Ayer 111/2018 (3): 23-51
Sección: Dosier
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2018
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/111-2018-02
© Aurora Artiaga Rego
Recibido: 26-01-2017 | Aceptado: 07-09-2017
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License

Voluntarios para un golpe, soldados para una guerra: las milicias rebeldes de primera línea en la Guerra Civil

Aurora Artiaga Rego

Universidade de Santiago de Compostela
a.artiaga@usc.es

Resumen: Se analiza en este artículo la organización de las milicias de primera línea en la España rebelde. Desde la informal agrupación de civiles que secundó la sublevación, hasta su encuadramiento militar paralelo al reclutamiento forzoso de soldados en los primeros días de agosto. Se argumenta que la simultaneidad entre conscripción militar e institucionalización de las milicias armadas tras el golpe de Estado es un factor clave para abordar las características y motivaciones del colectivo voluntario, que preludia la equiparación práctica de todos los combatientes —tanto soldados como milicianos— y el agotamiento del voluntariado en la Guerra Civil posterior.

Palabras clave: voluntario, miliciano, soldado, combatientes, Guerra Civil.

Abstract: This article analyses the organization of frontline militias in the rebel army of Spain. They emerged as informal groupings of civilians who backed the uprising. Thereafter, they were placed into an organized army, an occurrence that paralleled the forced recruitment of soldiers in the first days of August. This simultaneity between military conscription and the institutionalization of armed militias is a key factor in understanding the characteristics and motivations of the volunteers. It foreshadowed the decision to treat all combatants equally —both soldiers and militiamen— and the subsequent decline in volunteerism during the civil war.

Keywords: volunteers, militiamen, soldiers, fighters, civil war.

La Guerra Civil tuvo un significativo componente de voluntariado. El incierto escenario político abierto en España tras el golpe de Estado trajo consigo una notoria movilización de la población civil. Ya fuese para afianzar la acción sediciosa de los rebeldes, por un lado, o para tratar de derrotarla, por otro, en las últimas semanas de julio de 1936 la colaboración de grupos de civiles armados cobró un notable protagonismo en la pugna abierta entre los insurgentes y el gobierno republicano para hacerse con el poder. La fractura que la sublevación había ocasionado en el ejército regular y la participación activa de civiles armados dieron forma a la dimensión popular de un conflicto en absoluto limitado a sus elementos militares clásicos.

El protagonismo de las organizaciones sociales en la resistencia a la rebelión o en el masivo apoyo civil al ejército sublevado fue publicitado como la expresión de un respaldo social que revalidaba la legitimidad de sus respectivas posiciones. En ambos casos, resaltar la implicación ciudadana constituyó un habitual recurso propagandístico en favor de la incorporación del mayor número de activos y explica la rápida sublimación del miliciano como expresión del civil que de modo voluntario empuña las armas en favor de una causa o, en otras palabras, como manifestación del apoyo popular a la misma1.

Si la invocación del componente miliciano estuvo muy presente en la interpretación del desafío político originado por la sublevación, también lo estuvo en las diversas respuestas articuladas al mismo. Voluntarios de primera hora participaron en la conformación de cada uno de los ejércitos enfrentados, pero la propia transformación de un golpe de Estado en una guerra civil de duración impredecible implicó entre ambos contendientes la progresiva reconversión del voluntariado, organizado en milicias de adscripción ideológica diversa, hasta su completa anulación política y su absorción por el ejército regular.

No obstante, el proceso fue acometido de manera sustancialmente diferente en uno y otro caso. Mientras el gobierno republicano tuvo que organizar un ejército popular a partir de las milicias, entre los insurgentes el camino seguido fue justamente el contrario, pues fue el ejército el que organizó estas agrupaciones de civiles armados hasta culminar en su rápida militarización2. Procedimientos inversos que ponen de manifiesto la dispar naturaleza de sus respectivos proyectos políticos. Es sabido que los militares golpistas siempre temieron la potencial autonomía de unas masas populares concebidas primero como meras fuerzas auxiliares del ejército, carentes de toda iniciativa en la trama conspirativa, y aceptadas más tarde como simples viveros de soldados a militarizar. Aunque los rebeldes no deseaban la milicia, impulsaron su creación tras su fallido asalto inicial al régimen republicano debido a su gran potencial movilizador. Así lo argumentaba Salas Larrazábal al señalar «el escaso entusiasmo que mostraron los militares en contar con una ayuda que no solicitaron más que cuando la comprobaron indispensable, pero que nunca desearon»3.

Desde esta perspectiva, la relevancia de las unidades milicianas no estriba tanto en su eficacia militar como en la pertinencia de una colaboración que, además de sostener el «frente interior» de las respectivas retaguardias, fue también un integrante esencial de las ­columnas militares que iniciaron la contienda. Más que su propia magnitud, fue sobre todo la inmediatez de su colaboración lo que convierte a estas agrupaciones de civiles en un observatorio idóneo para calibrar el grado de respaldo social de los rebeldes.

Sorprende, sin embargo, la escasa fortuna historiográfica que esta movilización de ciudadanos armados ha encontrado en la agenda investigadora sobre los orígenes de la dictadura franquista. A día de hoy, y salvo contadas excepciones, carecemos de una explicación satisfactoria sobre el fenómeno del voluntariado en la Guerra Civil, pese a su potencialidad para delimitar los contornos de la implicación ciudadana en la experiencia de guerra y sus efectos en la construcción del propio régimen. Una carencia que adquiere mayor relieve por contraste con la atención suscitada por la División Española de Voluntarios, cuya indudable conexión con la contienda bélica ya ha sido destacada4. De hecho, aquella iniciativa para enviar combatientes al frente ruso se produjo cinco años después de la creación de la Inspección de Reclutamiento, Movilización e Inspección de Fuerzas Voluntarias —el 10 de agosto de 1936—, que no solo constituyó un valioso precedente organizativo, sino que aportó también buena parte del contingente humano movilizado en 1941.

En 1990 argumentaba G. Mosse que la historia de los voluntarios no había sido escrita todavía, pues excepto en el periodo de las guerras revolucionarias del siglo xix o en la guerra de 1914, su participación en los conflictos armados no había sido examinada como parte de un mismo proceso histórico. La amplia perspectiva de su trabajo revelaba, en cambio, la función esencial de los relatos de los voluntarios en la mitificación de la experiencia bélica durante la Primera Guerra Mundial y posteriormente en la imagen internacional de la contienda española. Explorar la conformación de aquel extendido mito en la era de las guerras totales requería, para Mosse, escribir la historia de los voluntarios5.

Tras la caída del telón de acero, el carácter endémico de la guerra en diversas zonas del mundo y su propia irrupción en una Europa que asistía a la conmemoración de diversos cincuentenarios relativos a la Segunda Guerra Mundial y al declive biológico de sus protagonistas propiciaron un renacido interés por el fenómeno bélico6. Mientras las nuevas generaciones aspiraban a rememorar las vivencias de sus mayores, en el ámbito académico se consolidaba con el cambio de siglo otro modo de enfocar los conflictos que privilegiaba tanto la experiencia bélica de los combatientes como la manera en que las sociedades habían vivido, interiorizado o conmemorado las guerras7. Todo un bagaje de reflexiones sobre lo bélico, revalidado con ocasión del centenario de la Primera Guerra Mundial, al que se ha incorporado recientemente el análisis del voluntariado de guerra en perspectiva comparada8.

Más tardía ha resultado la atención a este tipo particular de combatiente en la historiografía española. Pionero en la reivindicación de una historia social de la Guerra Civil, J. Aróstegui ya señaló tiempo atrás el papel de las milicias armadas como forma específica de incorporación y experiencia de guerra de los ciudadanos9. Ya entonces, la insatisfacción ante el relato tradicional en clave político-ideológica y en términos de causalidad animaba la exploración de nuevos derroteros menos deterministas en los que los planteamientos de la historia social y cultural resultaron decisivos para traer a primer plano los valores, actitudes y comportamientos de la gente corriente, la manera en que los ciudadanos de a pie habían interpretado y vivido aquel conflicto. El trabajo de Ugarte sobre los voluntarios navarros y alaveses fue precursor a este respecto10.

Pero sería tras la conmemoración del 70 aniversario de la contienda, en el año 2006, cuando se afirmase la exploración de aquella sociedad en guerra a través de la experiencia vital de sus protagonistas. El análisis de las actitudes ciudadanas en la retaguardia consolidó desde entonces una línea de investigación de ya largo recorrido. Y fueron abordados, con creciente intensidad en el último lustro, los procesos de movilización, experiencia bélica y desmovilización de soldados, al tiempo que se exploraba la configuración de una identidad combatiente esencial en la gestación de la dic­tadura franquista11. No obstante, la atención prioritaria concedida a las víctimas de la maquinaria represiva en la agenda investigadora de las últimas décadas, así como la centralidad de la figura del soldado entre los combatientes explican, en buena medida, la atracción historiográfica suscitada por las milicias de retaguardia frente a las de primera línea12.

Carecemos todavía de base empírica suficiente para responder a interrogantes básicos sobre quiénes, dónde, cuándo, cómo y por qué jóvenes de edades diversas se alistaron en una unidad destinada al frente de guerra. Precisar los contornos de aquella movilización de civiles requiere un análisis pormenorizado de su perfil social, trayectoria vital y expectativas, así como de la propia magnitud y distribución territorial de este colectivo en la geografía rebelde13. No obstante, la exploración de los fondos de milicias conservados en el Archivo General Militar de Ávila y en el Archivo Intermedio Militar de la Región Noroeste nos permiten avanzar algunas consideraciones previas sobre la naturaleza del voluntariado. Como es obvio, la perspectiva de sus organizadores militares nos aporta una mirada «desde dentro» sobre cuándo, cómo y por qué fueron creadas estas agrupaciones de combatientes civiles. Aunque apenas informa sobre la condición individual de sus integrantes, la atención prestada a los desafíos organizativos derivados de la contienda bélica permite delimitar los diferentes tiempos y escenarios de su incorporación al frente. Aporta una periodización imprescindible para interpretar la iniciativa de los voluntarios, para explorar sus motivaciones como resultado de la interacción entre unas expectativas personales y un margen de maniobra cambiantes en el tiempo.

Puesto que los imperativos bélicos condicionaron la trayectoria de las milicias rebeldes, más allá de la referencia identitaria —los himnos y emblemas distintivos de cada unidad, confluyentes en la movilización para un rápido golpe de fuerza—, pocos rasgos acabaron diferenciando la ejecutoria en el frente de un falangista o un requeté y de ambos con un soldado de recluta en la posterior Guerra Civil. De todos ellos se esperó que fuesen combatientes disciplinados al servicio del ejército. En qué momento y de qué modo se produjo el tránsito del voluntario al soldado constituye el hilo argumental de las siguientes páginas, hilvanadas desde una retaguardia convertida en laboratorio del nuevo orden sublevado.

De la conspiración a la movilización informal

Como es sabido, el protagonismo militar en la conspiración golpista de la primavera de 1936 supuso relegar la colaboración de las organizaciones derechistas a la categoría de «elementos civiles cooperantes»14. No obstante, tras la fallida intentona del general Sanjurjo, toda estrategia exitosa de asalto militar al poder precisaba de apoyo civil tanto para asegurar el éxito de la empresa como para dotarla de una fuente subsidiaria de legitimidad. En palabras del «Director», «poner en marcha una rebelión con carácter nacional (era) característica indispensable para evitar el fracaso del intento». Ese fue el objetivo de la Instrucción Reservada número 1, cuyas bases 3.ª y 5.ª diseñaban una trama civil paralela y totalmente subordinada a la militar. Articulados a escala provincial, los comités cívicos debían allegar los recursos humanos y materiales necesarios para un golpe de Estado planificado y coordinado por un comité militar en la cabecera de cada división orgánica15. Codo con codo, pues, pero como meras fuerzas auxiliares del ejército.

Esta posición subalterna, acentuada por su propia actuación clandestina, no impidió, sin embargo, una eficaz y oportuna contribución a la causa golpista. Aunque no existió en Galicia un frente cívico sólidamente articulado, diversos factores permitieron suplir la escasez de efectivos y medios materiales con un fluido intercambio de información y contactos16. La penetración de Falange en las diversas guarniciones acordada con el general Mola fue el primero de ellos. El pionero falangista pontevedrés Vicente Couceiro Amor fue enlace con los militares rebeldes de la provincia y el artillero Lorenzo Salgado Torres fue responsable de la citada organización en los cuarteles coruñeses. Estas conexiones cívico-militares por las que circulaban órdenes y consignas se vieron fortalecidas además por los frecuentes lazos de parentesco que interconectaban a los simpatizantes de la derecha autoritaria, ya fuesen militares o civiles. Los falangistas lucenses Luis y Pedro García-Zabarte Rubido eran hijos del general de brigada retirado José García Zabarte, veterano de Cuba y ex gobernador militar de Lugo durante la dictadura. Su camarada herculino Arturo Molina Rey era hijo del comandante Arturo Molina Rodríguez, jefe del cuerpo de Somatenes Armados de la VIII División, también retirado en 1931 y bien integrado en los círculos monárquicos.

Estos vínculos de parentesco entre elementos civiles y militares de una fracción de la elite urbana gallega constituyeron el eslabón inicial de una amplia comunidad de intereses, nutrida de relaciones profesionales, de vecindad y amistad, de participación en organizaciones y espacios de sociabilidad comunes, y afianzada por la notable endogamia que desde tiempo atrás entrelazaba a sus descendientes. Un patrón de conexiones reiterado en la geografía rebelde que denota tanto la potencialidad de estos «lazos invisibles» para aglutinar la heterogénea coalición antirrepublicana como la fractura cultural, política y generacional de la derecha autoritaria, cuyos miembros más jóvenes, atraídos por la acción directa falangista, ayudaron a preparar el clima propicio a la solución militar respaldada por sus mayores17.

De sus filas salieron los falangistas, japistas y tradicionalistas cuya cooperación ayudó a los golpistas a despejar la incertidumbre provocada por el golpe y la consiguiente fractura del ejército. La excarcelación de militantes derechistas, al compás del avance territorial rebelde, permitió además reforzar estas agrupaciones cívicas destinadas al sometimiento de la resistencia y la recluta de nuevos activos. Los hermanos Redondo Piquenque —Pablo, militar africanista retirado y jefe de las milicias falangistas compostelanas, y su hermano Pelayo, liberado de la cárcel de Ortigueira— participaron activamente en la formación de unidades falangistas. Y el ya citado Vicente Couceiro Amor, también excarcelado por los golpistas, reclutó diversos contingentes para el frente asturleonés.

Pero sin duda la temprana adhesión de los casi trescientos mandos militares en situación de retiro extraordinario resultó crucial en Galicia18. Formados en un ejército que desde principios de siglo había asumido el control del orden público como atribución propia y partícipes de una cultura sesgada tras la derrota cubana hacia los valores del tradicionalismo español, a la que la experiencia colonial africana y el ensayo de nacionalismo autoritario de la dictadura de Primo de Rivera habían contribuido a dar forma, la común identidad africanista fue el nexo que facilitó su entendimiento19. Su promoción a los puestos de máxima responsabilidad no solo permitió el recambio institucional que evitó el colapso de la maquinaria estatal en Galicia, sino también la conformación de una vasta red de colaboradores para la coordinación de las ayudas civiles. Su respetable magnitud y su dispersión territorial, las fluidas relaciones con sus excompañeros, su experiencia de mando, su conocimiento del entorno, así como el entramado personal de relaciones y particular arraigo en sus comunidades locales, resultaron esenciales para afrontar la irresolución del golpe. Su contribución fue decisiva en la creación de milicias de retaguardia y en la organización de las primeras columnas militares enviadas los días 26 y 28 de julio a los frentes madrileño y asturiano, en respuesta a la orden del Ejército del Norte de formar «el mayor número de unidades mixtas de paisanos y soldados encuadrados con oficiales»20.

La heterogeneidad de estas formaciones, integradas por soldados de reemplazo auxiliados por contingentes cívicos de tamaño diverso, no solo pretendía afrontar la falta de experiencia y disciplina de estos últimos, sino sobre todo desactivar su potencial rivalidad y competencia políticas mediante la inequívoca afirmación del mando castrense en la coordinación del esfuerzo bélico. Sin embargo, la subordinación de estas primeras partidas no implicó su control absoluto. La determinación de liquidar toda resistencia había primado la distribución de armas a los civiles sobre su selección previa, por lo que su autonomía inicial fue notable en la geografía rebelde. Incluso en Navarra, cabeza de la conspiración y plaza fuerte del carlismo, la movilización tuvo un marcado carácter informal21. También en Galicia la afluencia de civiles fue azarosa y desordenada, con iniciativas personales como la del jefe falangista de Castrelo de Miño, que marchó a Asturias con una centuria de combatientes, o la de su homólogo de Monforte, reclutador de una unidad de voluntarios disuelta por las autoridades provinciales. La propia Jefatura de Campaña afirmaba «desconocer el número de milicias organizadas y las localidades donde residen»22.

Pese al nivel de voluntarismo y descoordinación, la propia lógica del golpe requería incentivar la movilización ciudadana. El día 27 de julio la Jefatura de Milicias Armadas herculina apremiaba el encuadramiento y adiestramiento militar de las agrupaciones civiles. Y dos días después, la Junta de Defensa Nacional creaba un servicio de prestación personal para atender las cosechas y bienes de los milicianos de primera línea, a los que asignó una retribución diaria de tres pesetas, superior a la de los soldados23. La aplicación de estas resoluciones tropezó, sin embargo, con el precario estado organizativo de las milicias.

La movilización encauzada

En los primeros días de agosto, la extensión espacial y temporal del golpe en tránsito a una guerra de columnas de duración impredecible impuso nuevos desafíos. Controlar los territorios ocupados y canalizar todos los recursos materiales y humanos hacia el esfuerzo bélico fueron objetivos prioritarios. Tras la declaración del estado de guerra diversos contingentes habían sido reincorporados a filas. Y el día 8 de agosto, la Junta de Defensa Nacional ordenaba la inmediata incorporación de los reemplazos de 1933 a 1935, excepto aquellos varones cuyo trabajo estuviese relacionado con las demandas bélicas. La necesidad apremiante de hombres dictaba además la supresión de diversas causas de exclusión del servicio, así como la incorporación obligatoria de aquellos voluntarios ya encuadrados en las primeras organizaciones ciudadanas24.

Este rápido recurso a la conscripción confirma la voluntad de los sublevados de controlar las fuerzas insurgentes no solo con una movilización general, sino también mediante la neutralización de los voluntarios de primera hora. La superior capacidad operativa del ejército fue el argumento esgrimido en favor de una subordinación efectiva de todos los combatientes que anulase toda expresión de liderazgo alternativo. Ni los dirigentes falangistas exentos del reclutamiento por desempeño de cargos en la retaguardia fueron eximidos de su presentación a la autoridad militar, porque «no dejan [...] de prestar servicio de armas al Ejército en interés de la Patria». La primacía castrense en la coordinación del esfuerzo bélico sublevado debía ser absoluta.

Fue entonces, en paralelo al reclutamiento forzoso, cuando resultó imprescindible delimitar las atribuciones de las milicias para institucionalizar su contribución a la causa rebelde. La propia lógica de la insurrección armada así lo exigía. El 6 de agosto, la Junta de Defensa designó al general africanista y comandante militar de Salamanca, Manuel García Álvarez, inspector de Reclutamiento, Movilización e Instrucción de Fuerzas Voluntarias25. Sus Instrucciones Generales del día 10 diseñaban una institución supeditada a las demandas de los Cuerpos de Ejército y muy jerarquizada internamente. Estas directrices emanadas de Burgos eran transmitidas a las Jefaturas Provinciales de Milicias, responsables de coordinar su ejecución en colaboración con las Jefaturas Locales. Un modelo organizativo que centralizaba en cada demarcación provincial tanto los aspectos relativos a la articulación de las unidades —recluta, equipamiento, encuadramiento e instrucción militar— como su gestión administrativa —filiaciones, altas y bajas, permisos, etc.—.

Cuadro 1
Inspección de Reclutamiento, Movilización e Instrucción de Fuerzas Voluntarias. Organización de una Jefatura Provincial

Fuente: Instrucciones Generales de 10 de agosto de 1936, AIMRNO, CG, C. 34/2396.

Además de definir sus competencias, las Instrucciones asignaban a las Jefaturas Provinciales dos tareas básicas. La primera, elaborar un registro de voluntarios y su filiación para disponer de una primera estimación de las fuerzas cívicas disponibles. La segunda, intensificar «la recluta de hombres útiles con el objeto de reunir el mayor número posible». Señalaba el inspector general que una nutrida movilización requería «inculcar en el ánimo de los afiliados fe en el triunfo [...] y una fuerte y decidida voluntad para luchar, porque siendo la guerra la oposición de dos voluntades vence indefectiblemente aquel cuya voluntad se sobrepone a la del contrario». Y a lograr esa premisa destinaba dos recursos básicos. El primero apelaba a los afectos personales, atribuyendo a las mujeres de la familia —madres, esposas, hijas y hermanas— un papel preeminente en el alistamiento de sus allegados varones. La evocación de la contribución femenina a la Guerra de Independencia contra el francés, con la que se equiparaba la contienda, servía a los sublevados para administrar en su favor el eco movilizador de aquella lucha. El segundo apuntaba a la eficacia socializadora de banderas, himnos y símbolos por su condición de «canto de guerra, canto de dominio y, por tanto, grito de independencia y de gloria».

Ampliar la base social rebelde exigía reforzar imaginarios sociales e identidades colectivas que afianzasen la legitimidad de la causa propia y minasen la de un adversario demonizado como enemigo absoluto. Pocos argumentos resultaron más propicios que la participación en una empresa de reconquista nacional26. La defensa de una patria identificada con la tradición, el orden social, la familia y la religión fue el hilo argumental empleado no solo para incorporar sensibilidades políticas diversas, sino también para hilvanar un mensaje interclasista que apelaba al concurso de todos los sectores sociales.

Los estímulos de carácter emocional se completaban con detalladas disposiciones para agilizar el alistamiento. Activos comités de propaganda debían frecuentar los núcleos de población «dirigiendo la palabra de forma breve y concisa pero vibrante y llena de energía [...] con objeto de aligerar la movilización de los convencidos»27. La contradicción entre la urgencia y la verificación de las conductas de los alistados se resolvía, sin embargo, con la genérica advertencia de evitar infiltraciones no deseadas. Finalmente, las restantes Instrucciones versaban sobre el encuadramiento de los jóvenes en centurias, compañías o batallones a cargo de mandos del ejército y su adiestramiento diario, consistente en someras indicaciones de defensa y avance ante el fuego enemigo y unas elementales prácticas de tiro para habituarlos al funcionamiento de los fusiles. Una exigua y apresurada formación destinada a incrementar rápidamente los efectivos disponibles.

En definitiva, a partir del 10 de agosto, las improvisadas agrupaciones cívicas creadas tras la sublevación fueron reeemplazadas por una estructura organizativa cuya coordinación centralizada dotaba a la Inspección General de Burgos de una información esencial sobre su magnitud y disponibilidad. No obstante, alimentar esta maquinaria con una provisión abundante de hombres resultó una tarea complicada. Sus mismos organizadores lamentaban que la afluencia de voluntarios fuese menos nutrida de lo deseado. El jefe de la turolense Bandera de Calamocha apuntaba la escasez de jóvenes deseosos de alistarse frente a una mayoría de indiferentes y temerosos, inmersos en las faenas de la recolección y en la celebración de las fiestas de la localidad. El organizador del Batallón de Voluntarios de Pontevedra reconocía las dificultades de la movilización, pues «estaban en mayoría los marxistas, los dudosos, los escépticos y los acomodaticios». Y la organización falangista gallega era constantemente apremiada para incrementar su aportación de voluntarios28.

Solo la decidida implicación del entramado golpista cívico-militar permitió sortear estas trabas. Las primeras unidades formalizadas salidas de Galicia los días 8, 15 y 30 de agosto —Centuria Militarizada de FEJONS, Voluntarios de Vigo y Bandera Legionaria Gallega de Falange Española, respectivamente— así lo atestiguan. Sus mandos —el teniente artillero Luis Piñeiro Caramés, el capitán de infantería Agustín Valderrama y el comandante de Estado Mayor Juan Barja de Quiroga, los dos últimos acogidos a la ley Azaña— mantenían sólidos lazos profesionales y de amistad, afianzados por un similar posicionamiento ideológico y la participación en redes de sociabilidad comunes. Integrados en la elite social herculina —descendientes respectivamente de un propietario con título de nobleza, de un afamado notario y de un reputado jurista, todos ellos directivos de la Caja de Ahorros coruñesa y destacadas figuras de la vida pública—, habían sido educados en la defensa del orden social tradicional, católico y monárquico.

El perfil biográfico del comandante Barja de Quiroga, quien aunaba la condición de militar retirado de alta graduación, delegado de Acción Española en Galicia, abogado y docente en la Escuela de Comercio con un intenso activismo confesional como impulsor de la ACNP herculina, dirigente regional de Acción Católica y secretario de la Federación Católica Agraria de A Coruña, constituye un ejemplo singular por su polifacética trayectoria29. La Plana Mayor de su Bandera Legionaria compartía un periplo vital similar. Todos habían sido oficiales coloniales en África, donde habían entablado amistad al calor de su carrera profesional, en 1931 se habían acogido a la ley Azaña y habían combatido la República desde el activismo confesional, el monarquismo alfonsino o el falangismo. Estas coordenadas ideológicas, reiteradas en los mandos de las seis centurias de su Bandera, explican la concentración de actos propagandísticos en el norte de la provincia, escenario privilegiado del intento de revitalización de un proyecto social agrario capaz de atraer a las masas rurales, así como en la archidiócesis de Santiago de Compostela, donde el propio Barja había impulsado una reciente campaña de captación de Acción Católica30.

Convicciones similares animaron al teniente Piñeiro Caramés, hijo del expresidente del Centro Maurista y hombre fuerte del catolicismo y del monarquismo alfonsino prerrepublicanos, a cooperar en el sometimiento de la cuenca minera del Bierzo con falangistas herculinos, y al africanista capitán Valderrama a encuadrar a cerca de 300 estudiantes de las juventudes japistas del sur de Pontevedra31. La planificación centralizada de la movilización desde la cabecera divisionaria es indudable. Militares, retirados o en activo, erigidos portavoces del universo social reaccionario que había liderado el malestar antirrepublicano y apoyado la sublevación, activaban sus redes de sociabilidad y su ascendiente como significados referentes conciudadanos para cooperar a su consolidación definitiva. El mismo protagonismo del núcleo militar herculino en la planificación del golpe de Estado, dada su condición de sede de la VIII División Orgánica y del Departamento Marítimo del Cantábrico, se reproducía semanas después en la organización del voluntariado.

La movilización fue asistida desde su inicio por un contundente arsenal de recursos simbólicos. Al grito de «La Patria os llama», en las calles de villas y ciudades se sucedieron enérgicos discursos y arengas radiofónicas, cuestaciones patrióticas diversas, desfiles de milicianos y sacralización de los primeros combatientes muertos convertidos en mártires, como parte de una intimidatoria escenografía destinada a apremiar conciencias en favor de las exigencias del frente. La reiterada advertencia del alistamiento en el ejército o en milicias como única acreditación posible de patriotismo, con el aleccionador contrapunto de la violencia golpista desatada en aquel mes de agosto, ilustran la carencia de alternativas de una ciudadanía inerme32.

Tan solo once días después de recibir sus Instrucciones, las comandancias militares gallegas remitían a la Inspección General de Burgos una relación de las milicias creadas en su jurisdicción. La notificación de los titulares de las Jefaturas Provinciales el 22 de agosto completaba la cadena de mando regional33. Para entonces, la informal agrupación de civiles que había secundado el golpe de Estado en Galicia cedía el paso a una movilización regulada al servicio del ejército.

Del golpe a la guerra: del voluntario al soldado

Como en toda guerra total, la movilización de la población civil fue un proceso complejo por sus múltiples vertientes, tanto militar y política en sentido restrictivo como también cultural, identitaria y social en su significado más incluyente34. Se ha señalado, a propósito de la Primera Guerra Mundial, que abordar la dimensión social de aquella masiva incorporación de ciudadanos al frente exige explorar los modos de su realización práctica. Y en este sentido, un análisis comparativo de los casos francés, británico y alemán confirma la estrecha correlación entre los mecanismos de reclutamiento existentes en cada país —básicamente existencia o no de conscripción— y las características de su colectivo voluntario35. En nuestro caso, la interdependencia entre conscripción militar e institucionalización de las milicias armadas resultó imprescindible para una maquinaria bélica necesitada del mayor número de brazos. Si la integración de los primeros voluntarios con soldados de reemplazo en las columnas militares de finales de julio había permitido neutralizar el potencial militar de Falange, además de articular ideológicamente al naciente ejército, en sentido inverso, la creación durante la segunda quincena de agosto de Banderas próximas ya al millar de miembros entre milicianos, mandos y asistencia técnica, sanitaria y espiritual, resulta inconcebible sin la iniciativa castrense.

Del mando militar divisionario dependió tanto la adscripción a milicias de servicios auxiliares básicos —ingenieros, electricistas, carpinteros, conductores, etc.— como también la asignación de reclutas para reforzar sus filas. Los ejemplos son numerosos: José López Fernández, un labrador de Castro de Rei, fue destinado a la Bandera Legionaria de Lugo mientras cumplía el servicio militar en la capital provincial; la Caja de Reclutas de Caldas de Reis destinó al mecánico Juan Ramón Gallego Nogueiras al Batallón de Voluntarios de Pontevedra, y el carpintero de Maside Francisco Fernández Rodríguez fue alistado en el contingente orensano que nutrió la Bandera Legionaria Gallega. Una práctica sancionada por la prensa al señalar las «numerosas expediciones integradas por jóvenes de las tres quintas llamadas a filas [...] que vienen para formar la Legión de voluntarios gallegos». Y apreciable también en otros contingentes voluntarios extranjeros36.

Así pues, la configuración de las milicias rebeldes no fue un proceso autónomo, conducido por organizaciones partidistas bajo supervisión militar, sino parte integrante y complementaria del mismo engranaje militar que había decretado la movilización forzosa. Una orden que alteró radicalmente las coordenadas vitales de todos los mozos comprendidos en alguno de los reemplazos ya movilizados o inmediatamente movilizables, pues la expectativa de una próxima llamada a filas —entre agosto y diciembre fueron llamadas las quintas de 1931 a 1936, es decir, los varones nacidos entre 1910 y 1915— condicionó inexorablemente la conducta de todos ellos. Así lo reconocía el inspector de Milicias Nacionales de la provincia de Cáceres a propósito de una centuria de falangistas de Ibahernando, al indicar que «parte fueron voluntarios, parte suponiendo ellos que serían movilizados en fecha próxima [...] excepto seis sorteados, los demás fueron voluntarios por estar próxima su movilización en el Ejército»37.

Si los primeros auxilios civiles fueron inseparables del contexto de urgencia, impacto emocional e intimidación que siguió a la declaración del estado de guerra, a partir del 8 de agosto el alistamiento en una milicia figuró entre las escasas opciones susceptibles de algún tipo de compensación —mayor salario, elección de una unidad menos expuesta en el frente o en servicios de retaguardia, preservación de lazos comunitarios, refugio para eludir las persecuciones, oportunidad de promoción social, etc.—. Todo ello en aquel fatídico mes de agosto en el que la violencia golpista alcanzó sus cotas más elevadas y en el que tanto la movilidad intrarregional como los desplazamientos estacionales de jornaleros a la Meseta, así como las migraciones al exterior, fueron severamente controladas para evitar la salida de prófugos. Con la eficaz colaboración del Portugal salazarista, el control de las fronteras terrestre y marítima privaba a los jóvenes gallegos de recursos tradicionalmente empleados para rehuir las obligaciones militares38. Condicionantes que fueron cruciales en una retaguardia intimidada y obligada a tomar partido, en la que los jóvenes en edad militar apenas tuvieron otra alternativa que escoger la fecha y modalidad de su inexorable incorporación al frente.

Hoy sabemos que ninguno de los contendientes inspiró una genuina movilización popular, pues solo los partidarios entusiastas se presentaron voluntarios, mientras el grueso de los combatientes fueron soldados forzosos39. Sin embargo, la exaltación del voluntario ha sido uno de los más persistentes mitos de la Guerra Civil, pues, como ya advirtió G. Mosse, constituye un lugar común de toda narración de guerra de carácter heroico, imposible de sostener con soldados obligados por sus superiores. Aunque fue la propia irresolución del golpe de Estado la que exigió apelar a los réditos movilizadores de la imagen del «pueblo en armas», esa apología del voluntariado se mantiene intacta en el trabajo del general Casas de la Vega, referencia habitual sobre las milicias rebeldes40.

Distanciarse de ese relato tendencioso y explorar el perfil sociológico y las motivaciones de los jóvenes milicianos es, sin embargo, una tarea ardua. Diversos autores han subrayado la borrosa y permeable frontera entre el voluntario real y el forzoso, entre la espontaneidad y la coerción. Factores de tipo ideológico, económico, cultural, razones profesionales o de promoción social, así como la presión del entorno, estrategias individuales y familiares o la simple búsqueda de aventuras, conforman un amplio abanico en el que la diversidad, interdependencia e incluso variabilidad de las motivaciones constituyen la norma41. La guerra como proceso individual y colectivo implicó coacción, pero también espacios para la negociación en un contexto fluido y cambiante. Ni existieron factores únicos y exclusivos ni tampoco fueron inmutables ni unidireccionales.

Ante tal complejidad, y dado que es el dinamismo de los escenarios sociales en guerra el que determina los márgenes de maniobra de los sujetos históricos42, precisar el perfil sociológico y las motivaciones de los voluntarios requiere situar su iniciativa en el tiempo. Tener en cuenta la propia trayectoria de las milicias rebeldes: desde la inicial movilización informal en los días posteriores a la ejecución del golpe de Estado hasta su institucionalización en paralelo al reclutamiento forzoso de soldados decretado en agosto y su militarización posterior, ya en el tránsito hacia una guerra total. Porque la prolongación de la contienda no solo implicó cambios normativos para regular y encauzar la actividad de las Fuerzas Voluntarias, sino que repercutió inevitablemente en la percepción y evaluación de los acontecimientos por los propios milicianos. Numerosos testimonios dejan constancia de que la urgencia, la pulsión emocional y la confianza en una rápida resolución en las primeras semanas del conflicto fueron pronto sustituidas por el temor, la inseguridad y el cansancio físico y anímico aparejados a la guerra prolongada que se abre paso hacia final de año. Y delimitan contextos muy diferentes para la movilización y el alistamiento, desde la espontaneidad y el entusiasmo reinantes en buena parte de los primeros voluntarios, hasta las crecientes dificultades que experimenta su recluta poco tiempo después.

A partir de septiembre de 1936, las frecuentes solicitudes de abandono del frente para ayudar a las familias en las faenas agríco­las, las reclamaciones paternas sobre el retorno de hijos menores de edad necesarios para el sostenimiento del hogar o las disposiciones posteriores contra emboscados, prófugos y autolesionados así lo confirman43. En palabras del ya referido juez de Ibahernando: «Lo que ocurre con frecuencia en los pueblos [...] es que todo el entusiasmo que se despierta con la inscripción en la Falange u otras milicias y al ponerse los distintivos de ellas desaparece no en los alistados precisamente, sino en sus familiares, al recibir la orden de incorporación al frente, entonces se presentan los motivos de excepción por edad, por defecto físico, por situación de indigencia, etc.»44.

En la práctica, la movilización simultánea de soldados y milicianos permitió no solo incrementar el número de combatientes, sino retener además unas tropas voluntarias urgidas inicialmente a secundar un golpe de Estado y no una guerra de años. Ya en el mes de septiembre tanto la organización falangista como diversas comandancias militares advirtieron del trastorno organizativo derivado de la pérdida de jóvenes en edad militar. Y por ello cada nueva movilización de soldados fue acompañada de la concesión de un mes de plazo para que los milicianos afectados verificasen su incorporación al ejército45. Esta interdependencia explica que, aunque diversos en origen, todos los combatientes acabasen siendo reclutas, pues al ser llamado a filas el reemplazo de un voluntario, este quedaba sujeto a las mismas obligaciones que los movilizados de su quinta. La progresiva instrumentalización de las milicias, confluyente con los sucesivos llamamientos a filas del otoño, hasta culminar su integración en el ejército regular mediante el decreto de militarización del 20 de diciembre, así lo confirma.

Los voluntarios quedaron entonces formalmente sujetos al Código de Justicia Militar. El artículo 3.º del citado decreto impidió además su desmovilización o, en otras palabras, el abandono del servicio activo por sus miembros, que de hacerlo podrían ser juzgados por deserción. Todos los milicianos con un mes de antigüedad en el frente fueron excluidos de los sucesivos reclutamientos y en adelante fue norma la permanencia en sus unidades al ser movilizado su reemplazo para evitar desórdenes en las filas combatientes46. Una equiparación formal entre milicianos y soldados dictada por el cambio en la estrategia bélica tras el fracaso de la toma de Madrid en el mes de noviembre. La prolongación del conflicto exigía tanto el incremento de los efectivos combatientes como su absoluto control.

Por ello, aunque las diversas organizaciones partidarias pudieron mantener sus denominaciones, himnos y símbolos externos, fueron agregadas orgánica y tácticamente a los batallones convencionales. Tras el Decreto de Unificación en abril de 1937, la integración de las distintas facciones en una única Milicia Nacional eliminó definitivamente sus identidades particulares y culminó el proceso de conversión de los voluntarios de primera hora en simples soldados sometidos a la disciplina militar47. En mayo de 1937, el inspector general de Milicias advertía que, aunque no existía legislación específica sobre la duración del compromiso de los milicianos, las instrucciones verbales del Generalísimo lo consideraban vigente hasta la terminación de la campaña, sin más excepciones que las legales en el ejército y la minoría de edad48.

No obstante, la nueva etapa abierta por la militarización no implicó la pasividad de las milicias. El mismo día 20 de diciembre de 1936 las Jefaturas Provinciales de Milicias trasladaban a sus subordinados las órdenes del Generalísimo encareciendo «el logro de nuevos afiliados para la 1.ª línea, respecto a los cuales, vuelvo a repetirte, se prescindirá en absoluto de su ideología política anterior»49. En aquel contexto, el logro de una movilización masiva obligaba a rectificar los requisitos exigibles a los combatientes. La reducción de las condiciones físicas, edad y documentación exigidas a los legionarios, la revisión a la baja del Cuadro de Inutilidades del Ejército, o la creación del Subsidio del Combatiente para ayudar a la manutención de las familias en retaguardia, muestran la amplia gama de incentivos arbitrados en los inicios de 193750.

Conscientes del valor de su potencial movilizador como garantía de futuras recompensas, las milicias partidarias asumieron la tarea como expresión de su pugna interna por la hegemonía del autodenominado bando nacional. Así lo manifestaban las Instrucciones remitidas entonces por la Junta de Mando falangista a sus Jefaturas Provinciales: «La consigna de la hora es lograr el mayor reclutamiento de hombres para nuestras milicias [...] Ahora que vamos a realizar una movilización que muestre nuestra fuerza se precisa que no quede lejos del frente ningún falangista que por su deber deba estar en él»51. Y categórica fue igualmente la convocatoria de un alistamiento de requetés «que pueda garantizarnos mañana compensaciones de gloria y dominio proporcionales a nuestros inmensos sacrificios de ahora [...] No debemos esperar a que nos llamen [...] En nombre de los muertos, del cariño de los que viven y de la memoria de los que cayeron, esperamos de todos [...] que comiencen inmediatamente [...] la gran campaña de movilización que empuje a todos sus convecinos hacia (nuestras) [...] filas»52. Un compromiso de colaboración mutua que sellaría la médula del naciente franquismo.

Y fue este pulso, librado por milicias que medían sus fuerzas entre sí al mismo tiempo que exhibían su potencialidad ante el ejército, el que intensificó la coerción sobre los mozos. Porque fue entonces cuando las quejas sobre sus métodos de reclutamiento se hicieron unánimes. En Zaragoza abundaron las consultas al gobernador civil sobre la obligatoriedad del alistamiento pregonado por los delegados falangistas en su recorrido por las localidades de la provincia53. Los vecinos del pueblo cacereño de Casatejada denunciaban la actuación del jefe comarcal de Navalmoral de la Mata que, acompañado de camaradas armados, los había obligado a subirse a una camioneta54. Quejas similares a las expresadas por diversos pueblos zamoranos sobre la amenaza y violencia empleadas por los comisionados de Falange para nutrir sus filas e impedir la inscripción en las rivales. Conductas que, a juicio del gobernador militar, además de causar malestar en la población, degradaban la calidad de los reclutados, pues «en el deseo de hacerse con un número considerable no se tiene en cuenta lo consignado [...] respecto a informes, antecedentes y significancia de los nuevos afiliados»55.

También el jefe falangista de la localidad pontevedresa de Redondela atestigua el celo reclutador que guió aquella movilización de 1937: «Se nos reunió en Pontevedra a los jefes de Milicias y de JONS y se nos dio cinco días de plazo para efectuar a recluta e invitar a los elementos izquierdistas a que se alistasen en FE. No creo aventurado decir que todos interpretamos que obligásemos, que si no querían ir ahora por las buenas dentro de pocos días irían por la fuerza, así que sería mejor ir por las buenas con FE, cosa que se les tendría en cuenta [...] que por los alcaldes y Guardia Civil [...] se nos facilitarían listas de los indibiduos (sic) comprendidos entre los 18 y los 40 años, que había que inscribir en Falange [...] Creo que todos o casi todos lo entendimos así»56.

Todo ello enmarcado, además, en una creciente rivalidad intramiliciana, pronto agudizada por el malestar carlista ante su posición subordinada en el nuevo partido único. La denuncia del jefe provincial de FETJONS de Cáceres contra la actuación de los agentes que «se dedican a reclutar gente que se llevan forzosamente, les ponen la boina roja en contra de su voluntad y los mandan a Talavera de la Reina para nutrir los Tercios de Requetés»57, se dirigía no solo contra los métodos de los carlistas, sino también contra una Jefatura de Milicias consentidora de tales atropellos. Un conflicto de competencias y disputa de espacios de poder de carácter múltiple que revelaba las tensiones internas generadas por el Decreto de Unificación de abril de 193758.

Pero la pretensión de las milicias de afianzar su posición con una generosa dotación de hombres también ocasionó problemas con las autoridades militares. La Caja de Recluta número 47 de Ávila denunciaba la competencia de falangistas que recorrían los pueblos conminando a los jóvenes llamados a filas a alistarse en sus milicias y bloquear después su pase al ejército negándose a acreditar su condición de combatiente, imprescindible para evitar una causa por deserción59. Acusado de un comportamiento similar, el jefe falangista de Mejorada del Campo alegó obedecer órdenes del agente de reclutamiento provincial «pues si no lo hacía a lo mejor le pegaba un tiro por desobediencia»60.

En vísperas de la Unificación, sendas mociones del Cuartel del Generalísimo achacaban a aquellos coactivos métodos de reclutamiento el «crecidísimo número de afiliados en los frentes de combate [...] francamente desfavorables no solo por haber pertenecido y destacado en los partidos socialista y comunista, sino por su mala conducta moral, antirreligiosa e incluso [...] maleantes de profesión». Pese al riesgo que estas condiciones entrañaban para el contacto con el enemigo en el frente y para el desempeño de misiones de retaguardia advertían, sin embargo, que «si S.E. autorizase el licenciamiento del personal de milicias voluntarias que pasando de los 30 años lo solicitasen, el carácter de voluntariedad de tales milicianos podría decirse era un hecho, pero la disminución de sus efectivos en los frentes de combate sería sensible»61. En la primavera de 1937, tras la derrota italiana en Guadalajara, el viraje hacia una guerra total que abandonaba las fallidas ofensivas sobre Madrid para cifrar su objetivo en el norte peninsular62 exigía homogeneizar las fuerzas combatientes.

Conclusión

Si afianzar el golpe de Estado había requerido la institucionalización de las milicias armadas en paralelo al reclutamiento obligatorio decretado en los primeros días de agosto, su tránsito a una larga guerra total impuso la equiparación del miliciano al soldado. A partir de la primavera-verano de 1937 la trayectoria de las milicias rebeldes revela el agotamiento del voluntariado y confluye definitivamente con la del ejército regular. Así lo confirma la alarma ocasionada por las deserciones de milicianos. Atribuidas por la Jefatura del Estado a la carencia de redes de «antiextremismo» en las milicias, el mando de la VIII División precisaba, en cambio, que «tales deserciones no se deben a aquella circunstancia, sino a otras causas, como son el haber sido reclutadas las últimas banderas con engaños, coacciones e incluso sacando de la cárcel extremistas de izquierda y también por falta condiciones jefes militares, unas veces por falta carácter y excesivamente políticos y otras usando de excesivo rigor»63. Aunque se trata de un asunto todavía inexplorado, los condicionantes de la movilización y la sincronía con las deserciones de soldados acreditan la equiparación práctica de todos los combatientes64.

En adelante, también la Milicia Nacional hubo de recurrir al «reciclaje» para engrosar sus filas. Si en el mes junio aceptó la incorporación de militantes del extinto Frente Popular a condición de no haber sido «elementos directivos o agentes provocadores», en octubre autorizó la recluta de personal de zona roja clasificado como adicto. Y en mayo de 1938 la propia la Jefatura Nacional de Milicias manifestaba desconocer el número de voluntarios alistados por la campaña, si bien «actualmente, excepto una cantidad insignificante, todo el personal que presta servicio en estas unidades pertenece a reemplazos movilizados»65.

En consecuencia, la propia trayectoria de las milicias de primera línea delimita los distintos tiempos y contextos de la incorporación de civiles a la maquinaria bélica de los sublevados. Y esta secuencia temporal debe enmarcar el análisis del voluntariado, tanto para verificar la magnitud de aquella movilización y su particular distribución territorial en la geografía rebelde, como también para precisar el perfil sociológico y las motivaciones de aquellos que genéricamente denominamos voluntarios. Una tarea todavía pendiente.


1 Véase Rafael Cruz: En nombre del pueblo. República, rebelión y guerra en la España de 1936, Madrid, Alianza, Editorial, 2006. La retaguardia como laboratorio de violencia, movilización e identificación en Javier Rodrigo: «Retaguardia: un espacio de transformación», Ayer, 76 (2009), pp. 13-36.

2 Julio Aróstegui: «Sociedad y milicias en la Guerra Civil Española, 1936-1939. Una reflexión metodológica», en AAVV: Estudios sobre Historia de España. Homenaje a Tuñón de Lara, Madrid, Universidad Internacional Menéndez Pelayo, 1981, pp. 307-326, y Eduardo González Calleja: «Experiencia en combate. Continuidad y cambios en la violencia represiva (1931-1939)», Ayer, 76 (2009), pp. 37-64, esp. pp. 46-55.

3 Citado en Rafael Casas de la Vega: Las Milicias Nacionales, Madrid, Editora Nacional, 1977, p. 110.

4 Xosé Manuel Núñez Seixas: «An Approach to the Social Profile and the Ideological Motivations of the Spanish Volunteers of the “Blue Division”», en Christine Krüger y Sonja Levsen (eds.): War Volunteering in Modern Times. From the French Revolution to the Second World War, London, Palgrave MacMillan, 2011, p. 258, e íd.: Camarada Invierno. Experiencia y memoria de la División Azul (1941-1945), Barcelona, Crítica, 2016.

5 George L. Mosse: Soldados caídos. La transformación de la memoria de las guerras mundiales, traducción y estudio preliminar de Ángel Alcalde, Zaragoza, Prensas Universitarias, 2016, pp. 43-44.

6 Thomas Khune y Benjamin Ziemann: «La renovación de la historia militar. Coyunturas, interpretaciones, conceptos», Semata, 19 (2007), p. 308.

7 John Keegan: The Face of Battle. A Study of Agincourt, Waterloo and te Somme, London, Jonathan Cape, 1976 (El rostro de la batalla, Madrid, Turner, 2013); Eric Leed: No Man’s Land. Combat an Identity in World War I, Cambridge, Cambridge University Press, 1979, y Joanna Bourke: An Intimate History of Killing. Face-to-face Killing in Twentieth Century Warfare, Londres, Granta Books, 1999 (Sed de sangre. Historia íntima del combate cuerpo a cuerpo en las guerras del siglo xx, Barcelona, Crítica, 2008). El giro de la historiografía francesa, condensado en la noción de cultura de guerra, en Stéphane Audoin-Rouzeau y Annette Becker: 14-18, retrouver la Guerre, París, Gallimard, 2000, y Antoine Prost y Jay Winter: Penser la Grande Guerra. Un essaid’historiographie, París, Eds. du Seuil, 2004. La nueva historiografía militar en Thomas Khune y Benjamin Ziemann: «La renovación...», pp. 307-347.

8 Pedro Ruiz Torres (ed.): Volver a pensar el mundo de la Gran Guerra, Zaragoza, Fernando el Católico, 2016. Sobre el voluntariado véase Christine Krüger y Sonja Levsen (eds.): War Volunteering in Modern Times. From the French Revolution to the Second World War, London, Palgrave MacMillan, 2011, pp. 1-22.

9 Julio Aróstegui: Los combatientes carlistas en la Guerra Civil Española, 1936-1939, Madrid, Fundación Hernando de Larramendi, 1989, e íd.: Combatientes requetés en la Guerra Civil Española (1936-1939), Madrid, La Esfera de los Libros, 2013.

10 Javier Ugarte Tellería: La nueva Covadonga insurgente. Orígenes sociales y culturales de la sublevación de 1936 en Navarra y el País Vasco, Madrid, Biblioteca Nueva, 1998.

11 Pedro Corral: Desertores: la Guerra Civil que nadie quiere contar, Barcelona, Debate, 2006; Michael Seidman: A ras de suelo. Historia social de la República durante la Guerra Civil, Madrid, Alianza Editorial, 2003; íd.: «Las experiencias de los soldados en la Guerra Civil Española», Alcores, 4 (2007), pp. 101-123; íd.: La victoria nacional: la eficacia contrarrevolucionaria en la Guerra Civil, Madrid, Alianza Editorial, 2012; James Matthews: «Moral y motivación de los movilizados forzosos del Ejército Popular de la República en la Guerra Civil Española, 1936-1939», Studia Historica. Historia Contemporánea, 26 (2006), pp. 81-105; íd.: «“Our Red Soldiers”: The Nationalist Army’s Management of its Left-Wing Conscripts in the Spanish Civil War, 1936-1939», Journal of Contemporay History, 45 (2010), pp. 344-363; íd.: Soldados a la fuerza. Reclutamiento obligatorio durante la Guerra Civil, 1936-1939, Madrid, Alianza Editorial, 2012; íd.: «Comisarios y capellanes en la Guerra Civil Española, 1936-1939. Una mirada comparativa», Ayer, 94 (2014), pp. 175-199; Ángel Alcalde: Los excombatientes franquistas (1936-1965), Zaragoza, Prensas de la Universidad, 2014; íd.: «Los orígenes de la Delegación Nacional de Excombatientes de FETJONS: la desmovilización del ejército franquista y la Europa de 1939», Ayer, 97 (2015), pp. 169-194; Francisco Leira-Castiñeira: La consolidación social del franquismo: la influencia de la guerra en los soldados de Franco, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 2013; íd.: «Movilización militar y experiencia de Guerra Civil. Las actitudes sociales de los soldados del ejército sublevado», en Lourenzo Fernández Prieto y Aurora Artiaga Rego (eds.): Otras miradas sobre golpe, guerra y dictadura. Historia para un pasado incómodo, Madrid, Los Libros de la Catarata, pp. 150-178; Javier Rodrigo y Manuel Santirso (coords.): «La Guerra Civil Española de 1936-1939 en la nueva historia militar», Revista Universitaria de Historia Militar, 3, 6 (2014), pp. 7-11, y Miguel Alonso Ibarra: «Vencer y convencer. Una aproximación a la fascistización del combatiente sublevado y la construcción del consenso en la España franquista (1936-1939)», en Francisco Cobo Romero, Claudio Hernández Burgos y Miguel Ángel del Arco Blanco (eds.): Fascismo y modernismo. Política y cultura en la Europa de entreguerras (1918-1945), Granada, Comares, 2016, pp. 107-121.

12 Además de las obras pioneras ya citadas véanse los trabajos de Sergio Millares Cantero: «Los falangistas canarios en el frente de Toledo: de idealistas convencidos a asesinos en masa», en Francisco Alia Miranda y Ángel Ramón del Valle Calzado (coords.): La Guerra Civil en Castilla-La Mancha 70 años después, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2008, pp. 497-501; Diego Segalas: «Le volontariat armé au sein des milices nationalistes pendant la Guerre civile espagnole», Cahiers de Civilisation Espagnole Contemporaine, 7 (2010), pp. 53-62; José Antonio Parejo Fernández: «De puños y pistolas. Violencia falangista y violencias fascistas», Ayer, 88 (2012), pp. 125-145, y Germán Ruiz Llano: Álava, una provincia en pie de guerra. Voluntariado y movilización durante la Guerra Civil, Bilbao, Ediciones Beta III Milenio, 2016. Igualmente véanse Francisco Sevillano Calero: Exterminio. El Terror con Franco, Madrid, Oberón, 2004; Carlos Gil Andrés: «La zona gris de la España actual. La violencia de los sublevados en la Guerra Civil», Ayer, 76 (2009), pp. 115-141, esp. pp. 117-127, y Ángel Alcalde: Lazos de sangre. Los apoyos sociales a la sublevación militar en Zaragoza. La Junta de Recaudación Civil 1936-1939, Zaragoza, Fernando el Católico, 2010.

13 Tenemos en curso una investigación sobre voluntarios a partir de la documentación personal del comandante de Estado Mayor retirado Juan Barja de Quiroga, organizador de la Bandera Legionaria Gallega de Falange Española y de los fondos del Cuartel General de la Milicia Nacional, incluidos expedientes personales de voluntarios conservados en el Archivo General Militar de Ávila. Una reflexión sobre el peso del contingente galaico entre las milicias de primera línea de la España rebelde en Aurora Artiaga Rego: «Movilización rebelde en el verano de 1936. Galicia, ¿una Nueva Covadonga?», en Lourenzo Fernández Prieto y Aurora Artiaga Rego (eds.): Otras miradas sobre golpe, guerra y dictadura. Historia para un pasado incómodo, Madrid, Los Libros de la Catarata, pp. 111-149, esp. pp. 129-145.

14 Eduardo González Calleja: «La violencia y sus discursos. Los límites de la “fascistización” de la derecha española durante el régimen de la Segunda República», Ayer, 71 (2008), pp. 85-116, e íd.: Contrarrevolucionarios. Radicalización violenta de las derechas durante la Segunda República, 1931-1936, Madrid, Alianza Editorial, 2011.

15 Ángel Viñas et al.: Los mitos del 18 de julio, Barcelona Crítica, 2013, pp. 345-346.

16 Jesús de Juana y Julio Prada (eds.): Lo que han hecho en Galicia. Violencia política, represión y exilio (1936-1939), Barcelona, Crítica, 2006.

17La red de sociabilidad reaccionaria como vivero de apoyos a la sublevación en Javier Ugarte Tellería: La nueva Covadonga insurgente..., pp. 239-248; Luis Castro: Capital de la Cruzada. Burgos durante la Guerra Civil, Barcelona, Crítica, 2006, pp. 3-13; Julián Sanz Hoya: La construcción de la dictadura franquista en Cantabria: instituciones, personal político y apoyos, Cantabria, Universidad de Cantabria, 2009, pp. 78-100; Ángel Alcalde: Lazos de sangre..., pp. 66-67; Claudio Hernández Burgos: Granada azul. La construcción de la cultura de la victoria en el primer franquismo, Granada, Comares, pp. 66-75, y Germán Ruiz Llano: Álava, una provincia en pie de guerra..., pp. 69-85. La deriva autoritaria en Eduardo González Calleja: «La radicalización de las derechas», en Ángel Viñas et al.: Los mitos del 18 de julio, Barcelona, Crítica, 2013, pp. 221-238. La fractura en José María Báez y Pérez de Tudela: «El ruido y las nueces: la Juventud de Acción Popular y la movilización “cívica” católica durante la Segunda República», Ayer, 59 (2005), pp. 123-145.

18 «Relación nominal de los jefes y oficiales en activo y retirados con expresión del servicio que prestan en filas y fuera de ellas», Archivo Intermedio Militar de la Región Noroeste (AIMRNO), Capitanía General (CG), C. 36/2398 y 37/2399.

19 Sebastian Balfour: «Colonial War and Civil War: The Spanish Army of Africa», en Martin Baumeister y Stefanie Schuler-Springorum (eds.): «If you tolerate this...». The Spanish Civil War in the Age of Total War, Nueva York, Campus, 2008, pp. 171-185; Geoffrey Jensen: Cultura militar española. Modernistas, tradicionalistas y liberales, Madrid, Biblioteca Nueva, 2014, y Alfonso Iglesias Amorín: «La cultura africanista en el ejército español, 1909-1975», Pasado y Memoria, 15 (2016), pp. 99-122.

20 AIMRNO, CG, C. 34/2396, C. 35/2397 y C. 221/2552.

21 Javier Ugarte Tellería: La nueva Covadonga insurgente..., pp. 105-109, y José Antonio Martínez Barrado: Cómo se creó una Bandera de Falange, Zaragoza, s. e. [Tip. La Académica], 1939, y Carlos Gil Andrés: « La zona gris de la España actual...», pp. 117-127.

22 Archivo General Militar de Ávila (AGMAV), Cuartel General de la Milicia Nacional (CGMN), C. 5940, C. 5943/57 y C. 2582, Cp. 7.

23 Real Orden núms. 3 y 4 de la Junta de Defensa Nacional, 29 y 30 de julio de 1936.

24 AIMRNO, CG, C. 36/2398, y J. Matthews, Soldados a la fuerza..., pp. 60-67.

25 Decreto núm. 27 de Junta de Defensa Nacional, 6 de agosto de 1936.

26 Xosé Manuel Núñez Seixas:¡Fuera el invasor! Nacionalismo y movilización bélica durante la Guerra Civil Española (1936-1939), Madrid, Marcial Pons, 2006, e íd.: «Ni rota ni roja: el peligro separatista y la invocación a la nación en el golpe de Estado de julio de 1936», en Ángel Viñas et al.: Los mitos del 18 de julio, Barcelona Crítica, 2013, pp. 263-269.

27 AIMRNO, CG, C. 34/2396, para todos los entrecomillados relativos a las Instrucciones.

28 AGMAV, CGMN, C. 2678, Cp. 29/1; José Antonio Martínez Barrado: Cómo se creó una Bandera..., p. 14, y Maximiano García Venero: Testimonio de Manuel Hedilla, Barcelona, Acervo, 1977, p. 328.

29 Archivo familiar Barja de Quiroga, Correspondencia.

30 Véanse Miguel Cabo Villaverde: O agrarismo, Vigo, A Nosa Terra, 1998, y José Ramón Rodríguez Lago: La Iglesia católica en Galicia (1910-1936). Entre la revolución de Portugal y la cruzada de España, Santiago de Compostela, Andavira, 2008, pp. 178-187.

31 AGMAV, Cuartel General del Generalísimo (CGG), C. 2687, Cp. 29/1, y C. 5658, Cp. 3.

32 Aurora Artiaga Rego: «Movilización rebelde en el verano de 1936...», pp. 111-149, esp. pp. 122-129.

33 AIMRNO, CG, C. 36/2398.

34 John Horne: State, Society and Mobilization in Europe during the First World War, Cambridge, Cambridge University Press, 1997, y Pietro Causarano (dir.): Le xxéme siécle des guerres, París, Les Editións de l’Atelier, 2004.

35 La reivindicación en Frederic Rousseau: La guerre censurée. Une histoire des combattants européens de 14-18, París, Editions du Seuil, 2003, p. 365, y la comparación en Alexander Watson: «Voluntary Enlistment in the Great War: a Eu­ropean Phenomenon?», en Christine Krüger y Sonja Levsen (eds.): War Volunteering in Modern Times. From the French Revolution to the Second World War, London, Palgrave MacMillan, 2011, pp. 163-188.

36 El Ideal Gallego, 13 de agosto de 1936, p. 6. El mito de la voluntariedad de la misión alemana en España, cuya tropa de tierra estaba integrada por reclutas, en Stefanie Schuler-Springorum: La guerra como aventura. La Legión Cóndor en la Guerra Civil Española, 1936-1939, Madrid, Alianza Editorial, 2014, pp. 85-96.

37 AGMAV, CGG, C. 2325, L. 48, Cp. 71.

38 AIMRNO, CG, C. 32/2399, y Jesús Balboa López: «Soldados e desertores: os galegos e o servicio militar no século xix», en Xavier Castro y Jesús de Juana (eds.): Mentalidades colectivas e ideoloxías. Xornadas de Historia de Galicia, Ourense, Deputación Provincial, pp. 51-71.

39 Michael Seidman: A ras de suelo..., p. 48; James Matthews: «Moral y motivación de los movilizados forzosos...», pp. 83-84, e íd.: Soldados a la fuerza..., pp. 60-61.

40 Una revisión crítica de sus cifras en Aurora Artiaga Rego: «Movilización rebelde en el verano de 1936...», pp. 132-146.

41 Xosé Manuel Núñez Seixas: «Fighting for Spain? Patriotism, War Mobilization and Soldiers Motivations (1936-1939)», en Martin Baumeister y Stefanie Schuler-Springorum (eds.): «If you tolerate this...». The Spanish Civil War in the Age of Total War, Nueva York, Campus, 2008, pp. 47-74; Christopher Bannister: Crusaders and Commisars. A Comparative Study of the Motivation of Volunteers in the Popular and National Armies in the Spanish Civil War, tesis doctoral, Instituto Universitario de Florencia, 2014, y Claudio Hernández Burgos: «Mucho más que egoísmo y miedo. Las actitudes de los españoles durante la Guerra Civil (1936-1939)», en Miguel Ángel del Arco et al. (eds.): No solo miedo. Actitudes políticas y opinión popular bajo la dictadura franquista (1936-1977), Granada, Comares, 2014, pp. 33-63. Sobre voluntarios extranjeros véanse Judith Keene: «Fighting for God, for Franco and (Most of All) for Themselves: Right-Wing Volunteers in the Spanish Civil War», en Christine Kruger y Sonja Levsen (eds.): War Volunteering in Modern Times. From the French Revolution to the Second World War, London, Palgrave MacMillan, 2011, pp. 211-230, y Javier Rodrigo: La guerra fascista. Italia en la Guerra Civil Española, 1936-1939, Madrid, Alianza Editorial, 2016, pp. 222-247.

42 Como subrayan Frederic Rousseau: «Repensar la Gran Guerra (1914-1918). Historia, testimonios y ciencias sociales», Historia Social, 78 (2014), pp. 142-143, y Benjamin Ziemann: «La violencia como objeto de estudio en las investigaciones recientes sobre la Primera Guerra Mundial», Historia Social, 84 (2016), pp. 152-154.

43 Un detallado análisis para el caso alavés en Germán Ruiz Llano: Álava, una provincia en pie de guerra..., pp. 269-275.

44 AGMAV, CGMN, C. 5980, Cp. 80, y CGG, C. 2325, L. 48, Cp. 71.

45 Archivo Histórico Provincial de Pontevedra (AHPPO), Jefatura Provincial del Movimiento (JPM), Ca. 161, y AIMRNO, CG, C. 34/2396.

46 AGMAV, CGG, C. 1209, L. 43, Cp. 1.

47 Julio Aróstegui: Combatientes requetés..., pp. 136-138; José Luis Rodríguez Jiménez: Historia de Falange Española de las JONS, Madrid, Alianza Editorial, 2000, pp. 298-306, y Joan M. Thomás: La Falange de Franco. Fascismo y fascistización en el régimen franquista (1937-1945), Barcelona, Plaza y Janés, 2001, pp. 35-62.

48 AGMAV, CGMN, C. 5699, Cp. 14.

49 Ibid., C. 5714, Cp. 2.

50 James Matthews: Soldados a la fuerza..., p. 105, y Carlos Álvarez Martínez: Guía jurídica del miliciano falangista, Lugo, Biblioteca Celta, 1938.

51 AHPPO, JPM, Ca. 161.

52 AGMAV, CGG, C. 2325, L. 48, Cp. 99.

53 Ángel Alcalde: Lazos de sangre..., pp. 131-139.

54 AGMAV, CGMN, C. 5714, Cp. 2.

55 AGMAV, Ejército del Norte (EN), Leg. 2, C. 1209, Cp. 20.

56 AHPPO, JPM, Ca. 159.

57 AGMAV, CGMN, C. 5709/2.

58 Joan M. Thomás: La Falange de Franco..., pp. 87-92.

59 AGMAV, EN, Leg. 2, C. 1209, Cp. 20.

60 AGMAV, CGMN, C. 5715/4.

61 AGMAV, CGG, C. 5715, Cp. 3.

62 Javier Rodrigo: La guerra fascista..., pp. 113-147.

63 AGMAV, EN, Leg. 2, C. 1211, 43/5-6.

64 James Matthews: Soldados a la fuerza..., pp. 268-288, y Francisco Leira-Castiñeira: « Movilización militar y experiencia de Guerra Civil...», pp. 164-171.

65 Sobre reciclaje véase James Matthews: «“Our Red Soldiers”...», pp. 344-363. Las citas en AGMAV, CGG, C. 5714, Cp. 2, y C. 5719, Cp. 7 y 8.