cuatro miembros: la madre-reina, el padre-rey, la hija-infanta y el hijo-príncipe de Asturias, pese a las sucesivas incorporaciones con nacimientos hasta 1866. Sin embargo, más allá de los vaivenes conyugales en el dominio «privado», la imagen pública que se intentaba transmitir del matrimonio estaba alterada en el orden moral y natural desde el principio. Y es que presentaba la particularidad de que, en este caso, era la reina la detentadora de la soberanía y, además, la jefa de la familia real 30. Este hecho tiene una relevancia especial a la hora de analizar el grado de capacidad semiótica tanto de la imagen pública de la reina como de sus vestidos, trufada toda ella de unos discursos políticos y culturales sobre los prototipos de género y el proceso de nacionalización. En lo que a vestimenta se refiere, podemos decir que el siglo xix fue la edad dorada del uniforme, pues, además del predominio innegable que fue adquiriendo en el campo militar, su uso se fue extendiendo paulatinamente a otras instituciones civiles —desde la abogacía o la administración del Estado hasta los ingenieros o la propia organización de la corte— como un elemento de distinción social 31. Los príncipes y monarcas europeos participaron vivamente de este fenómeno global, portando en la gran mayoría de sus apariciones públicas e, incluso, en su más pura cotidianidad algún uniforme militar. Esta circunstancia se fue adaptando en distintas monarquías a medida que surgían nacionalismos culturales con sus propios trajes «tradicionales», particularmente en monarquías plurinacionales 32. El hecho de que en España fuera una mujer la titular de la Corona condicionó la vestimenta de la monarca, ampliando enormemente la capacidad de representación y expresión de sus ropajes. De la misma forma que en el caso británico —aunque en menor medida— 33, la reina Isabel adaptó y utilizó ­distintos uniformes militares, si bien apareció revestida del ejército en contadas ocasiones y todas ellas siempre vinculadas con actos castrenses como revistas militares. Tanto en el Reino Unido como en España fue particularmente el rey-príncipe consorte quien monopolizó el uso de diversos uniformes militares, siempre en el empleo de capitán general.

De esta forma, si —frente a la costumbre europea— la reina de España solo portaba ocasionalmente trajes militares, ¿qué escondía su guardarropa real? ¿Cómo eran leídos, descifrados y descodificados los significados y los significantes de la narrativa de los trajes de la reina? En primer lugar, hay que subrayar la enorme difusión que la vestimenta de la reina Isabel tuvo en los medios gráficos y textuales del momento. En prácticamente todas las crónicas periodísticas de los viajes reales siempre se cita la composición del traje real, añadiendo a él toda una serie de adjetivos que le dotan de significado y lo hacen aprehensible al invisible lector que se ocultaba tras aquellos ríos de tinta. A ello cabe añadir el enorme gasto que para las arcas reales suponían estas jornadas en concepto de vestimenta, lo que nos habla de la gran importancia concedida por los propios actores 34. A partir de estos comentarios podemos extraer que la vestimenta de la reina Isabel fue tejida dentro de esa tensión entre la excepcionalidad y la cotidianidad de una figura como la suya, a lo que se añadió una dimensión nacionalizadora harto potente. De esta forma, a grandes trazos, el armario de la reina estaba conformado por dos tipologías de vestidos: aquellos denominados «de corte» y otros llamados «de paseo». El primero de ellos era utilizado para actos de gran empaque, cuya solemnidad era requerida para engrandecer la imagen de la reina y favorecer la creación de un clima de majestad, de respeto. Se trataba de un vestido ricamente engalanado, largo, con cola y amplio escote que iba siempre acompañado por un velo o una mantilla y unos guantes, a lo que se sumaban numerosos aderezos como joyas, coronas, plumas o flores, tal como pueden verse, a modo de ejemplo, en los numerosos retratos oficiales de la reina. De esta forma, por ejemplo, cuando los reyes realizaban la entrada a alguna ciudad después de su viaje solían cambiar sus trajes de paseo por los de corte en un intento por dotar de grandiosidad al evento. Un proceso de transmutación de la mujer en reina, del hombre en rey, que se efectuaba con el cambio de ropajes. Esto mismo sucedía en actos oficiales como recepciones, besamanos o procesiones como la del Corpus de Valencia durante su viaje en 1858, donde llevaba «un magnifico traje que realza sobre todo su natural majestad» 35. Frente a este aparato verdaderamente regio que buscaba distinguir a la reina, encontramos unos trajes en los que se resalta su sobriedad, su austeridad y, en definitiva, su normalidad, mostrando a una mujer que, a pesar de ser excepcional, se viste como una burguesa más. Esta tipología de vestimenta es la utilizada, fundamentalmente, para tres momentos concretos: la visita a entes caritativos y asistenciales, así como a lugares religiosos —algo que entronca con arquetipos de la feminidad como la caridad o la religiosidad-; la asistencia a bailes —nunca recepciones o besamanos oficiales— y los paseos —momentos destacados por su contacto popular, al mostrarse sin escolta y de paisanos los reyes, mezclándose con la gente—. De esta forma, entre estas dos tipologías de vestimenta se construye la subjetividad de la reina: entre vestir a la reina y vestir a la mujer. Si bien el discurso de género nunca deja de impregnar los comentarios sobre los trajes de la reina, son especialmente los vestidos cotidianos, de paseo, los que acaparan esta dimensión de la feminidad. Este hecho es ampliamente visible, por ejemplo, en los colores de los vestidos que las crónicas periodísticas remarcan, donde el predominio del blanco —vinculado a categorías como la pureza y la inocencia— y del rosa —asociado fuertemente durante el siglo xix con la feminidad— es indiscutible y francamente llamativo 36.

Imagen 1
Visita de SS. MM. a las iluminaciones de Barcelona

Fuente: El Museo Universal, 11 de noviembre de 1860.

Además de esta importante dimensión de género, integrada dentro del discurso predominante en las revistas para público femenino —especialmente las dedicadas a la moda—, los vestidos de la reina suscitan un importante componente nacionalizador. Y es que vestir a la reina era vestir a la nación española desde un doble componente cultural. En primer lugar, abundan las referencias a la institución monárquica como un ente de promoción económica para la industria de la moda. En ese sentido, durante los viajes se realizaban numerosas exposiciones regionales con el fin de mostrar los avances de la industria en la zona donde el papel de la moda era muy relevante. Igualmente, son numerosos los testimonios de la promoción nacional de la industria textil por parte de la reina de tal forma que, como sucedió en el viaje a Valencia en 1858, «S. M. la reina se ha mandado hacer un traje de tisú de oro, producto de las fábricas españolas, y bordado por artistas españoles también» alabado por su calidad, su riqueza y la rapidez de su fabricación 37. En segundo lugar, es muy importante la capacidad de representación en términos nacionales que el cuerpo de la reina proporcionaba a sus vestidos. Y es que, como se menciona recurrentemente, «parece que S. M. la reina ha decidido no vestir durante su viaje más que el traje español» 38. Sin embargo, ¿cuál era ese traje español que representaba la nacionalidad? ¿De qué elementos se componía para poder representar a una sociedad española compuesta, como enunció el progresista Patricio de la Escosura, por «una porción de pueblos con tendencias, con disposiciones, con accidentes tan diversos y heterogéneos»? 39 Fundamentalmente hay un elemento que condensó toda las atenciones y que sería la forma visible de la nación española, reflejo del país y del carácter de sus gentes: la mantilla. En prácticamente todas las crónicas se menciona su uso por parte de la reina, añadiendo siempre al sustantivo el adjetivo calificativo que mejor la definía: española. De esta forma, en su visita a Alicante, la reina portó en su cabeza «una rica mantilla española, pues se ha propuesto no vestir en la expedición sino el traje nacional» 40. Esto seguiría la tendencia extranjera que atribuía a la mantilla el carácter genuinamente español. Como dejó escrito el periodista Theophile Gautier durante su viaje a España, «las mujeres han tenido el buen gusto de no abandonar la mantilla, el más delicioso tocado que puede enmarcar una cara española» 41. De esta forma, frente al uso de la corona —representante de la majestad real—, la mantilla se erige en la imagen por excelencia de la nacionalidad española.

Imagen 2
Isabel II, Jean Laurent, ca. 1860

Fuente: Museo del Romanticismo, CE30000.

Además de la mantilla es muy significativo el uso de simbología nacional en los ropajes de la reina. De entre todas las imágenes fotográficas que disponemos de ella quizá la más representativa en esta línea es la realizada por Jean Laurent en torno a 1860. En ella se muestra a la reina Isabel portando un traje de corte decorado con castillos y leones rampantes, alternados entre columnas y orlas vegetales. Una imagen culminada con la corona de diamantes rematada en formas de flor de lis, símbolo de la familia Borbón, que sujeta un fino velo 42. De esta forma se representa el poder real: es Isabel, la mujer, vestida con la nación —representada en las armas heráldicas de Castilla— 43 y coronada con los símbolos de la dinastía reinante, la que aparece envuelta en un halo de majestad y oficialidad. Una imagen que, además, fue utilizada como tarjeta de visita, lo que nos habla de sus posibilidades de propaganda y su intencionalidad a la hora de difundir una determinada imagen del poder.

Si bien la reina Isabel representa siempre a la nación española a la hora de vestirse —ora por el uso de la mantilla, ora por portar en sus trajes simbología nacional—, podemos encontrar solo una excepción en la que la reina se vistió de la región. Durante el viaje a Cataluña realizado en 1860, la reina apareció ataviada en un besamanos con la corona condal «en la que se veían esmaltadas las armas de Barcelona con las célebres barras de Cataluña y gruesas perlas en los remates», a lo que acompañó con un «elegante traje glasé blanco y oro» 44. De esta guisa la reina, «disfrazada» de condesa de Barcelona como una dama del siglo xvi —en esa exaltación al pasado medieval—, impresionó tanto a los asistentes a la ceremonia como a la muchedumbre agolpada en la plaza de armas del palacio, que rayó el delirio cuando la reina salió a saludarla. Es más, una «comisión popular pidió y obtuvo de S. M. que se dejase retratar con la corona de condesa» 45, algo que realizó Clifford con su cámara fotográfica. Este gesto nos habla de una intencionalidad expresa por parte de la reina Isabel de utilizar los símbolos locales, un mecanismo de identificación entre la singularidad regional y la Corona, de apropiación e integración por parte de la representación del Estado nacional de objetos simbólicos locales. Un hecho que cobra especial relevancia por la amplia libertad de elección, frente al caso británico, de la reina española en cuanto a su atuendo y joyería se refiere 46. Así, la corona de los Berenguer fue «construida en Madrid por encargo y dirección» 47 de la reina con bastante antelación, siendo «una sola persona de la regia servidumbre, el guardajoyas de la Corona, el único que conocía el secreto de la reina» 48. Este gesto, que según narran las crónicas «entusiasmó a los barceloneses», fue leído en distintas claves en función de las culturas políticas en juego. Mientras que las fuerzas conservadoras alabaron la capacidad de «armonizar los recuerdos históricos y tradicionales con las exigencias de la moda, [enlazando] el pasado y el presente» en esa búsqueda de la legitimidad de la monarquía en la historia, la prensa progresista elogió el uso de la corona condal como símbolo «de la resurrección de las libertades patrias» y defensa de las instituciones representativas, todo ello enmarcado siempre dentro del mundo medieval 49.

Imagen 3
S. M. la reina al presentarse en el balcón de su palacio con la corona condal

Fuente: El Museo Universal, 25 de noviembre de 1860.

Frente a la omnipresente presencia de los trajes de la reina en los comentarios de la prensa cabe resaltar el silencio en cuanto a la figura del rey. En todo momento, el rey Francisco de Asís guarda un papel secundario en los actos celebrados durante sus estancias por las regiones españolas, siendo la mayoría de las veces un mero acompañante de la reina, si bien con algún acto individual —casi siempre relacionado con el mundo militar—. Esta especie de olvido de la presencia física del rey tiene continuidad a la hora de valorar sus trajes y su carga simbólica. Pese a todo, y al igual que los vestidos de la reina, la figura del rey Francisco se ve colocada en la disyuntiva entre su excepcionalidad y su cotidianidad. Este hecho se verá expresado, al igual que el proceso acaecido en los monarcas varones europeos, en el binomio de vestimenta frac-uniforme militar 50. De esta forma, mientras que el rey utilizó el primero en actos cotidianos donde se remarca la ausencia de condecoraciones o bandas y su normalidad, Francisco vistió el uniforme militar para actos de mayor relevancia que exigían resaltar la majestad real. Así, mientras la reina con sus vestidos representa a la mujer, a la reina y la nación, el rey condensaba en sus trajes al hombre y a la nación. Esto se ve muy particularmente en relación con el uniforme militar al unir ambos conceptos. Con relación al primero, son cada vez más numerosos los estudios que muestran la influencia del ejército en la construcción de la masculinidad contemporánea al constituir una fraternidad y compartir un espacio y unas prácticas homosociales comunes 51. Este hecho se refuerza con el enorme peso que la institución militar tuvo en la vida pública del siglo xix. Es más, algunos autores han argumentado su uso por parte de los monarcas europeos, además de por la preeminencia social que alcanzaron las fuerzas armadas, como un signo de la interdependencia establecida con las dinastías reinantes 52. De esta forma, mediante el uniforme militar, el rey conseguía representar a la nación en el orden tanto social como cultural. El sentido a esta afirmación lo dieron los propios contemporáneos. En su crónica del viaje real por Andalucía en 1863, el periodista de tradición familiar castrense Fernando Cos-Gascón defendía la preferencia de los monarcas por el uniforme militar debido a que «la idea de nacionalidad está más exclusivamente representada por el militar que ningún otro funcionario». Y es que el ejército «responde, al igual que el trono, al principio y al sentimiento esencialmente nacional» 53. De esta forma, vistiéndose de militar, el rey afirmaba su papel en la vida pública sirviendo en el ejército a la nación, pues, argüía, «el soldado es el único a quien la patria tiene confiada su bandera».

Curiosamente, el foco de la opinión pública en la relación entre el ejército y la familia real como representante nacional se desplazó del rey Francisco de Asís hacia el príncipe de Asturias, futuro Alfonso XII, supliendo el binomio reina-rey por el de reina-príncipe de Asturias. Y es que, a pesar de la existencia de comentarios —siempre escuetos— sobre los uniformes del rey Francisco, fue el príncipe quien acaparó la información. Siguiendo la estela de sus homónimos europeos, Alfonso sirvió como militar desde la infancia, portando igualmente su correspondiente uniforme. Particularmente, fue la marina la que catalizó, frente a los uniformes del ejército de tierra del rey Francisco, la atención del joven príncipe. Y es que la armada tuvo un papel clave en los viajes reales trasladando a la corte y a todo el personal que iba con ella entre las ciudades costeras, alojando a numerosas personas y aumentando el brillo del viaje con alguna revista militar a las fragatas. Así, este gesto ha de interpretarse como un apoyo directo de la Corona al ejército en general y a la marina en particular, argumentando su importancia para incrementar la presencia internacional de España 54. De esta forma, durante el viaje de Alicante a Valencia en el navío Rey D. Francisco de Asís la reina Isabel nombró al príncipe guardia-­marina de primera clase, prometiendo que «el primer uniforme que vista será el de guardia-marina» y mandando construir un navío de hélice «que lleve su nombre y lo haga aún más querido a los marinos de España» 55. Parece ser que fue la oficialidad de la armada quien costeó el traje de guardia-marina para el príncipe, siendo regalado durante el viaje a Gijón ese mismo año 56. Al mes siguiente ya vestía el recién nacido su uniforme militar, causando entre la gente «frenéticas aclamaciones» al ver que, «a pesar su tierna edad, vestía el traje de la gente de mar» 57. Sin embargo, la ceremonia más simbólica tendrá lugar en la ciudad de Cádiz, donde el rey presentó a un niño de cuatro años, vestido de marinero, para ingresar durante ocho años en la compañía de granaderos del primer regimiento inmemorial del rey 58.

Pese a la importante vinculación del príncipe Alfonso con el uniforme militar —algo que no hará sino aumentar con el paso de los años—, lo más destacable en estos viajes es, sin duda, el estrecho lazo que une su figura con la región a través de los símbolos locales y los «trajes del país». Con respecto al primero, el príncipe de Asturias utilizó numerosos atributos correspondientes a la sucesión a la Corona en un plano simbólico regional. De esta forma, en Asturias ostentó «sobre el traje de labrador asturiano la plaza de la Cruz de la Victoria o de Pelayo, distintivo que solo le es dado llevar a los herederos» y en Galicia las autoridades le regalaron «una lindísima corona de oro en recuerdo de la antigua usanza que declara gobernadores y reyes de Galicia a los que hoy llevan el título de príncipes de Asturias» 59. Sin embargo, a pesar del uso más bien tímido de la simbología, fue fundamental el intento de vincular al heredero con la región a través del traje local tradicional. Prácticamente nada más entrar en las distintas regiones, una comisión integrada por las elites locales rectoras regalaba, de forma más o menos institucionalizada, el traje tradicional de la región al príncipe de Asturias y a la infanta Isabel. De esta forma, les fue entregado a los reales niños un sinfín de trajes de payeses, de andaluces, de labradores asturianos, gallegos, aragoneses, etc. Y es que, como defendía Juan de Dios de la Rada, el vestido es «uno de los principales recuerdos de las tradicionales costumbres españolas, perdidas casi por completo en nuestro siglo» 60. Cuando se quería otorgar mayor realce al presente solía entregarse el traje integrado en la ceremonia, convertida casi en ritual, de presentación de los productos locales a la reina. En ella, hombres y mujeres —y muchas veces niños y niñas—, ataviados con sus respectivos trajes tradicionales, presentaban los beneficios de la tierra, las manufacturas locales y el traje tradicional. Una escena muy poética que escenificaba el homenaje de la región a la nación que representaba la reina Isabel y su integración a través de la Corona personificada en el príncipe Alfonso, futuro de la dinastía y de la nación.

Más allá de la intención por parte de las autoridades locales e, incluso, de personas particulares, lo cierto es que existe constancia de la organización previa por parte de la Casa Real de este acto simbólico 61. Esto nos habla de una estrategia que buscaba vin­cular la figura del príncipe de Asturias, a la postre futuro rey de la nación, con las regiones y las tradiciones locales. Una táctica que, parece ser, tuvo una enorme efectividad, pues, como sucedió durante el viaje a Mallorca realizado en 1860, cuando los niños vestidos de payeses «se presentaron en la calle acompañados de sus augustos padres (...) el entusiasmo de los payeses fue extraordinario y un gentío inmenso les siguió a todas partes» 62. Es más, fue tal la relevancia que la ropa regional adquirió que, como sucedió en la visita a Asturias en 1858, «el vestido asturiano del príncipe [hizo] subir tan alto el entusiasmo que la marcha de los reyes es una continua ovación» 63. Estos trajes eran utilizados casi siempre en actos con una amplia proyección social donde la familia real estuviera en estrecho contacto con la masa de gente. De esta forma, se usaron para efectuar la entrada en la ciudad, para realizar paseos y para acudir a distintos actos populares —generalmente a corridas de toros y fuegos artificiales— y religiosos —particularmente a procesiones y peregrinaciones, como la realizada a Monserrat en 1860—. En ese sentido, al recibir de manos de unos niños el traje de labrador catalán, parece ser que el príncipe Alfonso respondió agradecido: «Mi hermanita y yo nos pondremos estos trajes para ir a ver a la Virgen de Monserrat porque queremos mucho a los catalanes y los amamos tanto como nuestros padres» 64. Una imagen clara de lo que supuso la monarquía como agente nacionalizador: era el príncipe de Asturias, heredero a la Corona y representante en cierta forma de la nación, re-vestido de la región el que integraba la tradición y el culto local en estos viajes.

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Exposición de frutos de Alicante

Fuente: El Mundo Pintoresco, 20 de junio de 1858.

Epílogo

El análisis de los vestidos de la familia real española durante los viajes que realizaron por la geografía nacional entre 1858 y 1866 demuestra que la monarquía no fue un ente pasivo, sino que participó activamente en el juego político y cultural por el control de unos mecanismos de definición, por unos espacios de representación y unos símbolos de identidad. En primer lugar, para definir su posición dentro de un sistema político y cultural como el del liberalismo posrevolucionario, donde su figura tuvo que ser repensada entre la excepcionalidad y la normalidad de su presencia, según la fórmula de Walter Bagehot. De esta forma, vemos cómo los trajes «de corte» intentan resaltar la majestad de los reyes, distinguiéndolos de la gente para hacer de la Corona, como enunció Antonio Alcalá Galiano, «un objeto de veneración, de acatamiento, poniéndole como entre un tanto de niebla donde se le vea rodeado de una aureola de gloria» 65. A su vez, los actores contemporáneos volcaron sobre los ropajes reales toda su subjetividad para aprehender su realidad y darle un sentido coherente en relación con la construcción de las identidades de género. Así, participan en la elaboración de la masculinidad y la feminidad contemporáneas fraguadas durante el siglo xix dentro de un proceso de normalización que les convertía en reflejo de su sociedad, facilitando su identificación y ampliando su capacidad de representación.

Sin embargo, aunque el grado de participación en la identidad de género es importante, es esencialmente la identidad nacional la que acaparará la atención de los vestidos y complementos de la familia real. En estos viajes, los vestidos de la reina Isabel son interpretados en clave nacional, pues, a la postre, ella corporiza a la nación española siendo su representante en el plano político-territorial y cultural. De esta forma, la reina porta la simbología nacional en sus vestidos y sus ropajes muestran el carácter genuinamente español. Este hecho lo condensa la mantilla, una prenda que utiliza de forma constante en los viajes y cuyos comentarios siempre suscitan un fenómeno de identificación nacional. Frente a la reina se erige el príncipe de Asturias en una doble dimensión al concentrar en su persona la identificación nacional a través de las fuerzas armadas y la personificación regional de España. Se trataría de una proyección inclusiva de la monarquía que buscaba incorporar en su capacidad de representación de la nación española las diferencias e identidades culturales diversas que la componían. De esta forma, mediante el binomio reina-príncipe de Asturias, la Corona expresaba su imagen y su narración de nación donde el papel de la región se naturalizaba y se interiorizaba, creando una simbiosis identitaria, una mixtura cultural, en la que el papel de lo local se integraba dentro de las metáforas de nación.

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S. A. R. el Príncipe de Asturias con traje andaluz

Fuente: Fernando Cas-Gascón: Crónica del viaje de Sus Majestades y Altezas Reales a Andalucía y Murcia, Madrid, Imprenta Nacional, 1863, p. 37.


* Este artículo se integra dentro del proyecto de investigación «Corte, monarquía y nación liberal (1833-1885)» (HAR2015-66532-P) y se inscribe en el programa de Personal Investigador en Formación de la Universidad Complutense de Madrid-Banco Santander (CT27/16-CT28/16). Agradezco su lectura previa y comentarios a Isabel Burdiel, Raquel Sánchez y Josep Escrig.

1 Honoré de Balzac: Traité de la vie élégante suivi de la théorie de la demarche, París, Éditions Bossard, 1922, pp. 101-104.

2 Como ha visto certeramente González Fuertes para el caso español, este interés por los trajes formaría parte de un movimiento general por conocer al pueblo. Véase Manuel Amador González Fuertes: «¿Vistiendo a España? Trajes e identidad nacional en el reinado de Carlos III», Cuadernos de Historia Moderna, 11 (2012), pp. 73-105.

3 Un ejemplo de interpretar la moda en ese sentido en Manuel Comba Sigüenza: «La indumentaria, poderosa auxiliar de la Historia y de las Bellas Artes», Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 57 (1983), pp. 105-125.

4 En un texto clásico, Kroeber y Richardson analizaron las variaciones formales del vestido femenino occidental desde 1787 hasta 1939 argumentando la existencia de una doble regularidad —rápida y lenta— en la moda en función de los fenómenos políticos. Véase Alfred L. Kroeber y Jane Richardson: «Three Centuries of Women’s Dress Fashions: A Quantitative Analyse», Anthropological Records, 5, 2 (1940), pp. 111-153. Para España, esta es la aproximación realizada por Francisco de Sousa Congosto: Introducción a la historia de la indumentaria en España, Madrid, Istmo, 2007, y por Rocío Plaza Orellana: Historia de la moda en España. El vestido femenino entre 1750-1850, Sevilla, Almuzara, 2009.

5 Marcel Mauss: Ensayo sobre el don. Forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas, Madrid, Katz, 2009.

6 José Gaspar Birlanga: «Moda y modernidad. La reflexión filosófica sobre la moda en la cultura moderna», Religión y Cultura, 53 (2007), pp. 499-532.

7 George Simmel: Filosofía de la moda, estudio introductorio de Jorge Lozano, Madrid, Casimiro Libros, 2014.

8 Para una sistematización véanse los trabajos de Frédéric Godart: Sociologie de la mode, París, La Découverte, 2010; Guillaume Erner: Sociología de las tendencias, Barcelona, Gustavo Gili, 2010, y Dominique Waquet y Marion Laporte: La mode, París, Presses Universitaires de France, 2014.

9 Uno de los pioneros fue Erving Goffman: «Symbols of Class Status», British Journal of Sociology, 2 (1951), pp. 294-304.

10 Pierre Bourdieu: La distinción. Criterio y bases sociales del buen gusto, Madrid, Taurus, 2012.

11 Véanse los trabajos de José Antonio Miranda: La industria del calzado española, 1860-1959. La formación de una industria moderna, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1998; Elisabetta Merlo: Moda italiana. Storia di un’industria dall’Ottocento ad oggi, Venecia, Marsilio, 2003, y Clare Rose (ed.): Clothing, Society and Culture in Nineteenth-Century England, 3 vols., Londres, Pickering and Chatto, 2010.

12 Véanse Daniel L. Purdy: The Tyranny of Elegance: Consumer Cosmopolitanism in the Era of Goethe, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1998; Geoffrey Crossick y Serge Jaumain (eds.): Cathedrals of Consumption: The European Department Store, 1850-1939, Aldershot, Ashgate, 1999, y Rachel Bowlby: Carried Away: The Invention of Modern Shopping, Nueva York, Columbia University Press, 2001.

13 Destaca Philippe Perrot: Les dessus et les dessous de la bourgeoisie: Une histoire du vêtement au xixe siècle, París, Fayard, 1981, y para el caso español, Jesús Cruz Valenciano: El surgimiento de la cultura burguesa. Personas, hogares y ciudades en la España del siglo xix, Madrid, Siglo XXI, 2014.

14 Roland Barthes: El sistema de la moda y otros escritos, Barcelona, Paidós, 2003. En esa misma línea véanse Alison Lurie: El lenguaje de la moda. Una interpretación de las formas de vestir, Barcelona, Paidós, 1994, y Patricia Calefato: The Clothed Body, Londres, Bloomsbury Publishing, 2004.

15 Véanse los trabajos de Michèle Cohen: Fashioning Masculinity: National Identity and Language in the Eighteenth Century, Londres, Routlegde, 1996; Pam Coo: Fashioning the Nation: Costume and Identity in British Cinema, Londres, BFI, 1996; Irene V. Guenther: Nazi Chic? Fashioning Women in the Third Reich, Oxford, Palgrave MacMillan, 2004; Susan Hallstead: Fashion Nation: The Politics of Dress and Gender in 19th Century Argentine Journalism (1829-1880), tesis doctoral leída el 12 de diciembre de 2005 en la Universidad de Pittsburg, y Shu-chuan Yan: «“Politics and Petticoats”: Fashioning the Nation in Punch Magazine, 1840s-1880s», Fashion Theory: The Journal of Dress, Bofy & Culture, 15, 3 (2011), pp. 345-372.

16 Philip Mansel: Dressed to Rule. Royal and Court Costume from Louis XIV to Elizabeth II, New Haven, Yale University Press, 2005, esp. pp. 111-129. Para la conciliación en el imperio austro-húngaro entre un patriotismo supranacional y los distintos nacionalismos véase Daniel L. Unowsky: The Pomp and Politics of Patriotism: Imperial Celebrations in Habsburg Austria, 1848-1916, West Lafayette, Purdue University Press, 2005.

17 Sobre los viajes de Isabel II véanse las obras de Ignacio Herrero de Collantes: Viajes oficiales por España de Isabel II, Madrid, Gráficas Reunidas, 1950; María Ángeles Pérez Samper: Barcelona, Corte: las visitas reales en época contemporánea, Barcelona, Sección de Publicaciones de la Universidad de Barcelona, 1979; María Carmen Fernández Albéndiz: Sevilla y la monarquía. Las visitas reales en el siglo xix, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2007, y Margarita Barral: A visita de Isabel II a Galicia en 1858: monarquía e provincialismo ao servizo da nacionalización, Santiago de Compostela, Sotelo Blanco, 2012. Para un análisis más amplio véase Gemma Rubí: «La corona y la nación: las visitas reales como política pública» en AAVV: España Res Pública. Nacionalización española e identidades en conflicto (siglos xix-xx), Granada, Comares, 2013, pp. 84-93.

18 Para ello véase Matthew Truesdell: Spectacular Politics. Louis-Napoleon Bonaparte and the Fête Impérial, 1849-1870, Oxford, Oxford University Press, 1997.

19 Un interesante estudio sobre el uso de las ceremonias por parte de las elites locales en Jorge Luengo: Una sociedad conyugal. Las elites de Valladolid en el espejo de Magdeburgo en el siglo xix, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2014, pp. 146-152.

20 Una propuesta teórica formulada por Catherine Brice: Monarchie et identité nationale en Italie (1861-1900), París, Éditions de l’École des Hautes Études en Sciences Sociales, 2010.

21 La bibliografía sobre el fenómeno es extensa, destacando una reflexión muy interesante en Salvador Calatayud, Jesús Millán y María Cruz Romeo: «El Estado en la configuración de la España contemporánea. Una revisión de los problemas historiográficos», en Salvador Calatayud, Jesús Millán y María Cruz Romeo (eds.): Estado y periferias en la España del siglo xix. Nuevos enfoques, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2009, pp. 9-130, y en el libro de Justo Beramendi y Xosé Ramón Veiga (eds.): Poder y territorio en la España del siglo xix. De las Cortes de Cádiz a la Restauración, Santiago de Compostela, Universidade de Santiago de Compostela, 2014.

22 Véase Ferran Archilés y Manuel Martí: «La construcció de la regió com a mecanisme nacionalitzador i la tesi de la dèbil nacionalització espanyola», Afers, 48 (2004), pp. 265-308. Igualmente, para una perspectiva comparativa véase el dosier de Xosé M. Núñez Seixas (ed.): La construcción de la identidad regional en Europa y España (siglos xix y xx), Ayer, 64 (2006).

23 Anne-Marie Thiesse: Ils apprenaient la France. L’exaltation des régions dans le discours patriotique, París, Éditions de la Maison des Sciences de l’Homme, 1997.

24 No olvidemos que aún no podemos hablar de un sentimiento provincialista con connotaciones políticas alternativas a la española. Una visión desde postulados clásicos la encontramos en Justo Beramendi: «Los provincialismos, el nacionalismo español y el trono», en Juan Sisinio Pérez Garzón (ed.): Isabel II. Los espejos de la reina, Madrid, Marcial Pons, 2004, pp. 177-196. De esta forma, quizá pueda ser útil extender el concepto de «doble patriotismo» formulado en Josep Maria Fradera: Cultura nacional en una sociedad dividida. Cataluña, 1838-1868, Madrid, Marcial Pons, 2003. En esa línea véase Anna María García Rovira (ed.): España, ¿nación de naciones?, Madrid, Marcial Pons, 2002.

25 En ese sentido, en las imágenes, la personificación territorial de la monarquía fluctuó entre el mantenimiento tradicional de los territorios y la nueva organización territorial. Véase Carlos Reyero: Monarquía y romanticismo. El hechizo de la imagen regia, 1829-1873, Madrid, Siglo XXI, pp. 54-66.

26 Una síntesis muy buena en Manuel Martí y María Cruz Romeo: «El juego de los espejos o la ambivalente relación del territorio y la nación», en Carlos Forcadell y María Cruz Romeo (eds.): Provincia y nación. Los territorios del liberalismo, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2006, pp. 51-72.

27 Walter Bagehot: La Constitución inglesa, caps. II y III, Madrid, CEPC, 2010 [1867], pp. 47-92.

28 Véase la magnífica obra de Monika Wienfort: Monarchie in der bürgerliechen Gesellschaft: Deutschland und England von 1648 bis 1848, Göttingen, Vandenhoeck und Ruprecht, 1993. Para el caso español son fundamentales los espléndidos trabajos de Isabel Burdiel: «El descenso de los reyes y la nación moral. A propósito de Los Borbones en pelota», introducción al facsímil de SEM: Los Borbones en pelota, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2012, pp. 7-74, y de Mónica Burguera: «“Al ángel regio”. Respetabilidad femenina y monarquía constitucional en la España posrevolucionaria», en Encarna García Monerris, Mónica Seco y Juan I. Marcuello (eds.): Culturas políticas monárquicas en la España liberal. Discursos, representaciones y prácticas (1808-1902), Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2013, pp. 131-150.

29 Para un estudio reciente véase María Cruz Romeo Mateo: «Domesticidad y política. Las relaciones de género en la sociedad posrevolucionaria», en María Cruz Romeo y María Sierra (coords.): La España liberal, 1833-1874, Madrid, Marcial Pons-Prensas Universitarias de Zaragoza, 2014, pp. 99-114.

30 Véanse los estudios de Mónica Burguera: «Mujeres y soberanía: María Cristina e Isabel II», en Isabel Morant (dir.): Historia de las mujeres en España y América Latina, vol. III, Del siglo xix a los umbrales del siglo xx, Madrid, Cátedra, 2008, pp. 85-116; María Dolores Ramos: «Isabel II y las mujeres isabelinas en el juego de poderes del liberalismo», en Juan Sisinio Pérez Garzón (ed.): Isabel II. Los espejos de la reina, Madrid, Marcial Pons, 2004, pp. 141-156, y Rosa Ana Gutiérrez Lloret y Alicia Mira Abad: «Ser reinas en la España constitucional. Isabel II y María Victoria de Saboya: legitimación y deslegitimación simbólica de la monarquía nacional», Historia y Política, 31 (2014), pp. 139-166.

31 Véase, por ejemplo, Marc Ferri Ramírez: El ejército de la paz. Los ingenieros de caminos en la instauración del liberalismo en España (1833-1868), Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2015.

32 Este fue el caso del emperador Francisco José, el cual vestía uniforme militar solo en Austria y los trajes regionales en Hungría, Galicia... Todo ello en Philip Mansel: Dressed to Rule..., pp. 114-116. Un caso similar puede ser la reina Victoria, la cual portaba el típico kilt en los Highlands, un traje inventado por la tradición escocesa. Véase Hugh Trevor-Roper: «La invención de la tradición: la tradición de las Highlands en Escocia», en Eric Hobsbawn y Terence Ranger (ed.): La invención de la tradición, Barcelona, Crítica, 2012, pp. 23-48.

33 Para el caso de la reina Victoria véanse los estudios de Kay Staniland: In Royal Fashion. The Clothes of Princess Charlotte of Wales and Queen Victoria, 1796-1901, Londres, Museum of London, 1997, y Nigel Arch y Joanna Marschner: Splendour at Court. Dressing for Royal Occasions since 1700, Londres, Unwin Hyman, 1987. Para el resto de consortes reales véase Juliane Vogel: «The Double Skin. Imperial Fashion in the Nineteenth Century», en Regina Schulte (ed.): The Body of the Queen. Gender and Rule in the Courtly World, 1500-2000, Oxford, Berghan, 2006, pp. 216-237.

34 Por ejemplo, para el viaje a Andalucía realizado en 1862 los gastos en el Real Guardarropa entre agosto y septiembre ascendieron a 997.673,56 reales, sin contar los gastos ocasionados por el rey Francisco y la infanta Isabel —con fondos propios de guardarropa—. Véase Archivo General de Palacio (en adelante, ARG), Sección Administración General, caja 915, Real Guardarropa de S. M. la reina y SS. AA. RR. el príncipe de Asturias y las infantas.

35 La España, 6 de junio de 1858.

36 Michel Pastoureau y Dominique Simonnet: Le petit livre des couleurs, París, Seuil, 2014.

37 La España, 2 de junio de 1858.

38 La Época, 25 de mayo de 1858.

39 DSC, 30 de noviembre de 1854, intervención de Patricio de la Escosura, p. 276.

40 El Mundo Pintoresco, 30 de mayo de 1858.

41 Teófilo Gautier: Viaje por España, t. II, Madrid, Calpe, 1920, p. 49. Véase un análisis en Rocío Plaza Orellana: Historia de la moda en España..., pp. 173-179.

42 Nuria Lázaro Milla: «Las joyas de la reina Isabel II a través de los retratos del Museo del Romanticismo», La pieza del mes, Madrid, Museo del Romanticismo, 2011, pp. 28-29.

43 A este respecto véase Antonio Morales Moya y Mariano Esteban de Vega (eds.): ¿Alma de España? Castilla en las interpretaciones del pasado español, Madrid, Marcial Pons, 2005.

44 La Época, 27 de septiembre de 1860.

45 La España, 28 de septiembre de 1860. Para la importancia de la fotografía en estos viajes véase Bernardo Riego: «Imágenes fotográficas y estrategias de opinión pública: los viajes de la reina Isabel II por España (1858-1866)», Reales Sitios, 139 (1999), pp. 2-16.

46 En el caso inglés, el príncipe Alberto diseñaba frecuentemente los trajes y las joyas de la reina Victoria. Véase Philip Mansel: Dressed to Rule..., pp. 135-138.

47 La Época, 27 de septiembre de 1860.

48 Antonio Flores: Crónica del viaje de Sus Majestades y Altezas Reales a las Islas Baleares, Cataluña y Aragón, Madrid, Imprenta y Estereotipia de Rivadeneyra, 1861, p. 194.

49 La Corona, 24 de septiembre de 1860.

50 Philip Mansel: «Monarchy, Uniform and the Rise of the Frac, 1760-1830», Past & Present, 96 (1982), pp. 103-132.

51 Véanse, por ejemplo, los sugerentes libros de Stefan Dudink, Karen Hagermann y John Tosh (eds.): Masculinities in Politics and War. Gendering Modern History, Manchester, Manchester University Press, 2004, y Ana Peluffo e Ignacio M. Sánchez Prado (eds.): Entre hombres. Masculinidades del siglo xix en América Latina, Madrid, Iberoamericana-Vervuert, 2010.

52 Philip Mansel: Dressed to Rule..., pp. 112-113.

53 Fernando Cas-Gascón: Crónica del viaje de Sus Majestades y Altezas Reales a Andalucía y Murcia, Madrid, Imprenta Nacional, 1863, p. 164.

54 Este periodo de la Armada ha sido calificado como un renacimiento por el reciente análisis de Agustín Ramón Rodríguez González: «La armada», en Miguel Artola (coord.): Historia militar de España. Edad Contemporánea, vol. I, El siglo xix, Madrid, Ministerio de Defensa, 2015, pp. 183-221.

55 El nombramiento en Gaceta de Madrid, 16 de junio de 1858. La cita en La España, 5 de junio de 1858.

56 La Época, 8 de junio de 1858.

57 Juan de Dios de la Rada: Viaje de SS. MM. y AA. por Castilla, León, Asturias y Galicia en el verano de 1858, Madrid, Aguado, 1860, pp. 500 y 652.

58 Aristides Ponglioni y Francisco de Hidalgo: Crónica del viaje de SS. MM. y AA. RR. a las provincias de Andalucía, Cádiz, Eduardo Cautier Editor, 1863, p. 164.

59 Juan de Dios de la Rada: Viaje de SS. MM. y AA. por Castilla..., pp. 425 y 755.

60 Ibid., p. 205.

61 A modo de ejemplo, en el viaje a Andalucía y Murcia realizado en 1862 —donde más se prodigaron los regalos de trajes regionales— se recogen los gastos de dos trajes de andaluces y varias obras de corderías realizadas a sendos trajes un mes antes de iniciarse el trayecto. Véase ARG, Sección Administración General, caja 915, Real Guardarropa de S. M. la reina y SS. AA. RR. el príncipe de Asturias y las infantas.

62 Antonio Flores: Crónica del viaje..., p. 93.

63 La Correspondencia, 1 de septiembre de 1858.

64 Antonio Flores: Crónica del viaje..., p. 190.

65 Antonio Alcalá Galiano: Lecciones de derecho político, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1984, p. 105.